Llevaba varias cosas, por eso no podía usar las cajas rápidas. Además, tenían una cola larguísima; la desventaja de las otras filas era que los compradores llevaban sus carritos atestados y había que elegir -cálculo silvestre de sentido común- qué correlación contenido-de-carritos-pericia-de-cajeras podría ser más veloz.
Al final me puse tras una chica con escobas, trapos y artículos de limpieza. Trasero regular: recordé que en la góndola de alimentos chinos vi una de estas niñas sofisticadas que suben toda su vida a Instagram, de shorts de mezclilla y esa sí de trasero y piernas inolvidables. Pensé que Instagram está en temporada de piernas inolvidables, saqué el celular para chusmear. Levanté la mirada para pedir disculpas porque creí haberle dado un empujón con mi carrito a la chica de los artículos de limpieza, ella ni se inmutó. La olvidé cuando en Instagram apareció una queretana de no malos bigotes que presumía con vestidito floreado el inicio de la temporada primaveral. Avanzó la chica, tenía que darle like al vestido, me enredé entre fila y foto, de pronto un fulano se mete en la fila, justo adelante de mí.
T-shirt blanca, jeans aguados, peinado burocrático, gordinflón. De esos que fueron delgados cuando vivía Kurt Cobain y ahora tenían nostalgia del grunge. Y ahí estaba, en total impunidad, más escurridizo que impositivo, entre la chica del trasero regular y yo. Sólo llevaba cuatro gerbers, ¿por qué no hizo fila en las cajas rápidas? Claro, porque estaban llenísimas y él debía salir lo antes posible con la, supongo, urgente comida de su bebé. ¿Pero meterse así, tan campante, delante de mí? Quizá no se había dado cuenta que yo seguía a la muchacha y bastaría con avisarle, entonces se pondría detrás mío, o detrás de la señora que me seguía, quien miraba resignada la revista de videojuegos que hojeaba su nieto. Estoy a punto de usar mi carraspeo más amable para avisarle de su error, cuando noto que el gordinflas me mira de soslayo. ¡El cabrón sabe que se metió, sabe que yo lo sé, y no hace nada para salir de la fila! Lo obligado es volver mi carraspeo brusco, decirle que no mame, que se vaya para atrás. Pero por la mirada sesgada noto que está nervioso, muy asumida su culpa, muy preparado para que yo lo cague y lo insulte y se arme el altercado, que habría resultado liberador. Y entonces decido no decirle nada pero mirarlo muy fijamente, muy cara de censura izquierdosa, muy actitud de reproche al borde pero contenido porque noto que eso lo abruma muchísimo más.
Mi mirada condensa todo el Odio y la Maldad del mundo, cae sobre el tipo como loza y una culpa infinita somete a sus hombros. Decide darme la espalda, perforo su nuca con todos los reclamos ciudadanos que he aprendido en facebook. Tanto le afectan que regresa el rostro de perfil, como concentrado en ver el movimiento de las otras filas. Vuelve a mirarme una micra de segundo, se da cuenta que la cosa está tensa, parece interrogarme, ¿por qué no me reclamas?, pero yo me mantengo serio como vegano ilustrado, él parece perderse en una reflexión que le viene de tiempos lejanos, mejor hacerse el güey que enfrentar la realidad. Sus orejas son dos rábanos de lo rojas, aguza la vista miope para no volverme a mirar. «Traes una culpa cabrón, tras La Culpa Madre De Todas Las Culpas». Pero si sale de la fila evidencia más su ojetada, debe aguantar como hombrecito, como tipo con cuatro gerbers en las manos que debe ser el ejemplo de su hambriento hijo.
Y ahora el que entrecierra los ojos soy yo. Con crueldad, alevosía y sadismo. Confieso que también con sorpresa y hasta ternura: ¡Acabo de descubrir que se me metió en la fila un personaje dostoievskiano, un Raskolnikov de supermercado, prepotente y simultáneamente humillado, que no sabe cómo resolver la ecuación entre su insolencia y su culpa! ¡Casi quiero abrazar al maldito gordinflón, decirle que en efecto es culpable pero que tiene un lugar de expiación en Siberia, donde podrá visitarlo su hijo, su pobre hijo tan hambriento y tan necesitado de Gerber, que aprenderá a lidiar con la vergüenza de tener a un padre como él! Pero para que la belleza de este escarnio resulte, mi deber es no romper la tensión, mantenerme imperturbable vigilándolo con la conciencia compartida, grabarle mis ojos inquisidores en lo más íntimo de su alma, que lo acompañen siempre que vuelva a comprar papillas para su bebé.
Llegué a creer que estaba exagerando en mi conciencia de agraviado y en su conciencia de hijo de puta cuando llegamos a las revistas y, para hacerse el indiferente, Gordinflas intentó agarrar el Quién que trae a Ludvika Paleta en la portada. Acomodó con torpeza los gerbers en una mano para jalar la revista, acrobacia tan ostentosa como inútil, cae uno de los gerbers, frasco roto y medio supermercado volteando hacia Gordinflas, que ya se ha convertido en un rábano todo él. No tarda el de la limpieza, la chica de adelante escanea con una mirada su ineptitud, juro que Gordinflas se ahoga y necesita como ninguna otra cosa en la vida que yo le reclame, o que suavice mi jeta y me ría de su torpeza en tono solidario. Pero yo me mantengo necio en el gesto de reproche, ligera sonrisa por la papilla rota y cierto ánimo justiciero que nació y floreció únicamente desde su interior. Gordinflas no sabía que yo ya no lo juzgaba desde la ética, sino desde la literatura, y que su trama agobiante ya no pertenecía al mundo de los reclamos civiles, sino a la metafísica cristiana de la culpa, el castigo y mi horrenda decisión de no brindar perdón.
Llegó su turno de pagar, Gordinflas dejó caer los otros tres gerbers en la plancha de la caja como si los abandonara, la cajera le advirtió que debía pagar el que había roto y respondió que sí, que no había cuidado, ella todavía le preguntó si deseaba que fueran a buscarle un gerber nuevo para suplir al arruinado y Gordinflas apenas pudo balbucear que no, que así estaba bien.
Cuando llegó mi turno ni supe cuánto pagué, ya estaba redactando mentalmente este post. Lo que sí tengo claro es que al salir del supermercado, en la fila de los taxis, volví a cruzarme con la chica del trasero regular y ella también me miraba inquisitoria, como preguntándome por qué me porté cobarde y no le reclamé al angustiado Gordinflas su intromisión. Y hubiera querido decirle que no fue cobardía. Quizá pereza de discutir. También curiosidad. Pero después me abstuve por franco y llano amor a la literatura.
En otro lugar de la blogósfera un padre primerizo escribe: «Hoy sentí el peso de la culpa, sin discusión, sin palabras; sólo una mirada implacable, como de gato negro en cuento de Allan Poe» 😉
jajaja, eres un culero
¡Que gran post!
El gordo pecó y purgó la culpa en una sola fila. Tu lo redimiste con este post, Rufián. Qué chido leerte.
Te haces pendejo, eres un mariconsote que se tiene que contentar con putear en su blog casi muerto. Así son los pusilánimes que se sientan a bravuconear en Twitter pero le sacan a un pedo en la vida real. Eso sí, que mierda de pensamiento misógino, categorizando a las mujeres por su culo, pobre pajero patético, sólo te queda jalártela mientras ves tu smartphone antes de soñar que eres alguien porque te dan retuit.