Cuando de chavo leí algunos cuentos de Chéjov –los famosos, en edición precaria de Astral-, lo hice desde la fatuidad de quien quiere asimilarlo todo pero no entiende nada, y tan no entendí que si me preguntan sólo recuerdo “La dama del perrito”, y eso más por la versión de cine Ojos negros. En esas lecturas de opinador compulsivo dije lo que todo mundo: Chéjov es el maestro de la alusión, del final abierto, del asombroso sin sorpresa porque sus relatos son-como-la-vida-misma. Bla.
Pero hace un año salió ese primer tomo azul, tan suculento, de sus Cuentos completos (1880-1885), y con mi primera plata que no se iba en deudas lo conseguí. Las reseñas y el prólogo del editor Paul Viejo advierten que todavía no es la obra del Chéjov-Chéjov más Chéjov, es material de juventud, de sus veinte a 25 años, picadero de piedra que va moldeando al cuentista.
¿Vale la pena leer un compilado de prueba-y-error así? Y ahí hay que concentrarse en la portada del tabique: adelante del Chéjov fantasmal de lentes, de porte grave de tan consagrado, está el chavito con ceño temperamental, entre estudiante de medicina y aprendiz de escritor, que debe haber llegado a las revistas primero con arrogancia, después moderando las ínfulas, y que escribió como loco, un relato a la semana; la biografía dorada dice que para mantener a la familia, la biografía que se lee entre cuento y cuento atisba otro propósito: Antosha Chejonté (la más constante de sus firmas) escudriña sus recursos narrativos buscando resolver cada vez mejor sus relatos; contempla a la sociedad rusa con un regocijo bufón que poco a poco se convierte en comprensión y compasión. Ahí es cuando, cuento tras cuento, se va leyendo la novela de un aprendizaje de la escritura, que se desarrolla en historias de página y media, tres páginas, alguna valentonada que llega a las cuatro o cinco, como si Chéjov probara músculo y el músculo a veces todavía no daba y había que regresar al apunte humorístico de cuarenta renglones. También es un aprendizaje vital: el joven ávido de anécdotas afina su mirada que se vuelve sabia y concentrada.
El Chéjov de este primer tomo es un humorista no siempre eficaz. Se nota la escritura por encargo y la disciplina obliga a muchas piezas apenas cumplidoras: apuntes costumbristas, diálogos cotorros y hasta listados al estilo de los contenidos siempre nuevos y siempre frescos de Buzzfeed o Upsocl. Hasta se da permiso de parodiar el estilo científico, y para Chéjov soporífero, de Julio Verne, en «Las islas voladoras», donde chacotea escribiendo entre paréntesis: «(sigue aquí una larga y tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del francés al ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio)», o hacer una nota a pie de página sobre el oxigeno: «Gas inventado por los químicos. Dicen que es imposible vivir sin él. Tonterías. Lo único con lo cual no se puede vivir es el dinero»
Los relatos de humor suelen ser anécdotas que persiguen remates graciosos, parecen moldes para ensayar recursos posteriores. En muchos de estos cuentos Chéjov establece un espacio apenas acotado, un par de personajes con diálogos llenos de inflexiones, trastabilleos y malos entendidos: sketches que también van anunciando al Chéjov dramaturgo. Pero las anécdotas aún ocurren en escenografías y no en el mundo.
¿Qué se lee entonces de este narrador sin sus destrezas narrativas en plenitud? La disciplina (ya dije) pero más interesante, la corrección y reelaboración de sus temas. Como ejemplo los cuentos «El día de San Pedro», de 1881, y «El veintinueve de junio», de 1882, con el mismo argumento: es una jornada de cacería, con un grupo de personajes atolondrados: está el burgués que organiza la caza con intenciones diplomáticas; el militar viejo, arrogante por sus antiguas glorias aunque su puntería ya es desastrosa, un doctor que no quiere departir con los otros pero se siente obligado a acompañarlos, y ambos cuentos son persecuciones de errores y trastabilleos entre los cazadores, hasta que con la llegada de la tarde se reconcilian y regresan a casa con disculpas y rencores a cuestas; pero mientras «El día de San Pedro» se limita al regocijo de tropiezos y maledicencias, en el otro cuento crece el propósito, cuando hacia el final se advierte que este grupo se reunirá año tras año a perpetrar el mismo ritual: «Nos peleamos, nos desollamos vivos, nos odiamos y nos despreciamos los unos a los otros, pero no podemos separarnos. No se extrañe ni se ría, lector. Vaya a la aldea de Atletaievka, pase en ella un invierno y un verano y comprobará lo que digo». Así se atisba la cotidianidad de un pueblo, el tiempo congelado que apenas se advierte por las arrugas, la amistad que se arraiga por fatalidad.
Entre estos ensayos se va reconociendo, aun con errores técnicos, el aprendizaje. El cuento «El y ella», trata del matrimonio desigual entre una diva de la ópera y su representante mediocre; usa el recurso, poco probable, de que ambos hayan redactado sus opiniones del otro; lo forzado del procedimiento es menor cuando el cuentista deja crecer a sus personajes y les permite monólogos bellísimos sobre la apreciación del otro, el autorreconocimiento, lo inasible del arte y finalmente, el amor.
Después de dedicarle insultos y ridiculizaciones, dice él de ella:
«Sin embargo, observadla cuando, pintada, maquillada, erguida, avanza hacia el proscenio para competir con los ruiseñores y los pájaros que saludan al alba en mayo ¡Que empaque imponente y qué encanto en sus andares de cisne! (…) Cuando comienza a cantar, cuando sus primeros trinos se expanden por el aire y yo siento dulcificarse mi alma inquieta, fijaos en mi cara y se os revelará el secreto de mi amor»
Y más adelante, después de desprecios y caricaturizaciones, ella cuenta que cuando se conocieron, él le prohibió que bebiera de más e impuso una moral inflexible para protegerla. El vulgar muchacho de bigote incipiente la contenía, y es lo que ella aprecia:
«Aunque en realidad, Dios sabe por qué le querré. Entiendo muy poco de psicología y , al parecer, este es un asunto psicológico… «
Aquí Chéjov ya sabe contemplar sin humoradas las contradicciones de los personajes; los enclava en paradojas vitales que los consume y les permite que su fuga –no perfecta, la única disponible- sea la complicidad tolerada.
Por ahí se asoman entonces dos cuentos mayores, «Mercancía viva» y «Flores tardías». El primero sigue padeciendo de giros argumentales artificiales: un hombre le cede su esposa a un comerciante, éste siente culpa y por eso le permite al primer esposo que esté cerca de ellos; la esposa va y viene de una pareja a otra, en una coreografía más vodevilesca que verosímil, pero el desgaste de las emociones deriva en un patetismo que degrada al trío en antihéroes decadentes. Y casi enseguida viene “Flores tardías” y ahí aparece el gran cuentista: los aristócratas venidos a menos, de linaje orgulloso pero economía miserable, son tratados por un médico que de niño fue su sirviente, y como tal desdeñado, y ahora les da consultas baratas, casi por compasión. Aparece la tensión de lo que no dicho: ¿los aristócratas pueden seguir haciendo menos al médico, a pesar de su éxito profesional? ¿El médico les guarda rencor y por eso el trato tan indiferente? En estos dilemas, la hija de la familia aristócrata empieza a enamorarse del doctor y se angustia entre la realidad de sus sentimientos y la obligación de las apariencias. Alguna de las escenas principales pone a todos los personajes a conversar; la familia quiere ser amable y el médico sólo recita una disertación incomprensible sobre la pulmonía. Debajo vibran los otros dilemas. Chéjov aprende la alusión. El cuento emociona mientras los personajes contienen la verdad de sus dramas. La solución es conmovedora. En “Flores tardías” se condensa el escenario, el diálogo, la mirada fina, la contención de la pluma, la frialdad que deviene compasión y hasta se permite un último renglón humorístico que ya tiene más intención de ironía.
Todavía me falta mucho de este primer tomo. Me intriga que después de este cuento, Chéjov haya regresado a piezas menores (obviamente, la disciplina de publicar) y no obstante ha aprendido a dejar a propósito huecos, finales abiertos, circunstancias en vilo que el lector debe completar. Como novela, el tránsito de estos cuentos sigue siendo una emoción y un enigma. ¿En qué momento recuerda que escribió “Flores tardías” y regresa a ese nivel de escritura?
Sigo leyendo. La angustia es que ya vi en librerías el tomo segundo, que según reseñas, abre con otro gran cuento, “Un drama de caza” en traducción de Sergio Pitol. La siguiente plata que tenga y que no sea para pagar deudas va sobre él.