De niño tenía mirada curiosa e incómoda. Una mañana, en la sala de espera de una clínica, no le quitaba los ojos de encima a un hombre de color -o negro o afrodescendiente, o cómo lo quieran llamar los vigías de la corrección política- y a mi madre le daba mucha pena, me cambiaba de asiento, me ponía en sus piernas y yo retorcía el cuello como Linda Blair poseída, para seguir atento del personaje tan raro. «Mira mamá», lo señalaba y ella quería que se la tragara la tierra. Enrojecía y pedía disculpas, el negro sonreía comprensivo y los dientes tan blancos me asombraban más. «Mira mamá» y ella vuelta a disculparse. Ahora me gustaría que ella me acompañara cuando veo niñas con falditas y se excusara por mí mientras yo clavo los ojos: «mira mamá, un granito en la rodilla».
Luego la impertinencia se vuelve bastión política, el gozo inútil de soltar barbaridades revolucionarias con gente bien portada que paladea un vino bien lifestyle. Pero la táctica arcaica de espantar burgueses ahora apenas sirve para abonar el humor postmoderno kitsch -la postmodernidad, ese solvente ecléctico que diluye la ironía con el prejuicio real-. Y el mundo se encorseta con modales que permiten llevar a buen término charlas sin sustancia, que a todos deja conformes. Aprendí a modular mi impertinencia una tarde de sobremesa de unas diez personas, quienes compartían su asombro por los performances; yo quería dármelas de entendido y describí con pelos -literal- y señales -literal también- un chou que hizo Lorena Wolffer en el que se bañaba con la sangre de su menstruación. Lo que días antes leí me sorprendió tanto que quería transmitirlo a mis compañeros de mesa, exageré los litros de sangre que ella acumulaba mes con mes para su espectáculo, el baño coagulado tan de vida como de muerte, el olor al cuerpo real sobre su cuerpo y las entusiastas glosas feministas, tan pertinentes. El grupo empezó a carraspear, les urgía cambiar de tema y yo de necio inventaba más: «¡la sangre más fresca la arrojó a la cara! ¡Con la sangre recién segregada chapeaba sus mejillitas!» Y el grupo dejó de invitarme a sus reuniones y entendí que no siempre pueden compartirse expresiones artísticas refinadas entre personas tan adiestradas en la refinación.
Entre las chambas, el fastidio y la aspiración a la mundanidad he aprendido que calladito me veo más bonito, y aún así no falta el momento en que salta una de mis preguntas y casi me arrepiento al tiempo de irla enunciando. Mis impertinencias parecen edificios tembeleques que se mueven de lado a lado y están a punto de volver cascajo y ruina lo que antes se disfrazaba de hechiza perfección. Y el movimiento del edificio es mi voz tropezando, queriendo arreglar lo arruinado y se hace el estropicio mayor. Así ocurrió la semana pasada con la cápsula de la diseñadora de interiores.
Ella le pidió la casa prestada a una amiga de la secu, la acompañó su mamá. La parte formal estuvo bien, contó desde cuándo se dedica al diseño de interiores, por qué le gusta, los pequeños cambios en un espacio que hacen diferencia en los estados de ánimo y la calidez hogareña, dio sus teléfonos y su página web para quien la quiera contactar. Cuando el camarógrafo se puso a grabar detalles de la casa y los muebles, le dimos a la charla cordial.
-La casa me la prestó mi amiga, nos conocemos desde la secundaria.
Secundaria. Qué miedo. Pero sonreí y comenté:
-Esas son las amistades valiosas, las que duran años…
-Con ella y con varios más de secundaria nos vemos desde hace cinco años. Es emocionante ver cómo vamos cambiando y cada quién agarró su rumbo.
Compañeros de secundaria. Ese club de compartidores compulsivos de frases religiosas y de superación personal en facebook. Y los bulleadores más cretinos ahora mandan mensajes de unión familiar y solidaridad con el prójimo. Pero este desazón no lo debo decir.
-Nada como los amigos de secundaria…
-Son como tu casa. Con ellos puedes ser quien eres de verdad.
Si yo fuera quien fui a mis quince años me angustiaría muchísimo. De ese adolescente tan dolido sólo extraño la pasión con la que leía. Pero ese miedo, esa torpeza, esa zozobra constante por la nueva humillación que le preparaban aquellos obtusos que te hacen sentir en tu hogar… OK, la charla es informal, no se trata de correr por el diván psicoanalista para detallar las venganzas lentas y dolorosas que he imaginado. En cambio dije:
-Eso es tan cierto. Nada más auténtico que aquellas amistades de adolescencia -y para remarcar lo auténtico porque me estaba sintiendo poco auténtico, me puse a contar-: esto no pasó con los de secundaria, fue con los de prepa -y fue verdad-. Nos reunimos en diciembre, el año pasado, en un karaoke -y la diseñadora y la mamá me escuchaban sonrientes, con atención-. Ya saben: cervezas, canciones de los ochenta, todos más gordos y más calvos -se rieron identificadas, sabían de qué hablaba-. Y entre ellos había dos, los que fueron «la pareja» de esos años de prepa -y la diseñadora asintió entendiendo: seguro que ella conocía a una pareja similar-. Los dos se separaron -la diseñadora hizo una mueca triste- cada quien tomó su rumbo, se casaron con otros, tienen sus carreras, sus hijos -claro, claro, dibuja las palabras con la boca la mamá de la diseñadora-. Pero en el reencuentro, sin hijos ni parejas, se les hizo lo más normal del mundo abrazarse, tomarse las manos y estar así, amorosos, como a sus dieciocho…
La sonrisa de la diseñadora se congeló. Su mamá parecía no entender. Yo entendí enseguida que esas pláticas no podía hacerlas en ese momento, con esas personas, en ese lugar.
-Los de mi secu se casaron entre ellos -explicó la diseñadora-. Les hubiera costado trabajo esconder cosas de ese tipo.
-Digo -quise arreglar-, entiendo que no hacían lo más correcto, pero esa reunión era una burbuja. Una cápsula de tiempo. Ninguno de los que estaba ahí iba a rajar.
-Alcahuetes, sus amigos -por fin la mamá de la diseñadora entendió de qué hablaba.
-Pues alcahuetes y no -acá me vino la imagen de esa pareja en el camellón con pasto, donde se acostaban largas horas a decirse tonterías, la justicia poética que siguieran haciéndolo veinte años después. -Está mal, pero también tiene su encanto: ellos se reconocían a sí mismos cuando recordaban su noviazgo.
-Lo ideal sería reconocerte con tu marido – dijo la mamá y la diseñadora habrá pensado en tantas casas que decoró a tantos recién casados, en la esperanza de los floreros o las cortinas que matizan la luz del sol.
-Por supuesto -corregí- los maridos, los hijos, las esposas… -¿y por qué rayos no le hice una pregunta para que ahora ella me hablara de su grupo?- Pero de pronto se te antoja ir al pasado, preguntarte quién fuiste, luego eso hace entender quién eres ahora.
-¿Para ti quién es más real, el del pasado o el de ahora? -soltó la diseñadora como si estuviéramos en un bar y con chelas listas para filosofías domésticas. Iba a enfrentarme con mi quinceañero lector, temeroso de las humillaciones, cuando la señora me salvó.
-Los de ahora, hija, claro -se apuró en dejar las cosas claras. -Imagina que siempre quisiéramos ser los del pasado, cuánta gente lastimada, hijos de divorciados…
-Los hijos no importan, se acostumbran… -y al momento de soltarlo quise que un rayo me fulminara para impedirme decir más estupideces. -Quiero decir: ya hay tantos hijos de divorciados, que los hijos de casados se sienten fuera de lugar. Está de moda ser hijo de divorciados -lancé mi lema simpático. Ninguna se rió.
-Al final, agarrarse de la mano no le hace mal a nadie -intentó ayudarme a corregir la diseñadora.
-Que te diga eso tu ex marido -le sonrió su mamá.
-Claro, además en la fiesta también habíamos divorciados. Nosotros entendíamos -me apuré a agregar.
-Los divorciados se entienden entre ellos -soltó la obviedad la mamá, con regusto a reproche.
-Los divorciados nos entendemos porque sufrimos lo mismo -aclaró firme la diseñadora.
-Y los divorciados también nos divertimos -quise aligerar. Y claro, no lo logré.
-Nos divertimos porque la vida sigue adelante -la diseñadora sacó otra chela imaginaria. -¿Pero a poco no sentiste dolor?
Ni modo de andar contando si alguna vez extrañé a la ex esposa. Intimidades, no. Urgía trivializar, el camarógrafo ya casi acababa y más valía cerrar la charla cordialmente. Y solté:
-Se siente dolor pero te animas y buscas a todas las que dejaste pendientes.
-¿Le urgía tanto arreglar pendientes? -la mamá. Corrí a agregar.
-Pendientes por llamarle de algún modo a las amigas de antes del matrimonio. Pero me casé y me dejaron de interesar.
-¿Nunca has pensado que alguien a quien dejaste pendiente podría valer más que la persona a quien elegiste? -la diseñadora quería cambiar la cerveza por mezcal.
-En mis tiempos elegías y te aguantabas. Te esforzabas -la madre irguió el torso y la diseñadora y yo volvimos a tener 18 años. Decidí parar por lo seco. Pero rematar con humor:
-Es lo bueno de estos tiempos: aún me quedan cinco matrimonios para elegir- y volví a ser yo.
Y la diseñadora, ya borracha:
-A mí al menos me faltan uno o dos más.
La madre adoctrinó:
-Pues sigan eligiendo. Ahí está la calidad de sus matrimonios…
Y el camarógrafo llegó a avisar que ya estaba cubierto. Y los tres respiramos aliviados.
La despedida fue amabilísima e incómoda. «Que tenga mucha suerte», me dijo la mamá y miró a la diseñadora para que se despidiera rápido. Ella, por protocolo, me dio su tarjeta con su teléfono y su correo.
-Saluda a tus compañeros. Ojalá se sigan reuniendo.
-Ojalá. Saluda a los tuyos.
Pareció querer agregar algo. Como tomarse una chela imaginaria más. Dio la vuelta y se metió a su coche.
-Los de mi prepa son pura putería. Luego te cuento -me dijo después el camarógrafo mientras me daba el estuche de su tripié para que lo ayudara. Yo iba pensando que odiaba mi boca. Que también necesitaba de mi madre para pedir disculpas por mis impertinencias.