Hace unas semanas quitaron todos los puestos de fritangas cercanos al Hospital del Xoco. Había tacos de tripa y suadero, quesadillas de huitlacoche y pollo, tortas de pierna con queso y la legendaria cubana con un poco de todo, tamales en la mañana y los maravillosos tacos de la culpa en las noches. Ahora, a esa riqueza gastronómica y cultural la suple un aséptico Seven Eleven con sus chapatas que disfrazan el poco queso y el poco jamón con capas ostentosas de lechuga elegante. No me cuesta trabajo imaginar los argumentos de quien tomó la decisión de retirar los puestos: habían problemas de higiene, obstaculizaba a las ambulancias y al paso de los doctores, además al hospital se va a dolerse de los heridos, no a atascarse de taquitos y menos si no están inscritos en una red de franquicias.
No hay forma de pelear la decisión, es posible que incluso ayude a deshacerme de algunos kilos, pero no dejo de compadecerme de la gente con poco varo que con un tamal se ayudaba para las pesadas jornadas. Ya había explicado por acá (propósito de 2014, saber cómo diantres se importa el viejo bló) que aquellos puestos eran sitios de reunión para médicos, policías, familiares de los accidentados y fauna aleatoria que nos agregábamos porque qué buena era la salsa verde espesa de los tacos de cecina. Ahora la gente ya no come mientras espera, sólo espera. Eso sí, con menos riesgos salubres, quizá más estresados por tener menos qué hacer.
Como siempre que ocurren estas cosas, miro los espacios vacíos y ordenados con una nostalgia que merece todos los reproches. Las voces interiores de la sensatez se fatigan explicándome lo conveniente de la medida y siempre hablan como traducción de reality show gringo, con inflexiones afectadas que en sus titubeos parecen recoger los argumentos más adecuados. Ante ellos poco valen mis historias chocantes por lo sentimentales: lo práctico de lanzarse a los tacos de guisado cuando no había ganas de cocinar, los tamales de la mañana, tan esponjosos como humeantes, los tacos de rellena de la noche, con su rusticidad casera que hacía pensar en una comilona de pueblo. La comedera sabrosa es trascendida hacia la impersonalidad, que es como se desea tener todo espacio que sea revestido de modernidad (frente al hospital se construyó un megaedificio de condominios, de esos de moda que parecen reclusorios de lujo y a esos les queda bien tener un minisuper enfrente). Todo va adquriendo los colores sobrios de la modernidad. Cuando uno no se acomoda a esto, adquiere un tono sepia o marchito, se vuelve alguien tan insalubre e inadecuado como los puestos que quitaron.
No tendría relevancia contar esto si no fuera porque hace poco, en el deportivo cercano a la Delegación Benito Juárez, encontré arrumbados los puestos de fritangas. Reconocí tres o cuatro, pensé en sus dueños que deben estarla pasando mal porque les han quitado su forma de sustento, aunque ese sería tema para otra redacción. Más inquietante, veía los puestos y me veía arrumbado entre ellos, un fantasma lastimoso dándole al tlacoyo con quelites, a las cebollitas ahumadas, a los tacos de chuleta que se acompañaban de papas fritas. Porque al arrumbar los puestos también nos arrumbaron a los comensales. Que debemos elegir entre adecuarnos a la nueva disposición, o deambular como almas en pena en busca de nuevos sitios donde volvamos a ser nosotros. O donde vuelva a ser yo, que sigo a la caza de lugares para comer sabroso, lejos de la mano eficiente y adecuada de la sensatez.