Una me tocó en persona y la otra me la contó Javier, un amigo que hace años no veo.
La primera ocurrió en la Escuela de Escritores de Sogem hacia 1991, cuando José Emilio fue a platicar con nosotros en aquellos lunes de conferencia. En realidad se trató de un homenaje muy festivalito de secundaria en el que recitamos sus poemas, dramatizamos su cuento «Tenga para que se entretenga» y los alumnos más destacados leyeron loas más esmeradas que eficientes sobre su obra. Cuando llegó el turno de José Emilio, él agradeció el entusiasmo pero también confesó su angustia porque no creía merecerlo. Y no recuerdo las palabras exactas (harto tiempo pasado ha), pero la idea iba por aquí: que ese mismo día, en la mañana, se había peleado largamente intentando un cuento que no terminaba de gustarle. Se tomó todos los cafés del mundo mientras revisaba los párrafos, los diálogos le parecían torpes, el giro de tuerca se le hacía ingenuo. Mientras el cuento menos se dejaba, él sentía más angustia, lo regresaba a una verdad con la que lidiaba seguido, y era que había perdido la destreza, el mojo de escritor. Dijo que salió de su casa con la amargura del relato maltrecho, que le seguía dando vueltas cuando llegó la comitiva que habría de llevarlo a la escuela. Y que a partir de ahí, todo estaba siendo irreal. Los que llegaron diciéndole Maestro, los alumnos de la escuelita con la mirada expectante, los comentarios a sus poemas y sus cuentos, parecían hablar de una persona muy distinta a él, con quien había cierta relación, pero que decididamente no era el mismo que se había estado torturando en la mañana con un cuento. Y esa noche que estaba ahí, recibiendo aplausos y lisonjas, no dejaba de pensar en el escritor de la mañana; al enfrentarlos, el autor nocturno se le hacía fraudulento. Confesó, de hecho, su temor de que alguien lo descubriera y lo desenmascarara. Que una persona fría y menos entusiasta lo confrontara con el redactor limitado que había sido horas atrás. «Ustedes le aplauden a quien escribió estos poemas y estos cuentos hace años, no tiene mucha relación con el que se sentó en la mañana a intentar un cuento. Les digo esto por si en el futuro ustedes deben pensar en su obra: desconfíen de lo que tienen publicado, lo que los hace escritores son los conflictos que tienen cuando enfrentan el nuevo texto». Los admiradores irredentos nos apresuramos a decirle que el autor de Las batallas en el desierto era adorable, que su poesía tan coloquial nos formaba; volvió a agradecernos y volvió a advertir la desconfianza. En verdad estaba incómodo. Y sólo logró tener calma cuando empezó a preguntarle a los alumnos cómo resolvían sus textos trabados y parecía tomar nota de los ingenuos remedios que dábamos.
La otra anécdota, la de Javier, siempre la cuento con el giro de tuerca de revelar el nombre de José Emilio hasta el final, incluso la hicimos podcast para La vida imaginaria, no sé si funcionará sabiéndose de antemano el «final sorpresa». El tema es que estaba Javier, mi amigo, flamante periodista que hacía sus pininos en la fuente cultural de nosequé periódico, y un día le piden que lleve un paquete a casa de Cristina Pacheco. Para Javier era como ir a la Meca: aunque no le encantaba el programa de tele de Cristina, leía religiosamente su colaboración «Mar de historias» que salía los domingos en La Jornada. Esa mañana Javier se puso el mejor de sus trajes, boleó sus zapatos, se perfumó y peinó; quería tener uno de esos encuentros iniciáticos que lo encumbraran al Olimpo de la kultura kultural, imaginaba el inicio de la Gran Amistad con la periodista, después tendrían un nutrido intercambio literario y cafés con citas de Sontag y Sartre; vamos, creo que hasta llevaba su plaquette de hacía tres años, con poesías de su más concentrada inspiración.
La frustración fue cuando tocó el timbre de la casa y le abre el hombretón enorme, aun con el almohadazo de quien no tiene una hora de haber salido de la cama. «¿La maestra Cristina Pacheco?», pregunta Javier; «salió muy temprano», contesta el hombretón que, por supuesto, era José Emilio. Tan enterado estaba Javier de los tejesmanejes socioliterarios, y se le pasó que Cristina y José Emilio estaban casados. Entonces Javier mira a José Emilio con desprecio, debe ser un trepador que usa a Cristina para hacerse un nombre, le pregunta si podía esperarla y José Emilio le dice que tardará en regresar. Ahí José Emilio nota la frustración de Javier y le sugiere que lo acompañe a desayunar. Javier quiso negarse pero tuvo una intuición de reportero: conocer la casa de la escritora, charlar con el trepador y tener mayor conocimiento (indignado, por supuesto) de la servil condición humana. De manera que acepta, entra a una casa con un gran desorden de libros, papeles y reconocimientos, el hombre lo lleva hasta el comedor y se excusa por su torpeza como anfitrión, por suerte los huevos con jamón ya están hechos y sólo es cuestión de servir.
El inicio del desayuno es incómodo: José Emilio sigue dormido y Javier no logra modular su rencor. Al cabo José Emilio rompe el hielo, le pregunta a Javier si escribe, éste le cuenta de sus proyectos literarios, procura no dar detalles porque piensa que el pobre tipo tiene ideas limitadas sobre La Literatura y no lo quiere abrumar. Regresa el silencio y ahora Javier, por amabilidad, le pregunta a José Emilio si él también escribe. «Sí, sí, tengo un par de novelas, cuentos, algunos poemas», responde. «Seguramente edición de autor», piensa Javier, «y seguramente Cristina te promueve». «También hago una columnita en el Proceso», agrega José Emilio mientras da un sorbo a su café. Javier escupe el suyo y no sabe cómo reclamarle por lo advenedizo. Escritores como Javier, que día a día se esmeraban picando piedra para sacar su humilde nota, y el tipo que tan cómodamente habría entrado al Proceso, seguro por palancas de Cristina, y que además se levantaba a deshora; las injusticias del mundillo cultural se agolparon y si no protestó fue por educación. Lo que sí, escupió ironía al comentar: «siempre leo el Proceso, tal vez un día revisé algo tuyo». «Son notas de cultura», le explica José Emilio y enseguida le confiesa sus dudas cuando entrega su columna: si no estará desarrollando el tema a destiempo, si no le faltarán datos a su investigación, si no será opaca su escritura. «Dudas de oportunista primerizo, Proceso debe quedarte grande», piensa Javier y se imagina a sí mismo entregando su texto al Proceso, cada semana, con enorme aplomo, dejando una huella más honda que la de este pobre atribulado, que hablaba tartamudeando y como si no supiera por dónde empezar a pensar. Porque ahí José Emilio se explayó en contar sus dudas, su obsesión por revisar y corregir, la incertidumbre hacia el texto fijo, hasta le recitó la consigna de Alfonso Reyes, que el texto no se termina, se abandona -y Javier pensó: por lo menos ha leído a Reyes (el pobre Javier, que aun tenía pendiente hincarle el diente a Reyes, aunque ya lo tenía en sus pendientes).
Ahí la charla se volvió amigable, un poco que el hombretón despertaba y empezaba a hablar de sus dudas literarias, otro poco que Javier había decidido compartir estas inquietudes que, a fin de cuentas, tenían ambos, fueran escritores estoicos o arribistas. Habrán charlado una hora, habrán repetido café, Javier debió ir admitiendo que el tipo no estaba tan perdido en lecturas, por lo menos citaba a T. S. Elliot y a Sor Juana. Pero llegó el momento de irse, Javier debía estar en su redacción y sacar textos atrasados. El hombretón quiso regalarle uno de sus libros, Javier se negó, su departamento era muy chico como para acumular ejemplares pichurrientos de autor. Pero el tipo insistió y Javier no quiso ser grosero; pensó que siempre podría dejar el libro olvidado en la banca de un parque, no faltaría quien pudiera apreciarlo. El tipo fue a su estudio, regresó con lentes y mejor peinado. Hasta entonces Javier lo quiso reconocer. El asombro no le cupo en la cara cuando tuvo entre sus manos la edición más reciente de Las batallas en el desierto, re-revisada y re-corregida por el autor. Javier cuenta que la cara se le puso roja, la voz temblorosa, y que no supo de dónde sacó vergüenza para balbucear: «Maestro Pacheco, ¿podría autografiarme su libro, por favor?»
Según Javier, José Emilio no hizo diferencia cuando se supo identificado; para él no había trayectorias, ambos eran trabajadores de palabras y tan legítimo fue lo que hablaron antes como después de quedar claras las conocencias. Por supuesto que esa edición de Las batallas en el desierto se volvió uno de los tesoros más preciados de Javier, y más que por la firma, por la anécdota, por el atisbo que tuvo de la persona preocupada por los entresijos de la escritura: atisbo semejante al que tuvimos los alumnos de Sogem cuando José Emilio Pacheco nos habló del hombre de las mañanas, el que no sabía resolver el cuento, el escritor modesto, tan alejado del autor que tanta desconfianza le causaba.
Mi buen Carlitos, un placer leerte. Vaya fuente de columnista lo que tenía el poeta en mente, esa tarde en SOGEM y después la noche en un café de obscura memoria. Se divirtió, eso sí recuerdo, aunque no haya sido captada ni una sonrisa. Saludos
Qué bonitas anécdotas
‘Pegasito de pica del demonio’. Es un verso de JEP varias veces modificado para hablar hacer el poema de los mosquitos. En todo caso, así le digo con cariño a mi hijo.
Gracias por compartir.
Se han escrito muchas alabanzas sobre sus obras tras su muerte (y seguirán). Prefiero quedarme con lo que escribiste. Gracias.
[…] más conocidos son Juan Gelman y José Emilio Pacheco, de los que se escrito copiosamente por su fama y por lo que representaron –y tal vez sean de los […]
Buenísima anécdota. Reí bastante.
¿Qué tuvo José Emilio Pacheco para que no fuera tan reconocible?
Mi anéctoda:
Un día fui a entregar un proyecto para un concurso literario en la Casa del Poeta, mi entonces novio me fue a dejar con la esperanza de encontrárselo pues era fan ferviente. Total, bajo del carro, entro a la casa, en Tlalnepantla, y como soy algo despistada y nerviosa por perderme comienzo a subir unas escalerillas… no sé a dónde ir, así que un tipo medio alto -al menos más que yo- me intercepta y amigablemente me pregunta a dónde me dirijo; perspicaz y tajante le contesto que voy a entregar mi -preciado- proyecto. Me mira, y me dice: Ah, es para el concurso, ¿verdad?. Sí -le contesto, cortante- ¿Sabe por dónde o a quién? Me señala el camino, no sin antes desearme suerte y hacerme un par de comentarios sobre el concurso y la juventud. No le puse mucha atención porque en mi muy sobrada soberbia pensé que sólo era un señor cualquiera…. ¡Estúpida de mí!
Pasé a la oficina que me indicó, llené un papelito y entregué mi proyecto. Salí inmersa en recordar el camino de regreso y me lo volvía topar, se despidió amablemente. Y cuando iba bajando las escalerillas hacia la salida, noté un cuadro con el rostro del señor. Equis, pensé. Continué mi camino.
Al salir, le comenté el incidente a mi novio, el cual por mera curiosidad me pidió que describiera el señor: pues era muy canoso, con lentes y blablebli. MI novio pone cara de asombro, ¡era él! -me grita- ¡Era José Emilio!
Por supuesto no le creo, llegando a la casa, corre a la computadora a enseñarme imágenes últimas del maestro y entonces palidecí y me sentí la más estúpida, arrogante e ignorante. Y juro que sí conozco y he leído sus libros pero soy un demonio de despistada que jamás se me ocurrió que en esa casa ¡lo encontraría! Obtuve mi regaño, por supuesto.
Muchos meses después, en un evento de la casa del poeta, regresé y lo volví a ver, ya con la bofetada merecida. ¡Un señorón!
[…] de dios. Veo con mucho gusto que después de su muerte comenzaron a circular en la red algunas anécdotas, por lo que me parece la ocasión para contar la […]
Volverlo a escuchar es la onda.
http://letraslibres.com/podcast/la-vida-imaginaria/aqui-nos-toco-desayunar
[…] claro. Leí hace poco —en uno de esos textos que proliferaron con la noticia de su muerte— una anécdota sobre José Emilio Pacheco narrada por Carlos Ramón Morales: cuando los alumnos de la Sogem recibieron al escritor con un […]
[…] a mi mente una anécdota que cuenta Carlos en la que José Emilio Pacheco habla, en un homenaje que le hacen, sobre la distancia que existe […]
Revivo la vieja costumbre de comentar en un blog para decirte que khérmozo que sos.
Te y me volví a leer. Desconocí a ambos. Tengo fotos de ese encuentro y una servilleta autografiada.