Succession, el fracaso de los millennials

A pocos días de que termine Succession, la serie de moda y de novedad que en las redes no se cansan de decir, capítulo tras capítulo, sobre todo durante la cuarta temporada, que es “el mejor momento en la historia de la televisión” (SIC) (así merito) (Cfr. los comentarios exaltados amparados bajo los hashtags #Succession o #SuccessionHBO), pensaba meterme en líos con alguna idea canalla:

Al principio se pensó en Succession como la actualización del Rey Lear de Shakespeare: está Logan Roy, fundador septuagenario de Royco, emporio planetario en plenitud y decadencia, y están sus cuatro hijos, de quienes importan tres: Kendall, quien parecería el favorito para suceder al padre; Siobhan (Shiv), que se deslindó hacia la consultoría política pero no mira con malos ojos tomar la estafeta del corporativo; y Roman, gandul que se la vive entre la fiesta y la lascivia porque quizá no se cree capaz de la responsabilidad del liderazgo. Al final sí hay que mencionar al cuarto porque sí importa: Connor, hijo de un primer matrimonio de Logan, que en algún momento fungió como figura paterna de sus hermanos y devanea entre el arte, la vida bucólica, creerse un político alternativo y tener una novia guapa y descolocada del resto de los personajes.

Después la historia se desbocó por las dinámicas de las series, que piden acrobacias argumentales insólitas y no siempre eficientes (las aventuras de Roman en Turquía, por ejemplo, es una tremenda estupidez). Ocurre que la cuarta y última temporada retoma bríos porque recupera la premisa original: el padre muere en el tercer capítulo y se viene la especulación de cuál de los hijos es el indicado para sucederlo. Para este momento, una dinámica parecida a nuestras preferencias electorales hace que hagamos de alguno de los tres hermanitos Roy nuestro gallo: Kendall (los depresivos), Shiv (las feministas) o Roman (los, los, los quién-sabe-qué).

Pero Succession también puede leerse como un inclemente enfrentamiento generacional: el de Logan Roy, próspero boomer que supo erigir un imperio aprovechando las circunstancias de bienestar que se dieron en la postguerra, contra los atribulados hijos millennial que asumen con dudas su calidad de herederos, y a los que el padre pediría más fiereza para enfrentar a los adversarios, que el viejo no dudaría en llamar enemigos.

Los tres hijos de Logan Roy podrían representar tres formas y tres comentarios devastadoras a la ya adulta generación millennial:

Kendall como emprendedor acólito de Gates y Jobs, con disciplina mental que transmina hacia lo corporal. Un ejercicio ascético para conseguir sus objetivos, con el costo de una enorme inseguridad y una depresión latente que brota al menor contratiempo. Es el techie de las prótesis electrónicas, de las aplicaciones que siempre dan la respuesta (y cuando no se derrumba el mundo), de los discursos contundentes para proponer una sociedad nueva y la fatiga de esta obligación a ser un CEO cyborg.

Shiv sigue la ruta de la tramposa progresía millennial, el florecimiento de las ONGs y el lobby con buenas intenciones, este vigor de cambiar al mundo desde la buena voluntad, siempre y cuando se consiga el sponsor indicado; la inteligencia desde los privilegios que abraza las mejores causas pero también sabe matizar o deformar los ideales de cartón piedra, si con ello se ocupa un sitio de poder.

Y en Roman está la vida líquida que ha florecido durante dos décadas en las redes sociales. Cultura del porno burlón, el sarcasmo de meme, la banalidad del compromiso vía Tínder o like de Twitter, el arquetipo millennial que se evade en satisfactores potentes e inmediatos, el tránsito ligero por las cosas y las personas.

Las tribulaciones, los dislates, las contradicciones de los hermanitos Roy, proyectan a una generación que hizo su debut con la bendición de la hiperconectividad y la energía emprendedora, y se ha ido decantando hacia una inesperada precariedad, en la que los impulsos iniciales han devenido enfermedades mentales y hartazgos por el nudo capitalista que no se pudo deshacer. Succession podría recorrer un camino que va del bienestar boomer (y sus contradicciones) de Mad Men, a las tribulaciones económicas y de identidad de Girls.

Lo escabroso: Succession se sitúa desde una mirada boomer que parece respetar más las atrocidades del patriarca Logan que la indefinición de sus hijos. De ahí que de la colección de grandes discursos, diálogos filosos y frases puntillosas que se dan a lo largo de las cuatro temporadas, la frase definitiva sea la de Logan Roy, en su último encuentro con sus hijos, cuando se lamenta de que «no son gente seria». Que también evidencia el malestar de Perogrullo: Succession como una serie de incómodo tufo de cinismo conservador.

Por acá podría recuperarse la importancia del cuarto hijo, el viejo Connor, siempre descolocado respecto a las intrigas de su padre y sus hermanos. Ni boomer ni millennial, el hijo mayor Connor pertenece a los despreciados Equis, que hicieron del escepticismo bastión de vida. No es gratuito que sus caracterizaciones sean las más desopilantes, pero todas tienen en común la distancia con respecto a los entramados corporativos o de poder (aun su incursión a la política es una bufonada quijotesca sin más propósito que la inercia en clave de LOL). Sin embargo, no puede evitar formar parte de eso: su vida en la granja, sus descabelladas pretensiones políticas con inversiones millonarias, no dejan de ser imprudencias en desmarque, una picardía del escepticismo sin ánimo beligerante.

Finalmente eso somos los equis: bufones que bebemos cerveza y practicamos una ironía de perfil bajo, mientras todo se destruye.

Escatología y leyendas del sueldo

Siempre que regresábamos del banco, mi madre nos hacía lavarnos las manos. “Tocaron dinero, quien saben quiénes lo tocaron antes”, decía, sin atender que ella era quien había agarrado el dinero y mi hermano y yo nomás fuimos de fisgones. Pero de ahí quedó la idea: que los bancos y, en extensión, los cajeros automáticos, son lugares sucios, con la calidad de un baño público, un callejón que se ha convertido en urinario o una oficina del PAN. Ni siquiera se necesitaba tocar el dinero, con transitar por el sitio ya te contaminabas de gérmenes oscuros y simbólicos, porque a lo sucio de las monedas y los billetes se agregaba la suciedad cultural, social, histórica, moral, del puerco dinero que a todos nos corrompe, nos hace grotescos y nos obliga a experimentar las experiencias más lamentables: trabajar, la primera de ellas.

Una derivación de esta mugre del dinero deriva en los sueldos. ¿Por qué cuesta tanto trabajo hablar del dinero que ganamos con el sudor de nuestra frente? Desde mi estacología infantil, supongo: porque es como describir la calidad de tus evacuaciones: si la nómina tiene la firmeza de alguien que ha incorporado la granola en su dieta, o si el recibo de honorarios tiende a ser aguañosito y sin consistencia digna de presunción.

Como la caca con el gastroenterólogo, el sueldo sólo se lo muestras a tu pareja, a tu contador, al que quiere venderte un seguro o al fetichista de las Afores. Con el resto del mundo usas aproximados: sueldazo (los menos), una miseria (los más).

Pero justo la discrecionalidad de revelar los sueldos detiene una charla desintoxicante con nuestros semejantes de por qué, literalmente y en figurado, nos está llevando la mierda. Hablamos de nuestros sueldos con alusiones prudentes y las miradas en sesgado del otro lo calculan desde nuestra ropa, la calidad de nuestros lentes o la bebida que pedimos al mesero; suponemos las cifras según recordamos si el interlocutor llegó en metro o en Uber, la coprofilia se destapa cuando algún valiente se atreve a lanzar la cifran contundente: ¡12,000! ¡8,000! ¡10,000 menos IVA ISR y cooperación voluntaria a la ONG que merodea en la oficina!

El consuelo inicia cuando el interlocutor desazolva su intimidad y revela que apenas gana 500 más o 500 menos que tú. La liberación de las cifras, como purgante, desborda las glorias y miserias de nuestras negociaciones de los sueldos. Podría crearse toda una corriente literaria alrededor de negociaciones exitosas (las menos) o fallidas (las más) de los salarios: la intimidante oficina del patrón (líder, dicen los portalitos a los que les gusta llamarles líder), la firmeza o los titubeos para explicar que llevo muchos años en la institución y creo que mi trabajo es valioso, la sonrisa compasiva para explicarnos que son malos los tiempos, nuestra sonrisa que oculta la angustia, para replicar que uno sabe perfectamente bien cómo están los tiempos (¿quieres que te enseñe el saldo de mi tarjeta o le paramos con la letrina?) Y ahí el patrón despliega sus dotes demagógicos: el país vive uno de los momentos más desafiantes de su historia y exige de nosotros un compromiso y un sacrificio a la altura de nuestros tiempos.

Pero así como se aglomeran los lugares comunes de las negociaciones fallidas, también se cuentan historias asombrosas e improbables, de quienes sí consiguieron el cometido: un conocido de mi primo, la mejor amiga de mi mujer, dos chavos tatuados que usaban Converse y que conocí en una peda. Ellos sí supieron usar la frase punzante que convenció al patrón para el aumento. Fueron determinantes y tajantes: me llegó otra buena oferta de trabajo (aunque no sea cierto); o apostaron por el minimalismo: ese chif, rífese con el cheque gordo; y por supuesto que hay historias licenciosas, alcohólicas o con el protagonismo de los estupefacientes. Pero hayan sido arrogantes, ingeniosos, de moral ligera o argumentos audaces, todas las personas que lo consiguieron adquieren estaturas legendarias.

Imagino que ese carácter épico de quienes consiguieron el aumento de sueldo tiene que ver con una postura entre cínica y combativa de la vida. La manipulación empresarial o institucional suele tener éxito con la mayoría, debemos sentirnos halagados que el entrepeuner nos ha dado la oportunidad, que el corporativo nos ha dado una tarjetita (para checar) y una gorrita con su logo. De ahí que sugerir un ajuste parecería sacrilegio. Justo haciendo el símil religioso: ¿quién se atreve a pedirle una mejor vida a Jesucristo Nuestro Señor?

Mientras que el ateísmo del que se lanzó a discutir su aumento descoloca los cimientos mismos de la cultura laboral. Todo bien con la visión-misión-valores de tu changarro pero con esta miseria no como. Está chingón el logo de tu proyecto, pero más chingón estaría que el cajero me dé un saldo abultado. Además de la justicia laboral y de la necesidad económica, el buen salario representa un ejercicio de autoafirmación y dignidad. Que al menos en México, desde el desmantelamiento de la política laboral, parece haber perdido el sentido de lo colectivo para transformarse en la hazaña de individuos específicos que se atrevieron a confrontar (y aunque sea levemente, conmover) al sistema.

Quienes logran negociar mejor su sueldo son unos héroes, cierto, pero quizá también acá se explica la relación con la coprofilia. Que es un asunto que se trata en lo oscurito, entre susurros ajedrecísticos entre patrón y empleado, que el trato esgrimido es un ejercicio discrecional. Y que parece como esa escena de El fantasma de la libertad, en el que mientras se realizan las deposiciones en elegantes comedores, lo sustancioso de comerse el pollito se realiza en la intimidad del sanitario.

Una negociación exitosa del sueldo equivale al enfrentamiento de dos vaqueros míticos, a quien logró llegar a la cima del Everest, a los padres primerizos que consiguieron que su bendición durmiera toda la noche. Serían los más solicitados para tutoriales o cursos en línea, consejos en tik tok o charlas relajadas en los ted talks que sobreviven: estrategias para que te aumenten el salario, prácticas de índole esotérico a las que sólo acceden cuatro o cinco iniciados.

Mientras que los legos, cerveza tibia en mano, miramos pasar esas grandes historias lejos de nosotros e inventamos nuestra propia, más prudente estrategia: llegar a la oficina más temprano, aprender mejor el Excel, perder menos tiempo en el baño y más en el escritorio, frente a la pantalla, en esa otra forma escatológica de ser humano. Justo lo que el capitalismo siempre ha querido.

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Los barrios donde espanta la Huesera

De acuerdo con todo lo que hace importante a Huesera, ópera prima de Michelle Garza Cervera:

·      Que es una enérgica apuesta por el cine de horror y fantasía, concebida por mujeres: guión de la directora junto con la escritora Abia Castillo, además de la fotógrafa Nur Rubio Sherwell y un reparto sobre todo femenino (una mejor que la otra: Mayra Batalla, Sonia Couoh, Mercedes Hernández, Aída López, las Sabinas vaciladoras Martha Claudia Moreno, Norma Reyna, Rocío Belmont y Gina Morett, pero sobre todas la gran protagonista que es Natalia Solián).

·      Que tras la superficie del espanto —una entidad maligna a la que le truenan los huesos y que asedia a la joven embarazada Valeria—, Huesera lanza un alegato importante sobre la elección, la incertidumbre o el desasosiego de ser madre. Y que acaso remite a aquel «malestar que no tiene nombre» del que hablaba Betty Friedan hacia los años sesenta.

·      Que el cuestionamiento de la maternidad en Huesera confronta a una tradición cinematográfica nacional de madres serviciales y abnegadas, a la vez que lanza un anzuelo hacia una ascendencia «maldita»: el monólogo de Sara García al final de ¿Por qué nací mujer? (Rogelio A. González, 70), los descuidos de una madre joven en Lola (María Novaro, 89), o el tétrico filicidio de Elvira Luz Cruz reformulado en la polémica Los motivos de Luz (Felipe Cazals, 85).

·      Que el pudor del spoiler impide hablar con detalle del final, pero desde aquella consigna de que la elección de un plano es una decisión política, Michelle Garza Cervera dispara la toma y actualiza el final de Casa de muñecas, la obra de teatro de Henrik Ibsen (Nora que da el portazo en su casa y la familia queda en ascuas), con una frescura escalofriante.

·      Que es de estas película que hacen suyo (que refundan) el espíritu de su tiempo: Huesera tiene resonancias de 8M, de monumentos rayoneados, de agobios que piden gritos destemplados frente a las casas de gobierno.

Pero esto lo pueden escribir mejor las reseñistas, ensayistas y críticas de cine. Me quedo con otra arista, no menos importante, de Huesera: el ejercicio de estamentos que, desde su elección de locaciones y su dirección de arte, también van contando la historia.

Huesera tuvo locaciones en la alcaldía Benito Juárez (seguro el barrio donde viven Raúl y Valeria) pero también en Iztapalapa, por el cerro de la Estrella: quien conozca la Ciudad de México sabe que este trayecto perfila una supuesta ascención social.

Hay que ver el departamento cuco de la promisoria pareja que son Valeria y Raúl (Alfonso Dosal en esfuerzo de deconstrucción): las paredes azules, los muebles de diseño (los eligió ella), tapetes y adornos que, como en la novela Las cosas de Georges Perec, describen más a la pareja que a los individuos que la conforman.

Fundar una familia es abrir una cuenta de Instagram para debatir decoraciones y acomodos de feng shui. La pareja corona su storytelling con una hija y una cuna de autor. La creadora de la cuna es Valeria. Diseñadora, artista, Valeria tiene su taller en su departamento, que debe desmantelar para que se convierta en el cuarto de la bendición. Por ahí hay un closet que funciona como el elefante de la historia. 

En contraste con el departamento, la familia de Valeria vive en una casa, si no humilde, sí con la modestia de los barrios populares chilangos. Contra el diseño del departamento de la pareja, los padres de Valeria tienen un gusto convencional, el acumulado de muebles de décadas que van conformando un espacio sin pretensión. 

Más importantes, los espacios de Octavia, antigua amiga y también romance adolescente de Valeria. Entrenadora en un gimnasio de barrio, Octavia parece haber quedado suspendida en la ensoñación ochentera de la banda. Sus espacios hacen equivalencia con el ambiente de La diosa del asfalto (Julián Hernández, 2020), que a su vez remite a una colección de películas mexicanas ochenteras maltratadas: La banda de los Panchitos (José Arturo Velasco 1987), Perro callejero (Gilberto Gazcón, 1980), Olor a muerte: pandilleros (Ismael Rodríguez Jr, 1988). La paradoja está en que estos espacios intimidantes son los que le dan seguridad a la protagonista. La incertidumbre de la maternidad contrasta con el recuerdo de los tiempos adolescentes, rola la rola y rola la mota, el punk reventando tímpanos y haciendo bolas de estambre con el tejido social.

Habría un tercer espacio, donde se funde la brujería, la pesadilla o la ayahuasca, según se prefiera: la casa de las Sabinas que ayudan a Valeria a confrontarse consigo misma. Y en una alucinación provocada, Valeria transita por un bosque estilo Bruja de Blair, donde un baile de mujeres destrozadas la harán reformular sus prioridades.

Contada desde estos espacios, Huesera agrega al dilema de la maternidad el otro, más amplio, de la identidad. En el closet del que fue su taller y y ahora es recámara de la hija, Valeria guarda su colección de libros, fanzines, discos compactos, ilustraciones de su época punk. No cuesta trabajo entender esta otra historia, en la que una chica de la banda broza se transforma en joven casada, con un proyecto de vida que es remedo del Pinterest, y que titubea entre las encomiendas conyugales y los estribillos salvajes que la asedian en las noches y quizá buscan conciliarla consigo misma.

Más que un ente maligno de huesos crujientes, el verdadero horror —pero también el reflejo, la salvación, la confrontación honesta aun cuando traicione El Mandato, la supuesta Superación como persona— se encuentre en ese closet, en la caja de Pandora de Valeria que funciona como juicio severo sobre la pérdida de la identidad, reclamo por aquella que se ha disuelto entre el espejismo del matrimonio, de la casa chula y de la maternidad.

Los huesos que crujen nos competen porque también nos remite a nuestra propia caja relegada en el fondo de nuestro clóset. Olvidada en el día a día, vuelve a pesarnos, a quebrarnos cuando hay insomnio y recordamos la vida que interrumpimos. 

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‘A plena luz: el Caso Narvarte’ de Alberto Arnaut: Maigret en Luz Saviñon

A plena luz: El caso Narvarte. Cr. Courtesy of Netflix © 2022

¿Recuerdan a Jules Maigret, el comisario lerdo y eficiente de las novelas de George Simenon?

No era tan devoto de la ciencia como Sherlock el Positivista Holmes, ni tenía esta pedantería aristocrática de Hércules Poirot. Investigaba con una lentitud desesperante: se sentaba en una silla del lugar donde ocurrió el crimen, cerraba los ojos y se dejaba inocular del ambiente.

Simenon lo describía: «Quiere comprender. Se mete en la piel de sus personajes, de quienes, poco antes de verlos por primera vez, lo desconoce todo, y cuando hay un crimen, necesita averiguar hasta los más pequeños detalles. Otorga mucha importancia al ambiente en el que viven. Cree firmemente que determinado gesto no habría sido el mismo en un ambiente distinto, que un carácter evolucionaría de otra manera en cualquier otro barrio.» Por algo, Maigret fue la respuesta de la novela policial al existencialismo sesentero que recorría el mundo.

Pensaba en el comisario Maigret mientras veía A plena luz: el caso Narvarte, segundo largometraje documental de Alberto Arnaut, producido por Detective, que estrenó a inicios de diciembre en Netflix.

Trata sobre el multihomicidio que ocurrió el 31 de julio de 2015 en la calle Luz Saviñon 1909, colonia Narvarte, y de su doble ejercicio criminal: el de quienes lo perpetraron, y el del Estado —en específico: el gobierno de Miguel Ángel Mancera del entonces Distrito Federal y su Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal—, al realizar una investigación negligente y tendenciosa, que ha encubierto a los responsables intelectuales.

Intento el resumen: el 31 de julio de 2015, entre la dos a tres de la tarde, se asesinaron a cuatro mujeres y un hombre en un departamento de la calle Luz Saviñón, en la colonia Narvarte de la capital. Son la trabajadora doméstica Olivia Alejandra Negrete; la modelo colombiana Mile Virginia Martín y la maquillista Yesenia Quiroz; la activista de derechos humanos Nadia Vera y el fotorreportero Rubén Espinosa.

El activismo crítico de Nadia y Rubén contra el gobierno de Veracruz del priista Javier Duarte harían sospechosos naturales a éste y a su secretario de Seguridad Pública, Arturo Bermúdez Zurita, el tenebroso “Capitán Tormenta”. Pero las investigaciones prefirieron ahondar en el móvil de los oficios de Mile y Yesenia, presumiblemente trabajadoras sexuales. A esto se agrega la nacionalidad colombiana de Mile, que por estigma histórico la conectarían con actividades de narcotráfico. La prensa corporativa se hizo aliada de este móvil y derrocharon sensacionalismo alrededor de Mile.

Se detuvieron a tres responsables: Daniel Pacheco Martínez, Abraham Torres Tranquilino y César Omar Martínez Zendejas; pero las contradicciones, omisiones o manipulación de la investigación ha dejado más dudas que certezas. El móvil de la participación del gobierno veracruzano se ha desdeñado tanto como la Procuraduría lo ha hecho posible. Y aun siendo el móvil la trata de personas y el narcotráfico, la averiguación tampoco terminó de aclarar esa vía. El fiscal central de Investigación para la Atención del Delito de Homicidio, Marco Reyes, le pidió a los defensores y familiares de las víctimas que se conformaran con los arrestos: encontrar la verdad era una exquisitez. Un reportaje detallado de Sara Pantoja sobre el caso puede encontrarse en la página que Artículo 19 ha dedicado al tema.

A plena luz: El caso Narvarte. Cr. Courtesy of Netflix © 2022

¿Qué tiene que ver Maigret con esto? Aquí entra Alberto Arnaut, el cineasta. A plena luz: El caso Narvarte es su segundo largometraje documental, equivalente a su trabajo anterior Hasta los dientes (2018). Ahí, Arnaut revisó el asesinato de dos estudiantes del Tec de Monterrey, Jorge Mercado y Javier Arredondo, y cómo las averiguaciones del Estado intentaron crear un perfil delictivo de las víctimas, “sicarios armados hasta los dientes” (como ocurre con Mile y Yesenia en el caso Narvarte).

En Hasta los dientes, un leitmotiv adquiere distintos significados: una cámara de video del campus, con imágenes poco claras, en la que los Jorge y Javier corren antes de ser asesinados. Es la prueba más contundente del caso, pero en el filme también opera como ejercicio polisémico: la imagen distorsionada va tomando claridad según se insiste en ella, en las siluetas de los estudiantes, la luz sombría del patio, los militares, lo que no se ve y debemos imaginar. El desarrollo del argumento insiste en el video hasta llegar a una verdad poco exquisita.

En A plena luz, más que videos (aunque hay unos que dan evidencia de los recorridos de los homicidas antes y después de haber perpetrado el crimen) el cineasta recrea el espacio del departamento, al inicio con una maqueta, después en dimensiones reales, y agrega a un grupo de actores que, en mallas blancas y oscuras, representan a víctimas y victimarios. Los peritos criminalísticos Óscar Daniel Ornelas, Samantha Olivares Canales y Tileny Santiago recorren el espacio al tiempo que explican cómo suponen que se cometieron los asesinatos.

El departamento reconstruido es un ejercicio tanto didáctico como cinematográfico. Al recorrer el departamento y explicarlo, Óscar, Samantha y Tinely también funcionan como glosadores o coro de tragedia. El departamento de Luz Saviñón se rehabita desde los análisis y los comentarios; la sala y las recámaras, el baño y la cocina, recobran la identidad que podrían perderse en las imágenes originales de la investigación, tan borrosas y confusas como la averiguación misma.

En alguna escena, incluso, mientras Óscar Daniel y Samantha explican, el criminólogo Tileny Santiago se sienta en alguno de los sillones. Más que pensarlo imprudente, se me ocurrió que eso habría hecho Maigret. Y que desde su comprensión cansina se le ocurrirían preguntas morosas.

A plena luz: El caso Narvarte. Cr. Courtesy of Netflix © 2022

Sin tener la habilidad de Maigret, se me ocurren cosas que enlisto: ¿Cómo era la dinámica de vida de las cuatro inquilinas de ese departamento? Porque las asesinadas fueron Mile, Nadia y Yesenia, pero en el documental no se menciona a la cuarta inquilina, Esebeidy López (aunque a ella sí la consigna Sara Pantoja en su reportaje), “sobreviviente” porque no estuvo esa tarde ahí. Justo Esebeidy encontró a los cadáveres en la tarde y dio parte a la policía. ¿Qué ocurrió con ella? ¿Siguió en ese departamento? ¿Se mudó? ¿Ha estado involucrada en las protestas e investigaciones del crimen, o tras su declaración pintó raya y se alejó del asunto?

Hay tres móviles posibles del multihomicidio, enunciados hacia el final del documental por la hermana de Rubén Espinosa: la trata de blancas, el narcomenudeo y la represión que vendría de Veracruz. El primer móvil alude a Mile y Yesenia; el segundo a Mile; el tercero a Nadia y a su invitado Rubén. ¿Las dos parejas (Nadia y Rubén; Mile y Yesenia) sabrían que los otros estaban involucrados en actividades de riesgo? ¿Qué pensaría Nadia de las actividades de Mile y Yesenia? Y al revés, ¿cómo tomarían la tijuanense y la colombiana los motivos por los que Nadia se mudó de Xalapa?

Mile conocía a uno de los asesinos, Abraham, se sabe que tuvieron una relación de relativa intimidad, en la que él incluso cuidó de Mile cuando ella convalecía de una cirugía estética. ¿Abraham habría ido al departamento de Luz Saviñón antes del 31 de julio? ¿Las demás inquilinas lo conocerían? ¿Habría cruzado palabras con el otro visitante asiduo, el fotorreportero Rubén? Se ha dicho que Nadia rentó en ese departamento porque aceptaban mascotas y ella tenía dos perros. ¿Dónde estaban los perros el 31 de julio? ¿Los había mandado antes a Cuernavaca (el plan de Nadie era irse a Cuernavaca)? ¿Qué pasó con ellos?

¿Cómo se llevaban las cuatro inquilinas? ¿Cómo incorporaban en sus vidas a los visitantes, en concreto a Abraham y Rubén? ¿Cómo se sostiene una vida cotidiana de roomies mientras alrededor acecha la violencia?  Sé que peco de frivolidad y que estas preguntas no abonan al esclarecimiento de los homicidios, pero las preguntas se van cruzando porque también van trazando otra escena, la que hubiera querido averiguar Maigret: esa en la que dos perfiles de personas, el de los activistas políticos, el de las trabajadoras sexuales, coexisten (¿con confianza o recelo?) en un mismo espacio donde todos se saben con una espada de Dámocles, sea la del autoritarismo represivo de Veracruz, sea la del negocio de trata de personas en la Ciudad de México.

Tres mujeres marginadas y un amigo de ellas conviven en un mismo espacio, encuentran en él cierta protección, hasta que llega la violencia y se rompe la frágil burbuja. Y esa convivencia en formato roomie no se ha escudriñado, quizá porque se piensa que no vale la pena. O porque en realidad es trabajo más de novelista que de periodista o de investigador policíaco formal.

Alberto Arnaut hace lo suyo en este intento de recuperar lo cotidiano, lo personal de cada una de las víctimas. Además de consignar crímenes horrendos y la participación del Estado, también procuran recuperar la dignidad, esbozar lo singular e incluso consignar el heroísmo de cada una de estas personas: al final de Hasta los dientes, la madre de Jorge dice: “Jorge demostró la amistad que le tenía a Javier. (…) él entregó su vida por su amigo, nada le costaba seguir corriendo y dejar a Javier ahí, pero él volteó, lo vio caído y se regresó”. Mientras que en A plena luz, en el momento de la narración más cruenta de la tortura y asesinato de Rubén y Nadia, se contraponen imágenes que muestran lo que hacía valiosos a ambos: los poemas que escribió Nadia, las fotos que tomó Rubén. Un vínculo entre ambos, si se quiere utópico,  por alcanzar la libertad y la justicia de sus regiones, en esfuerzos que —después sabemos— llegaron a resultados fatídicos.

El ejercicio documental de Alberto Arnaut en Hasta los dientes y A plena luz: El caso Narvarte es de denuncia e interpelación, pero también perfila estas hermosas vidas truncadas: estudiantes, periodistas, mujeres en búsqueda de mejor vida, o de involucrarse con los otros para construir otras sociedades; personas que habrían conmovido a Simenon y a su comisario Maigret.

Hasta que llega el Estado y hace un tajo de violencia, impunidad y poder.

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Exhalación de Ted Chiang

El año pasado se estuvo moviendo mucho Exhalación, segundo libro de cuentos de Ted Chiang editado por Sexto Piso, que fue todo un éxito. Cuatro o cinco conocidos de distintos ambientes me lo elogiaron desmesuradamente. “Es como ciencia ficción o como filosofía pero también es como otra cosa”, me explicó alguien con mucha precisión.

Ted Chiang es neoyorquino de ascendencia china, ha ganado premios Hugo y Nébula pero eso importa poco; más interesante es saber que su cuento “Story of Your Life” es el germen de la película Arrival de Denis Villeneuve (2016), esa en la que Amy Adams se comunica con extraterrestres que trazan círculos que parecen manchas de taza de café, y que de refilón lanza un par de ideas valiosas sobre la comunicación y el lenguaje.

Las ideas que tenemos de la ciencia ficción —literatura especulativa, le gusta ahora que la llamen— son extremas: o la utopía de una tecnologización asombrosa a la Verne o Asimov, o el desastre apocalíptico de Philip K. Dick, Ballard y demás compas. La segunda idea es más recurrente, en tanto las sociedades y el planeta se van volviendo un desastre y la idea del progreso parece más amenaza que oportunidad. Chiang propone una tercera veta, más cercana de nuestra realidad: la relación de lo tecnológico con lo cotidiano, al estilo de la serie de televisión Black Mirror. Pero mientras la serie se engolosina en apantallar con la distopía oculta tras un control remoto de televisión [La futurofobia, describe Héctor García Barnés: «los episodios parten de la idea de que hay algo oscuro en el ser humano, que va a hacer el peor uso de las tecnologías”], las propuestas tecnológicas de Chang no implican de manera necesaria la destrucción de lo que conocemos como humano. Sí piden, en cambio, una transformación de nuestros paradigmas mentales y emocionales, ahora que computadoras, gadgets y virtualidad se agregan a tecnologías previas, como la lectura y la escritura, los motores de vapor o el cinematógrafo.

El tema recurrente de los cuentos de Chiang es cómo se actualiza una tecnología, y cómo este proceso modifica —y en paradoja, consolida— nuestras conciencias. El cuento más largo, “El ciclo de vida de los elementos de software” presenta a los digientes, mascotas virtuales programadas por la compañía Blue Gamma, que hacen pensar en los viejos tamagochis. Inicia el relato con el momento de esplendor de estos bichos y después se precipitan a la decadencia, pues la competencia crea otras mascotas virtuales más sofisticadas. Los dueños de los digientes Blue Gamma deben educarlos y defenderlos cuando se hacen obsoletos, buscan alternativas para mantenerlos vigentes y desde ahí descubren que en realidad están haciendo labores de crianza.

En “La ansiedad es el vértigo de la libertad” los prismas de la Pasarela Intermundos Maximizada permiten reconocer vidas alternas a la propia (cómo habría sido mi vida de haber estudiado otra carrera, si me hubiera casado con otra persona, si hubiera aprovechado aquella oportunidad de trabajo), pero esta tecnología es un prototipo beta que pide demasiados recursos (más o menos lo que pasa cuando tenemos el celular con datos prepagados); de ahí la prudencia en elegir qué vida alternativa queremos revisar en los prismas, y la obsesión por lo limitada de la elección se vuelve en sí misma un proceso de ansiedad y adicción (¿cuál de mis vidas alternas vale la pena revisar? ¿qué vida alterna hubiera preferido tener?), que frustra a los personajes y los obliga a adaptarse (sucumbir, sobrevivir) al ritmo del aparato todavía perfectible.

Pero capaz el cuento más importante sea «La verdad del hecho, la verdad del sentimiento», que contrapone una historia contemporánea con otra que habría ocurrido hacia los años cuarenta del siglo XX.

En la primera historia, un periodista indaga los dilemas éticos que provoca la tecnología Remem, que registra en video todo lo que se ha vivido, de tal modo que uno puede revisar y entretenerse, embelesarse, recobrar la presencia de muertos queridos, pero también analizar, confirmar, validar acuerdos, revisar discusiones o desbrozar malos entendidos: tener certidumbre de lo que ocurrió. El Remen lo pueden usar los novios para atestiguar los momentos en que empezaron a enamorarse, pero también los abogados para temas legales. El periodista revisa este Remen para resolver un altercado que tuvo con su hija, y que ha enrarecido su relación con ella desde hace muchos años.

Mientras que en el pasado, en el territorio de los tiv, el joven Jijingi conoce a un misionero que le presenta un objeto alucinante: «le pareció un trozo de madera pero luego se abrió en dos y Jijingi se dio cuenta que era un fajo de papeles fuertemente ceñidos». Este objeto, el libro, lleno de marcas que se copiaron de un manuscrito más antiguo, y de otro aún más antiguo que viene de otro de mayor antigüedad, ha fijado la ascendencia de todos los seres humanos hasta llegar a Adán, el primero de ellos.

En ambos casos, el conflicto está en la ética de preservar la memoria, sea en los sistemas digitales de Remen o en el fajo de papeles, el libro y la escritura, que Jijingi aprende a manipular. Y acá vendrá la distinción de las comunidades tiv que Jinjigi explica al misionero:

Nuestro idioma tiene dos palabras para lo que ustedes llaman «verdad». Existe lo que está bien, mimi, y lo que es exacto, vough. En una disputa los interesados cuentan lo que consideran justo; dicen mimi. Los testigos, sin embargo, prestan juramento para contar exactamente lo que sucedió; dicen vough. Cuando Sabe [el patriarca] ha escuchado lo sucedido puede decir qué acción es mimi para todas las partes. Pero si los interesados no mientes por no decir vough, siempre dicen mimi. (p. 213)

Las repercusiones entre una verdad mimi o vough podrían equipararse a la fake news que se amolda a nuestros intereses, prejuicios o deseos, contra la información verificada e inflexible del periodismo más profesional. Pero al mismo tiempo, el rigor del vough —del dato duro, decimos ahora— podría hacer perder un mundo mimi de matices, argumentos, posibilidades de una historia, contra el vough que se arroga como único. Chang parece preferir la rigidez del vough, imagino que porque escribe en tiempos cercanos a Trump y a la corrupción de los argumentos imaginados, exagerados, inventados. Pero el hecho de indicarlos revira la idea de la verdad a territorios más complejos: no todo lo que es medible es cierto; menos cuando la certidumbre es medida por dispositivos —lengua, escritura, media, gadgets— que constantemente se transforman y confirman o anulan.

Si estos cachivaches que imagina Chiang fueran perfectos (si existiera, otra utopía, la perfección tecnológica), no habría cuentos (o serían cuentos distintos: macabras reproducciones de las distopias clásicas del género de ciencia ficción). Los cuentos de Chiang tratan de la actualización del desarrollo tecnológico, y cómo ésta modifica comportamientos, ideas, valores. Adquirir tecnología es adquirir nuevas formas de ética y pensamiento. Asumir su constante perfeccionamiento también pide de nosotros una evolución que nunca será plena: siempre habrá un desarrollo posterior que cancele lo que hasta ahora usamos y pensamos, lo que conocemos de quiénes somos.

Chiang no habría podído imaginar estos cuentos sin estar inmerso en el carnaval mercadotécnico de las actualizaciones tecnológicas de los IOS, Androids, apps, herramientas de buscadores o redes sociales, renovaciones que nos desencajan porque cada una de ellas implica una nueva reformulación —reconfiguración, usemos las palabras de ahora— de quiénes somos, qué hacemos, cómo nos relacionamos con nuestros entornos contemporáneos.

Chiang es el cuentista de la tecnología en perfeccionamiento voraz, y de los humanos que transitamos en ese constante asedio de la renovación, con la incertidumbre que provoca en los hábitos tecnológicos que somos.

El impostor y el pícaro

Llevo tiempo pensando en el síndrome del impostor, sobre todo desde que mi actual chamba me hace preguntarme a diario si estaré a la altura de las circunstancias, o si algún día se darán cuenta de que soy un merolico mareador. Cuando reconocen mi trabajo respiro aliviado y me permito cenar una hamburguesa con tocino, doble queso y papas fritas; cuando la cago y lo solapan con discretos carraspeos, corro a revisar mis moneditas de ahorro porque el Ángel del Desempleo empieza a respirarme en la nuca.

El síndrome del impostor le ocurre incluso a la gente más brillante que podrías conocer. Gente de opiniones o ingenios deslumbrantes titubean ante la nueva encomienda —El Reto, nos enseña a decir la cultura laboral— y evidencia lo que siempre sabemos pero olvidamos, que a final de cuentas somos gente que nos pedorreamos y eructamos, que disfrutamos con tik toks sangrones y que tenemos chistes familiares que nomás a nuestra familia les da risa.

Justo por ahí la impotencia del impostor: el engorro de ser solamente esa persona, con sus perros, sus gatos, sus relaciones de pareja desastrosas y sus oportunidades canceladas, contra la perfección impoluta del logo que nos contrata. ¿Cómo podemos estar a la altura de la Universidad de Oxford, Google, TechnoDevelopmentCorp o la Secretaría de Cultura del Estado de Michoacán? Porque acá la mercadotecnia juega con su intimidación amigable: apenas nos dan la bienvenida a ser parte de la familia Carso o Elektra o Movimiento de Regeneración Nacional, la inseguridad de tamaña responsabilidad nos empequeñece, desconfiamos de los años de estudio, de las experiencias en los lugares de trabajo previos, de nuestra luminosa personalidad que sólo conocen nuestras amistades cuando ya estamos muy borrachos (nosotros y las amistades). Todo lo que somos se desintegra ante la idea inmaculada del Corporativo, del Instituto, del Cargo. Y por ahí olvidamos algo más primitivo: que estamos ahí para sacar dinero (o un diploma que después intentaremos canjear por dinero). Y que además, el dinero siempre es menor del que mereceríamos.

No suena raro que el tal síndrome del impostor se hubiera identificado hacia 1978, cuando faltaban cinco minutos para que iniciara la fiesta del libre mercado, con sus misterios sacros de Excelencia, Liderazgo, Eficiencia, Competitividad. Quien quiera participar de esta algarabía debe contar con todos estos atributos. Lo que sigue lo conocemos: horarios extenuantes para mostrar que se tiene puesta la camiseta, amistosas tácticas de bulliyng laboral para dejar claro quiénes tienen el pecho plateado, bornout que se cura con la clase de yoga en la oficina, después de las ocho horas de oficina. Y a pesar de todo, nunca terminamos de ser suficientes para el cargo. El Impostor existe porque el Auténtico es un imposible. E insisto: con menos plata de la que merecería la jornada.

Cuando pienso en el síndrome del impostor de inmediato se me contrapone la figura del pícaro. Ya se sabe, clases de literatura: el Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, el Buscón de Quevedo; pero más moderno el Charlot de Chaplin, Cantinflas antes de volverse oficialista, Huckeberry Finn, el Jim Carrey de Dumb & Dumber, Jeffrey Lebowski de El Gran Lebowsky, Jordan Belfort de El lobo de Wall Street y muchas de las heist movie Ocean’s Eleven en versión Sinatra y versión Clooney, Perros de reserva de Tarantino—, Luisito Rey, incluso esa ranfla de pelafustanes que son Don Gato y su pandilla: marginales que sirve a uno o varios amos —La Iglesia, La Academia, La Aristocracia, El Gobierno— y que entre estropicios e ingenios resuelven lo que, por otra parte, ya era un sinsentido desde la misma concepción de La Autoridad.

El pícaro es más astuto que acreditado, más práctico que estratégico, más experto en parchar y remendar lonas arruinadas, que en erigir hermosas catedrales conceptuales. El pícaro tiene hambre, no puede perder tiempo en la angustia de pensar si merece estar ahí. Por cualquier razón, y quizá sobre todo por las incorrectas, es que está ahí. Lo que sigue es confiar, resolver, improvisar. Pero sobre todo, el pícaro sabe que La Autoridad, El Instituto, El Corporativo, son engaños, errores de origen (finalmente fueron creados por humanos, o por fantoches autoasumidos como genios del liderazgo) a los que hay que subirse para hacerse la vida. El logro del pícaro no está en hacer la Diferencia de Valor que pontifica el buen mercado, está en asumir su impostura, marear a quien lo emplea, resolver tan bien como se pueda y largarse lo más pronto, con los amigos, a las cervezas.

El Impostor y el Pícaro en realidad son la misma persona que sirve a un Amo: pero donde el primero va a terapia para enfrentar el Misterio Sacramental del Reto, el segundo ha aprendido a ser cínico. Y el cinismo del pícaro es el hermoso, el verdadero valor.

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Luis Miguel se mira a sí mismo

Se supo que habría una tercera temporada de la serie del Luismi —y qué bueno porque la segunda les quedó pinchita— y que abordaría el momento en que se planea la misma serie. Los memes hablaban del Luismiverse, en el que el Luis Miguel real se encontraba con el Luismi ficticio, que como además era Diego Boneta se encontraba con otro Diego Boneta de ficción. Yo pensaba más en el Quijote comentando su propia historia con el bachiller Sansón Carrasco, al inicio de la segunda parte de sus aventuras.

Pero donde el caballero y el bachiller disertan el éxito de una novela pergeñada por un moro que «los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran», acá un Luismi alcohólico, abotagado, una máscara de bótox de sí mismo, confronta su historia frente a productores, guionistas, marketeros audiovisuales que miran al ídolo como ahora veríamos a la tortuga más longeva de las Islas Galápagos, o a un dinosaurio despistado que no tuvo noticias de su extinción.

Nada más incómodo que Luismi queriendo contar cómo conoció a Michael Jackson en Corea mientras los audiovisualeros lo confrontan con lo que duele: verse cantando «La Malagueña» a los doce años. El divo rechaza el video con un gesto agrio, avergonzado de sí mismo. Más adelante intenta hacer las paces con su hija (no lo logra) y ella le pregunta por la serie. Él apenas hace un gesto fastidiado.

Luis Miguel no quiere mirarse a sí mismo porque hay pocas cosas dignas que mirar. El brillo está en su voz prodigiosa, su olfato para cantar lo que el público necesita, la habilidad de diseñar un andamiaje de elegancia y sobriedad que le da un aura inalcanzable, todo él un ejercicio aspiracional de imposible imitación. Detrás de la fachada está el desbarajuste de una vida mediocre: un sujeto incapaz de mantener los afectos con sus hermanos o su hija, un pitofácil compulsivo que no sabe distinguir una novia de la otra, la gallina de los huevos de oro que se deja defraudar por una corte de empresarios de cartón piedra, una víctima autorevictimizada, que ha hecho del maltrato que sufrió de niño un destino sombrío, pero también pretexto para una vida displiscente y en aislamiento.

En paralelo a la historia de cómo se crea la serie se cuenta su romance con Mariah Carey, que pudo haber significado su ingreso a los mercados gringos y su encumbramiento como ídolo de alcances globales. Pero Luismi no se siente cómodo interpretando a El Zorro para una película, y rechaza el dueto que hace con Mariah porque el productor David Foster le ha agregado un chafísima efecto de autotune. Al final, giros argumentales aparte, a Luis Miguel le da el jamaicón y rechaza el proyecto The Great American Songbook y prefiere concentrarse en la música vernácula mexicana y lanzar México en la piel. Desde esta línea argumental se cuenta la historia de un intento y un fracaso, Tony Manero cuando no se atreve a saltar a Nueva York, varios de los futbolistas mexicanos que probaron suerte y no lograron triunfar en Europa.

Junto con esa trama, los últimos dos capítulos están plagados de mensajes. Don Quijote y Sancho argumentan los errores que se han visto en la primera parte de su historia; Luis Miguel revisa su propio cuento y opina sobre sus villanías o carencias. El penúltimo capítulo es un homenaje al padre. Inicia con una evocación aventurera, muy Los años maravillosos, de Luisito Rey y Marcela Basteri, ambos muy a go-go —camisas psicodélicas para él, minifaldas y botas altas para ella—, y apenas y deja presentir al manipulador homicida y a la mujer que perderá su fragancia, hasta literalmente desaparecer.

Al cuento sobre el romance de los padres, el nacimiento y el descubrimiento del niño cantor, lo cierra Luismi con lapidaria descripción, que parece enfrentar a quienes hicimos de Luisito Rey el villano favorito de 2018: «No les puedo decir que fue una buena persona, tampoco les puedo decir que fue un buen esposo y menos un buen padre. Pero lo que les puedo decir es que él fue el primero en creer en mi (…) Mi padre me dio lo único que tengo. Él me dio la música». Sobre la madre, escenas después, apenas comparte con su hermano la foto de la actriz que la interpretará.

Otro mensaje, más revelador, ocurre en el último capítulo. El primer esbozo ocurre cuando Luis Miguel corre al tramposo de Patricio Robles y en su rabia le aclara: «Mi único manager se llama Hugo López. Vuelves a decir que eres mi manager y te mato». La declaración se complementa con algunos de los momentos más simples y notables de toda la serie: después de tomar sus pastillas de hombre achacoso, Luis Miguel mira fotos donde está con Hugo, la persona con quien supo tener más confianza, con quien se pudo sentir a salvo.

Si el periodismo del corazón y los locos de los recaps buscan un Rosebud para Luismi, deben encontrarlo en Hugo López, figura paterna que sustituye con paciencia y pragmatismo la voracidad de Luisito Rey. Luis Miguel comparte su Rosebud con quienes lo hemos acompañado durante su vida y hemos sido, a la par de él, niños sobreestimulados, adolescentes impulsivos, hombres o mujeres ambiguos en nuestras emociones, con nuestras cargas de demasiadas derrotas y algún acierto a cuestas.

—Hablamos del Luis Miguel cuando era un niño, de nuestros recuerdos, hablamos de este que tenemos ahora que es un hombre, un tipazo. ¿De los cincuenta? —le pregunta un periodista al Luis Miguel ochentero.

—No sé cómo seré a los cincuenta. Supongo que seré un hombre muy divertido, tendré mucho qué contar —responde.

¿Cómo seremos a nuestros cincuenta? Hay una generación que vivió bajo el experimento mediático de los grupos y los artistas infantiles, que fue acompañada en su adolescencia y juventud por telenovelas gazmoñas, chismes de noviazgos, discos tan prescindibles como memorables, bodas y divorcios de los famosos que tuvieron su equivalencia en nuestras bodas y divorcios, y que ahora nos abismamos al medio siglo con las pastillas en el buró que toma Luismi, con penosas actuaciones en un palenque porque de alguna manera hay que sobrevivir al engaño del dispendio y la precariedad.

El mensaje de la tercera temporada de Luis Miguel se cifra en este medio siglo y propone hurgar entre recuerdos, en la foto más escondida —si se puede, la que logramos no publicar en Facebook— para hallar el hilo perdido de la trama, la fisura que al inicio no percibimos tan honda y en la que quedamos atorados entre las grietas y los abismos.

Una última semejanza entre el caballero y el cantante: el primero suelta aquella disertación entre historia y poesía: «uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna». Y sin saberlo, sin quererlo, Luis Miguel parafrasea desde un mucho menos elocuente tuit:

Luis Miguel la serie termina con el momento chafa y abetunado del divo cantando «La Bikina». Siguen créditos finales con «Cuando calienta el sol». Y esta canción, inesperadamente, se vuelve reflexiva.

Cruz Azul

Heredé la playera de mi padre, como ocurre con muchos que hacen suyo un equipo desde la tradición familiar. Lo importante acá es dónde nació la pasión de mi padre por el Cruz Azul.

Lo supe en un lento viaje por el Viaducto, el auto atestado de cajas de libros porque me estaba mudando. Un día antes hablé con la ex, a seis meses de separados volvió a casarse y tenía tres meses de embarazo; me jodió la prisa para reemplazarme, me punzó en el orgullo y además tuve que fingir que entendía todo. Pensaba en el alivio de no haber sido padre con ella, en la frustración de no haber sido padre con ella, en lo sombrío de los amores devastados y más de esos lamentos que piden ron y canciones desgraciadas.

No le había contado nada a mi padre pero era obvio el ánimo hosco, y él no tenía la menor idea de cómo manejarse. Yo cambiaba de estación a estación en la radio, en alguna pescamos que pronto empezaría el partido del Cruz Azul contra el América.

Que ese era un tema tan malo como el otro. Era 2005, Cruz Azul llevaba varios años perdiendo contra el rival (y seguiría perdiendo muchos años más; en este texto no hay victorias, si acaso estoicismo).

No había duda en la afición de mi padre por el Cruz Azul: tenía gorras, una chamarra, revisaba los periódicos cada fin de semana, estaba agrio cuando las cosas en la cancha no salían bien y había un orgullo fantoche cuando el equipo hacía un buen juego.

En los recuerdos más infantiles bebía con el tío americanista y podían pasar horas discutiendo sobre el mejor equipo, analizaban con lupa hombre por hombre, ante la mirada colérica o resignada de mi madre o mi tía, o la indiferencia de mis primas, mi hermano y yo, más preocupados por las caricaturas de moda o los cantantes ochenteros que se empezaban a fabricar para nosotros. Después, según crecía, no me interesó demasiado el futbol. Le iba a uno u otro, sin fervor ni agobio; al final me sumaba al equipo de mi padre, más por comodidad que por convicción.

—A ver cómo le va —comenté.

Siguió medio kilómetro de viaje en silencio.

—A mí me gustaba el Atlético Español —dijo mi padre de pronto—, tenían enjundia, sabían moverse. Jugaban bonito aunque no les servía de mucho.

—Ese es ahora el Necaxa, ¿no?

—Fui a verlos cuando llegué a México. En esos tiempos Cruz Azul subió a Primera División. A la gente le gustaba el equipo por bravos, no tenían ningún jugador importante pero en la cancha eran idénticos al Real Madrid.

—Seguro, papá —me burlé. No lo notó. En ese momento tenía 28 años y leía con detalle el Esto, trabajaba de tramitador aduanal para una tienda de telas en el Centro. Yo apenas había nacido y a mi madre todavía le ponía nerviosa calcular la tibieza de los biberones.

—Muchos odiaban que un equipo así se estuviera chingando a todos. En esos años le ibas a las Chivas si eras del populacho, o al América si eras chilango, si tenías un Lebarón y gastabas tu sueldo en la Zona Rosa. Yo no podía hacer nada de eso. Trabajaba, tenía una esposa y tú tenías dos meses. Irle al Atlético estaba bien.

Y siguió contando: que en las quincenas comía con los compañeros de trabajo en las cantinas de Bolívar. Sopa de médula, chamorros, chicharrón en salsa verde. A mi madre no le gustaba verlo llegar borracho pero mi padre ascendía en el trabajo y debía hacerse el líder. Que en términos cantinescos significaba: mostrar que podía y sabía beber. Que podía y sabía llamar a los meseros por sus nombres; que dejaba buenas propinas y elegía las canciones de moda en la rockola.

Alguna tarde estaba ahí, en su mesa, con cuatro de sus compas, cuba tras cuba y el chisme de oficina, cuando llegaron tres tipos mofletudos y colorados, gafas oscuras de guarura, camisas abiertas y cadenas doradas en los cuellos y las muñecas. Tropezaron con alguno de la mesa de mi padre, en vez de disculpas bravearon porque estorbaba. Agitaron billetes de cien pesos para que los atendieran, de paso pidieron que quitaran la música para escuchar el radio, estaban hablando de la final. Era entre el Cruz Azul y el América y, por supuesto, decía la radio, estaba más que cantado el triunfo de los Canarios —fueron Águilas hasta los ochenta—, porque Borja, Reinoso y Borbolla, hombre por hombre eran mejores, aunque siempre debía reconocerse, con la condescendencia que pedía el caso, el esfuerzo de los celestes.

Los de las cadenas en las muñecas arengaron: el Cruz Azul era un club de advenedizos, toltecas de taparrabos que se les fruncía el culo al pisar una cancha, apestaban a azufre, ¿tendría el Estadio Azteca un lugar para amarrar mulas? Era lo malo de no poner murallas alrededor del DF, a cualquier indio que patea piedras lo dejan pasar…

Y no es que mi padre fuera tolteca o apestara a azufre, pero giró en seco a preguntarles cuál era su cabrón problema, por qué tan machitos. ¿Qué le hirió tanto? ¿Que seguía sintiéndose ajeno a la ciudad, que veía frustrado los enormes autos en las calles y sabía que difícilmente tendría uno así? ¿Intuía, detrás de la jactancia de pedir otra cuba y más cacahuates, que su matrimonio era frágil, que no tenía la menor idea de qué hacer con un bebé que cagaba cada tres horas, que se debatía entre las jerarquías de la oficina y la presión de inventarse como jefe de familia?

Mi padre reclamó y los otros se burlaron, él vociferó y los otros se levantaron para armar la campal.

—Se viene el más animal de los tres, me dice que de a cómo y le contesto que como quiera, lanza una patada, esquivo y jalo una silla para golpearle, en eso los meseros ya nos tenían bien agarrados y mentadas de madre y bravatas. Éramos un circo.

Aún no puedo imaginarlo porque mi padre siempre ha sido contenido, de los que prefieren hablar antes de irse a los golpes. Pero en ese momento se le olvidó el Atlético Español, el bebé de tres meses, la esposa que lo esperaba en casa. Habrá recitado cuanta majadería se le habría ocurrido, el otro habrá hecho lo mismo. Ahí fue cuando alguien de los dos grupos, o los meseros, o el dueño de la cantina, los envalentonó. Si tan gallitos estaban debían cruzar una apuesta a la altura de la rivalidad.

—El tipo preguntó de cuánto era mi quincena y se lo digo. Se burla, dice que no apuesta miserias y propone tres meses de mi sueldo. Y acepto. El cantinero jaló un cuaderno, escribió el acuerdo, nos hizo firmar. De garantía dejé el cheque de la quincena. El otro puso su reloj. Uno grandote, dorado. Nos dimos la mano. Me apretó fuerte para mostrar quien manda. Le respondí igual, que no me viera la cara de pendejo.

Mi padre sale de la cantina, y después, en la tarde de oficina, y peor aún, en la noche que en casa le explica a mi madre que hubo un lío de contabilidad y le van a pagar hasta el lunes, la única pregunta que se hace es por qué comprometió tanto dinero, la renta, la comida, los pañales; que por extensión era comprometer el matrimonio y su misma idea de la responsabilidad.

El domingo fueron los noventa minutos más largos de su vida. Después he visto el resumen del juego en Youtube y sé que no fue para tanto: al minuto 10 Héctor Pulido lanzó remate cruzado y abrió marcador 1-0 para los celestes; a los pocos minutos Victorino dio cabezazo para el segundo gol, y todavía no terminaba el primer tiempo cuando Muciño marcó el tercero; no parecía que el América tuviera demasiado qué hacer. Pero en el relato de mi padre fue un partido temible; el ataque americanista nunca bajó y cada recorrido por la cancha, cada pase, cada cañonazo que volaba sobre el Gato Marín, le significaban escalofríos y presagios funestos. Importaba menos la objetividad del partido, que el juego que vivía dentro suyo. Para un hombre que siempre había vivido con sigilo, su cheque guardado en un cajón de una cantina del Centro debía parecerle una imprudencia colosal, una osadía que por alguna triangulación absurda por fin le estaba dando derecho de pertenecer a la ciudad.

El partido terminó 4-1, todavía otro gol de Muciño y el de la vergüenza de Enrique Borja para el América. Apenas se montaba el podio para entregar la compa cuando llegó el de la tienda a avisar que mi padre tenía una llamada.

—Era el de la cantina, para avisarme que al otro día podía recoger mi cheque y lo demás que gané. Tu cuna, la que está en las fotos, salió de ahí.

Para entonces ya habíamos salido del Viaducto y llegamos al departamento. Bajamos la tele, movimos la antena hasta conseguir señal, alcanzamos el final del partido, que el América ganó. Hicimos muecas de desaliento. La suya era de rutina; la mía agregaba los orgullos y las derrotas, los orígenes ocultos de las familias y otras formas empecinadas de pertenencia. Mientras bajamos las cajas de libros mi padre mentó madres contra el técnico, la directiva, los jugadores que no respetaban el linaje de la Máquina.

Desde entonces, cada que el Azul tiene una victoria memorable corro al teléfono a comentarla con él. Cuando pierde también nos buscamos, él maldice y yo le hago el chiste de que cambiemos de equipo.

No sé si piensa en sus días del Centro, en su apuesta, en las preguntas que se hizo mientras su quincena reposaba en la caja de una cantina.

—El siguiente sábado se reponen— dice al cabo de un tiempo. —Tengo confianza. Algún día, el día que haga falta, van a volver a ganar.

Miguel

El 3 de mayo se derrumbó el metro. Se venció el puente entre las estaciones Olivos y Tezonco de la línea 12, y el andén se precipitó en una V que sería espectacular si no supiéramos que ahí murió gente (25) y varios más quedaron heridos (38), muchos de gravedad. De inmediato vinieron los reclamos contra los políticos de izquierda —hay que llamarlos de algún modo— que permitieron la construcción deficiente del puente; también los fans del oficialismo urgieron en no politizar el desastre.

Al otro día, entre las crónicas y notas, sobresalió la entrevista de la plataforma Ruido en la red a un joven en situación de calle, Miguel Córdova Córdova, quien se preparaba para dormir cuando sintió el «cimbradero grande, y se vio cómo el metro se vino hacia abajo en dos, se hundió».

Miguel es de Tabasco, tiene una década en la Ciudad de México y se gana la vida recogiendo envases de pet que luego vende en La Polvorilla, por los que consigue 20 o 30 pesos diarios. Come en un comedor comunitario que le cobra 11 pesos por el menú y duerme con sus compas bajo el puente de Olivos o Tezonco; «ésta es mi zona», explica.

Lo que siguió parecería insólito si no se tratara del ocio y la ansiedad de debate de las redes sociales: a muchos les extrañó que la expresión de Miguel fuera clara, ordenada, concisa, incluso con el color y la elocuencia de un buen cronista. A otros les molestó que a los primeros les extrañara la buena expresión de Miguel. Empezaron las discusiones en torno al clasismo que impide imaginar que un muchacho que vive en situación de calle pudiera ser tan buen narrador como Miguel. Y ya se sabe lo que pasa después en Twitter: enojos, reclamos, comparaciones, papers, infografías y toda la parafernalia que pretendía caracterizar, para bien o para mal, con o sin prejuicios, a Miguel y su testimonio.

Algún tuitero con ambiciones filantrópicas ofreció dinero a quién encontrará a Miguel. Quería darle chamba, «»trabajo y dignidad», lanzó con esta suficiencia de quien busca convertir a los desarraigados en personas de bien. Alguien más lo localizó —diario veía pasar a Miguel por su tienda— y propuso que los ocho mil pesos del rescate fueran directos para Miguel. El debate se fue para otro lado: ¿Está bien ofrecerle un trabajo a Miguel? ¿O habría que respetar su forma de ganarse la vida, que aun modesta es algo con lo que está conforme, luego entonces, por qué no dejarlo en paz? Para algunos es necesario que Miguel se incorpore a las bondades del sistema y tenga un techo seguro, sueldo, mejor alimentación, pero también, porque así es el sistema, le tocaría disciplinarse a una rutina con patrones condescendientes, que crean que él debe vivir agradecido por la oportunidad. Otros preferían que se le dejara en paz: claro que estaría bien ayudarlo, pasarle una chamarra o unas cobijas, preguntar qué se puede hacer por él. Pero respetar su forma de vida y no obligarlo al orden que el sistema tendría contemplado para él.

Entre la urgencia clasista de unos y la pretensión anarquista de otros se va configurando un personaje que presentíamos pero no esperábamos: Miguel Ángel Córdova quien, alejado de ambos polos, no tiene más objetivo que sacar el día a día, y que con su hablar mesurado y hasta elegante convive con sus compas mientras rolan la pacha o la torta que consiguieron para cenar. Lo interesante es lo que sugiere Miguel. Porque más allá del clasismo o la compasión woke, Miguel posé otras características, también tan ambiguas o tan imposible de fijar, que le llamaría fotogenia o personalidad.

La fotogenia, el concepto que se inventaron los cineastas franceses de hace un siglo y que se ha quedado para premiar en los concursos de belleza a la muchacha que retrata mejor. Jean Epstein la describe como “cualquier aspecto de las cosas, de los seres, de las almas que aumenta su calidad moral a través de la reproducción cinematográfica”. Una persona que pudiera no ser muy agraciada físicamente, al ser fijada en la fotografía o el cine podría detonar expresiones notables de hermosura, temple o bondad, hasta valores menos queribles pero también poderosos: fealdad, mezquindad, perversión. Por supuesto que todas estas características son relativas y donde algunos vemos un símbolo sexual otros pueden hallar irrelevancia, pero algún consenso acuñado por la norma audiovisual nos permite coincidir en calificar a Brigitte Bardot de hermosa, a Sylvester Stallone de temerario o a Will Ferrell de sangrón.

Miguel tiene esta fotogenia muy a su modo: muchacho menudo, delgado, de hablar reposado y disciplinado, que no repite muletillas como los jugadores de futbol, que se antojaría pasar la noche bajo el puente con él para escucharle alguna buena historia —debe ser un buen narrador — o alguna sentencia liviana, de fatalismo o sentido común. Miguel es elocuente pero mucho más: la entrevista lo revela como un buen cronista, alguien con una inteligencia y una expresión incluso poética, y eso desconcierta o irrita o asombra según de qué lado del clasismo o el progresismo te encuentres.

Miguel me recuerda a John Bubber, el personaje que hace Andy García en la comedia Héroe por accidente de Stephen Frears (1992). Un héroe anónimo (Dustin Hoffman malencarado) rescata a los pasajeros de un avión que cae en llamas, pero por requiebros de la anécdota le adjudican la hazaña a Bubber, vagabundo con carisma, a quien se le convierte en personaje mediático por su capacidad de ternura, empatía o liderazgo, mientras el verdadero héroe queda en penumbras. Más allá de los méritos, lo que se premia, lo que sorprende, es el carisma —la fotogenia— del anónimo súbitamente descubierto y encumbrado como representación de ciertos valores que necesita la sociedad.

Miguel no rescató a nadie pero tuvo la suerte de ser entrevistado del mejor modo, y de dar su testimonio, de narrar su historia, con gran emotividad. Eso es lo que extraña o admira: lo que vuelve un personaje sobresaliente y persuasivo. El riesgo es que con esta proyección, Miguel pudiera quedar envuelto en la feria de las vanidades virtuales, que todo mundo corra a buscar más testimonios de él e incluso que quieran encumbrarlo como una suerte de influencer de los desposeídos. Me gustaría pensar que Miguel tiene la inteligencia suficiente para saber que el valor más genuino está en sus negocios de pet, en la relación con sus compas bajo el puente, lejos de las veleidades que discuten las tribus ociosas de las redes sociales. Y ojalá esta proyección insólita le permita por lo menos conseguir el varo que prometió la filantropía tuitera, quizá alguna oportunidad de que sus 20 o 30 pesos diarios puedan crecer y darle espacios más holgados para mirar, contar, vivir; esas cosas que al parecer se le dan muy bien a Miguel.

El agregue: en lo que buscaba alguna imagen de Miguel encontré la entrevista de más de 40 minutos que le hizo Ruido en la Red. La crónica de cómo se consiguió la entrevista implicó un estira y afloja acre sobre la ética de acosarlo, o la avidez / la vocación de conseguir la exclusiva. En la charla Miguel confirma los supuestos: habla chontal, maya, zoque, zapoteca y mazateco, es lector de historias antiguas, de Sor Juana, de Teresa de Ávila «y no hablando de religión, sino literatura», y ahí se entiende mucho de la elocuencia. Pero su historia es digna de película, una vida nómada por los rumbos de Texcoco, Salamanca, Monterrey, Tijuana, una picaresca en la que prefiere apostar por la discreción, en la que como todo pícaro, de pronto se atreve a la moraleja. Por ahí también apareció en Facebook un hermano que lo busca desde hace siete años. Parecería una historia que apenas empieza, de no ser porque las redes encienden y sofocan las historias con el mismo capricho del nuevo meme o el nuevo tik tok cagado.

Nomadland de Chloé Zhao, infomercial para boomers.

Creo que no supe ver Nomadland (Chloé Zhao, 2020), creo que me perdí de su lirismo, su rebeldía y su coraje, porque todo el tiempo estuve preguntándome cuánto de la peli lo habrá financiado Amazon. Debió haber soltado una buena lana por esos primeros veinte minutos de la historia en los que la protagonista Fern trabaja con ellos empacando regalitos y gracias a la platita que va juntando —el dinero es bueno, le dice a la madre de una exalumna— puede entrarle a la poética del nomadismo, el último canto boomer alrededor de su utopía jipi.

Nomadland podría ser la última película en que los boomers contraculturales intentan recuperar la dignidad posterior a su desbarranque ideológico en la resaca de los setenta. Si no supieron encarar al capitalismo, si fueron tibios en sus rechazos al cinismo político que ha permitido la deforestación social y la cancelación de las oportunidades, en Nomadland recuperan los espacios de encuentro y aventura que pudieron haber tenido en Zabriskie Point ( Michelangelo Antonioni, 1970), Easy Rider (Hooper, 69) o Psych-Out (Rush, 68). La excelente noticia es que este salto al vacío se pertrecha con grupos de apoyo, instituciones de beneficencia, mega consorcios con responsabilidad social y hasta sus propias familias, quienes les dan cama y buena comida cuando llegan famélicos y pulguientos como gatos callejeros, mientras juntan energía para regresar a la ruta.

En la breve sinopsis, en 2011 American Gypsum Company cierra su fábrica de yeso en Empel Nevada. La ciudad casi desaparece y Fern, recientemente viuda, consigue una vagoneta, la adapta con cama y una pequeña mesa para comer, y se lanza a la ruta nómada que ya están practicando un importante grupo de ancianos desempleados o sin familia. Juntos consiguen trabajos temporales y se acompañan en sistemas de solidaridad y trueque para pasar los días.

¿Qué diferencia habría entre el gringorruco que adapta su vagoneta para nomadear la ruta del Gabacho a los que se van a vivir a Puerto Vallarta? La misma que hace cincuenta años llevaron a los primeros a necear con la vida rijosa y a los segundos a abrir negocios de velas aromáticas. Medio siglo después podrían ser los verdaderos dueños del mundo, sea porque consiguieron las pensiones que les permiten una vida holgada, sea porque tienen una red de apoyo que les ayuda a persistir en el viaje, ahora con el agregue de la vejez que los haría, si acaso, más románticos.

Porque además, la vejez de Nomadland semeja mucho el sueño que tenemos las generaciones pop sobre nuestros retiros. Un amigo imaginaba que de viejos enloqueceremos el asilo con pantalones de cuero y mesas de billar, discutiendo cuál es el mejor disco de Madonna o si todavía se pueden ver los videos de Michael Jackson. Una piadosa evasión del deterioro físico y mental se hace obligada para asomarnos sin miedo a la decrepitud.

Ocurre que la exhibición de Nomadland coincide con visiones menos complacientes: la devastación de la identidad a cargo del gran Anthony Hopkins en El padre (Florian Zeller, 2020), la soledad hiperactiva de los asilados, con todo e investigador privado en El agente Topo (Maite Alberdi, 2020), la vocación ermitaña y salvaje del ecoterrorista Sundog en A Shape of Things to Come ( J.P. Sniadecki y Lisa Malloy, 2020), incluso la incómoda reclusión entre el amor y los celos en El diablo entre las piernas (Ripstein, 2019). Nomadland resuelve desde la referencia bladerunniana: la anciana Swankey tiene una enfermedad terminal que le deja 7 u 8 meses de vida y, como el replicante Roy Batty (He visto naves en llamas más allá de Orión) decide viajar a Alaska: «he visto cosas hermosas mientras viajaba en kayak, he visto una familia de alces junto al río en Idaho, un gran pelícano que aterrizó frente a mi kayak en un lago en Colorado». Muchas secuencias después, su muerte se celebra con una fogata entre los nómadas (Fern carga una foto de la amiga): la concesión de los simbolismos que acaso ayuda a evadir el horror de nuestros finales [cualquier comparación con la muy light devastación en Avengers Endgame (Anthony y Joe Russo, 2019) es total coincidencia].

La trampa es que estos ancianos con remolque se asumen como houseless, no homeless y desde ahí harían de la precariedad una forma incluso deseable de vida. La realidad es que con Nomadland se antoja un chingo empezar a ser viejito: nomás ahorrar para una casa remolque, hacer el ejercicio zen del desapego —si acaso quedarte con tres platos de una vieja vajilla para que tu rucorush te los rompa y tengas oportunidad de medio minuto de dramita— y contar con personajes de película familiar ñoña para dar contención y hacer de estos viejitos a la gringa una última hazaña contracultural.

Quizá lo más desolador sea adivinar que los mecanismos del capitalismo tienen contemplada esta forma de vida para los adultos mayores y quienes lo seremos en 20, 30, 40 años: precariedad socialmente responsable, desarraigo no como valentonada individual, sino como estructura social para quienes no lograron insertarse en las oportunidades de la modernidad y la productividad: la conciliación con una cultura de los recursos humanos desechables, que podría tener su canto de cisne en los parque de remolques o los empleos temporales de Amazon.