Hace poco conté cómo mi amigo Ricardo desesperaba al peluquero porque quería tener una melena como la de Luis Miguel. Lo que no conté —no venía al caso— es que el peluquero también debía lidiar conmigo, porque yo quería el copete de Danny Zucko, el de Vaselina.
Uno quería sentirse junior en Acapulco, el otro un greaser de los cincuenta. Valiente par.
Me apropié de una chamarra de cuero de mi padre y me la puse, todos los días, desde el verano de 1987 hasta algún momento de 1992 (bendito grunge que llegó). En realidad ansiaba ver la película por recuerdos de niñez y por la reciente puesta en escena de Timbiriche. Pero no existían streamings ni torrents, mi tío Abraham debió surcar lo más inhóspito de la fayuca de Tepito para conseguirme la película, pero como es más cabrón que bonito, aún conservo el VHS, pirata por supuesto, que miré y remiré como si de la pasión de Cristo se tratara.
Los copetes, las chamarras, las canciones, la fuente de sodas, el cromado del Greased Lighting, todo me hablaba de un futuro que ansiaba, raro si se piensa en las coordenadas: una historia de 1959, creada en 1971, filmada en 1978, y que yo veía cuando estaba a punto de abismarme a los noventa. No me importaba que los actores fueran mayores de la edad que representaban, ni que la historia fuera una fantasía retro de cartón piedra, sin Guerra Fría ni afros ni las complicaciones de una época que estaba al borde de las grandes revueltas.
La película Vaselina (Randal Kleiser, 1978) nos emociona y apasiona a muchos, pero debe aceptarse que añeja mal porque al paso de las décadas —y de The Breakfast Club, y de Beverly Hills 90210, y de Dawson’s Creek, y de Mean Girls, y de The O. C., y de 30 Reasons Why— queda como una fábula simplona con disyuntivas maniqueas: ser ñoño o rebelde, obedecer a la autoridad o confrontarla, seguir los códigos del mundo o de la tribu. Desde su estreno ya se le había tratado mal, le llamaron fast food visual y que la rodó una banda de imbéciles que no sabían usar una cámara. Lo que menos debía gustar a los críticos es que tuviera tanto éxito: junto con Fiebre del sábado por la noche equivale a Star Wars, en su logro de remover los esquemas del cine comercial estadounidense. Vaselina anunció las comedias adolescentes que vendrían; fijaba, incluso, arquetipos que después se han consolidado.
El principal error de la película es que suavizó la propuesta del musical original. Vaselina, de Jim Jacobs y Warren Casey, en 1971 ya era un ejercicio nostálgico: contaba los recuerdos de Jacobs en sus tiempos de preparatoria en Chicago, y retrataba a un grupo de adolescentes de ascendencia polaca que se hacían la vida como iban pudiendo, en una ciudad industrial que malamente les permitiría ser obreros o secretarias, excluidos del American Dream.
Esta Vaselina se estrenó en un club nocturno de Chicago, en su guión incluso había espacio para comentarios políticos de la ciudad. Pronto llegó al off-Broadway, asombraba por vulgar y porque sus personajes tenían expresiones viscerales, que emulaban a los rebeldes sin causa de James Dean y Marlon Brando. La preparatoria Rydell semejaba una preparatoria técnica o popular. Danny Zucko, Kenickie, Betty Rizzo y la misma Sandy (en el original se apellida Dumbrowski, en la película cambió por Olsson para justificar la interpretación de la australiana Olivia Newton-John) sabían que para ellos no había más vida que en sus años de preparatoria, por eso elegían hacer de ese tiempo un limbo de canciones, bailes y automóviles, que también era la forma de reafirmar una identidad que apenas duraría el periodo del high school.
Desde esta marginalidad se entiende mejor lo radical de la deserción de Frenchy de la prepa para dedicarse a la cosmetología, la perseverancia de Kenickie para arreglar un viejo auto y convertirlo en el soñado Greased Lighting, el rencor contra Patty Simcox, la chica lista con porvenir asegurado, el falso embarazo de Rizzo que hacía más estrujante su canción «There Are Worse Things I Can Do» (la gran Rizzo, que en otra historia hubiera sido una beatnik), o el frustrado intento de Danny Zucko por hacerse atleta, intentando pertenecer a una sociedad más próspera que la suya de las payasadas banqueteras.
Las diferencias entre musical y película pueden reconocerse, sobre todo, en la inclusión y remplazo de ciertas canciones, muchas de ellas de la autoría de John Farrar, productor y compositor de base de Olivia Newton-John, que hacían a Vaselina una película más comercial, pero también dejó lagunas en la trama.
«Hopplessly Devoted to You», que no existe en el musical original, daba oportunidad de lucimiento solista a la protagonista australiana; el cambio de la canción «Alone at a Drive-in Movie» por «Sandy», le permite a John Travolta hacer sus apenas meritorios gorgoritos. La canción final, donde Sandy se transforma de niña santurrona a pinky lady uber sexy, en el musical se narra con la canción «All Choked Up» y en la película cambia por el hit «You’re The One That I Want», que quien tenga oído notará que es una canción que se escapa del estilo rocanrolero del soundtrack general.
Un cambio más importante: en el musical Sandy no va al baile, y en la soledad de su cuarto canta «It’s raining on Prom Night», acongojada por no ser parte del grupo de amigos. Esta escena crea la complejidad del personaje: una chica católica y pudorosa va reconociendo la necesidad de cambiar y sumarse a la tribu. Sin la reflexión que hay en esta canción, la transformación final de Sandy parece una concesión a la patanería de Danny Zucko, y no una exploración y experimentación de sí misma. Pero en la película no podían aceptarse las mejores escenas de baile sin Travolta y Newton-John juntos, aun cuando al final Danny gane el premio con Cha Cha DiGregorio, como en el musical. Y ahí hay más: la Cha Cha de la película es una italiana curvilínea; en el musical era una chica obesa, lo que servía como gag bodyshaming para poner a Zucko en situación de galán contrariado. El baile de Danny con Cha Cha en el musical es la única opción del protagonista; en la película hay un confuso trueque de parejas que aleja a Sandy de Danny y parece atizar la patanería de Zucko.
Pero otro cambio, al inicio de la trama, define las diferencias de tono entre película y musical: la primera inicia con «Grease», la canción de Frankie Valli y Barry Gibb que invita a la moda del filme: «Grease is the time, is the place, is the motion / Grease is the way we are feeling»; el musical, en cambio, inicia con el himno a la escuela Rydell y su posterior parodia, pero además hay una escena que la película perdió: muchos años después de ese 1959 se hace una reunión de exalumnos, a la que sólo acuden Patty Simcox y Eugene Felsnick, quienes sí pudieron hacer algo meritorio con sus vidas y muestran el orgullo de regresar a su alma mater. Los ausentes: Danny, Sandy, Rizzo, Kenickie, Frenchy, Sonny, habrán faltado porque se los impidieron los hijos, las fábricas y las oficinas, porque murieron en Vietnam o simplemente porque la preparatoria les importa un carajo: el arranque del musical convoca fantasmas. Desde ahí, todo el cuento de Vaselina es una añoranza que incluso podría parecer dolorosa.
Vaselina el musical es una fantasía crepuscular, la nostalgia de Jacobs y Casey en 1971, cuando después de Vietnam o las muertes del concierto de Altamont, el sueño de la adolescencia parecía pedir sus exequias; el diseño de Vaselina, la película de 1978, presiente a MTV, la trilogía Back to the Future de Zemeckis, los plásticos y los sacos con hombreras que entretendrán a los pubertos equis, y que encontrarán en esta Vaselina, torpe y tramposa, pero también emocionante, plena de iconos y emblemas, uno de los primeros referentes que los identifica.