Archivos Mensuales: diciembre 2013

Una cuestión de tiempo de Richard Curtis, la comedia romántica que no fue

MV5BMTA1ODUzMDA3NzFeQTJeQWpwZ15BbWU3MDgxMTYxNTk@._V1_SX640_SY720_Salí de la sala odiando Cuestión de tiempo por lo fácil que se le fue a Richard Curtis (guionista de Nothing Hill, Cuatro bodas y un funeral y las dos pelis de Bridget Jones; director de Actually Love) el giro de tuerca grandioso, agridulce, borgiano, que hubiera salvado del desbarranque a este lamento de película. Intento resumir: Tim es un pelirrojo desabrido y simpático, su familia vive en la costa del Reino Unido: tiene una madre de amabilidad brusca, un padre que dejó de trabajar a los cincuenta años y se dedica a jugar ping pong, la hermana loca de piernas blancas y larguiruchas, y un tío obeso, caricatura de gentleman, soltero, despistado, casi autista, que siempre está pensando en otra cosa. Cuando Tim cumple 21 años, el padre le cuenta un secreto, y es que todos los hombres de la familia pueden viajar al pasado. El padre advierte que no se pueden hacer viajes para matar a Hitler o cogerse a Helena de Troya, pero sí regresar a momentos de la vida personal y «corregir» torpezas de conducta que arruinaron o frustraron eventos importantes. Tim aprende a usar su súperpoder y así logra ligarse a la dulce Mary, una Rachel McAdams menos rubia que en otras pelis pero con un bonito fleco indie. Esto ocurre hacia el primer tercio de la peli y el resto es una crónica empalagosa y sin reveses dramáticos de una boda con lluvia, hijos rubios y adorables, fiestas de familia y frases para muro de facebook.

Entre todo esto, un punto de interés: Tim viaja al pasado para corregir los desastres sentimentales de su hermana, pero entonces su hija, que era rubia, se vuelve morena. El padre le dice que el único riesgo de viajar al pasado es que trastoquen de tal manera los eventos de la vida que después encuentre presentes paralelos (lo que sabe todo espectador de ciencia ficción que se respete). Por eso, la regla que tiene el padre de Tim es: se vale viajar al pasado, pero no a uno anterior a que nazcan los hijos, para no arruinar la descendencia. Tim entiende y corrige. La niña de pelo negro vuelve a ser rubia (así de fácil cienciaficcioneros, no hagan olas, es una comedia romántica, tranquis, pues).

Las frases de facebook siguen, la cara dulce hasta el borde del coma diabético de Rachel McAdams se mantiene, se va esbozando la moraleja de comedia romántica: vivir cada día como si fuera perfecto y pleno, aun con sus errores; mejor el presente pródigo en estímulos imperfectos, que las correcciones ociosas sobre lo que se debió haber hecho y nomás no. Y por ahí acaba la película y pueden salir de la sala maldiciendo la ñoñez y reclamando el costo del boleto en la taquilla, eso hice yo.

richard-cordery-about-time-uk-premiere-held_3804607Pero entonces quedó suelto el hilo del tío D, caricatura de gentleman soltero, despistado, casi autista, siempre pensando en otra cosa. Curtis solamente lo usa para gags en los que incomoda a la familia porque no ubica cuándo se casó uno u otro, quién es hijo de quién, si los personajes siguen vivos o muertos, si lo que ocurrió fue ayer o hace quince años. Y justo ahí está el nudo que hubiera hecho a la película impresionante: antes se dijo que todos los hombres de la familia pueden viajar en el tiempo. ¿El tío D viajó? ¿Y se quedó soltero para poder seguir viajando, sin poner en riesgo ninguna descendencia? ¿Y qué tal si su despiste, su torpeza, su incapacidad de relacionarse con los otros, proviene de los viajes constantes, y la revisión cotidiana y las correcciones consecuentes le han confundido memoria y presente y lo han convertido en un triste fantasma? Y ahí es inevitable pensar en «Los inmortales» de Borges, esos «hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos» que como dice el cuento, «participábamos de universos distintos; (…) nuestras percepciones eran iguales, pero (…) Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas.»

Ahí sí que dan ganas de viajar en el tiempo para corregirle la plana a Curtis, hacerle ver que en el tío estaba la clave de la película, que su presencia brumosa, fatigada y confusa de corregir recuerdos, habrían hecho contrapeso a la tesis entre superacional y new age -es comedia romántica, ni modo- de plantarse con pies firmes en el presente, en vez de perderse revisando lo que ya se vivió, lo que bueno o malo (y capaz más importante lo malo) ha cimentado la vida de los personajes, de quienes vemos a los personajes.

No me regresaron el costo del boleto de la peli. No hubo forma de viajar en el tiempo para recuperarlo.

En la casa de François Ozon: narrativa como reality show

affiche1Dos cosas me gustan de En la casa (Dans la maison, 2012), penúltima película de François Ozon: 1) el registro meticuloso de cómo es un proceso de escritura creativa 2) la reivindicación de la narrativa como forma necesaria de cultivar el morbo.

Para ponernos en contexto:  está Germain (Fabrice Luchini), profesor de literatura aburrido, que no cree mucho en las capacidades de sus alumnos, y está Claude García (Ernst Umhauer) alumno talentoso que destaca del promedio con sus ejercicios escolares, en ellos cuenta cómo se ha vuelto amigo de una familia aburrida y burguesa, los Artole, y hace la crónica de esta familia con mala leche y pulso socarrón. Aquí entra el juego del taller literario: Claude describe al padre de los Artole (Denis Ménochet) como un payaso en pants que sólo habría sido posible en la comedia de los Cohen Burn After Reading hasta que el maestro Germain lo corrige a un tratamiento más sutil, la cámara de Ozon se regodea en mostrar las dos posibilidades del personaje y con ello las sutilezas de una escritura que transita de la farsa a un humorismo más elegante. Así también, por recomendaciones de Germain, Claude decide poner énfasis en crear con más matices al insípido (Bastien Ughetto en cumplidora faena de parecer hobbit filmado por Chabrol) o concentrarse en lo que verdaderamente le interesa de esa casa, lo que desborda el juego literario hacia la intriga erótica por Esther Artole (Emmanuell Seigner), una contenida Emma Bovary en busca de su Raymond Radiguet.

dans-la-maison-06Aquí entra el segundo atractivo de la película: cuando Ozon sugiere que una narrativa atractiva también es una narrativa fisgona, que promueve el morbo, con toda su insalubridad.  Se suele despreciar al morbo como jugador importante de la narrativa literaria, la necesidad de elevarla a lo institucional lo desdeñan como parte lamentable de la naturaleza humana, pero mucho de los motivos por los que se leían y se siguen leyendo novelas tienen que ver con él; la novela por entregas (lo mismo que hace Claude desde sus ejercicios escolares) se basaba en esa intriga que cada semana actualizaba los horrores, las revelaciones o las resoluciones de los protagonistas de las novelas más memorables. Ese morbo operaba como estímulo para que los autores escudriñaran zonas incómodas o poco exploradas de los individuos y sus sociedades: en el siglo XIX les horrorizaba y fascinaba reconocer el proceso mental que llevaba a una mujer a cometer adulterio (Madame Bovary y Anna Karenina), el siglo XX angustiado por la Guerra Fría quería conocer los secretos de los espías (Green) o los luchadores sociales al borde de la revolución (Michaux); las sociedades pop se escondían para leer el desparpajo adolescente (Salinger y Sagan) o de los yonquis al límite (Kerouac); hasta las expectativas más intelectuales y refinadas buscaban culpa y regocijo en la elaboración morosa de procesos mentales como el flujo de la conciencia (Ulises) o la elaboración desordenada pero reveladora de la memoria (Proust); todo tenía el interés primitivo de un lector que quería acercarse a experiencias en apariencia lejanas de su cotidianidad. La novela ha perdido el morbo en la medida que se ha institucionalizado y se ha convertido en un ejercicio autorreferencial que describe cómo nuestros escritores favoritos sobrellevan sus enfermedades crónicas mientras reflexionan sobre glorias literarias ya muertas. Eso no ha hecho olvidar el interés genuino de la novela, aquella que aludía a la intriga menos digna de orgullo. A esa literatura alude Claude entrometiéndose con los Artole, y a esa recepción del lector morboso alude Ozon al convertir a Germain y a su esposa Jeanne (Kristin Scott Thomas) en lectores primitivos hasta lo ingenuo, que necesitan de cada nuevo capítulo para indagar sobre quienes no son ellos, o en quienes se reflejan. El morbo más silvestre hacen al matrimonio intelectualoide de los Germain seguir esta crónica malsana, los manipula hasta que las entregas se les convierta una necesidad vital, como le pasaría a los lectores decimonónicos que seguían a Dickens o Conan Doyle (o como ahora seguimos a Mad Men o a Breaking Bad mientras la narrativa literaria contemporánea sigue tomando antiácidos y aspirinas).

dans-la-maison-2012La práctica creativa que Ozon promueve es la de una narrativa que deviene reality show. Ozon insidioso obliga al interés de las partes menos luminosas de los Artole, en cómo contienen sus pulsiones sexuales, en cómo navegan pacíficos y sonrientes por una mediocridad que Raymond Carver tan bien supo escribir; un potaje de insatisfacciones incapaces de estallar y que necesitan de la pluma de Claude para tener sentido. La familia Artole importa porque Claude la escribe; dejará de importar cuando este Radiguet mustio fije su concentración en otras personas/personajes. Ozon presenta una poética del morbo y la decadencia disfrazada de funcionalismo clasemediero, como ya lo había hecho en Swimming Pool (03) o en Gotas de agua sobre piedras caliente (00). Y deja al espectador como al matrimonio Germain: ansioso de su siguiente entrega, que según se sabe, tiene a la hermosa Marine Vacth desnuda muchas horas-pantalla. A ver corriendo, con el morbo a todo lo que da.

Taquerías arrumbadas

Hace unas semanas quitaron todos los puestos de fritangas cercanos al Hospital del Xoco. Había tacos de tripa y suadero, quesadillas de huitlacoche y pollo, tortas de pierna con queso y la legendaria cubana con un poco de todo, tamales en la mañana y los maravillosos tacos de la culpa en las noches. Ahora, a esa riqueza gastronómica y cultural la suple un aséptico Seven Eleven con sus chapatas que disfrazan el poco queso y el poco jamón con capas ostentosas de lechuga elegante. No me cuesta trabajo imaginar los argumentos de quien tomó la decisión de retirar los puestos: habían problemas de higiene, obstaculizaba a las ambulancias y al paso de los doctores, además al hospital se va a dolerse de los heridos, no a atascarse de taquitos y menos si no están inscritos en una red de franquicias.

No hay forma de pelear la decisión, es posible que incluso ayude a deshacerme de algunos kilos, pero no dejo de compadecerme de la gente con poco varo que con un tamal se ayudaba para las pesadas jornadas. Ya había explicado por acá (propósito de 2014, saber cómo diantres se importa el viejo bló) que aquellos puestos eran sitios de reunión para médicos, policías, familiares de los accidentados y fauna aleatoria que nos agregábamos porque qué buena era la salsa verde espesa de los tacos de cecina. Ahora la gente ya no come mientras espera, sólo espera. Eso sí, con menos riesgos salubres, quizá más estresados por tener menos qué hacer.

Como siempre que ocurren estas cosas, miro los espacios vacíos y ordenados con una nostalgia que merece todos los reproches. Las voces interiores de la sensatez se fatigan explicándome lo conveniente de la medida y siempre hablan como traducción de reality show gringo, con inflexiones afectadas que en sus titubeos parecen recoger los argumentos más adecuados. Ante ellos poco valen mis historias chocantes por lo sentimentales: lo práctico de lanzarse a los tacos de guisado cuando no había ganas de cocinar, los tamales de la mañana, tan esponjosos como humeantes, los tacos de rellena de la noche, con su rusticidad casera que hacía pensar en una comilona de pueblo. La comedera sabrosa es trascendida hacia la impersonalidad, que es como se desea tener todo espacio que sea revestido de modernidad (frente al hospital se construyó un megaedificio de condominios, de esos de moda que parecen reclusorios de lujo y a esos les queda bien tener un minisuper enfrente).  Todo va adquriendo los colores sobrios de la modernidad. Cuando uno no se acomoda a esto, adquiere un tono sepia o marchito, se vuelve alguien tan insalubre e inadecuado como los puestos que quitaron.

No tendría relevancia contar esto si no fuera porque hace poco, en el deportivo cercano a la Delegación Benito Juárez, encontré arrumbados los puestos de fritangas. Reconocí tres o cuatro, pensé en sus dueños que deben estarla pasando mal porque les han quitado su forma de sustento, aunque ese sería tema para otra redacción. Más inquietante, veía los puestos y me veía arrumbado entre ellos, un fantasma lastimoso dándole al tlacoyo con quelites, a las cebollitas ahumadas, a los tacos de chuleta que se acompañaban de papas fritas. Porque al arrumbar los puestos también nos arrumbaron a los comensales. Que debemos elegir entre adecuarnos a la nueva disposición, o deambular como almas en pena en busca de nuevos sitios donde volvamos a ser nosotros. O donde vuelva a ser yo, que sigo a la caza de lugares para comer sabroso, lejos de la mano eficiente y adecuada de la sensatez.