Archivos Mensuales: enero 2014

Dos anécdotas de José Emilio Pacheco

Una me tocó eImagenn persona y la otra me la contó Javier, un amigo que hace años no veo.

La primera ocurrió en la Escuela de Escritores de Sogem hacia 1991, cuando José Emilio fue a platicar con nosotros en aquellos lunes de conferencia. En realidad se trató de un homenaje muy festivalito de secundaria en el que recitamos sus poemas, dramatizamos su cuento «Tenga para que se entretenga» y los alumnos más destacados leyeron loas más esmeradas que eficientes sobre su obra. Cuando llegó el turno de José Emilio, él agradeció el entusiasmo pero también confesó su angustia porque no creía merecerlo. Y no recuerdo las palabras exactas (harto tiempo pasado ha), pero la idea iba por aquí: que ese mismo día, en la mañana, se había peleado largamente intentando un cuento que no terminaba de gustarle. Se tomó todos los cafés del mundo mientras revisaba los párrafos, los diálogos le parecían torpes, el giro de tuerca se le hacía ingenuo. Mientras el cuento menos se dejaba, él sentía más angustia, lo regresaba a una verdad con la que lidiaba seguido, y era que había perdido la destreza, el mojo de escritor. Dijo que salió de su casa con la amargura del relato maltrecho, que le seguía dando vueltas cuando llegó la comitiva que habría de llevarlo a la escuela. Y que a partir de ahí, todo estaba siendo irreal. Los que llegaron diciéndole Maestro, los alumnos de la escuelita con la mirada expectante, los comentarios a sus poemas y sus cuentos, parecían hablar de una persona muy distinta a él, con quien había cierta relación, pero que decididamente no era el mismo que se había estado torturando en la mañana con un cuento. Y esa noche que estaba ahí, recibiendo aplausos y lisonjas, no dejaba de pensar en el escritor de la mañana; al enfrentarlos, el autor nocturno se le hacía fraudulento. Confesó, de hecho, su temor de que alguien lo descubriera y lo desenmascarara. Que una persona fría y menos entusiasta lo confrontara con el redactor limitado que había sido horas atrás. «Ustedes le aplauden a quien escribió estos poemas y estos cuentos hace años, no tiene mucha relación con el que se sentó en la mañana a intentar un cuento. Les digo esto por si en el futuro ustedes deben pensar en su obra: desconfíen de lo que tienen publicado, lo que los hace escritores son  los conflictos que tienen cuando enfrentan el nuevo texto». Los admiradores irredentos nos apresuramos a decirle que el autor de Las batallas en el desierto era adorable, que su poesía tan coloquial nos formaba; volvió a agradecernos y volvió a advertir la desconfianza. En verdad estaba incómodo. Y sólo logró tener calma cuando empezó a preguntarle a los alumnos cómo resolvían sus textos trabados y parecía tomar nota de los ingenuos remedios que dábamos.

La otra anécdota, la de Javier, siempre la cuento con el giro de tuerca de revelar el nombre de José Emilio hasta el final, incluso la hicimos podcast para La vida imaginaria, no sé si funcionará sabiéndose de antemano el «final sorpresa». El tema es que estaba Javier, mi amigo, flamante periodista que hacía sus pininos en la fuente cultural de nosequé periódico, y un día le piden que lleve un paquete a casa de Cristina Pacheco. Para Javier era como ir a la Meca: aunque no le encantaba el programa de tele de Cristina, leía religiosamente su colaboración «Mar de historias» que salía los domingos en La Jornada. Esa mañana Javier se puso el mejor de sus trajes, boleó sus zapatos, se perfumó y peinó; quería tener uno de esos encuentros iniciáticos que lo encumbraran al Olimpo de la kultura kultural, imaginaba el inicio de la Gran Amistad con la periodista, después tendrían un nutrido intercambio literario y cafés con citas de Sontag y Sartre; vamos, creo que hasta llevaba su plaquette de hacía tres años, con poesías de su más concentrada inspiración.

La frustración fue cuando tocó el timbre de la casa y le abre el hombretón enorme, aun con el almohadazo de quien no tiene una hora de haber salido de la cama. «¿La maestra Cristina Pacheco?», pregunta Javier; «salió muy temprano», contesta el hombretón que, por supuesto, era José Emilio. Tan enterado estaba Javier de los tejesmanejes socioliterarios, y se le pasó que Cristina y José Emilio estaban casados. Entonces Javier mira a José Emilio con desprecio, debe ser un trepador que usa a Cristina para hacerse un nombre, le pregunta si podía esperarla y José Emilio le dice que tardará en regresar. Ahí José Emilio nota la frustración de Javier y le sugiere que lo acompañe a desayunar. Javier quiso negarse pero tuvo una intuición de reportero: conocer la casa de la escritora, charlar con el trepador y tener mayor conocimiento (indignado, por supuesto) de la servil condición humana. De manera que acepta, entra a una casa con un gran desorden de libros, papeles y reconocimientos, el hombre lo lleva hasta el comedor y se excusa por su torpeza como anfitrión, por suerte los huevos con jamón ya están hechos y sólo es cuestión de servir.

El inicio del desayuno es incómodo: José Emilio sigue dormido y Javier no logra modular su rencor. Al cabo José Emilio rompe el hielo, le pregunta a Javier si escribe, éste le cuenta de sus proyectos literarios, procura no dar detalles porque piensa que el pobre tipo tiene ideas limitadas sobre La Literatura y no lo quiere abrumar. Regresa el silencio y ahora Javier, por amabilidad, le pregunta a José Emilio si él también escribe. «Sí, sí, tengo un par de novelas, cuentos, algunos poemas», responde. «Seguramente edición de autor», piensa Javier, «y seguramente Cristina te promueve». «También hago una columnita en el Proceso», agrega José Emilio mientras da un sorbo a su café. Javier escupe el suyo y no sabe cómo reclamarle por lo advenedizo. Escritores como Javier, que día a día se esmeraban picando piedra para sacar su humilde nota, y el tipo que tan cómodamente habría entrado al Proceso, seguro por palancas de Cristina, y que además se levantaba a deshora; las injusticias del mundillo cultural se agolparon y si no protestó fue por educación. Lo que sí, escupió ironía al comentar: «siempre leo el Proceso, tal vez un día revisé algo tuyo». «Son notas de cultura», le explica José Emilio y enseguida le confiesa sus dudas cuando entrega su columna: si no estará desarrollando el tema a destiempo, si no le faltarán datos a su investigación, si no será opaca su escritura. «Dudas de oportunista primerizo, Proceso debe quedarte grande», piensa Javier y se imagina a sí mismo entregando su texto al Proceso, cada semana, con enorme aplomo, dejando una huella más honda que la de este pobre atribulado, que hablaba tartamudeando y como si no supiera por dónde empezar a pensar. Porque ahí José Emilio se explayó en contar sus dudas, su obsesión por revisar y corregir, la incertidumbre hacia el texto fijo, hasta le recitó la consigna de Alfonso Reyes, que el texto no se termina, se abandona -y Javier pensó: por lo menos ha leído a Reyes (el pobre Javier, que aun tenía pendiente hincarle el diente a Reyes, aunque ya lo tenía en sus pendientes).

Ahí la charla se volvió amigable, un poco que el hombretón despertaba y empezaba a hablar de sus dudas literarias, otro poco que Javier había decidido compartir estas inquietudes que, a fin de cuentas, tenían ambos, fueran escritores estoicos o arribistas. Habrán charlado una hora, habrán repetido café, Javier debió ir admitiendo que el tipo no estaba tan perdido en lecturas, por lo menos citaba a T. S. Elliot y a Sor Juana. Pero llegó el momento de irse, Javier debía estar en su redacción y sacar textos atrasados. El hombretón quiso regalarle uno de sus libros, Javier se negó, su departamento era muy chico como para acumular ejemplares pichurrientos de autor. Pero el tipo insistió y Javier no quiso ser grosero; pensó que siempre podría dejar el libro olvidado en la banca de un parque, no faltaría quien pudiera apreciarlo. El tipo fue a su estudio, regresó con lentes y mejor peinado. Hasta entonces Javier lo quiso reconocer. El asombro no le cupo en la cara cuando tuvo entre sus manos la edición más reciente de Las batallas en el desierto, re-revisada y re-corregida por el autor. Javier cuenta que la cara se le puso roja, la voz temblorosa, y que no supo de dónde sacó vergüenza para balbucear: «Maestro Pacheco, ¿podría autografiarme su libro, por favor?»

Según Javier, José Emilio no hizo diferencia cuando se supo identificado; para él no había trayectorias, ambos eran trabajadores de palabras y tan legítimo fue lo que hablaron antes como después de quedar claras las conocencias. Por supuesto que esa edición de Las batallas en el desierto se volvió uno de los tesoros más preciados de Javier, y más que por la firma, por la anécdota, por el atisbo que tuvo de la persona preocupada por los entresijos de la escritura: atisbo semejante al que tuvimos los alumnos de Sogem cuando José Emilio Pacheco nos habló del hombre de las mañanas, el que no sabía resolver el cuento, el escritor modesto, tan alejado del autor que tanta desconfianza le causaba.

Todo mundo tiene a alguien menos yo, o de cuando Visconti conoció a RBD

todo_el_mundo_tiene_a_alguien_menos_yoNo entiendo por qué a la gente le chocó esta película que es de risa loca. O bueno, sí lo entiendo, y es que muy fácilmente se confunde su tema, la pedantería, con el propósito de hacer una película pedante. En este caso combinan tema y propósito y ahí la gran insolencia. En Todo mundo tiene a alguien menos yo (Raúl Fuentes, 2012) les venimos manejando blanco y negro de ultraestética nouvelle vague, protagonistas ultraposadísimas y sin salirse de la rayita como si las filmara Winding Refn (aunque a la hora la puesta haya salido más semejante a Paul Leduc), infomercial de chelas y cinemexes cuidando que los logos se vean claros y obvios y contundentes, hartas referencias para la bonita trivia estarbuquera y un tema tan candente como cute (o viceversa): el lesbianismo guapo que ya no se desgarra en  ser rebelde porque el mundo las hizo así, sino que retozan la moda de ser rebeldes porque no siguen a los demás y porque se quieren hasta rabiar.

Pero Todo mundo tiene a alguien menos yo es mucho más que una colección de fotos de tumbrl en movimiento: contiene una historia de amor triste y absurda, como suelen ser las historias de amor. Hay una editora de libros recalcitrante, Alejandra (Andrea Portal), que se liga a una adolescente salvaje, María (Naian Daeva) y en medio de su romance tienen diálogos de los que se llaman punzantes y en realidad rozan lo mamón: colección de clichés para hacer más afectado un romance ambiguo, que ni siquiera se atreve a ser doloroso. Pues justo donde la película descuella de su pretensión es en el personaje más pretencioso: Alejandra, tan guapa como sangrona, tan necesitada de afecto como incapaz de mirar más allá de su idea naiz de la levedad erótica. La genial actuación de Andrea Portal, que sabe sacar el pecho o sumir los hombros según su personaje se ostenta  o tropieza con su arrogancia, convierte a esta película, en apariencia banal, en desolada descripción naturalista de una amante caricaturesca.

Entre el patético por estoico Aschenbach de la Muerte en Venecia (ya sé, ya sé, estoy comparando con el genial Visconti y pues básicamente qué images (1)miedo) y la patética por contenida Alejandra hay un coqueteo temerario: ambos personajes atrapados en ideas de la belleza pero incapaces de relacionarse con ella cuando la tienen enfrente; ambos desconcertados ante el impulso de la juventud, tan estúpida como lúcida, pero donde Visconti (y por eso es Visconti) sabe llevar a su animal grotesco a la total decadencia, Fuentes, aún titubeante de su narrativa, opta por el cinismo y sitúa a su personaje en un limbo de búsqueda erótica desganada, un poco el merodeo aséptico de los niños Bruno y Michel de Las partículas elementales de Houllebecq. No debe perderse que Todo mundo tiene alguien menos yo prefiere mantenerse entre la comedia y el preciosismo; no hay que exagerar el drama cuando en blanco y negro de erotic art todo se ven más bonitos.

Aun así, la película logra su cometido: artificiar el cult movie de la alteridad, ilustrar una Ciudad de México clasemediera y nostálgica, hacer un primer ensayo de personajes que en su caricatura resuelven la sexualidad contemporánea: incomunicable, titubeante, aunque muy pero muy cute.

Blue Jasmine: no es otra tonta película de Woody Allen

blue_jasmine_ver21. Una película de Woody Allen no se mira como cualquier película, se mira como película de Woody Allen. Eso quiere decir: es tan buena como Manhattan, menos insufrible que Anything else, más divertida que Balas sobre Nueva York, lo mejor desde Match Point. Hay un universo Allen autosuficiente, semejante al universo Disney o el universo Star Trek. Además de que todos los protagonistas de Woody Allen trastabillean los diálogos igual.

2. La consigna ociosa: decidir si Jasmine Blue es tan buena, más buena o menos buena que Match Point, el punto más alto de Woody en la última década. Que también es la década del Woody Viajero, que ha consistido en trasladar los temas que-ya-se-saben a paisajes de Londres, Barcelona, París, Roma, y que se ve tan sospechoso como cuando el elenco del Chavo del Ocho hacía sus especiales en Acapulco. Que el viaje parece terminar cuando se llega a la Costa Oeste de Estados Unidos, como si se hiciera un caminito que llevara de regreso a la Gran Manzana. ¿Qué le da San Francisco al universo Allen?

3. El Woody clásico que retrataba a las clases artísticas e intelectuales ha sido sustituido por un cronista poco clemente de las clases altas, probablemente porque sus temas -la educación sentimental contemporánea, la metarreflexión que deviene absurdo por lo silvestre de la interacción- se han trasladado del anquilosado artista y pensador hacia el empresario neoliberal que construye su bagaje intelectual desde los catálogos de vinos y viajes.  Con consecuencias ridículas: la filosofía y el arte, antes objetos de conocimiento, ahora son  barniz para individuos fatuos, urgidos de legitimidad.

images (2)4. Jasmine debe ser de las creaciones más patéticas de Woody Allen, gallina vieja sin atributos. Desde que en el vuelo de Nueva York a San Francisco le cuenta la historia de su vida a una atribulada anciana se evidencia una frivolidad ramplona a la que le urge vestirse de linaje. No hay mucho de auténtico en esa historia urgida por ostentar casas, muebles, ropa y bolsos de marcas auténticas. Más cruel: hay un personaje de enorme fragilidad que debe remontar sus impericias con más tropiezos que certezas de quién es ella misma. Los fraudes del esposo ultramillonario que llevaron a Jasmine a la miseria la sitúan en una realidad improvisada. Lujo improvisado, clase improvisada, orgullo improvisado. Woody no le hace a la política pero sí a la socarronería: los capitales que tan bien lucen en las revistas del corazón son tan precarios como las tribulaciones de sus personajes setenteros, atrapados entre religión y sexualidad.

blue-jasmine-25. Pero también es precaria la vida de la hermana de Jasmine, Ginger, divorciada y con dos hijos, con un novio rústico y guarrón, y un estilo de vida reducido a sacar la chamba de cajera y beber cerveza frente al televisor. Ni siquiera existe la apuesta de crear el elogio de la vida simple contra la mundana: este San Francisco de empleos mal pagados y falta de gracia espejean amargamente el Estados Unidos que dejó Allen durante esta década que anduvo de turista: crisis económicas, burbujas financieras, preponderancia del talk show sobre las entelequias de diván, para Allen es difícil regresar a los personajes multidimensionales (esa belleza de sutilezas que eran Eve y Pearl en Interiores) porque la sociedad se ha simplificado a niveles rústicos, caricaturas del glamour o de la depauperación clasemediera.

6. Eso no quiere decir que Jasmine o Ginger, las hermanas que llevan el peso de la película, no tengan reveses dramáticos, matices en su conducta y la sabrosas contradicciones y debilidades que tanto le gustan a Woody Allen: ocurre que la visión del director ya no puede elaborar el candor o el entusiasmo de épocas pasadas. Capaz y por eso sus últimos títulos tienen más farsa y gags que tesis complejas. El Woody Allen de los 2010 es escéptico, ya no cree en la redención de sus personajes. De ahí que el argumento sea un constante trastabilleo hacia la decadencia. La oportunidad de nuevos romances para las hermanas sólo sirve para remarcar la incapacidad de redondearse como personas: inconsistencia de carácter, vergüenza por el pasado, fragilidad en sus recursos. Los personajes del último Allen no viven, sobreviven a los reveses de la trama.

7. Woody Allen es director de elencos; por supuesto que luce el protagonismo de Cate Blanchett como la carnavalesca Jasmine, pero para eso necesita la perfecta sincronía de actores oficiosos y eficaces: Sally Hawking como Ginger, elevando a la Chimoltrufia a niveles incluso sensuales, Alec Baldwin como un esposo-sombra que sin embargo tendría que darle sentido a la ridícula Jasmine, Bobby Cannavale es un lujo como novio bocafloja de Ginger, y el resto danza con la solvencia del común de los elencos de Allen: gags a tempo, diálogos que tropiezan, retahíla de ingenios para disfrazar la feliz vacuidad.

images8. Una pena no poder comentar el spoiler final que da sentido a la película. Pero Jasmine sola, devastada, y sin embargo orgullosa de sus acciones, canturreando el Blue Moon que acaso dé sentido a su existencia, parece querer decirle algo a la ingenua Cecilia que acude al cine a ver La rosa púrpura del Cairo. Música, cine, el arte en algo salva. O embauca. Al menos hace mirar a los personajes de Allen a lontananza, a un espacio más sugerente que ese en el que viven.