Un barrio es un hogar. Un hogar es un cuarto. Un cuarto es el mundo.
Eilis Lacey, la pasmada inmigrante irlandesa, no es muy distinta de Jack Newsome, el agudo niño que creció con su madre en un cuarto reducido y cree que éste es la totalidad del mundo. En ambos casos su objetivo es crecer, aprender y aprehender un sitio nuevo, de inicio inhóspito, poco a poco más asequible.
Brooklyn (Crowley, 15) y La habitación (Abrahamson, 15) esconden su tema verdadero desde dos extremos incompatibles, casi negación uno del otro. La primera se finge un chantilly amoroso con triángulo sentimental telenovelero para atrapar al público cautivo de The Notebook o algunos otros melodramas románticos (que no chik flicks) de amoríos épicos, fotografiados con mucho sol y colores pasteles apelmazados. La segunda espanta desde su argumento inicial, con los siete años de secuestro de una adolescente, una esclavitud sexual forzada y los traumas consecuentes de esta aberración, que en mucho recuerda la historia de la austriaca Natascha Kampusch. El reto era cómo hacer con estas historias, la edulcorada, la sórdida, películas de conmoción y asombro, que rebase los riesgos de sus anécdotas.
Ambas películas están basadas en novelas de no mala factura.
Brooklyn, de Colm Toibin, ha ganado premios y se le ha elogiado por su capacidad de hablar de la migración sin truculencias, como un estadio íntimo, si se quiere poco espectacular pero no por ello menos escarpado. Contra las terribles historias de migrantes que leemos/vemos/conocemos en la actualidad -como las migraciones mexicanas y centroamericanas a Estados Unidos o las de los sirios a Europa-, la de Eilis parecería ingenua, hasta insultante de lo bondadosa. Pero ahí quieren llevar Toibin (y después el director Crowley) a su personaje: al eliminar las variables violentas, geopolíticas o racistas, entregan una protagonista que vive su migración en su estado más puro, una cruzada íntima que va del esfuerzo a la asimilación. De ahí que la historia planteé temas de identidad. ¿A dónde pertenece uno, al sitio del que se viene, al sitio que se va? ¿Qué obliga a mayor fidelidad, el origen o el destino? ¿A qué, a quiénes se traiciona cuando uno decide el movimiento? ¿Cómo construye la identidad alguien que va del desarraigo al intento por echar nuevas raíces?
Mientras que La habitación, de la irlandesa-canadiense Emma Donoghue, cuenta una historia aterradora: Joy Newsom, secuestrada a los 19 años y aislada del mundo en un cuarto reducido, debe cuidar y defender a su hijo Jack del Viejo Nick, el perturbado captor. Ante la imposibilidad de narrar esto de frente y con toda su crudeza, la autora prefiere apoyarse en un punto de vista menos áspero pero no por eso menos audaz: el del niño Jack, quien desde la inocencia y la información sesgada debe interpretar el mundo anómalo (que él no lo considera así) donde vive. La estrategia no solamente hace menos angustiante la historia de Joy; también sugiere en Jack un ejercicio formal de pedagogía que recuerda a Kaspar Hauser, el niño salvaje de Núremberg que tanto interés provocó en la Europa romántica. Jack ha dado vida y personalidad a la cama, la mesa, el armario, el fregadero, conoce la luz del día por un domo y cree que el mundo -los árboles, la gente, los perros- son entes que solamente aparecen en la televisión. Sus único contactos humanos son su madre e, indirectamente, la torva presencia del Viejo Nick. Si esta imaginación enclaustrada ya provoca curiosidad, el giro de tuerca, la liberación, es mucho más interesante.
La habilidad de los directores Crowley y Abrahamson es reconocer las cualidades de estas novelas y preservar sus intenciones desde la reformulación de los géneros cinematográficos.
Porque sí, Brooklyn tiene los elementos propios de un melodrama amoroso, pero Crowley -apoyado en la novela de Toibin, pero en el guión contenido de Nick Hornby también- no apresura el deliquio. Se da tiempo para enfrentar a Eilis con el esfuerzo y la conquista de los territorios, el trabajo, las amistades y hasta la reinvención de los códigos de comportamiento, requisitos necesarios para lanzarse a la búsqueda de la pareja. Si Eilis se enamora, no es porque la película esté diseñada para esto, es un acontecimiento natural y lógico de la irlandesa que se abre paso al mundo y lo aprehende en todas sus dimensiones.
Y si La habitación es una historia que va entre el melodrama y el thriller, los sucesos de suspenso, violencia o denuncia no rebasan el propósito principal de Abrahamson: ver a Jack en sus dos reconocimientos del mundo: el que hace en el pequeño cuarto; el segundo, abrumador, de las enormes salas de hospital, la casa de los abuelos, los jardines o las autopistas. La aprehensión del mundo por parte de Jack acaso se vuelve más angustiante cuando no entiende las cámaras de televisión en su nueva casa – que al final, como en The Truman Show (Weir, 98) parecería confirmar: la gente de afuera es la gente que sale en la tele- o cuando no comprende que su madre, centro de todo lo que conoce, también es una adolescente, y además atormentada y dolorosa.
Eilis realiza sus aprendizajes desde las clases de contabilidad o la elección del mejor traje de baño para salir con su novio; Jack intuye lo mucho que debe conocer cuando enfrenta sus primeras escaleras o cuando no entiende el rechazo de su abuelo. Eilis debe regresar a su barrio en Irlanda para galvanizar su nueva identidad; Jack decide cortarse el pelo y regalárselo a su madre para actualizar su pacto con ella. En la resolución de ambas historias, la charla de Eilis con la funesta Miss Kelly, la asunción de Jack que Joy no es la mejor madre, pero es, finalmente, su mamá, hay un nuevo punto de partida para los personajes y hay, también, el cabo suelto de los retos que seguirán. La apropiación del mundo por parte de estos dos personajes inician desde la habilidad de quienes los escribieron y los dirigieron: creadores que también aprehenden al mundo y logran mirarlo más allá de la convención literaria o cinematográfica.