La forma del agua: espectadores desde el estanque

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Casi al final de La forma del agua, cuando se enfrentan el Hombre Anfibio con el coronel Richard Strickland, entendí dónde no había terminado de cuajarme la película, y dónde, también, está su enganche con el público. Y es que el Hombre Anfibio nunca me dio miedo, y de hecho nunca atemorizó a ninguno de los personajes.

Quizá ya tenemos muy arraigada la presencia de héroes y villanos de látex (la creación de Guillermo Del Toro  remite a la Mystique de Jennifer Lawrence en la saga de X Men), o quizá hubo demasiados cortos y spoilers que nos acostumbraron a la criatura, o capaz ya se ha leído y admirado la capacidad de Doug Jones para personificar al monstruo, el caso es que el Hombre Anfibio parece más un prodigio del maquillaje y los efectos especiales, del trabajo corporal, y también un fuerte candidato a las Nalgas Masculinas de la Década (en competencia cerrada con Jon No Sabes Nada Snow); el caso es que no hubo susto, repulsión o extrañeza, pero tampoco fascinación ni asombro, a lo que hubiera obligado el manualito de las pelis fantásticas o de espantos.

Llámenme ochentero: extrañé esa fórmula del Spielberg fantástico en la que menciona varias veces a su engendro -tiburón, extraterrestre, dinosaurio- antes de mostrarlo, o lo muestra por detalles y cultiva una emoción que, cuando explota, suele ser apoteósica.

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Aquí, el Hombre Anfibio aparece a los diez minutos dentro de una cápsula, después del discurso desangelado, como de Secretaría de la Reforma Agraria, de Fleming, burócrata promedio, y apenas espanta a Elisa (Sally Hawkins) al azotar sus manos contra el vidrio de la cápsula; alrededor hay científicos, afanadores, hombres de corbata y por supuesto que el villano Strickland, quien hace una aparición más sobresaliente (no mucho más) que el monstruo. La escena, vital en la historia, es desordenada y apenas hace trazos escénicos  para un número musical que ahí no se ejecuta.

Justo como comedia musical está tramada la película: el buen trabajo de Sally Hawkins se logra gracias a sus habilidades de clown, y el resto del elenco, Hombre Anfibio incluido, se subordinan a esta coreografía. De ahí que el inicio del romance entre muda y monstruo (la escena del huevo, que seguro se volverá icónica), la perorata interminable de Zelda (Octavia Spencer) sobre su marido mientras trapea, la torpeza social de Giles (Richard Jeninks) y, por supuesto, el secuestro del monstruo y su instalación precaria en la casa con Elisa y los arrumacos submarinos , son más escenas de Esther Williams que del ascendente al que aspira, el cine B de terror.

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Otro elemento colabora con esta ejecución musical: la cámara constantemente corrige, lo que da una sensación de flotación. En términos audiovisuales, corregir es cuando la cámara hace un ligerísimo ajuste, poco más arriba, poco más abajo, sutiles zoom, para hacer más perfecto el encuadre deseado.

En La forma del agua esta corrección es estilo. Y sus implicaciones rebasan la herramienta: desde la primerísima escena onírica, este vaivén sumerge a los espectadores al interior del estanque.

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Desde esta cámara flotante, Del Toro se deslinda del horror convencional pero también de la aventura. Aquí no hay un extraño ser venido de otro mundo que convoca a unos niños a la épica bicicletera, ni una sirena que enamore a Tom Hanks y lo lleva a rebasar sus límites. En treinta años el punto de vista cambió (Tim Burton ayuda desde su Edward Manos de Tijera) y ahora sitúa en el centro a los raros y su necesidad de inclusión: en vez de contar la historia del ciudadano promedio enfrentado a la maravilla, Del Toro propone el centro del estanque para situar ahí a los espectadores; ahora el acento está en afanadoras mudas o negras, en amigos de homosexualidad augusta, en monstruos de buena nalga que no horrorizan porque somos uno más de ellos. La diversidad es estándar y la anterior normalidad se vuelve antagonismo. El personaje excéntrico ha dejado de sorprender porque ahora es nuestro espejo. Acúñese el hashtag #TodosSomosMonstruos y se obtendrá el código de la película.

Ahí debe ser donde no me cuajó La forma del agua: más que aventura, transita como una suerte de viacrucis romántico (muda y monstruo se conocen, muda y monstruo bailan, muda y monstruo cogen, muda y monstruo se separan, muda y monstruo se salvan), en el ya no es necesario tomar la diferencia como un desafío, sino como una convención.

La forma del agua sumerge y pone en flotación a la normalización del freak, más que a su maravilla. Puede leerse como una fantasía de la imperfección y ahí está su complacencia. Por eso el enganche. Pero por eso, también, no cruza la zona de confort de la emotividad Benetton.

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Agrego porque también hay que decirlo: la línea argumental de los rusos parece una infiltración perniciosa que debería investigar a fondo León Krauze. De otro modo no entiendo para qué existe.

3 pensamientos en “La forma del agua: espectadores desde el estanque

  1. Héctor Javier Pérez Monter dice:

    Como siempre, excelente, amigo. Coincido plenamente en tu normalización del Freak, viejo argumento gringo. Sobre tu última observación de los rusos, ésta inclusión sirve como cortesía para decirle a los gringos que no sólo ellos estaban equivocados en su antiecologismo sesentero… Otra observación: gran sello jalisciencie del director al proponer el escape tipo Puente Grande, ¿no? Ahora el chapo y el monstruo se equiparan.

  2. mecojiatugfa dice:

    estas bien pendejo, seguro vives con tu mamá y eres más morbido que una marsopa.

  3. Andrea dice:

    Jajaja que palabrerio tan » cantinfleado » ….

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