El Re de Café Tacuba apareció hace veinte años, el 22 de julio de 1994. Fue el año que tanto le gusta a todas las revistas políticas porque está refácil hacer su memorabilia: que si la aparición pública del Ejército Zapatista, que si el sitcom fallido de Camacho Solís, que si el asesinato de Colosio y Francisco Ruiz Massieu, que si las elecciones tan aburridas para nuevo presidente, que si los errores de diciembre, y ese otro sitcom, mucho más patético, en el que Carlos Salinas de Gortari se ponía en huelga de hambre y después se exiliaba a Dublín para alcanzar estatura de villano legendario.
Ese año, los estelares de la escena rockera mexicana eran Caifanes, Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio y Santa Sabina. Los tres grupos parecían catedrales de ideas, música y personalidad. Los primeros ofrecían un misticismo con tufo a Castaneda y misterio chamánico; los segundos le apostaban a la protesta social y complementaba a una izquierda mexicana que todavía no avergonzaba; los terceros, jazz y existencialismo, iconografía dark y texturas sonoras introspectivas, parecían situar al rockcito mexicano en registros inéditos de pretensión intelectual.
Frente a estas bandas, Rubén Albarrán de trenzas y voz chillona, el Meme con su melódica de secundaria o Quique en traje pachuco y con tololoche al estilo de Alubia Salpicón, parecían mera ocurrencia, un remedo cotorrón pero prescindible del vacile que desde una década atrás hacía Botellita de Jerez. Sin ser malo, el primer disco de Café Tacvba se situaba en una escala secundaria de curiosidad mexicanista; se le escuchaba con diversión pero sin considerarse en El Canón de la música que llegaría para quedarse. En este contexto apareció Re, segunda nota musical porque era el segundo esfuerzo de la banda. No se le apreció enseguida: el primer sencillo, “El ciclón”, sonó a cosa rara sin trascendencia, y el verdadero trancazo, “La ingrata”, parecía continuar los chistoretes de su anterior entrega: música norteña con reclamos bravucones y graciosos, para cantinear necedades en los bares Mata y La Diabla que entonces se ponían de moda.
Pero después vino la escuchada tranquila y lo que menos tuvo fue tranquilidad. El Re hubiera desconcertado si no es que antes obligara a bailar. Al son serrano de “El aparato” le seguía la bravata norteña de “La ingrata” y con el tecnofunk de “El ciclón” ya había conquistado. Lo que sorprendía era la versatilidad de géneros, temas, abordajes en lo letrístico y lo musical. A la mitad del disco se presentía que esto ya era tan bueno como El silencio de Caifanes o El circo de la Maldita, al llegar a los cuarenta minutos de rolas ya se sabía que habían hecho trapo el canon, y no es que los Tacvbos desplazaran a las otras bandas, pero sí se crearon un sitio propio y obligaron a que el resto de la escena girara a su alrededor.
Re es un cartón de lotería que en vez de tener a El Valiente, La Dama, El Diablo o La Sirena, reúne con arbitrariedad a El Aparato, El Metro, El Baile y el Salón, El borrego, Las flores y La Negrita. O como diría el erudito del cliché: la apuesta del disco es por el collage. El más notorio. de géneros musicales: hay música discoteque, bolero, son jarocho, trash metal, punk, danzón. No es música de virtuosos pero sí música redonda, cada pieza se logra en sí misma con la pulcritud y el rigor que el género en específico pide. Porque la apuesta de Re no está en crear arcos dramáticos que estallen en una rola en específico -o al menos cada persona reinterpreta su arco dramático propio-.Re podría escucharse en el orden que propone el disco pero también desde el juego aleatorio y conseguiría la misma sorpresa de diversidad de motivos.
Quienes lo comparan con el Sargento Pimienta de Los Beatles tienen cierta razón en el ejercicio de la multiplicidad musical, pero mientras El Sargento es una función de circo, que equilibra la emoción o el suspenso de los actos, Re es un estanquillo de Santa María la Ribera, una tienda de segunda de Tijuana, un puesto de cosas viejas en La Lagunilla o de robadas en la Buenos Aires. Ritmos viejos y nuevos, crónicas o confesiones amorosas, postulados poéticos o debrayes psicodélicos, cada canción se sostiene a sí misma sin necesidad de aludir a la que la precede o le sigue; cualquier combinatoria ayuda al propósito general de contraste, esto explica su vitalidad. La excepción es el extaño track “Pez/Verde”, pequeño cuento ecológico que crea redes con otras canciones como “El Ciclón”, “La Negrita” o “Trópico de Cáncer”. Es una de las vetas de Re, el alegato ambientalista; el otro es una revisión de la Forma de Ser Mexicanos, ejercicio de identidad que en otros creadores es chocante pero aquí se resuelve como lúdico vaivén por el humor y la nostalgia: mentadas de madre para “La Ingrata” que nos ha dejado desamorados, el terror lovecraftiano de quedar atrapado en “El Metro”, el panfleto musical y dancístico ante los 500 años del encontronazo de los mundos en “El fin de la infancia”, la nostalgia del barrio y los orígenes en “El Tlatoani del Barrio”, el amor adolescente naive de “Las flores”, o el mucho más candoroso de “El baile y el salón”; el lamento de la ausencia y la soledad en “Esta noche”, y hasta el despepite del debate que se armó contra los críticos Naief Yehya, Rogelio Villarreal y Brenda Marín en la punketeada “La pinta”.
Otro elemento que da sustento al Re, es la extranjería de los tacvbos. La banda es de Ciudad Satélite y eso provoca bromas y desdenes porque están al ladito, pero no pertenecen al DF. Después la banda de aquí y de allá -según de qué lado del Periférico estemos- discute, excluye o concilia; para efectos creativos, esta supuesta marginalidad obliga a la mirada nueva, o extraña, de los temas. Café Tacvba no ostentaba el compromiso político que sí tenían Maldita Vecindad o Santa Sabina, involucrados con las formas en que se organizaba política y socialmente la ciudad. Y donde ellos tenían la urgencia de crear “un mensaje”, los Tacvbos se asombraban con el barrio de La Lagunilla, la costa de la Negrita, la maravillosa noche estrellada de Las flores. El encanto mayor de las canciones del Re es su candor, su mirada infantil del mundo, la alegría que provoca situarse por primera vez entre mares, montañas, calles y estaciones del metro. Re es un cartón de lotería y también un juego de Turista Nacional; su lirismo no viene del misticismo -cuando veo a través del vaso veo a través del tiempo, gorosticea Caifanes; es como una insolación, ojos cegados en el reino del sol, texturiza Santa Sabina- sino de la metáfora ingenua, que parece construirse torpemente al mismo tiempo que se canta: mi frase favorita inicia con la vastedad: “yo te escucharé con todo el silencio del planeta” y remata paya y enjundiosa: “y miraré tus ojos como si fueran los últimos de este país”. Pero como este hallazgo hay muchos y de muchos tonos: “en las tocadas la neta es el slam, pero en mi casa si le meto al tropical”.
El éxito que tuvo Re hizo -ya se dijo antes- que el rock mexicano girara alrededor de este disco. Después vino el Yo soy / Revés, que seguramente es mejor disco, con mayor introspección y experimentos asombrosos pero no siempre digeribles. Lo que sigue -los covers de Avalancha de éxitos, el Re agotado de Cuatro caminos, las sesiones sicológicas fallidas de Sino y confieso que no he tenido ánimo para entrarle a El objeto antes llamado disco– tiene buenos momentos y, sin embargo, tras escucharlos se suele correr a revisitar el Re. Es un juego, una fundación, una gozadera variopinta. ¿El mejor disco de rock mexicano, de rock en español? Son horrendas esas categorizaciones, le quitan el alma a la música, como lo hacen las cámaras fotográficas con las personas. Pero sí valdría arriesgar la insolencia: ahí donde está la Piedra de Sol de Octavio Paz, o el Sueño de una tarde dominical en la Alameda de Diego Rivera, ahí juntito debe ponerse a esta colección de ingenieros redimidos, gays discotequeros, tlatoanis de La Lagunilla y catedrales que desaparecen entre smog y caca de paloma.