El movimiento de la mano para dar el paso parece un ademán angelical, de escultura de santo, toda la bondad del mundo expresada en esa suavidad apenas contenida por el viento, porque así se manifiesta la gracia del conductor; ese gesto además lo aprendió de la infancia, veía que así lo hacía su padre y ahí descifraba lo mejor de la naturaleza humana, yo quiero dar el paso como él cuando conduzca, pensaba de niño, y todavía ahora quiere que en el movimiento de la mano y en la sonrisa de fraile contemplativo se trasluzca su generosidad.
Del otro lado está el peatón. Que para una descripción rápida, es un miserable que no tiene auto. Las explicaciones de tal dislate van desde lo político -el maldito gobierno que no ha otorgado las oportunidades a todos-, al estoicismo -solamente la gente que trabaja obtiene lo que quiere- y lo moralino -si no tiene auto, quien sabe en qué vicios dilapidará su dinero-. De ahí que cuando el conductor cede el paso -el ademán angelical- no solamente cumple con alguna normatividad ciudadana: practica un ejercicio de filantropía hacia el minusválido financiero, sin importar si su defecto es por nacimiento u omisión; es como aportar dinero al Teletón o darle like en facebook al niño con cáncer que desde su mirada abismal culpa nuestra salud. Ceder el paso implica un paternalismo bondadoso, hacer recordar a quienes van al interior del auto que el peatón es una persona sin suerte que también tiene derecho de existir.
Afuera del auto, el peatón al que se le ha dado el paso pega la carrerita lo más rápido posible, sabe que el conductor lleva prisa, su andar apretado parece pedir perdón por interrumpir la ruta apremiante. Carrerita de peatón como de aborigen incivilizado, que teme a la fiereza de la máquina. «Córrele para que no te machuquen», «apúrale que el conductor no tiene tu tiempo». A la coreografía de la carrerita se une la flexión agradecida de la cabeza. «Agradecido síñor, Diosito le dé larga vida a su mercé». La sonrisa del conductor al peatón confirma la gracia. La modernidad se ha detenido para permitir el equilibrio ecológico con las especies silvestres.
El pequeño trámite trasmina una relación de poder. Manifiesta al conductor como dueño de la calle, a su actividad como primordial frente al deambular errático del peatón. Aunque los peatones deberíamos estar agradecidos con la deferencia: es mejor quien cede el paso que quien se evidencia como un orangután que lanza lámina contra todo aquello que no sea su ruta -el peatón no es una persona, es un obstáculo- y sólo es contenido por el semáforo en rojo -esa pérdida de tiempo- al que se le protesta acelerando en punto muerto, o adelantando el auto en tramitos desesperados sobre las rayas peatonales. Ante la urgencia del conductor sin escrúpulos, el que cede el paso, aun y con su arrogancia, tendría el mérito de reconocer la subvida del caminante. Porque pobre del peatón que se tome su tiempo -andar místico, sosegado- para cruzar la calle; más de tres segundos sin carrerita evidencia el límite de la amabilidad automovilística: si te doy el paso lo menos que espero es tu apuro, no tengo todo tu tiempo… y el ademán angelical corre a romper, claxonazo tras claxonazo, la civilidad de la mano suave que tan bien aprendieron de papá.
Cuánto se esconde en cosas tan simples como ésta, Rufián, y qué bien lo explicas. Pensé en mi papá, viéndolo ceder el paso y cómo la gente corriendo le dedicaba una sonrisa tímida y agradecida, y cómo eso lo hacía (o hace aún, supongo, aunque ya no viajo mucho con él) sentir que había salvado focas bebé en Canadá.
Yo soy peatón pero mejor me paso por los puentes que no me gusta sonreír.
Me encantan tus reflexiones, y su bien es cierto que abundan esos seres que describes, también existe el conductor responsable, un ente que sabe la gran responsabilidad de traer un carro y trata con respeto a los peatones… eso sí, escasea en la ciudad.
Como peatón reclamo mi derecho de caminar lento al cruzar una calle y ejercito el de mentársela al (o a la) que me avienta el carro.
Eso que dices, Carlos me parece muy correcto; deberíamos tener una conciencia clara, como conductores, de que lo que traemos es una máquina que debemos controlar por responsabilidad y no por complejos compensatorios.
Como peatones, quizá podemos hacer poco al encontrarnos vulnerables: hay que cuidarse.
Cuando uno es el que va en el auto se siente estúpidamente generoso; mientras que cuando uno es el peatón le acusa una extraña sensación de haber sido «perdonado».
Agh, esta reflexión sólo me deja un amargo sabor en la boca, pues es algo tan evidente pero cuántos son los que se dan cuenta? Cómo podemos cambiarlo? El automovilista se siente tocado por la mano de Dios al poder hacer tan grandísimo favor a los inútiles peatones. Puaj!