Archivos Mensuales: septiembre 2018

Dos tipos de cuidado, cómo se ve en Cinépolis

dos-tipos-de-cuidado-770x433A las cadenas cinematográficas les encanta esta cursilería de comparar sus salas con las salas de nuestras casas. Mal que pese, algo así pasó esta semana que vimos a Jorge y Pedrito, Dos tipos de cuidado, Ismael Rodríguez, 1952, en los cinepolis y los cinemexes.

Las exhibiciones en pantalla grande de clásicos suelen convocar a los cinéfilos, bien pertrechados de fechas y curiosidades, para reafirmar su devoción en pantallota y con sonido profesional. Más que mirar, se venera. En el rito debes acompañarte con alguien no iniciado para pontificar con esas trivias que alimentan los portales chatarra del internez. La idea es que el neófito quede tan impresionado, que después sea fácil seducirle. En el 93.75% de los casos falla. Pero de nuevo el tema religioso: no se hace por estrategia de ligue, se trata más de un acto de fe.

Con Dos tipos de cuidado fue distinto. En vez de parejas hubieron papás, mamás, tíos, tías, abuelos, abuelas. Estaba esta curiosidad compartida, y era que la mayoría no habíamos visto a Pedrito en pantalla grande. Ahora la abuelada era la de la trivia: que si en el Palacio Chino, cuando era un solo Palacio Chino, se estrenaban estas pelis, que si la vieron en el Mariscala, cuando el Eje Central se llamaba San Juan de Letrán. Algunos exageran el fasto y la algarabía en los estrenos de estas películas. El sustrato de todo lo que se cuenta contiene una añoranza: ese locus amenus que es El México Que Se Fue.

¿Cómo era el México Que Se Fue de Dos tipos de cuidado? Jorge y Pedrito ilustran. De inicio, presumen la hazaña de estar reunidos en una misma película, the most ambitious crossover event in the History. Para 1952 la carrera de Jorge Negrete iba en decadencia (moriría de cirrosis un año después), mientras que la de Pedro Infante estaba en su punto más alto. Debió ser gran reto de los guionistas, Ismael Rodríguez y Carlos Orellana, crear escenas para el lucimiento en pareja y en solitario de ambos astros. No debió ser fácil urdir una trama graciosa, de enredos y amores, que forzosamente ofreciera momentos de ver a Jorge y Pedrito: 1) siendo compas, 2) siendo enemigos, 3) jugándose ranchos en la baraja, 4) cuidándose las espaldas con las enamoradas, 6) traicionándose con las mismas enamoradas, 7) golpeándose, 8) teniendo algún atisbo homoerótico (aunque siempre le salió mejor a Pedro Infante con Luis Aguilar), 9) cantando separados, 10) cantando juntos, 11) lanzándose las coplas más importantes de todo el cine nacional, 12) llevándole serenata a las muchachas, 13) haciéndole de patiños del siempre grande Joaquín Pardavé.

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Desde este reto, Dos tipos de cuidado logra un éxito total. Es una máquina perfecta de giros de tuerca, imágenes emblemáticas y diálogos memorables. No es un paradigma del cine que recrea lenguajes y reinventa arquetipos; lo es en su eficiencia para mostrar lo que quiere: dos ídolos populares en plena gracia de sí mismos.

¿Envejece? Tanto como una película que tiene 66 años: el machismo arrogante de Jorge Negrete se antoja fastidioso por lo inflexible, y aun el bonachón de Pedro Infante queda en entredicho en su compulsión mujeriega (que aún así sigue haciendo gracia por su matiz picaresco). ¿Por qué la seguimos viendo? Porque nos la ponen cada tres meses en la tele y es de estas mejores opciones cuando ya agotamos el Netflix. ¿Por qué nos apuramos a verla en pantallota? Y ahí estaría la magia, lo que hace que un clásico sea un clásico: cuando tiene que ver más con nuestro ADN cultural que con nuestra apreciación cinéfila.

No hay que engañarnos: el país que produce estas comedias rancheras estaba lejos de ser idílico. Justo ese año de 1952 hubo elecciones presidenciales y cuando la oposición henriquista protestó ante la sospecha de fraude fue duramente reprimida; pero la maquinaria priista estaba tan bien engrasada que aún podía disfrazar su autoritarismo de unidad nacional, promesa de desarrollo y orgullo patriotero.

En este contexto Dos tipos de cuidado, junto con otras veinte películas de esta llamada época de oro del cine mexicano, simula un país candoroso que se desarrolla en aparente armonía, donde las canciones resuelven desigualdades económicas y de clase, donde la amistad de los charros conjura la competitividad empresarial, donde los desaguisados se resuelven con baraja y dichos populares, en vez de desapariciones y masacres, o selecciones de mercado que marginan a grandes mayorías.

Ahora que volvemos a ver Dos tipos de cuidado, anécdotas de los abuelos incluidas, también vemos un universo al que se antoja regresar. La sala moderna, las palomitas caras y las promociones tramposas se desvanecen ante haciendas cotorronas, enamoradas rejegas y, sobre todo, charros cantores que salen imbatibles de intrigas, percances, pero sobre todo, del paso del tiempo.

En el espejismo de la comedia ranchera se concentra un código —virilidad, candor, bonnomía— tan inoperante como la petulancia para recitar trivias cinéfilas y seducir a nuestro acompañante. Pero de nuevo: mirar este cine ya no se trata de perpetuar modelos rebasados. Ver a Jorge y Pedrito en los cinemexes y los cinépolis se traduce en un ejercicio de veneración: coplas de nostalgia y de fe.

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Ana y Bruno, la animación que no quiso ser como Pixar

Ana-y-BrunoAna y Bruno, el largometraje animado de Carlos Carrera, está lejos de parecerse a una producción de Pixar. No tiene los recursos técnicos para lograr texturas hiperrealistas y movimientos precisos de los personajes; carece de esa vastedad de investigación para ser fiel a los ecosistemas oceánicos, introspectivos, automovilísticos o mexicancuriosistas; tampoco cuenta con la vigilancia narrativa-mercadológica de un escuadrón de consultores de guión que le den treinta tratamientos al argumento, hasta dejarlo terso y a prueba de cabos sueltos o giros de tuerca predecibles.

Ana y Bruno está basada en la novela Ana de Daniel Emil, Carlos Carrera la tenía entre ceja y ceja al menos desde los tiempos en que dirigía El traspatio, aquella angustiante película de 2010 sobre los feminicidios en Ciudad Juárez. Carrera hablaba de Ana y Bruno como su gran proyecto  de animación y se intuía que podría ser cosa grande, dado que su mayor éxito había sido la Palma de Oro en Cannes por su cortometraje animado El héroe (94).

Carrera es de la generación de los compadres Cuarón, Del Toro y González Iñarritu, pero mientras estos hicieron sus carreras en las cinematografías internacionales, Carrera se ha mantenido en la modestia del cinito nacional. No le ha ido mal: ha logrado películas consistentes como La mujer de Benjamín, Sin remitente, y la más famosa, El crimen del padre Amaro, que logró una nominación al Oscar varios años antes de que los compadres se volvieran los favoritos de la academia hollywoodense. Intriga por qué Carrera no se ha unido a la sinergia de los otros tres, cuando su cine tiene una personalidad equivalente. Quizá, porque en su propuesta hay menos complacencia. A Carrera le gustan los personajes con un desaliento limítrofe, relaciones personales ambiguas, desenlaces sin redención. Donde González Iñárritu redime, Carrera abate; el virtuosismo técnico de Cuarón en Carrera es sobriedad; carece del candor de Del Toro para los universos tenebrosos: lo terrible es terrible en Carrera, no un artificio para la ensoñación.

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¿Cómo le hace Carrera para proponer una historia infantil desde la fatalidad? Con la misma insolencia que se la propone a los adultos: personajes inmersos en la locura, que desde ahí crean una imaginería infectada por miedos, obsesiones y carencias.

A Carmen la ingresan en un hospital psiquiátrico y su hija Ana debe convivir con las alucinaciones de los otros enfermos mentales confinados ahí. Hay un bicho verde de grandes orejas, con charla y movimientos irritantes; hay un excusado, un borracho, un androide hecho de brújulas y relojes, una mujer elefante que habla por su trompa y una mano-gusano sospechosamente masturbadora. El argumento al estilo Pixar obliga (el camino del héroe de Campbell, qué otra cosa) y Ana debe hacer un viaje para encontrar a su padre y pedirle que saque a su madre del manicomio. Los giros de tuerca se adivinan desde el minuto 20 pero no impiden embobarse con estas alucinaciones enfermizas, que desquiciarían a las emociones bien portadas de IntensaMente (Docter y Del Carmen, 15). Donde Pixar hace una aséptica disección de la mente humana, Carrera se desbarranca y pervierte: no hay tiempo para emociones puras como la ira, la tristeza o la alegría donde existen esquizofrenias, síndromes obsesivo-compulsivos y parafilias sexuales sublimadas en paquidermos.

No es el único entrecruzamiento de Ana y Bruno con Pixar: así como Coco es la fiesta mexicanista de lo mexicano mexicanizante, Ana debe buscar a su padre en un pueblito de San Marcos que (qué raro es el cine mexicano) no está de fiesta, no tiene mariachis o kioskos instagrameables, son apenas calles empedradas con casas cerradas a cal y canto, una provincia a la López Velarde con café de olla y panes y camionetas de redilas y una terminal de ferrocarriles de peli de Ismael Rodríguez. Por ahí, incluso, se cuela una mujer búho que parece de Remedios Varos. Si Coco es para turistas, Ana y Bruno habla de quienes viven tres cuadras detrás del mexican curious de cartón-piedra. Es el universo de La mujer de Benjamín o Un embrujo, reformulado para niños que deben ser perturbados como condición para crecer.

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En el diseño de personajes, en la elección de escenarios parcos, contenidos, pero sobre todo en la lírica de la fatalidad, se encuentra el universo de Carrera. Lo importante de Ana y Bruno no es su pretensión como el largometraje animado más ambicioso en México, sino su fidelidad a una mirada de cineasta que reivindica a los solos, a los dementes, a la angustia que se sublima en compasión. No sé si sea película para niños pero está bien que la vean los niños: alguien debe decirles que aún en sus zonas oscuras, en sus miedos más arraigados, hay espacio para la amistad, la clemencia, incluso la imaginación.

Ana y Bruno es torpe en su técnica y tiene ingenuidades en su argumento. Pero su mirada y su intención de autor rebasa las inconsistencias. Carrera hace un cine de animación que perturba y trasgrede. Lo mejor que se le puede pedir a una película memorable.