
Ahora lo pienso y sí debimos habernos visto cursis: con carrerita de peli setentera en la esquina del Eje 8 y el Eje Central, el abrazo fuerte, la alegría contenida. «No sé qué hicimos», dijo Natalias. «Ni yo», respondí. «Lo logramos». «Ya sé». «No sé si hicimos bien». «Yo tampoco». En el trolebús, cinco chavos llamaban por sus celulares. «No mames, salte de tu casa, esto es histórico. HIS TÓ RI CO». «Dile a tu jefe que no mame, que no habrá otro momento así». «¡Ganamos, cabrón, ganamos!» El resto de los pasajeros, aunque mantenían la compostura, esbozaban sonrisas, les brillaban los ojos, miraban a la calle como si miraran a la Historia.

Me gustaba más el López Obrador de 2006. Traía el impulso de la jefatura de gobierno y un discurso echado hacia adelante, que desde cierta narrativa ingenua redondeaba la novedad pirotécnica que fue Vicente Fox. Y no hizo un mal gobierno: instauró la pensión a adultos mayores, fundó una universidad, chuleó el Centro Histórico, creó la primera línea del metrobús, aunque también se aventó esa aberración de los segundos pisos y puso unas jardineras horrorosas en Reforma. Pero más importante: dotó a la capital de una personalidad que no había tenido durante décadas, cuando fue apéndice de los gobiernos priistas. El periodo de Cuauhtémoc Cárdenas fue tan corto que apenas y logró alguna transformación. La suplencia de Rosario Robles trajo claroscuros que anunciaban al personaje ambiguo actual. López Obrador sería el primer Jefe de Gobierno avocado por completo a su responsabilidad en el Distrito Federal. Y logró, en general, una gran sinergia. El orgullo de ser chilangos, de ver que se podía reinventar el entorno, de sentirnos parte de una metrópolis que vibraba y desplegaba color, emoción, que tomaba su sitio como una de las más importantes del mundo. Nos relamíamos los bigotes: imagina esa vibra en todo el país…

Con Natalias esperamos a Julia en la calle de Madero, afuera del Sanborns de los Azulejos. Al inicio no hay mucha gente. Grupos de amigos, parejas, algunas familias. Todos nos miramos con recelo. Esta calle ha sido la entrada de muchas manifestaciones en las que hemos participado: para protestar contra fraudes electorales, para conmemorar la matanza de Tlatelolco, para el movimiento antipeñista de YoSoy132, para reclamar contra la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa… Siempre marchas furiosas, que reclaman, que aun con la energía que da lo colectivo contienen mucha impotencia. ¿Cómo se hace una marcha para celebrar? ¿Hay algo qué celebrar?

Entre 2005 y 2006 está el verdadero inicio del siglo XXI mexicano. Ahí conocimos, ante un PRI disminuido, cómo eran los enfrentamientos reales entre derechas e izquierdas. El desafuero contra López Obrador, la campaña electoral «Un peligro para México» del panismo, el fraude, la toma del Paseo de la Reforma del Peje, la guerra de Calderón contra el narcotráfico para legitimarse… Se nos vino la violencia que ha vivido el país por la lucha entre Ejército y carteles, pero también la polarización social, la discriminación agresiva o irónica contra los prietos, los chairos, la equivalencia entre el Peje y el Wiskas (porque ocho de cada diez gatos lo prefieren), el adoctrinamiento cuasi clerical de que El Cambio Está En Uno. Esta ideología neoliberal buscaba ordenar los estamentos, pero también tenía el fin de sabotear la llegada de López Obrador al poder. Y con esta saña lo convirtieron en el político mexicano más importante del siglo. Este odio contra López Obrador abarca todo: su habla costeña, su ropa modesta, su filiación priista en sus primeros años de vida política, sus frases «Cállate chachalaca» o «Al diablo con las instituciones», que respondían a las agresiones antes fraguadas contra él. El ataque ha abarcado, por extensión, a toda aquella persona que no ostente la «clase» de la «gente bien». Y la paradoja es curiosa: López Obrador, un político local que de inicio podría confundirse con muchos otros, se ha convertido en un símbolo gracias a la estigmatización de la derecha. A Andrés Manuel López Obrador lo crearon sus adversarios. Ellos son el principal motor de su popularidad.

El famoso eeeeeeeeehhhhhh PUTO que ha causado controversia en Rusia 2018 se reformula con la balada «Entrégate», de moda por la serie de Luis Miguel. Y en la calle de Madero, rumbo al Zócalo, vuelve a reinventarse:
—Eeeeeeeeehhhhhhhhhh—ntregate, aún no te siento…. deja que tu cuerpo se acostumbre a Obrador….
Un señor mayor que el promedio arenga: «Yo marché aquí cuando el fraude de 1988, cuando se cayó el sistema y le quitaron la presidencia al ingeniero Cárdenas».
Detrás, una decena de personas lanza el grito emblemático que hace doce años siguió al fraude de 2006: «Es un honor, estar con Obrador; Es un honor, estar con Obrador».
Casi al llegar al Zócalo, una veinteañera guapa hace acrobacias con su smartphone para tomarse la selfie. Fácilmente podría haber participado, hace seis años, en YoSoy132.
El arco generacional es innegable. Andrés Manuel López Obrador no solamente es él. Son treinta años de luchas, fracasos, recomposiciones. Por supuesto, con sus asegunes.

No voté muy convencido por el Peje. Me molestó la alianza con el ultraconservador PES. Peor, cuando Germán Martínez y Manuel Espino, adversarios de la derecha en 2006, se incorporaron a su campaña. El agregue de Gabriela Cuevas, la panista que en 2005 le pagó la fianza antes de que lo encarcelaran y lo convirtieran en un mito irreversible, ya fue un chiste total. Coincido en que el pragmatismo político de Morena diluye su supuesto aliento de izquierda y hacen de todo el espectro partidista mexicano una ensalada con demasiados conservadores: nacionalistas del PRI, históricos del PAN, ambiguos o confundidos, según se vea, con Morena. Pero tampoco creo en la abstención o el voto nulo. Entiendo su simbolismo pero me parece el grito de un afónico: cuando se cuentan los votos, pocos señalan -capaz lo haga alguna esmirriada tesis para licenciatura de sociología- este clamor ausente. Y ni el PAN ni el PRI pueden considerarse opciones. Pero incluso cuando taché el nombre de AMLO pensé: «es lo menos peor».

Una niña en los hombros de su padre juega con un muñeco de López Obrador. Una chica de pinta feminista trae su máscara del Peje y caderea muy intenso frente a una batucada. Muchas banderas de México y de Morena. Un helicóptero da vueltas alrededor del Zócalo. Luces rojas de los drones. Los miramos con el miedo atávico de un grupo de estudiantes reunidos en Tlatelolco. «Nah», explica un fulano grande, detrás de nosotros: «no pasa nada. Ya lo aceptó Meade, Anaya y Peña Nieto». Tranquilidad y esta sensación incómoda de haber pedido permiso. Y que ahora sí haya sido otorgado.
¿Qué hace distintos los festejos del triunfo de Vicente Fox en 2000 con los de Andrés Manuel López Obrador en 2018? Una hipótesis macabra: casi 103 mil asesinatos en el sexenio de Calderón, más de 104 mil muertos en el de Peña Nieto. El México que hizo presidente a Fox no tenía problemas tan letales. A Fox se le festejó con una alegría explosiva, anonadada, candorosa: por fin logró sacarse al PRI de Los Pinos. Y él agregaba su carisma: el personaje de boca floja y supuestos arrestos para enfrentar lo que viniera. Lo que siguió de su sexenio provocó enormes arrepentimientos en quienes votamos por él.
El festejo de Andrés Manuel López Obrador tiene más recelo que alegría. Agobia la bulla agorera. ¿Sí vamos a convertirnos en Venezuela? ¿Vendrá la crisis pavorosa por la irresponsabilidad en las finanzas? ¿Habrá ley mordaza contra sus críticos? ¿Buscará reelegirse? ¿De verdad lo apoyaron los rusos? ¿Cómo hablará con Trump si no sabe inglés? Pero en 2018 ya hemos aprendido a enfrentar la guerra sucia. Ahí es valiosa la intervención de Tatiana Clouthier, que uno a uno iba desmontando los presagios del PRI y y el PAN. Y junto a ella, montón de gente relativizaba los ataques: por supuesto, seremos la Venezuela del Norte. Y claro, hay tanta injerencia de los rusos que ahora AMLO se llamará Andrés Manuelovich. Y también: cuando se nos pide el voto «útil, razonado», que no nazca del impulso sino de la reposada reflexión, reflexionamos reposadamente: los muertos de Calderón, los muertos de Peña Nieto, la Casa Blanca, Ayotzinapa, Tlataya, OHL, Odebrecht…
¿En qué se distingue el festejo de Fox del de AMLO? En la muerte. En dieciocho años funestos que queremos que terminen. Y no se sabe si López Obrador logrará cambiar el estado de las cosas, pero seguro hará algo diferente a lo que hicieron dos gobiernos panistas y uno del PRI.

Se sabe: la diferencia entre las promesas de campaña y la realidad del gobierno será decepcionante. La soberbia de López Obrador será magnificada al extremo de llamarle autoritarismo. El menor tropiezo será evidencia de total ineptitud. La mayoría de Morena en el legislativo es un riesgo que no se puede soslayar. Ni el sexenio de Calderón, ni el gobierno de Peña Nieto, serán tan vigilados, criticados, cuestionados, como éste. Estas certezas flotan y enrarecen la fiesta del 1 de julio en el Zócalo. Pero también, la gente comparte una idea: «hay que colaborar, hay que cuidar, hay que ayudar para que esto salga bien». Y esta idea crea otra energía, menos candorosa que comprometida: este gobierno, aun ineficiente o maltrecho, será nuestro. La experiencia que viene, que puede tener éxito o ser catastrófica, nosotros la elegimos. Lo que siga, la restauración -la Cuarta Transformación, le llama él- o el desastre, será el riesgo que votamos. Y esta elección incierta causa una sonrisa contenida de aventura, de orgullo. «No sé qué hicimos», me dijo Natalias un par de horas antes. «Ni yo», respondí. «Lo logramos». «Ya sé». «No sé si hicimos bien». «Yo tampoco». «Me siento contenta». «Yo también».