Yolanda Ventura, la ficha amarilla de los Parchis, posó para Playboy tal y como Diosito Santo la trajo al mundo -y no es frase cliché, es alabanza al Todopoderoso-. Yolanda tiene 44 años, se supone que esa edad ya no es la más adecuada para presumir las carnes, menos frente a la rabiosa acometida de veinteañeras y dannapaolas urgidas de mostrar que ya también son cancha reglamentaria. Pero primera sorpresa, la guapura de la ficha amarilla en las fotos sobrepasa a lo que la nostalgia hubiera anhelado, y sorpresa dos, basta sacar los ojos de la revista para mirujear a varias mujeres de edades semejantes, con cuerpos, semblantes y energías que obliga a proponerles el martini filtreador. No sólo las mujeres: calvicies más, barrigas menos, los hombres también tenemos portes y actitudes juveniles, de pronto nos parecemos más a nuestros descendientes de veinte -converses, ipods, novelas de Murakami- que a nuestros padres cuando tenían nuestra edad y se enredaban en ese complicado designio de la respetabilidad.
«Somos adultos más jóvenes», dictaminó Martín semanas atrás, mientras me servía el siguiente jaibol . Y luego nos inventamos una sociología de la generación (el jaibol crea doctorados de todo) que iba más o menos así: los nacidos en los setenta debemos ser la primera generación totalmente cobijada (publicitaria y mediáticamente) por infraestructuras o parafernalias de la fantasía pop. Para las generaciones anteriores los estímulos musicales e iconográficos todavía los tomaron por sorpresa: ni las industrias del entretenimiento ni ellos como sus consumidores terminaron de entender las formas en que debían moverse ante estos referentes. Pero cuando nosotros nacimos ya había una industria de lo pop asentada y poco dada a las sorpresas, entusiasta por crear los símbolos que nos harían consumir discos-íconos-conciertos-memorabilias. Lo peculiar: estos símbolos nos han seguido acompañando toda la vida.
Hay que ser mesurados para que no salte el chairo: mentira que los monopolios mass-media y los grupos de poder urdieron un plan siniestro para saturar a nuestras cándidas mentes con basura plástica que distorsionaba la realidad. Había una meta más simple: el bisness. Crear un grupo de cantantes infantiles para vender discos. Diseñarles vestuarios coloridos para vender ropa. Hacerlos viajar como simios entrenados para vender conciertos. Los pioneros vinieron de España, Enrique y Ana y Parchis, se sumaron los Menudos y los Chamos de Puerto Rico y Venezuela, no tardó la versión mexicana de Timbiriche, y hartos solistas que todavía engordan el caldo de los programas de Paty Chapoy -Luismi por supuesto, Lucerito cuando no se fingía gobiernista, Ricky Martin tan bonita desde chiquita, etc.-, todos simples y festivos, de poco riesgo y alta rentabilidad, muchísimo más asequibles que la oferta anglosajona que aún llegaba con dificultad a México porque en los ochenta las juventudes seguíamos en veda de influencias extranjerizantes perniciosas. Con este star system hicimos una gran familia, tan sentimental como gazmoña. Todos ellos se volvieron adolescentes junto con nosotros, se atrevieron a ropas más reveladoras -minifaldas, shorts, trajes de baños- cuando nuestras madres se escandalizaban de nuestras ropas estrafalarias para las discotecas, le entraron a la madurez de ser solista -y solitarios y autónomos y «una Yuri más mujer»- cuando a nosotros se nos abismaba la posibilidad del primer trabajo, vivir solos, intentar las convivencias serias de las primeras parejas. Si vale la confesión, mi primer advertencia del paso de los tiempos ocurrió con la hiperpublicitada boda de Lucerito con Mijares a mediados de los noventa. El interés que puso Televisa en transmitirla semejó una pista de arranque para que varios casi-treintañeros consideráramos seriamente la necesidad de imitarlos y tomar la estafeta del status quo guadalupano. Varios lo hicimos, después lo deshicimos, otros siguen sus guerras conyugales y cada quien su historia. También es emblemático que Lucero y Mijares se divorciaran en tiempos semejantes a los de nuestras disoluciones. Y es horrendo tomar literal las fábulas: por suerte algunos no nos volvimos peñistas-gobiernistas ni por contarle las pecas de la espalda a esa chica tan lloroncita de todos los teletones.
Los ciclos de vida que propicia el star system autóctono podría semejar las estaciones del año, las épocas de siembras y cosechas, los tiempos de noviazgos, maternidades y paternidades, los quince años de nuestros hijos, las hipotecas de nuestras casas y nuestros autos. Y hay algo de triste en este irremediable curso de la vida: por más que quisiéramos inventarnos de otra forma, Eduardo Capetillo siempre será machín y tendrá enclaustradas las curvas inauditas de Biby Gaytán, la Thalía y la Pau insistirán en creerse paridas por arcángeles y por eso sólo en Extranjia pudieron hacer carreras artísticas que a nadie le importan, los reencuentros embaucadores de menudos y magnetos y timbiriches siguen siendo redituables porque vamos a cantar con ellos pero sobre todo vamos a recibir diagnósticos de nuestro propio crecimiento-envejecimiento y a desentrañar la ecuación que nos haga lanzar consignas como si regresáramos a nuestros dieciocho años. Y los vemos gordos, canosos, menos hábiles en sus coreografías, con timbas de ñores o patas de gallo de ñoras y los disculpamos -nos hermanamos- porque vamos todos juntos en el barco. Forma de sublimar las decadencias, argumentamos que aunque ya no tienen (tenemos) las frescuras de antaño, al menos conservan (conservamos) carácter, personalidad.
Desde esa ansiedad de conjurar el paso del tiempo nos lanzamos a revisar que la ficha amarilla siga teniendo lo que tiene donde lo debe de tener. Y las fotos alivian: será el buen gusto del fotógrafo, la habilidad del fotochopista, la belleza genuina de Yolanda, el resultado tiene la sensualidad requerida, y más que eso, la promesa de que la vida sigue siendo promisoria, y el cuerpo de yellow baby, tan suave, tan mullido, se acaricia con la mirada tan dulcemente como acariciamos nuestras dolencias incipientes, nuestras vistas agotadas o nuestros futuros menos suculentos que hace diez o veinte años. En tanto experimento mediático de lo pop como forma de vida, los nacidos en los setenta seguimos configurando enigmas de cómo seguirá y terminará nuestro paso por el mundo. ¿Cantaremos insistentemente a Madonna en el asilo donde nos recluyan? ¿Cuántos reencuentros más pagaremos para consolar la decadencia de nuestros cuerpos? ¿O seguiremos siendo tan tercamente jóvenes como insistimos desde el gimnasio y los gadgets?
Lo mejor de las fotos de Yolanda: así como otros nos indicaron el momento de los matrimonios, de los hijos, de las hipotecas, de los empleos serios, ahora ella viene a indicarnos que sigue siendo un buen momento para corretear fichas amarillas que se ofrecen, generosas, para jugar.
Pues a pesar de las Danapaolas que quieren exhibir su condición de cancha oficial, o lo que sea, la norma es más bien que las niñas buenas no se desvisten… hasta que tienen 40. Y así, las mujeres del star system mexicano van enseñando más y más conforme crecen hasta que al final se despelotan en playboy. Siendo una lástima que no lo hayan hecho a los 21 (o sea, también a los 12, no exclusivamente a los 21). Seguro si lo piensas un poco se te ocurren un montón de ejemplos de respetables señoras que ¡zas! en Playboy.
Cabe mencionar que Playboy ya no es lo que solía ser. Y la versión mexicana jamás fue ni una fracción de eso.
Pero lo mas importante:
¿Y el enlace a las fotos, caballero? Porque el comentario está muy bien, pero hace falta la evidencia documental 😉
¡Saludos!
oiga, que usted tenía a aquel amigo -olvidé el nombre- que subía las revistas de caballeros en pdf, móchese con el nombre para linquear las fotos acá 😉
«Vamos todos en el barco»… 😉
Y a veces hasta los veo mas «jodidos» que yo misma. Gacias por las sonrisas.
Creo que quisiste decir «martini FLIRteador».