En las mañanas el café San Remo es como una Academia de Desarrollo Humano. Prefiero pensarlo así para resarcir la dignidad de los desempleados, subempleados y aspirantes no muy tenaces a empleos que lo frecuentamos. Aunque no se crea, en el turno matutino el 80% de los clientes somos lectores compulsivos, pero además disciplinados a un plan pedagógico que envidiaría el Tec. de Monterrey. Desde las ocho ya está un señor de calva incipiente que hace apuntes en un block amarillo sobre Las leyes de la atracción, convencido de que el mundo entero está fraguando algo a favor de que logren sus sueños. Otro más joven ejercita sus habilidades cognoscitivas con crucigramas y sudokus. El de traje reiterativo y peinado preciso subraya y pega post-its muy prolijos en su Introducción al PNL. Una posthippie de falda floreada y perrito impertinente escudriña manuales de Tarot y hasta ha dado consultas in situ. Otro me cae mal pero consigno su esfuerzo: grueso, bigotón, pinta de abogado, apaña las mesas cercanas a los enchufes para conectar sus tres celulares, que suenan y vibran como dependencia de gobierno. Siempre engola la voz fuerte y parece hablar de negocios rentabilísimos. Cuando cuelga, continúa revisando con esmero los análisis políticos de La Razón.
Yo participo con la tableta y mis PDFs que me enseñan a mejorar mi lenguaje corporal. He notado que ya puedo mirar directo a los ojos de mi interlocutor y enarcar sutilmente las cejas, para provocarle una impresión importante.
La que no termina de entonar en nuestra academia es una anciana desgarbada, permanente apretado, gafapastas de antes que los hipsters fueran hipsters, que ejerce la actividad menos productiva: lee novelas policíacas. Son las vetustas ediciones de Agatha Christie, las de Selecciones de Biblioteca Oro que más tarda uno en abrirlas que en convertirlas en baraja, y tal como barajas las trae ella, y debe ser dueña de una disciplina obsesiva para mantener completos sus ejemplares. La imagino sacando sus ejemplares de un librero atestado de carpetitas y recuerdos de Morelia o Yucatán, imagino que tiene veinte o treinta tomos y que se propuso leerlos o releerlos en algún momento culminante de su vida, que pudo haber sido la muerte de su esposo, el casamiento del menor de sus hijos o su jubilación de una de esas empresas de antaño que no estaban peleadas con la antigüedad de los empleados. Los de las mesas cercanas la miramos con simpatía porque representa el ideal al que aspiramos: la vida en retiro, sosegada, con libros cómplices que nos hagan llegar al ansiado estadio de la contemplación.
Más de una vez he querido interrumpirla, pretextar una plática sobre el clima para que me comparta su sabiduría. Una anciana que lee novelas de Agatha Christie no puede ser menos que sabia. De hecho lo sería menos si trajera novelas de las que recomiendan los portales literarios. Pero un poco la timidez, otro la veneración -sería como distraer a un místico de su proceso meditativo- me mantienen apartado. De vez en cuando lanzo una ojeada para comprobar que sigue ahí, o si acaso ya se convirtió en mariposa, la más obvia de las transformaciones que preveo.
Un día estaba con ella otra anciana, más joven que ella; según entendí excompañera de la escuela -en estas colonias se conocen desde el kínder hasta el salón tanatalógico- o al menos alguien de por su rumbo. No alcancé a cazar toda la conversación, apenas fragmentos: la menos anciana contaba que su nieto estaba paliducho y ojeroso, seguro por tanto tiempo que pasaba con los videojuegos, nomás lo veía absorto frente a la tele, los ojos perdidos y dale que dale a la palanquita del juguete, la nuera se lo dejaba y se iba al yoga para resolver un problema de su cadera, pero agradecía más cuando no estaba que a su regreso, porque su teléfono no dejaba de hacer ruiditos como desposeído y ella igual que el nieto, dale que dale a dedazos el juguete; la casa se ponía peor cuando llegaba su propio hijo con ese perro chato -el peg, el puk- que le cuidaba al de la tienda.
-¿Y ya estás lista para criar a tu nieto? -preguntó la anciana lectora.
-No, no, a mí me toca ser abuela. Darle dulces y consentirlo. Ser padres les corresponde a ellos.
-Pero te lo van a dejar en tres semanas. Quizá regresen cuando tu nieto tenga 18 años para pedirle disculpas, pero mientras tendrás que cuidarlo tú.
La menos anciana se rió, como si se burlara. No es cierto, se trataba de una risa más nerviosa. La anciana lectora cerró su novela y limpió sus lentes para ver mejor a su interlocutora.
– Y si tiene ojeras no es por la tele, es porque él sabe que se va a quedar solo. Escucha discusiones en la noche y se angustia. Por eso juega con la tele, para no saber más.
-Ahí exageras, yo he leído cosas contra los videojuegos.
-Los deja idiotas, querida, así están mis nietos, pero es la evolución de la raza humana, ahí no está el problema. El problema está en que te lo dejen tanto tiempo mientras destruyen su matrimonio.
-Exageras…
-¿Tú crees que la yoga esa es para arreglar la columna? ¿Tu nuera necesita seguirla arreglando cuando regresa a tu casa y sigue con su teléfono celular?
-Debe hablar con sus amigas…
-Nunca te has asomado a las clases de yoga. Hay sudamericanos largos y sonrientes. Les acomodan las piernas para que piensen mejor. Tu nuera debe estar aprendiendo mucha filosofía…
-Ya estás chocha, ves cosas donde no.
-No, si no hace falta ver. Oyes su teléfono celular y te enteras. Eso todavía es su clase de yoga. Y si está tan absorta como tu nieto…
-Maldita perra. Le diré a mi hijo que haga algo de inmediato…
-A tu hijo le conviene. Tiene más tiempo para cuidar al perro del de la tienda.
-Esa cosa que tiene Joaquín de meterse en cosas que no debe interesarle…
-Es que le interesa, querida. Si es el muchacho de la tienda que me vende los cigarros, ya sé por qué le interesa…
Y ahí la anciana menos anciana no pareció entender. La anciana lectora se estaba aburriendo. Quería regresar a su novela.
-Tengo que sentarlos y hablar con ellos. Que lleven a mi nieto con un médico, que le den vitaminas…
-No les va a alcanzar para el médico, tienen que gastar en mudanza, abogados. Pero tú puedes hacerle una ensalada de berros y jitomate. Minerales y vitaminas…
-Te hace mal tanto tiempo sola. Piensas demasiadas cosas.
La vieja lectora la miró sobre las gafas.
-Costó trabajo deshacerme de todos para poder pensar.
La charla se desinfló y qué bueno, porque yo ya iba atrasado diez minutos pero no quería irme sin enterarme del final. La anciana menos anciana le preguntó a la lectora por su familia. Le pasaba lista de hijos, yernos, nietos, la otra respondía bien, bien, bien, como si no quisiera molestarse en comprobar que su parentela estuviera bien. Se despidieron con promesa de tomar café un día de estos. «Sí sí, algún día», dijo la lectora, por primera vez dubitativa, supongo que no tenía el menor interés en compartir su café matutino. La otra emprendió retirada, pero a diez pasos regresó a preguntarle a la lectora.
-¿Por qué dijiste que me van a dejar a mi nieto en tres semanas?
-Porque en dos semanas marchan los mariconcitos -sonrió ampliamente -. Eso inspira a muchos a cambiar su vida. Van a estar bien todos: tu nuera, tu hijo, tu nieto. Tú.
El de los sudokus y crucigramas, que estaba tan atento como yo de la plática, parecía querer explicarle a la vieja con verticales y horizontales. Yo fui guardando tableta, cigarros, audífonos para irme también.
La vieja ahí sigue, leyendo. Sigue causando respeto. Un poco de temor también. Piensa demasiadas cosas y ahí estamos los demás, tan silvestres, tan esmerados en nuestras lecturas.
Elemental, querido doctor…
Muy bueno.
Mil saludos.