Mi veredicto arrogante fue que Patio Universidad apestaba porque no tiene ni un solo lugar donde vendan libros. «Un espacio sin peso», «sin sustento», «sin personalidad». De esos argumentos que tanto les gusta a los del Facebook para indignarse. Porque (sigamos con la diatriba humanista escandalizada) un centro comercial que no vende libros es una carcaza de frivolidad, una nube intrascendente, remanso de la incultura disfrazado de ligereza, confort abúlico, consumismo irreflexivo. Que de hecho eso son los centros comerciales y ahí tendría que frustrarse la perorata, quien quiera libros que se vaya a la Biblioteca Central. O algo así. Pero ahí entra la autobiografía: de niño me inhibían los centros comerciales, nunca sabía qué hacer ahí (a la fecha sigo sin tenerlo muy claro) y así como los profesores o los conferencistas hacen contacto visual con su escucha más atento para adquirir seguridad durante su exposición, así también yo monitoreaba el mall para identificar aunque fuera el Sanborns (sí, el Sanborns, que universo monopólico de Slim y todo pero rascándole se le encuentra alguna novela de no malos renglones) para tenerle confianza al mostrito de franquicias que usa el clasemediero de cepa para su solaz. Si el centro comercial además tiene una librería, aunque sea pequeña pero bien puesta (hay una bastante honrosa en Pabellón Polanco), ya es terreno amigable. Ni siquiera hace falta ir a ver los libros: saberlos por ahí, saber que ante cualquier flaqueza uno puede dar la vuelta y meterse quince minutos a intoxicarse de títulos que (ay) no se pueden comprar, ya sirve para continuar la expedición fatigosa de ropa que tampoco se puede comprar, de caminadoras que tampoco se pueden comprar, de chavitas empoderadas según cuántas bolsas de Zara lleven en las manos.
Pero alguna insubordinación debe haber ocurrido en este Patio Universidad que no se ven huellas del Slim’s World (bah, todo lugar en México donde se venda algo tiene alguna huella de Slim). Quise decir: no hay Sanborns, ergo no hay libros, y es un centro comercial tan metido a calzador entre plazas universidades, plazas coyoacanes, pabellones del Valle y la librería Cosío Villegas del FCE a media cuadra, que no debe haber sido atractivo (imagino que ni siquiera lo convocaron) que algún librero quisiera cometer la imprudencia de montar su negocio. En contraste, hay negocios que configuran a un consumidor más acorde a la época, es decir: de entusiasmo fugaz, gozosamente evasivo, ligero como té verde endulzado con azúcar mascabada para ser más natural.
Más que centro comercial, Patio Universidad es un conglomerado de franquicias restauranteras trendys, supongo que porque su punto neurálgico es el hotel City Express, hoteles de negocio pisa-y-corre ejecutivo y sin cochantle. Es decir, un centro comercial para viajeros, más que para familias. Y los establecimientos cumplen con esta necesidad, son un transcurso entre el aeropuerto y la sala de juntas, con tragos coquetos, cocina asiática para que los huéspedes no extrañen las cocinas asiáticas de sus ciudades, regalitos para las esposas, ropa deportiva para hacerse los runners en los Viveros, además de los GNC con sus píldoras saludables (el naturismo jipi devenido healthy entrepeneur) que tanto les gusta al godinato itinerante para equilibrar el estrés. Lo más cercano a un centro comercial de barrio serían las tiendas de electrodomésticos, tan agringadas que te hacen sentir Walter White coleccionando tinas para hacer sus golosinas celestes. Hasta el Superama colabora en el ascetismo fugaz, con su mood de supermercado de conveniencia gourmet, el oasis alimenticio de los neosolteros light.
Este ambiente de tránsito -este no-lugar, lo llama Marc Augé- se corona con el Cinepolis, extensión del de Plaza Universidad que está enfrente. La idea de tener dos complejos de Cinepolis apenas cruzandito la calle parecería disparatada, pero como bien van diciendo los comentaristas de las páginas reseñeras de malls, por lo menos ayuda a que se desahoguen las funciones de los blockbusters y hasta le dan chance a las pelis de arte de permanecer una semana más.
Lo curioso está en la diferencia de personajes que hay solamente al cruzar la avenida. Los que van al Cinépolis de la Plaza -los que van a los negocios, los restaurantes, el Interlingua de Plaza Universidad- siguen siendo familias, novios que cargan en sus espaldas el peso culpígeno de sus linajes, muchachos desesperados de sus buenos modales y muchachas esmeradas en verse lindas y aburridas porque eso les crea más enigma. La banda que acude al Patio, en cambio, son como los pobres alumnos de primaria que no cupieron en el grupo A de una escuela y los mandan en aparente marginación al grupo B. Oficinistas fatigados, secretarias que ya no aguantan los tacones, la divorciada joven que no soportaría la vergüenza de encontrar a sus amiguis para tener que contarles cómo sobrelleva su fracaso; parejas, pero no oficiales, capaz adúlteros que revisan el espacio con titubeo -no teman: sus amigos-bien están allá, en la Plaza-, o estas festivas modalidades milenium sin-compromiso-y-a-ver-qué-va-pasando que hacen dates en el cine como en los restorantes: como esbozo, un pue’que que ya veremos, y que suelen disolverse ante el primer atisbo de una palabra seria. Nada es estable, todo va ocurriendo a ver si ocurre, y por alguna idea trasnochada de lo que era La Cultura se me ocurre que lo transitorio no admite la presencia de los libros, tantas páginas para concentrarse, tan pesado que a una idea siga otra y que a un personaje lo incordie otro, tan fuera de contexto complicar con argumentos lo que debe ser más una logística eficiente e imperturbable: sala ocho, disfrute la función; mesa para cinco, sean bienvenidos; píldoras antioxidantes, una en ayunas y otra cinco minutos después de comer.
Prejuicios aparte, voy encontrándole un gusto morboso al dichoso Patio sin libros y con ergonomía para no existir. Fue el lugar idóneo para ver, por ejemplo, Ella, la iPhábula amorosa en la que apenas puede imaginarse la realidad de una Scarlett idealizada en un sistema operativo, o la disolución del maligno Johnny Deep en aquella virtualidad obsesiva que fue Trascendencia, o la Odisea del Espacio intoxicada de Lucy, de nuevo Scarlett tan imposible que sólo podemos aspirar a ella convertida en bits de un USB. Películas de los que están sin estar, en un centro comercial también creado para no estar. No hacen falta libros. Son parte de otro territorio, no de éste que en su pragmatismo rechaza la realidad. Hay otro morbo que me produce Patio Universidad, tiene que ver con su decadencia: ¿cómo será este sitio en diez, veinte años, cuando termine su novedad, cuando su hotel y sus negocios pasen de moda y las escaleras eléctricas, los pasillos lustrosos, los barandales de vidrio se muestren desportillados, rotas las láminas de triplay, gastadas las alfombras que procuran calidez? Por la red circulan fotos de centros comerciales abandonados que son hermosas con sus hojas secas, sus aparadores quebrados, sus paredes pintarrajeadas. Llegará algún momento en que Patio Universidad se verá así. Imagino que entonces podrá ser un sitio adecuado, inspirado, para sentarse a leer.