Veía Roma (Cuarón, 2018) y en algún momento recordé una escena sórdida de Mariana, Mariana (Isaac, 1987), la película que adapta la novela corta de José Emilio Pacheco Las batallas en el desierto: Héctor, el hermano mayor del protagonista Carlitos, («Caballero católico, padre de once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana», se le describe en la novela) intenta acostarse con la empleada doméstica que vive en su casa. Pacheco cuenta:
forcejeaba con las muchachas y durante los ataques y defensas Héctor eyaculaba en sus camisones sin lograr penetrarlas: los gritos despertaban a mis padres; subían; mis hermanas y yo observábamos todo agazapados en la escalera de caracol; regañaban a Héctor, amenazaban con echarlo de la casa y a esas horas despedían a la criada, aún más culpable que «el joven» por andar provocándolo (…)
La historia de Mariana, Mariana y Las batallas en el desierto ocurre en 1948, en pleno sexenio de Miguel Alemán, cuando está en lo alto el desarrollo estabilizador postrevolucionario, el «milagro mexicano». Roma pasa 22 años después; en ese lapso el gobierno ha matado estudiantes, la apertura del metro Insurgentes puebla a la sofisticada Zona Rosa de ladinos amenazantes y las clases medias creen refinarse, desde el catolicismo recalcitrante de la mamá de Carlitos hasta cierto cosmopolitismo ingenuo que trajeron las Olimpiadas, los escritores de Casa del Lago y el Mundial México 70.
La protagonista de Roma, Cleo, no es asediada sexualmente como Clara, aunque no está exenta de humillación: cuando la familia de la casa (familia nuclear: padre médico, madre química y cuatro hijos educados para el privilegio) mira la televisión, ella los acompaña sentada en un cojín, callada y comedida: uno de los niños la abraza como a un perro. Cleo no puede prender las luces porque se enoja la Señora Sofía y tolera regaños que les sirve a los patrones para paliar sus neurosis. Pero también es querida por los hijos de la familia, la Señora Sofía la abraza cariñosa cuando la sabe embarazada y la abuela quiere comprarle una cuna para la llegada del hijo. La crudeza del tándem Pacheco/Isaac evoluciona afectuosa y cruel en la visión de Cuarón, quien ha insistido que en Roma realizó un ejercicio de memoria: en realidad problematiza la memoria y hace guiños a nuestra interpretación presente, como ocurría en muchas escenas de Mad Men (Weiner 2007-2015); alguna obvia: los publicistas mirando burlones a las mujeres que se prueban lápices labiales como si fueran cuyos.
Más que película sobre la memoria, Roma ajusta cuentas con la memoria: en el primer caso Cuarón habría contado su historia desde él o desde su madre, y hubiera agregado la presencia de una nana amorosa que lo despertaba con canciones de cuna mixtecas; el cineasta prefirió hacer incómoda la añoranza y por eso elige la mirada de Cleo —reformulación de su propia nana Liborio, «Libo»— para su elegía de una clase media y una Ciudad de México que sucumbió en esos años.
En Roma hay dos historias a las que Cuarón trata distinto: la de Cleo es explícita y redonda, se cuentan los coqueteos con Fermín, su romance efímero, el embarazo malogrado y la conciencia brutal de no querer tener descendecia, no al menos del halcón Fermín. La historia de la Señora Sofía es sesgada y presentida: el derrumbe de su matrimonio apenas se adivina en desesperados abrazos por la espalda, discusiones en las que hay que cerrar la puerta porque la clase media trata sus asuntos con discreción y voces contenidas; una borrachera que termina de desmadrar el viejo Galaxy familiar; dibujos y cartas chantajistas de los hijos para que regrese un padre timorato, de personalidad fantasmal (Pedro Páramo con barba protohipster) incluso las pocas veces que aparece a cuadro.
A estas historias de mujeres desamparadas las rodea la amenaza. El mundo que conocen Sofía y Cleo está en decadencia y no hay de dónde asirse: Sofía es cohibida por amigos socialité que fantochean y acosan; Cleo se intimida con aprendices de artes marciales que entrenan en baldíos polvosos de Ciudad Nezahualcóyotl; Sofía atestigua la indolencia burguesa que celebra un incendio provocado por reclamos de tierras; Cleo se pasma al descubrir al padre de su futura hija como un paramilitar adiestrado para el asesinato.
Sofía revela a sus hijos el final del matrimonio en un restaurante playero de Tuxpan, así como Tenoch y Julio reconocen su homosexualidad latente en un changarrito del mar en Y tu mamá también (Cuarón, 2001). En el mismo viaje, Cleo confiesa que no quería ser madre, tras haber rescatado a la hija de la patrona. Tras las revelaciones, las historias cierran con la complicidad de ambas mujeres, quienes saben que juntas criarán a los cuatro niños: es la fundación de una nueva familia.
Y sin embargo, apenas regresan a casa los niños le piden a Cleo que les prepare un licuado de plátano y les lleven gansitos: hubieron tomas de conciencias, manifestaciones de amor, pero se mantuvieron los estamentos. Esta penúltima escena confirma el apunte crítico de Cuarón, el guiño irónico al presente que también hace con la voz en off de Y tu mamá también.
Roma también es un ejercicio deslumbrante de diseño de producción y dirección de arte, méritos de Eugenio Caballero, Carlos Benassini y Carlos Tello. Pero de poco serviría si la película de Cuarón no hiciera esta summa de temas, interpretaciones y ambigüedades que permiten revisarla desde la historia, el feminismo, el decolonialismo, la política; todas las disciplinas que exploren el derrumbe del México autocomplaciente de las clases medias y la llegada de otro México de crisis, atomizaciones y violencia sistemática.
Se viene una larga noche para Sofía, Cleo y su familia. La primera entrará a una editorial y de esposa trofeo pasará a mujer trabajadora, que de seguro tendrá que estirar salarios para mantener un nivel de vida cada vez menos asequible. La segunda criará a los hijos de Sofía, aun a costa de cualquier proyecto de vida personal. Ahí queda bien esa conclusión chejoviana: «tenían claro que el final estaba aún muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho sino empezar.»
Un aplauso doble por cada triple salto con cuádruple acierto en este texto tuyo.
La mejor crítica que he leído sobre la película, pero todas se perfilan por el estilo. De acuerdo que la película coquetea con innumerables referencias al México de los 70, y todos los críticos se lucen en la evocación, definiciones históricas, sociológicas y se desparraman en completar el panorama que habría que preguntarle al director si así de grande era su imaginación y conocimiento.
Yo sólo me he ido a los detalles de la producción que se ve en pantalla y se logra con la dirección. Muchos han sido tan burdos que me sacan retuertos de hígado: esa quemazón del bosque tan chafa, con tres antorchas como árboles de navidad inservibles y hasta las cazuelas de efectos especiales en el piso… Esa coreografía del halconazo con extras corriendo de ida y vuelta, sólo peor que los tres tipos a la salida de la mueblería detrás de un auto, soltando un estopinazo y evitando la cámara, superada por la muchacha sembrada en el piso con el extra embadurnado y repitiendo su clase de actuación del método… La secuencia en la playa, donde la madre se va y regresa en menos de tres minutos, a un encargo tardado… El saludo de beso entre doctores cuando era otra época… Una madre que se había sostenido como de aquella época, pero que al decirles a sus hijos del divorcio, se vuelve de ésta época y pierde el Ariel… Acciones tan burdas y a propósito, como el caballazo a Cleo o el coche estrellándose en las paredes del patio… Perdón, yo vi tantos errores que no me permitieron sumergirme en las evocaciones.
Pero de pronto he tenido dos pistas: la primera, entre tantas burdas acciones dirigidas, la más a propósito es Cleo como la única que hace lo que Zovek ordena y todos son tan brutos que ninguno puede… Luego, tu fotograma de Cleo y el niño en la azotea juntando sus cabezas… El problema que mayormente le veo a la película es la Convención, factor de unificación del lenguaje que se establece con la audiencia, referencia a códigos, tan firmes y a la vez tan relativos… Si se hubiera usado un recurso claro para decir que los fotogramas eran asomos a la memoria de un niño y su sirvienta aniñada, todo hubiera sido perdonado. Tal vez por eso el blanco y negro, pero no era para toda la película. Porque la visión infantilizada solo era para las pinturas más específicas.
Había que explicar desde fuera de Cleo a un padre y sus motivos (además del misscasting hipsteriano, como bien dices; lo ideal era un españolazo tozudo, tipo Daniel Jiménez Cacho) que combina un galaxy y un bochito. Incluso el halconazo con coreografías más correctas y la amenaza de Fidel en la mueblería.
En fin, ser más económico con esos planos secuencias (que en mi opinión es lo más patético de nuestro cine mexicano, herencia de Ripstein) que debieron ser utilizados solo cada tanto para sumergirnos, ahora sí, en las evocaciones y referencias históricas y sociológicas y así alabar con todo a quien las trajo a cuento.