
En marzo
El último día de 2020 en la oficina (¿hace ocho, nueve meses?), todos revisaban sus computadoras y cargaban de información sus discos duros, listos para encerrarse durante el tiempo incierto que indicaran las políticas de Sana Distancia. Entonces apareció Zamani, quien recién terminaba su servicio social. Siempre sonríe mucho, ahora traía un entusiasmo insultante.
—¡Qué tiempos estamos viviendo! —saludó exaltada.
Y había en la oficina tantos rostros neuróticos o vacilantes, que agradecí la insolencia. Su sonrisa me emocionaba: se estaba sintiendo parte de la historia. Estaba a punto de entrar a la cuarentena como en China, España y Reino Unido; esos rasgos comunes que tenía con el resto del planeta por usar el mismo iphone o adorar al mismo Harry Styles ahora alcanzaba su cumbre mayor: estaba a punto de compartir con el mundo la intimidad del miedo, el fastidio, el reto de la resistencia en el encierro.
Por alguna razón pensaba en el inicio de la Primera Guerra Mundial. No que las tropas fueran a la guerra exultantes de alegría, pero sí había cierta ansiedad por empezar a participar de La Historia que habían aguardado durante veinte años, así ésta fuera trincheras, tanques y gas mostaza (pero aún no lo sabían). La pandemia del covid-19 podría parecerse a la Gran Guerra porque esboza el rostro del siglo, pero también porque se trata de un acontecimiento que, sin saber que vendría, todos de alguna manera la esperábamos.
George Steiner habla de este presentimiento de inicios de siglo XX que iría acumulando ansiedad social, hasta que la guerra se considerara como una consecuencia casi natural:
Alrededor del año 1900 se registró una terrible tendencia, es más aun, una intensa sed por lo que Yeats iba a llamar ‘la marea teñida de sangre’. Exteriormente brillante y serena, la belle époque estaba amenazadoramente demasiado madura. Anárquicas compulsiones estaban llegando a un punto crítico por debajo de la superficie del jardín. Nótense las proféticas imágenes de peligrosos subterráneos, de fuerzas destructoras listas para surgir de los sótanos y las cloacas, fuerzas que obsesiona la imaginación literaria desde la época de Poe y Los miserables hasta la Princess Casamassima de Henry James. La carrera armamentista y la creciente fiebre de los nacionalismos europeos fueron, según me parece, sólo síntomas exteriores de este malestar esencial. El intelecto y el sentimiento estaban literalmente fascinados por la perspectiva de un fuego purificador.
George Steiner, En el castillo de Barba Azul, 1970,
¿Por qué esta descripción semeja la pandemia de 2020? Porque así como bajo el relumbrón de la Bella Época se engendraban los horrores de la guerra, en el siglo XXI y bajo un entramado friendly de soportes tecnológicos, ted talks, redes sociales, acuñación de ideas que aspiran a filosóficas como la superación personal, el mindfullnes, las microdosis de lsd o la elevación del estatus de mascotas a progenie, se construye el individualismo, el narcisismo, la alienación, la depresión y la ansiedad crónicas, que en perspectiva parecerían requerimientos deseables para el encierro de 2020.
A muchos no les gusta la metáfora de la pandemia como guerra —la batalla contra el coronavirus, dirían los medios—, la comparación obedece más a su naturaleza de presagio: una sociedad mundial se preparó arduamente, desde el primer chat y la primera fantochada individualista, para hacer suyo el aislamiento, la aversión a los otros, la absorción de las pantallas, las islas que entrecruzan información sin terminar de comunicar algo íntimo y real (porque hasta lo íntimo y real están cifrados en una infografía estilo la película Soul).
¿Para qué no estábamos listos? Especulo: para la sobreinformación. No sólo los mensajes de productividad que van en declive, porque vamos teniendo claro que la competitividad y la excelencia son argucias de los dueños de los capitales. Pero hay más sobreinfomación: desde luego, los datos ciertos y erróneos sobre el virus, síntomas, riesgos, prevenciones, vacunas. Y sobreinformación de las acciones de los gobiernos, todas deformadas por el cochambre político de cada región y cada país. Pero también la sobreinformación de cómo sobrevivir y sobrevivirnos en tiempos aciagos. Webinars sobre verificación de datos, tutoriales de pensamiento mágico y acondicionamiento físico, newsletters con reflexiones woke, charlas de teatro, cine, literatura, antropología, historia, filosofía; infografías sobre cómo dormir, cómo despertar, cómo transitar con cierta destreza entre sueño y sueño. Entre todo eso, la información que nos compete íntimamente se difumina: ¿Cuándo volveré a abrazar a quien quiero? ¿Regresará el ocio del café sin que me preocupen los que me rodean? ¿Se acabaron los besos? ¿Las películas y las novelas y las series y los comics de los siguientes años agregarán personajes encapsulados tras sus mascarillas? ¿Qué tan cercana será la persona más cercana que se me muera? ¿Y si muero yo?

En diciembre
Busco a Zamani para saber de sus tiempos interesantes. Me comparte un diario de pandemia que hizo y que, de nuevo Primera Guerra Mundial, en algo recuerdan las cartas que los soldados enviaban a sus familias, en las que daban testimonio de los horrores de los enfrentamientos. Por supuesto que no se puede comparar la violencia de la trinchera en 1915 con un tedio rodeado de gadgets, mascotas y libros que acompañan el confinamiento actual, pero podrían ser equivalentes por el registro del presente y acaso la intuición del futuro.
Sobre la incertidumbre dice:
Me emociona como pocas veces en mi vida. Se siente como un cosquilleo novísimo en el esternón, en la parte anterior de los globos oculares, en el aire que retoza encandilado. Por primera vez todos, todos los que corrimos por las calles y vomitamos en el tiempo, todos, nos damos de airosa jeta contra la titánica e impávida incertidumbre. ¡Ja! Ahí está, magnífica, hermosa. Pero es gracioso porque siempre ha estado ahí, poblando cada rincón de nuestros minutos, puede que siendo incluso más eterna que dios. Por eso nos esforzamos tanto, tanto tiempo: hacer planes, llenarnos las manos de actividades que apaciguen, no… que enmascaren a la gran terrible. Ah, ¡y sí que íbamos con vuelo!
Y también le da vueltas a su ansiedad:
…de la nada soy precipitada al silencio que envejece frente a mis ojos y al titán del tiempo que a mi me dijeron que es relativo. Intentas bordar con los pulmones un poco de sentido en la existencia. En este punto, normalmente ya estoy tumbada en el suelo con el techo que me contempla contemplarlo desnuda durante horas (insisto, relativas). Poquitas veces, cuando pienso de más en la posibilidad, germinan remolinos entre la tirantez de mis dientes como si germinaran brotes de alfalfa. Y la ansiedad me nombra, me molesta la ropa, me molestan las puertas, me molesta mi cama. Entonces el refrigerador dice: ven, seamos amigos. Y antes yo le respondía: bésame, voy. Por suerte, ya no. Si acaso ya solo preparo algo que fumar.
Pero más me sorprendió el pequeño acto de contrición de Zamani por su entusiasmo de marzo: me cuenta que en esos tiempos se había tatuado un caballo del pintor alemán Franz Marc, quien murió justo en la Gran Guerra. Al inicio Marc estaba a favor de la contienda, pensaba que era una forma de purificar el alma enferma de Europa, “una guerra contra el enemigo interior e invisible del espíritu europeo”, escribió en una carta. Un año después, la visión de Marc cambia. En otra carta, para la esposa de su mejor amigo, quien ya ha muerto en la guerra, describe a la guerra como «la trampa más cruel en la que nos hemos abandonado los hombres».
Así también, en un audio de whatsapp, Zamani me cuenta una resignificación sobre su confinamiento, su aprendizaje del año:
Creo que lo que más he aprendido es sobre la incertidumbre, la soledad y la paciencia. Y humildad, mucha humildad, porque ahora ya no puedo decir que somos grandiosos e importantes, que qué padre que estemos viviendo un momento histórico. Los momentos históricos ocurren todo el tiempo y somos muy ciegos a veces para darnos cuenta. El momento histórico está siempre ahí. También hay humildad en el sentido que nosotros hemos causado esto, la destrucción el planeta, el consumo, destruirnos a nosotros mismos. De pronto nos creíamos todopoderosos y un bichito nos tira al suelo como humanidad. Entonces aprendes la humildad, que lo único que puedes hacer es asumir tu insignificancia y a partir de ella comenzar a tratar de ser un engranaje honesto con el resto de lo que te rodea.
Aquí seguían un par de citas de Giorgio Agamben de su ensayo «Qué es lo contemporáneo» en el que revisa esa materia ambigua, inasible, del presente y más cuando se piensa con un sentido histórico, pero ya se alarga mucho el cuento y debo ir a preparar la cena de fin de año. Sólo dejo la cita con la que Roland Barthes compendia alguna idea de Nietzche: «Lo contemporáneo es lo intempestivo».
Se acerca el intempestivo 2021. Supongo que a cada uno de nosotros nos corresponde decidir de qué forma somos contemporáneos a él.