Archivos Mensuales: octubre 2013

Vocación de impertinente

De niño tenía mirada curiosa e incómoda. Una mañana, en la sala de espera de una clínica, no le quitaba los ojos de encima a un hombre de color -o negro o afrodescendiente, o cómo lo quieran llamar los vigías de la corrección política- y a mi madre le daba mucha pena, me cambiaba de asiento, me ponía en sus piernas y yo retorcía el cuello como Linda Blair poseída, para seguir atento del personaje tan raro. «Mira mamá», lo señalaba y ella quería que se la tragara la tierra. Enrojecía y pedía disculpas, el negro sonreía comprensivo y los dientes tan blancos me asombraban más. «Mira mamá» y ella vuelta a disculparse. Ahora me gustaría que ella me acompañara cuando veo niñas con falditas y se excusara por mí mientras yo clavo los ojos: «mira mamá, un granito en la rodilla».

Luego la impertinencia se vuelve bastión política, el gozo inútil de soltar barbaridades revolucionarias con gente bien portada que paladea un vino bien lifestyle. Pero la táctica arcaica de espantar burgueses ahora apenas sirve para abonar el humor postmoderno kitsch -la postmodernidad, ese solvente ecléctico que diluye la ironía con el prejuicio real-. Y el mundo se encorseta con modales que permiten llevar a buen término charlas sin sustancia, que a todos deja conformes. Aprendí a modular mi impertinencia una tarde de sobremesa de unas diez personas, quienes compartían su asombro por los performances; yo quería dármelas de entendido y describí con pelos -literal- y señales -literal también- un chou que hizo Lorena Wolffer en el que se bañaba con la sangre de su menstruación. Lo que días antes leí me sorprendió tanto que quería transmitirlo a mis compañeros de mesa,  exageré los litros de sangre que ella acumulaba mes con mes para su espectáculo, el baño coagulado tan de vida como de muerte, el olor al cuerpo real sobre su cuerpo y las entusiastas glosas feministas, tan pertinentes. El grupo empezó a carraspear, les urgía cambiar de tema y yo de necio inventaba más: «¡la sangre más fresca la arrojó a la cara! ¡Con la sangre recién segregada chapeaba sus mejillitas!» Y el grupo dejó de invitarme a sus reuniones y entendí que no siempre pueden compartirse expresiones artísticas refinadas entre personas tan adiestradas en la refinación.

Entre las chambas, el fastidio  y la aspiración a la mundanidad he aprendido que calladito me veo más bonito, y aún así no falta el momento en que salta una de mis preguntas y casi me arrepiento al tiempo de irla enunciando. Mis impertinencias parecen edificios tembeleques que se mueven de lado a lado y están a punto de volver cascajo y ruina lo que antes se disfrazaba de hechiza perfección. Y el movimiento del edificio es mi voz tropezando, queriendo arreglar lo arruinado y se hace el estropicio mayor.  Así ocurrió la semana pasada con la cápsula de la diseñadora de interiores.

Ella le pidió la casa prestada a una amiga de la secu, la acompañó su mamá. La parte formal estuvo bien, contó desde cuándo se dedica al diseño de interiores, por qué le gusta, los pequeños cambios en un espacio que hacen diferencia en los estados de ánimo y la calidez hogareña, dio sus teléfonos y su página web para quien la quiera contactar. Cuando el camarógrafo se puso a grabar detalles de la casa y los muebles, le dimos a la charla cordial.

-La casa me la prestó mi amiga, nos conocemos desde la secundaria.

Secundaria. Qué miedo. Pero sonreí y comenté:

-Esas son las amistades valiosas, las que duran años…

-Con ella y con varios más de secundaria nos vemos desde hace cinco años. Es emocionante ver cómo vamos cambiando y cada quién agarró su rumbo.

Compañeros de secundaria. Ese club de compartidores compulsivos de frases religiosas y de superación personal en facebook. Y los bulleadores más cretinos ahora mandan mensajes de unión familiar y solidaridad con el prójimo. Pero este desazón no lo debo decir.

-Nada como los amigos de secundaria…

-Son como tu casa. Con ellos puedes ser quien eres de verdad.

Si yo fuera quien fui a mis quince años me angustiaría muchísimo. De ese adolescente tan dolido sólo extraño la pasión con la que leía. Pero ese miedo, esa torpeza, esa zozobra constante por la nueva humillación que le preparaban aquellos obtusos que te hacen sentir en tu hogar… OK, la charla es informal, no se trata de correr por el diván psicoanalista para detallar las venganzas lentas y dolorosas que he imaginado. En cambio dije:

-Eso es tan cierto.  Nada más auténtico que aquellas amistades de adolescencia -y para remarcar lo auténtico porque me estaba sintiendo poco auténtico, me puse a contar-: esto no pasó con los de secundaria, fue con los de prepa -y fue verdad-. Nos reunimos en diciembre, el año pasado, en un karaoke -y la diseñadora y la mamá me escuchaban sonrientes, con atención-. Ya saben: cervezas, canciones de los ochenta, todos más gordos y más calvos -se rieron identificadas, sabían de qué hablaba-. Y entre ellos había dos, los que fueron «la pareja» de esos años de prepa -y la diseñadora asintió entendiendo: seguro que ella conocía a una pareja similar-. Los dos se separaron -la diseñadora hizo una mueca triste- cada quien tomó su rumbo, se casaron con otros, tienen sus carreras, sus hijos -claro, claro, dibuja las palabras con la boca la mamá de la diseñadora-. Pero en el reencuentro, sin hijos ni parejas, se les hizo lo más normal del mundo abrazarse, tomarse las manos y estar así, amorosos, como a sus dieciocho…

La sonrisa de la diseñadora se congeló. Su mamá parecía no entender. Yo entendí enseguida que esas pláticas no podía hacerlas en ese momento, con esas personas, en ese lugar.

-Los de mi secu se casaron entre ellos -explicó la diseñadora-. Les hubiera costado trabajo esconder cosas de ese tipo.

-Digo -quise arreglar-, entiendo que no hacían lo más correcto, pero esa reunión era una burbuja. Una cápsula de tiempo. Ninguno de los que estaba ahí iba a rajar.

-Alcahuetes, sus amigos -por fin la mamá de la diseñadora entendió de qué hablaba.

-Pues alcahuetes y no -acá me vino la imagen de esa pareja en el camellón con pasto, donde se acostaban largas horas a decirse tonterías, la justicia poética que siguieran haciéndolo veinte años después. -Está mal, pero también tiene su encanto: ellos se reconocían a sí mismos cuando recordaban su noviazgo.

-Lo ideal sería reconocerte con tu marido – dijo la mamá y la diseñadora habrá pensado en tantas casas que decoró a tantos recién casados, en la esperanza de los floreros o las cortinas que matizan la luz del sol.

-Por supuesto -corregí- los maridos, los hijos, las esposas… -¿y por qué rayos no le hice una pregunta para que ahora ella me hablara de su grupo?- Pero de pronto se te antoja ir al pasado, preguntarte quién fuiste, luego eso hace entender quién eres ahora.

-¿Para ti quién es más real, el del pasado o el de ahora? -soltó la diseñadora como si estuviéramos en un bar y con chelas listas para filosofías domésticas. Iba a enfrentarme con mi quinceañero lector, temeroso de las humillaciones, cuando la señora me salvó.

-Los de ahora, hija, claro -se apuró en dejar las cosas claras. -Imagina que siempre quisiéramos ser los del pasado, cuánta gente lastimada, hijos de divorciados…

-Los hijos no importan, se acostumbran… -y al momento de soltarlo quise que un rayo me fulminara para impedirme decir más estupideces. -Quiero decir: ya hay tantos hijos de divorciados, que los hijos de casados se sienten fuera de lugar. Está de moda ser hijo de divorciados -lancé mi lema simpático. Ninguna se rió.

-Al final, agarrarse de la mano no le hace mal a nadie -intentó ayudarme a corregir la diseñadora.

-Que te diga eso tu ex marido -le sonrió su mamá.

-Claro, además en la fiesta también habíamos divorciados. Nosotros entendíamos -me apuré a agregar.

-Los divorciados se entienden entre ellos -soltó la obviedad la mamá, con regusto a reproche.

-Los divorciados nos entendemos porque sufrimos lo mismo -aclaró firme la diseñadora.

-Y los divorciados también nos divertimos -quise aligerar. Y claro, no lo logré.

-Nos divertimos porque la vida sigue adelante -la diseñadora sacó otra chela imaginaria. -¿Pero a poco no sentiste dolor?

Ni modo de andar contando si alguna vez extrañé a la ex esposa. Intimidades, no. Urgía trivializar, el camarógrafo ya casi acababa y más valía cerrar la charla cordialmente. Y solté:

-Se siente dolor pero te animas y buscas a todas las que dejaste pendientes.

-¿Le urgía tanto arreglar pendientes? -la mamá. Corrí a agregar.

-Pendientes por llamarle de algún modo a las amigas de antes del matrimonio. Pero me casé y me dejaron de interesar.

-¿Nunca has pensado que alguien a quien dejaste pendiente podría valer más que la persona a quien elegiste? -la diseñadora quería cambiar la cerveza por mezcal.

-En mis tiempos elegías y te aguantabas. Te esforzabas -la madre irguió el torso y la diseñadora y yo volvimos a tener 18 años.  Decidí parar por lo seco. Pero rematar con humor:

-Es lo bueno de estos tiempos: aún me quedan cinco matrimonios para elegir- y volví a ser yo.

Y la diseñadora, ya borracha:

-A mí al menos me faltan uno o dos más.

La madre adoctrinó:

-Pues sigan eligiendo. Ahí está la calidad de sus matrimonios…

Y el camarógrafo llegó a avisar que ya estaba cubierto. Y los tres respiramos aliviados.

La despedida fue amabilísima e incómoda. «Que tenga mucha suerte», me dijo la mamá y miró a la diseñadora para que se despidiera rápido. Ella, por protocolo, me dio su tarjeta con su teléfono y su correo.

-Saluda a tus compañeros. Ojalá se sigan reuniendo.

-Ojalá. Saluda a los tuyos.

Pareció querer agregar algo. Como tomarse una chela imaginaria más. Dio la vuelta y se metió a su coche.

-Los de mi prepa son pura putería. Luego te cuento -me dijo después el camarógrafo mientras me daba el estuche de su tripié para que lo ayudara. Yo iba pensando que odiaba mi boca. Que también necesitaba de mi madre para pedir disculpas por mis impertinencias.

 

 

 

 

Tercera llamada: autorretratos en escena

azuela-mirada-fotoFrancisco Franco inició su carrera como director teatral, en los años ochenta y noventa montó varias obras que tuvieron su mérito e hicieron época . En 2007 empezó a hacer películas. En mancuerna con María Reneé Prudencio escribió un melodrama adolescente e intimista, Quemar las naves, que sugirió los alcances temáticos de su cine.

Quemar las naves es una historia hermosa, ejecutada con la torpeza de un teatrero que aún no acaba de entenderle al cine: Sebastián y Elena son hijos de Eugenia, cantante pop en decadencia que se ha recluido en la ciudad de Zacatecas para vivir sus últimos días (está enferma de cáncer). Los hijos son unos ñoñazos que no tienen la menor idea de qué hacer con sus vidas cuando muere su madre. Y la película es hermosa porque habla del miedo a crecer, del arrojo para tomar oportunidades, de la ansiedad que causa atisbar que la vida puede pasar sin pena ni gloria si uno no se lanza a vivir las experiencias, incluso con el dolor que implica. Irene Azuela mantiene una contención enojona intensa que obliga a no quitarle los ojos. Tres secuencias de cantar, atender a la madre y celar al hermano le bastan para dar tono de gran actriz. Pero la torpeza de Franco está en la formación teatral: Quemar las naves peca de diálogos recitados con vehemencia y trazos escénicos que no parecen saber que lo que acá se mueve es la cámara, como si la historia se contara en las tablas y no en un set. Quemar las naves queda en ese extraño limbo de pelis no logradas pero emotivas. Se ha ido haciendo de culto y sorprende cuántos la han topado de casualidad en la tele -es de esas películas que nadie cree que valdría la pena rentar o torrentear- y se han asombrado de su enorme capacidad de conmover.

En Tercera llamada (2013) repite como coescritora María Reneé Prudencio y arriesgan hacia la comedia lindante a la farsa. Retoman una obra de teatro que gidi-fanny-y-alexanderFranco escribió con Ignacio Guzmán, Calígula probablemente, en la que el montaje de la obra Calígula, de Albert Camus, se complica por las indecisiones de la directora y los variados conflictos de los actores. En Tercera llamada Franco consigue un casting apantallante, pero sobre todo diseñado con inteligencia: actores de formación teatral (Ricardo Blume, Fernando Luján, Rebeca Jones, Mariana Treviño, Karina Gidi), otros más fogueados en el cine (Irene Azuela, Cecilia Suárez, Silvia Pinal, Kristyan Ferrer) y hasta quienes han hecho su carrera en televisión (Anabel Ferreira, Víctor García, Eduardo España). Ojo, no quiere decir que los actores no hayan campechaneado formatos, sugiero que esos son los medios donde han logrado mejor exposición. Pero también, y acá viene el encanto, todos han participado en algún proyecto de Franco, sea teatro, televisión o pantalla grande. Asunto no menor: en las entrevistas Franco dice que esta película fue convocar amigos; en realidad es convocar actores que él conoce para hacer un ejercicio de autorretratos, y éste es el valor secreto de Tercera llamada.

abierto-actores-con-escenografia¿Qué hacen Ricardo Blume y Fernando Luján si no es reforzar su peso teatral como actores de abolengo? ¿No se está burlando Rebeca Jones de sus aires de villana telenovelera con esta diva sarcástica? ¿Y qué tal si Anabel Ferreira con su productora alcohólica no está espejeando la decadencia que ha vivido desde que dejó la televisión? ¿Y si Eduardo España o Víctor García están de tramoyistas albureros como reflejo de sus estereotipos rijosos de la burda comedia de TV? Formalmente hay una obra coral,  y como la regla indica, hay momentos de lucimiento para cada personaje, situaciones chuscas que se ensamblan y generan la comedia desde la variedad de gags que entrecruzan y saturan al espectador de sinsentido; lo que hay en el fondo tiene más ambición: el homenaje a las distintas formas de actuar, a los distintos sacrificios y placeres que hay alrededor del misterio escénico; los actores-personajes o personajes-actores develan dobles realidades, la que les pide la trama, la que los muestra a ellos como hacedores de otras realidades.

Los mejores ejemplos de este ejercicio proyectivo están en la directora Karina Gidi, la joven actriz Irene Azuela y la asistonta Mariana Treviño, triple trevino-mirando-monologo-de-juliarepresentación de (sorpresa) el mismo Franco. Karina, porque representa el alterego del director insatisfecho, capaz de llevar a la deriva la vida personal con tal de sacar a cuestas el proyecto creativo, que necesariamente es proyecto de vida, de identidad. La actriz Irene, porque actriz fetiche de Franco, ella también es el mismo personaje de Franco que evoluciona desde la anterior película. La actriz de Tercera llamada es la Elena que decidió dejar la provincia y aventurarse a recrearse en la ciudad, biografía sublimada de Franco (y atentos: así como Elena ve morir a su madre en Quemar las naves, así también la actriz de Tercera llamada comparte casa con un cadáver viviente, antes primera actriz y ahora inmolada por el ejercicio del arte). Y Mariana Treviño debe ser el alter-ego más misterioso, pero no es gratuito que se le dé una gran escena, resuelta con solvencia, en la que se revela como aspirante a actriz de comedia musical y canta Hair como si en ellos se le fuera la vida. ¿Cuál es la parte de Franco a la que alude esta pacheca confesión musical?

Un regusto a 8 1/2 por la frustración creativa que recrea, una arrogancia coral a la Altman que qué penoso sugerirlo pero puede sostenerse sin vergüenza, algunos gags que no terminan de resolverse -porque hay que decirlo, es una película entusiasmante pero no perfecta-, Tercera llamada no se parece al minimalismo haneke-escalante-reyguedaresco de moda, a los comerciales clasistas-con-ondita de Nosotros los Nobles o a la manipulación televisiva de No hay devoluciones. Tercera llamada es un asunto personal de Franco que se resuelve convocando a su tribu: la tribu de vida, de la creación, del teatro. Tal vez eso le impida (qué triste) triunfar del todo en taquilla. Pero como ocurre con sus primeros actores, esta película va a añejar, a asentarse en las pantallas chicas y con el paso del tiempo va a decir su dicho cada vez mejor.

La decisión de ser Walter White

walter_white_breaking_bad_by_andresarte-d5r433i (1)Quien quiera buscarle la raíz cuadrada a Breaking Bad podría revisar el quinto episodio de la primera temporada, «Gray Matter», que aun lento y poco espectacular -ni asesinatos ni amenazas, roza lo lacrimógeno y se distancia de la fiesta metanfetamínica- propone la dualidad que estará en tensión en lo que sigue de la serie.

En los episodios anteriores ha ocurrido una aventura corta, casi un cuento, redondo y cerrado en sí mismo: el primer intento del maestro de química enfermo de cáncer, Walter White, por fabricar un modesto lote de metanfetamina, apoyado por su ex alumno Jesse Pikman. El cuento podría semejar la primera salida del Quijote, contiene los elementos básicos de una aventura elemental: el diagnóstico de la enfermedad dispara la acción, pues obliga a White a pensar en cómo crear un patrimonio para su familia; aparece Jesse, el escudero white trash, en calzoncillos, escapando de una amante y una redada; adquieren los espacios -el desierto y una vagoneta- para iniciar la aventura; un par de enemigos -Emilio y Krazy 8- pondrán a prueba sus temples; la solución se va complicando mientras no se sabe qué hacer con un cadáver y un prisionero; con el asesinato de Krazy 8 -más perturbador: con la demostración de que el torpe White es capaz de asesinar- cierra la aventura y Walter y Jessie podrían prometerse no volver a jugar a los malos.

Y entonces viene el capítulo cinco:  Jesse Pinkman (única vez que lo veremos cuco de traje) hace solicitud en un banco para ser agente de ventas. El empleador le pide dos años de experiencia; mientras, le propone una ridícula chamba de botarga. En paralelo, Walter y su esposa, ambos en ridículos trajes de gala azules, asisten a la fiesta de Elliott Schwartz, antiguo compañero de escuela de Walter y ahora dueño de una importante compañía de químicos, que inició con un invento de Walter que después él patentó. La fiesta es un ejercicio de humillación para Walter: lo presentan entre colegas y debe inflar titubeante la experiencia de ser un modesto profesor de preparatoria; su regalo de cumpleaños es el más pequeño y barato; entra a la biblioteca de Elliott y mira con admiración y envidia los libros, la calidad de los estantes, los artículos enmarcados sobre una empresa que debió ser suya; más adelante Elliott lo invita a integrarse a la compañía con un claro gesto compasivo ante su enfermedad.

descargaPero más humillante todavía es la intervención que organiza su esposa Skyler para confrontarlo: ahí está el concuño Hank que se burla de él porque no sabe tomar un arma, ahí está la insoportable cuñada  Marie con sus neurosis a cuestas; y Walter Jr., tan incapacitado física y mentalmente como en un marco moral que le ha enseñado a ser políticamente ingenuo y correcto, y Skyler y su ridículo cojín para ceder la palabra, como seguramente lo vio en una página de internet que ayuda a resolver conflictos familiares. Walter, desde su sillón solitario, mira el simulacro de las buenas intenciones, le parece un teatro aburrido y predecible: sabe que Hank dirá estupideces, que su hijo recitará los lamentos de quien se siente potencialmente huérfano, que Skyler querrá manipular la intervención para conseguir sus objetivos -meter a Walter a quimioterapia y dejarse tratar como desahuciado- y mientras los escucha con paciencia sabe que afuera hay otro mundo que ya ha probado, un mundo donde los riesgos obligan a respirar rápido y a pensar con más velocidad, donde la química deja de ser fórmulas frías garrapateadas con desgano en un pizarrón; que deshacerse de cadáveres o mostrar aplomo frente a los enemigos obliga a tener el cuerpo ágil y la mirada fina; Walter White no necesita libros de caballería para ser (de nuevo) como el Quijote: mientras el viejo hidalgo bosteza ante los cuidados sensatos del barbero, el cura y su sobrina, así también el maestro de química se desespera ante su familia, un grupo de personas lejanas a él que solamente piensan en cómo verlo bien-morir.

Heisenberg-e1379183076860Ahí se deciden los siguientes dos años de su vida, y también la trama que nos tendrá enganchados a la tela durante los siguientes cinco años. Walter busca de nuevo a Jesse, éste apenas contiene la sonrisa de que regresó su compinche de aventuras. Trato distante de los que ya son cercanos pero de nuevo se abre el juego: hay que cocinar metanfetamina, no para crear el patrimonio de los hijos, tampoco para paliar la agresiva enfermedad: hay que cocinar porque Jesse Pinkman admira a Walt mientras lo ve manipular matraces y sustancias, porque quienes han comprado la droga saben que es la mejor en el mercado y consideran a White un maestro. Walter White fabrica meta como los músicos tararean sinfonías, como los dibujantes bocetean desnudos o los escritores borronean la primera versión de una novela. De acuerdo, Walter White es un delincuente y lo será más cuando aparezca el alter-ego Heisenberg, y será inclemente cuando mate por error, por omisión, por necesidad genuina; pero Walter White hace sobre todo arte, equilibra sustancias y ebulliciones, negocios millonarios y complicidades inestables; planea sus tratos, su defensa, sus ataques, como si resolviera una fórmula química que transformará su materia moral y vital: la química, la ciencia de los cambios, dicta clases en alguno de los primeros capítulos: Walter White es su propio experimento y ante cada nueva infamia suele haber una escena donde parece auscultarse: Walter White se recrea y se contempla, se abisma y se revisa, precipita la desgracias de los otros y analiza su nivel alcalino o de acidez.

Más que la puesta melodramática, que las adivinanzas en los reveses de la trama, Breaking Bad persuade porque permite atestiguar la transformación de este hombre y cómo se contempla transformándose, ahí está la fascinación morbosa, a ratos temibles, en la que caemos los espectadores: Walter White representa nuestra mediocridad y nuestro deseo de transformarnos, pero más perturbador, en códigos amorales que confrontan instituciones intocables como la ley, la amistad, incluso la familia, pretexto para la aventura de Walter. Y por eso entusiasma tanto esa charla final de Walter, ahora decrépito, barba poblada, flaco de enfermedades, con su esposa Skyler que también está anímicamente destruida: y es una declaración tan simple como insolente por lo liberadora: todo, y al decir todo se habla de las drogas, las ventas ilícitas, los robos, los asesinatos, todo lo hizo por él. Porque se descubrió valioso siendo delincuente. Porque lo hacía sentir vivo.

Entre el Walter White que participó de una charla que se regodeaba en su desahucio, al Walter White que se sabe al borde de una muerte planeada bajo sus breaking_bad_walter_whitepropios término, hay más de nueve millones de dólares, kilos de metanfetamina azul consumida por tristes adictos, amistades traicionadas, asesinatos espantosos, un avión que se incendia en pleno vuelo y un niño disuelto en químicos, autos vueltos hoguera, un cuñado fantoche que aprendió a respetarlo, una familia destruida y varios laboratorios que, tras haber sido espacios creativos, quedaron vacíos, desolados, testimonios de otros tiempos de aventura. ¿Todo esto vale la pena para afirmar el ser de un solo hombre? Walter muerto parece tener una sonrisa. Qué importa el resto del mundo. Logró vivir en sus propios términos y eso bien vale desangrar mientras llegan los captores.