La casa de las flores: diversidad en circo de tres pistas

la-casa-de-las-floresLas telenovelas siempre han sido escaparates de acróbatas y fenómenos. Hombres inflexibles esconden a los hijos de sus hijas para mantener la honorabilidad de la familia (El derecho de nacer); juniors se enamoran de pordioseras jorobadas (Rina), o ciegas (La gata), o minusválidas (la maldita lisiada de María la del barrio); o hay mujeres malvadas que desfiguran con ácido los rostros abrumadoramente hermosos de otras mujeres candorosas (Una mujer marcada); o hay viejos desahuciados que contratan actores para proteger a su familia (El camino secreto). La casa de las flores de Manolo Caro coloca en su escaparate freak a las diversidades sexuales y de identidad, que ahora andan en pos de su normalización.

Así como Tarantino buscó a John Travolta para Pulp Fiction porque quería ver al Tony Manero de Fiebre del sábado por la noche convertido, dos décadas después, en el matón bobalicón de Vicent Vega, así Manolo Caro pone al frente de su culebrón a Verónica Castro, la legendaria Mariana de Los ricos también lloran, que ahora como Virginia de la Mora sobrevive con mariguana y sexo extramarital a la comparsa de las nuevas educaciones sentimentales.

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La respetable Virginia se chinga su motita (libre de sangre, insiste entre toque y toque) mientras su esposo Ernesto (Arturo Ríos) le esconde una casa chica y un negocio de cabaret trasvesti, mientras su hija Elena (Aislinn Derbez) está comprometida con un negrito (se-le-di-ce-ne-gro-ma-má), y la otra hija Paulina (Cecilia Suárez) fue esposa de un transexual y-vi-vein-to-xi-ca-da-de-ta-fil, y el hijo menor Julián (Darío Yazbek Bernal) duda porque primero se hacía el hetero y después sale del clóset y después en realidad quisiera asumirse bisexual… La casa de las flores opera por dos vías que quién sabe si son contradictorias o complementarias: el circo erótico-hedonista que escandaliza a quienes no le hacen a estas cosas; o el manual de urbanidades para quienes hacen suya la hipermetapluributidiversidad.

Otra telenovela mexicana apostó a esta exhibición de «conflictos contemporáneos reales», fue Mirada de mujer, de 1997, remake de la colombiana Señora Isabel. Trataba del romance de una mujer madura con un hombre joven, pero también desplegaba otras historias que pretendían referirse a una sociedad contemporánea. Había violación, dudas de practicar el aborto, romance «interracial» y hasta coqueteos con posturas políticas de izquierda, más satanizadas entonces que en estos tiempos de Cuarta Transformación.

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Otros dos datos las hacen equivalentes: 1) Mirada de mujer era confrontación directa a los melodramas ya apolillados de Televisa, como ahora La casa de las flores parecería sepultar la modestísima producción telenovelera del agonizante emporio; 2) Mirada… la dirigió el teatrero trendy Antonio Serrano, también director de la película entonces de moda: Sexo, pudor y lágrimas, mientras La casa… se ofrece como Melodrama de Autor del actual trendy de teatro y cine: Manolo Caro, émulo empeñoso de Pedro Almodóvar (Su mejor película es Elvira o te daría mi vida pero la estoy usando, protagonizada por su actriz fetiche Cecilia Suárez).

La casa de las flores repite la interactividad moral entre historia y espectadores que había ocurrido en La forma del agua, última película de Guillermo del Toro. Así como el monstruo no es el más monstruoso, sino quien lo juzga, así también el delirio de romances y vínculos forzados en giros de tuerca quisieran que el espectador se escandalice o celebre las aperturas reveladas; es un collage de argumentos almodovarianos de primera época; engañoso destape a la mexicana tras la derrota prifranquista, Pepy y Lucy y Bon y Virginia y Paulina y Julián y Elena y otros mirreyes y otras ladys Toyotas del montón.

La casa de las flores es la galería de las truculencias al revés: la pareja gay, el ex marido transexual, el romance interracial, aspiran a la normalización porque el espectador usa Netflix y tiene mente abierta a fuerza de videos sobre discriminación y #LoveWins, pero su aglutinación también acentúa lo que conjura: la diversidad se exhibe para circo de tres pistas, los arcos dramáticos de los personajes funcionan como acrobacias sin seguridad y sin red para el sensacionalismo incluyente, que hace apurar el siguiente capítulo y ver otra nueva truculencia para deconstruir.

Esta comparsa de la corrección política logra su efecto por el tono fársico, y consigue momentos afortunados: el calcetín Chuy que conoce las historias más escabrosas de los personajes; la salida del clóset de Julián con canción de Alaska y Dinarama, el romance de la vecina chismosa con el stripper, y mi favorito: el funeral acompañado de plañideras que cantan «Maldita primavera» y «Muévelo, muévelo».

Y si se fijan, o eso pensaba: en el ataúd del bar trasvesti, entre éxito y éxito creados en Siempre en Domingo, se encontraban las telenovelas de Televisa.

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