Archivos Mensuales: octubre 2018

Halloween 2018, las razones de la víctima

JLCH1.jpgMiren a Jamie Lee Curtis como Laurie Strode, con jeans y playera sin mangas (musculosa le llaman los argentinos), quemando cartucho de su escopeta, el cuerpo maduro pero aún con la presencia de cuando le dio clases de aerobics a John Travolta o le hizo un streap tease a Arnold Schwarzenegger. Paranoica, escéptica, el carácter fuerte pero también las emociones crispadas.

El Halloween que propone David Gordon Green en 2018, que se salta una gran colección de secuelas y hace línea directa con el clásico de John Carpenter de 1978, está más cerca de la gladiadora Imperator Furiosa (Charlize Theron en Mad Max Fury Road), la desquiciada Annie Graham (Toni Colette en Hereditary) y aun la justiciera Mildred Hayes (Frances McDormand en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri): historias de mujeres maduras que deben enfrentar desafíos en apariencia superados por sus comunidades. Y el desafío va por dos partes: vencer los monstruos que las asedian, pero además convencer a los suyos de la pertinencia de su misión.

El subgénero del slasher por lo general se trata de un asesino serial de maldad insondable (Michael Myers, Jason, Freddy Krueger, Patrick Bateman) que elige como víctimas a las mujeres que cometen el pecado de explorar su sexualidad, y que por eso merecerían como castigo una muerte horrorosa. Por lo común también, quien vence al monstruo es la chica de moralidad más cauta, que antepone la razón y el recato sobre el placer carnal. Alguna sociología de las tramas cinematográficas sugeriría cierta repugnancia conservadora contra la liberalidad sexual, y encontrarían descanso, incluso gozo (se lo merecen) con cada asesinato. El slasher no está lejos de la advertencia machista: «te violaron por usar minifalda», «¿a qué chica se le ocurre salir sola en la noche?», «esto le pasó por puta».

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Además, el slasher hace énfasis en explicar-reconocer-glorificar el enigma de la maldad del asesino. Las secuelas de las slasher más importantes suelen sondear en las razones del monstruo: los traumas infantiles, el desdén adolescente que ensombreció su vida, frustraciones hiperbólicas que justificarían su vocación homicida.

La novedad en Halloween 2018 es que parecería atender los reclamos que critican la fascinación hacia el asesino contra la visibilización de su víctima, al poner el acento en la segunda. En vez de reforzar el carisma siniestro de Myers, elige como centro la personalidad atormentada de Laurie Strode, la niñera que en 1978 derrotó al asesino, y que cuatro décadas después aún vive los estragos de la noche en que se enfrentaron. Divorciada, neurótica, alienada, escéptica, vive como ermitaña en una cabaña con sistemas de seguridad vintage, con sótano de protección como si fuera la Guerra Fría. Los mass media querrían confrontarla contra su victimario por el puro placer del raiting. La hija sufrió de una disciplina férrea para enfrentar a Myers, no exenta de traumas y rencores hacia la madre. La nieta vive entre la ambigüedad y la fascinación hacia la abuela legendaria: es un vestigio que sirve para presumir con los compañeros del high school pero apenas condiciona su vida adolescente.

El Michael Myers de 2018 es más determinante en sus asesinatos; hay montajes con gusto a clásico, como su encuentro con los periodistas en los baños de la gasolinera. Pero lo importante es esta postergada cita de Myers y Strode, que parecería descuidar el resto de la trama. Apenas se esboza lo que el nuevo Halloween hubiera querido ser: el estrés postraumático que afectó a una familia, la presencia ominosa del asesino serial que ha condicionado la vida del pueblo de Haddonfield, la reelaboración del mal como un elemento heteropatriarcal, que de alguna manera se alinea con el #MeToo gringo y sus equivalencias en el mundo.

Más que en la ejecución, en el Halloween de 2018 importa su gesto: la hipnótica relación entre Michael Myers y Laurie Strode trasciende el maniqueo bien y mal y sugiere el ajuste de cuentas de una víctima mujer en espera perpetua de revancha y justicia, desde ahí reivindica un heroísmo feminista más astringente que glamoroso. Por eso las referencias de Laurie Strode con Imperator Furiosa, Annie Graham o Mildred Hayes,

Pero Laurie Strode participa de otra legión más, igual de sugerente: las heroínas que en esos años setenta y ochenta enfrentaron el mal en forma de monstruos, máscaras o capuchas. Se antojaría averiguar sobre las misiones asumidas por Sara O’Connors, Ellen Ripley o la princesa Leia para liberarnos de las atrocidades (Terminator, Alien, Darth Vader) de aquellas décadas, y por qué van tomando sentido cuatro décadas después, cuando estas heroínas, ahora veteranas de guerra, enfrentan de nuevo el desafío: son mujeres confrontando los terrores de sus pasados, que encuentran en sus nuevas batallas alguna reivindicación postergada, aguardada desde muchos años atrás.

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Made in Mexico, la antigualla contemporánea

made-in-mexicoDebe ser irresponsable redactar un comentario sobre el reality show de Netflix Made in Mexico cuando solamente vi 20 minutos del primer capítulo; ocurre que: 1) con esos minutos tuve claro de qué iba y no necesité más; 2) me pareció más interesante quitarme las pelusas que se habían ido acumulando en mi ombligo.

No es que me diera la patriotería resentida, ni que se me trepara el chairo de la Cuarta Transformación; ocurre que la apología costumbrista-sociológica-psicosomática del fififato mexicano ya lo he visto montón de veces y ésta, con veinte minutos de ranchos, danzantes aztecas sahumando gringas en pos del mexican curious y barbones en jeep que dicen tener muchos problemas, pronto me aburrió.

A fin de cuentas ya he visto una tradición larga  de estos relatos: cine de añoranza porfirista, La región más transparente de Carlos Fuentes, mucha de la narrativa de Juan García Ponce y algunas crónicas incisivas del Monsi en Amor perdido, Julissa y Enriquito Álvarez Felix pervertidos en el Chilango Profundo por los Caifanes, hartas Niñas Bien y Yeguas de Polanco de Guadalupe Loaeza.

Justo la frase que condensa la vocación de Televisa —junto con aquella de hacer televisión para jodidos— es Los ricos también lloran, el título de su telenovela emblemática. El argumento son ricos y pobres de cartón piedra a los que les roban sus hijos y cuando crecen se convierten en Guillermo Capetillo. Pero el título instaura un propósito poderoso, que mantienen muchos creadores de medios: contra las clases populares, que son un mazacote dicharachero, alegre y luchón, los del varo ostentan no solamente mansiones y carrazos, también dilemas sofisticados, pensamientos sutiles, linajes de prestigio —descendientes de Moctezuma, por ejemplo— y proyectos de vida fascinantes: tener los mejores bares de la ciudad, diseñar ropa con motivos religiosos o impulsar ONGs con folletería primorosa.

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Made in Mexico no pretende ser más ni menos que la televisión basura al estilo de The Hills o Las Kardashian. La duda es por qué si los productos gringos motivan morbo culposo del sabroso, Made in Mexico parece una patada en los huevos. Se me ocurre que los primeros, aunque sea en el imaginario gringo, alientan a la plausible aspiración de ser tan ricos y vulgares como los personajes de las series, es el cuento del self-made-man que sustenta el sueño americano. En nuestro caso, la opulencia de los Made in Mexico no llama a la aspiración sino a la veneración de patrones y patronas tan divinos. Made in Mexico actualiza castas y estamentos, reafirma la imposibilidad de la movilidad social.

Pero además esta fantasía de la opulencia, que tuvo mejores resonancias durante la época cándida de los sexenios panistas —la filosofía de Echarle Ganitas y Perseguir Tu Sueño— se ha erosionado hasta una actualidad en la que las élites representan vacuidad y estupidez. La irrupción del mirreynato terminó con la idea de las clases altas ilustradas y evidenció su indolencia ante la realidad del país. Por eso sus historias, en los últimos tiempos, sólo han podido contarse desde la farsa: la torpeza boba de los Nobles en Nosotros los Nobles, el enorme idiota que es Chava Iglesias en Club de Cuervos, las tras-gre-sio-nes-e-ró-ti-cas-con-ta-fil en La casa de las flores y hasta el cantor trágico que no se sabe embarrado entre nectes perversos y corrupción en Luis Miguel. La serie.

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Made in Mexico querría ser más glamour y menos payasada, más conflictos reales de los pobres niños ricos y de refilón hacer propaganda de un México aspirante (otra vez) al primer mundo. Pero esta inmersión pide empatía, y la verdad es que apropiarnos de los conflictos de una rubia ojiazul que no le creen que es mexicana apenas y nos mueven el pelo: los hemos visto en tantas entrevistas de socialitos y negocios, en tantas semblanzas de diseño o foodies, en tantos videos de filantropía y emprendedurismo, que no dudamos en que saldrán adelante, y tampoco dudamos en que nos importan un carajo. En un país que está aprendiendo a cuestionar privilegios, ¿qué puede importarnos una presentadora de tele matutina indecisa entre ser cantante o mamá?

El repudio a Made in Mexico muestra la urgencia de superar estos personajes y estas historias. El México que representan se canceló patéticamente con el sketch de Peña Nieto y Chumel Torres. Y no es que los cambios políticos traerán mejores historias, pero sí están pidiendo otros personajes y otros temas. El México contemporáneo de Made in Mexico quedó anquilosado y por eso el fastidio ante la serie: los personajes son nuevas antiguallas mediáticas para espectadores fastidiados y urgidos por cambiar paradigmas.

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