Hay un libro de Alan Pauls que se llama El factor Borges. Entre otras cosas, dice esto sobre las aficiones lectoras del argentino:
los grandes nombres de la historia del pensamiento lo tienen sin cuidado: los presocráticos (Heráclito, Parménides, Zenón) lo distraen de Platón, el obispo Berkeley y John Wilkins eclipsan a Hobbes y Locke, la ascendencia de los grandes sistemas palidece, minada por pensadores laterales e intermitentes como Fritz Mauthner o Meinong. Relativiza la gran tradición novelesca del siglo -siempre amenazada, según Borges, por la infautación alegórica-, reemplaza sus afanes de experimentación formal por el culto del género (…) y a sus ídolos (Joyce, Proust, Thomas Mann) por escritores puramente «narrativos» como Robert Louis Stevenson, Chesterton o H. G. Wells (pp 79-80)
Algo así pasa con los blockbusters primaverales Deadpool 2 (Leitch, 18) y Han Solo: una historia de Star Wars (Howard, 18) frente a sus franquicias: el Universo Cinematográfico Marvel (MCU) y la demasiado legendaria Star Wars. Contra sistemas, periferias. Dicen que los resultados son menores; creo que tienen otras coordenadas.
El tema con las películas centrales de superhéroes es que están comprometidas por todos lados: compromisos comerciales, de actores estelares que piden su momento oscareable, de anticipación o aclaración de episodios anteriores y previos, y el peor compromiso: con la legión de fans from hell que van a las salas recitando sus comics y que quisieran quemar carteles y vasos y cachuchas si el argumento no quedó según sus ensoñaciones. De modo que durante la película, en lugar de atender a la trama, pasas las dos horas deduciendo las deudas que se debieron saldar.
El caso de Star Wars es más divertido y cuando lo entendí pude disfrutar más sus pelis: su saga principal, sus ya casi terminadas tres trilogías, articula una trama maso esquemática para mimar y desquiciar a los niños interiores de montón de cuarentones llorones que protestan porque la nueva trama «así no debía ser». Acá debe aclararse que cuarentones llorones es eufemismo de treintones llorones y veinteañeros llorones, pues todo mundo se ha comprado el mercadishing místico de Lucas: todos tenemos ocho años de hace 40 años cada vez que aparece en la pantalla el A long time ago in a galaxy far, far away… Lo que siguen son traumas infantiles, nostalgia y decepción ante el inevitable paso del tiempo.
Pero estos ejercicios fílmicos de mercadotecnia y sociología, que además cuentan historias, tienen su mérito: la suma de todas las entregas podría semejar una catedral donde montón de creadores (de entrada los directores, pero también guionistas, fotógrafos, actores, responsables de efectos especiales y arte) incorporan personalidades, temperamentos, guiños de estilo, mensajes cifrados para evidenciar su huella. Alguno de los ejemplos más emocionantes está en Avengers: Infinity War, cuando los hermanos Russo respetan la parodia semilenta de Taika Waititi en Thor: Ragnarok, y por algo hacen alternar al dios del trueno con los babosos Guardianes de la Galaxia, que deben su chacoteo simplón al relajado James Gunn. Star Wars no tiene tanta suerte pero se agradece que J. J. Abrams haya usado sus habilidades blockbusteras para recrear la franquicia, y mucho más que Rian Johnson la haya desquiciado y provoque berrinches en gran cantidad de estarguarlibers.
Contra las catedrales, Deadpool 2 y Han Solo: una historia de Star Wars semejarían parroquias para feligresía de bajo perfil.
En el primer caso, el personaje de Deadpool no ha participado en el MCU por un enredo de derechos entre Fox y Disney/Marvel, aunque la reciente fusión podría incorporarlo, con todo y las impertinencias que el personaje proferiría. Mientras ocurre, Deadpool parece un superhéroe de segunda categoría, con más grotesca que épica. Excluidos del Olimpo Marvel, Deadpool y personajes que lo acompañan se dedican a sacar la chuleta en un despeñadero de chistes rancios, outfits baratos y tramas poco comprometidas. En vez de corporativos Stark, Wakandas como propaganda de turismo Sudáfrica 2010 o humillados Arácnidos trainee, Wade Wilson se pasea por tugurios apestosos, escuelas polvorientas y departamentos que parecen oler a pipí. Eximido de salvar al mundo, concentra sus esfuerzos en contener el narcisismo de un niño maltratado que persigue el sueño de convertirse en el Thanos de la próxima generación. Ni siquiera los filosóficos asuntos temporales de Cable logran peso en este cuento sobre la paternidad y el suicidio. Y el desarrollo del cuento le debe más al humor Looney Tunes que a la tradición del género: mirar Deadpool es como haberse comprado la botana chatarra más piojosa, la anforita de Tonayán y eructar en las partes que la fanaticada explica cameos, subtextos y multirreferencias multiuniversales.
El caso de Han Solo es más complicado. Primero, se trata del personaje más encantador de Star Wars, a veces desdeñado porque no le interesa el esoterismo Jedi y porque su pasado bucanero parece hacerlo arrimado de la ilustre familia Skywalker. Después, es de los pocos personajes donde el actor pesa, y mucho: ni los 007, ni la colección de Batmans, ni los Tarzanes o Godzillas, están tan encarnados por sus intérpretes como el dueño del Halcón Milenario con Harrison Ford. La carga para Alden Ehrenreich fue abrumadora hasta parecer prueba no superada. Además, la historia titubeó entre lo reconocible de Star Wars contra el intento de otorgarle personalidad propia al personaje, incluso contrastante con el resto de la franquicia. Otro punto fallido: Emilia Clarke, tan majestuosa como Daenerys Targaryen, La Primera de su Nombre, La que No Arde, Madre de Dragones y todo lo demás…. ¿quién carajos le hizo ese look de secretaria de la delegación Iztacalco de 1987?
Y aun así, Han Solo logra esbozar su interés: inicia como road movie, con Han y Qi’Ra, par de granujas que hacen negocios baratos para ganarse la vida. Bocetea la guerra pero por suerte no tanto: Han Solo no tiene paciencia para recibir órdenes y practicar saludos marciales, mejor que lo sitúen en un espacio acorde a su temperamento: un limbo como el bar Rick’s de Casablanca, donde humanos y bichitos de mercadishing sacan beneficio de los enfrentamientos que se despliegan muy cerca de ellos. En este propósito de «expandir el universo Star Wars», Han Solo recrea mercados negros, gandallez de traficantes y apostadores, y culmina con una muestra de los pueblos excluidos; las primeras y principales víctimas de toda guerra. Los giros de tuerca de la peli coquetean con el noir: buenos y malos postergan el maniqueísmo porque urge más la sobrevivencia. Y ahí Han Solo se convierte, como ocurre con el cine negro, en un ajedrez de lealtades y traiciones, ambigüedad de relaciones que refuerza (la obviedad no es spoiler) la entereza del protagonista.
Deadpool 2 finca su marginalidad desde su diseño y su propósito modesto; Han Solo desde su descuido argumental, que sin embargo deja algunas pistas del gran personaje que podría forjarse si hubiera oportunidad de una segunda entrega (no la habrá). Mientras, las dos historias dejan el encanto de su periferia, un tono menor que recupera el superheroísmo más candoroso: se vencen villanos para salvar indefensos, pero también para salvarse a uno mismo. Contra historias de poderes y fuerzas descomunales, el modesto reconocimiento de la misión: enfrentar la aventura que restaure, más que la humanidad, lo humano.