Con todo este tema de las renegociaciones del TLC y la construcción del muro de Trump, estaba redactando un post emocional y reflexivo sobre mi poca empatía con los souvenirs yanquis, cuando en El Universal apareció este artículo de Ricardo Raphael que me emocionó: El viaje es una trampa. Más o menos dice que Donald Trump es una persona de naturaleza impaciente, y que le urge ostentar lo antes posible su poder y violencia. Quién sigue su ritmo (y no es fácil no hacerlo, dado el talento de la provocación), pierde. Pero si se demoran sus tiempos, si se frenan los procesos («Tortuguismo en los encuentros y las conversaciones. Morosidad. Lentitud», dice Raphael), el tempo de Trump pierde virulencia y hasta entonces sí, sería posible negociar.
Además de parecerme un artículo astuto y mal portado, me divirtió leer algo semejante a una estrategia de futbol. Décadas atrás, César Luis Menotti describió cómo debía jugar la Selección Mexicana: sin pases largos, sin individualidades virtuosas, mejor triangulaciones, cascareos, cabuleos, desesperar, aburrir al contrincante, y hasta entonces sí, hacer lo suyo. Se me ocurrió otro ejemplo mexicano, poco digno pero efectivo: el estilo priista de dialogar.
Que es fundacional: bien se sabe que el PRI se creó para que los generales revolucionarios no se siguieran matando. Contra las balaceras compulsivas impusieron la disciplina; privilegiaron el apoyo monolítico sobre el disenso; y, sobre todo, aprendieron a resolver problemas desde la distensión. «Deja que se enfríe», es el gran recurso priista cuando dijeron una burrada, cuando aparece la foto del diputado con la muchacha de poca ropa, cuando se evidencia una curricula de despilfarros y sainetes. Así se han enfriado escándalos de personajes tan variopintos como los Duarte de Veracruz y Chihuahua, los Moreira coahuilenses, el intocable Romero Deschamps y media centena más.
Desde el priismo, una confrontación se resuelve dándole vueltas, retrasándola, entorpeciándola con retóricas pseudocientíficas y sociológicas, frases opacas que tienen más intención del atarante que de la comunicación. La «consulta con las bases», las «profundas convicciones», los «análisis a fondo», «los tiempos de los procesos», no tienen más propósito que aletargar y enfriar el impulso adversario. Así educó el priismo el dedo en el gatillo. Y este recurso evolucionó a las oficinas de gestores, cubículos de servicios, ventanillas de atención y módulos de quejas.
Cuando el iracundo se transforma en fastidiado (en medio de eso una cubita, el cigarrito, acomódese en ese sofá mientras le atienden, cuando arruga el ceño tiene una expresión como la de mi papá), el priista dialoga. Con poco tiempo porque qué bárbaro, cómo se nos fue el tiempo, acuerdos rápidos y: ¿estamos bien? Gusto en haberte saludado. Es común que el querellante salga aturdido de entrevistas, comidas o citas, con el flaco consuelo de creer que ha sido escuchado, y esa vaga aspiración rulfiana: si me escucharon, es posible que algún día me resuelvan.
Estas estrategias de dilación se han extendido a sitios de trabajo, relaciones familiares, discusiones de parejas y grupos de amigos. Los extranjeros se quejan de nuestros ahoritas y ratitos, unidades de medición del tiempo que hubieran desquiciado las relatividades de Einstein. Con el tiempo se han unido versiones más sofisticadas: «estamos en junta de revisión», «pequeña demora en el Periférico», «salí hace diez minutos, ya casi estoy allá», «mereces alguien que vaya a tu ritmo», «ya va a salir el cheque, una firmita y ya».
¿Podría el pragmático, impulsivo, de Donald Trump, lidiar con una estrategia así? Tengo claro que tampoco hay mucho de qué enorgullecerse. Pero si hubiera que pelear con los recursos propios, no sé cómo Peña Nieto, en vez de mandar a Washington al ansioso aprendiz de canciller Videgaray, mejor no optó por un ejército de juventudes priistas, revolucionarios, retóricos, asertivos. Acompañados de veteranos de la Reforma Agraria. Más sabe el diablo por viejo, y esas cosas que ellos saben decir tan bien.