
El 3 de mayo se derrumbó el metro. Se venció el puente entre las estaciones Olivos y Tezonco de la línea 12, y el andén se precipitó en una V que sería espectacular si no supiéramos que ahí murió gente (25) y varios más quedaron heridos (38), muchos de gravedad. De inmediato vinieron los reclamos contra los políticos de izquierda —hay que llamarlos de algún modo— que permitieron la construcción deficiente del puente; también los fans del oficialismo urgieron en no politizar el desastre.
Al otro día, entre las crónicas y notas, sobresalió la entrevista de la plataforma Ruido en la red a un joven en situación de calle, Miguel Córdova Córdova, quien se preparaba para dormir cuando sintió el «cimbradero grande, y se vio cómo el metro se vino hacia abajo en dos, se hundió».
Miguel es de Tabasco, tiene una década en la Ciudad de México y se gana la vida recogiendo envases de pet que luego vende en La Polvorilla, por los que consigue 20 o 30 pesos diarios. Come en un comedor comunitario que le cobra 11 pesos por el menú y duerme con sus compas bajo el puente de Olivos o Tezonco; «ésta es mi zona», explica.
Lo que siguió parecería insólito si no se tratara del ocio y la ansiedad de debate de las redes sociales: a muchos les extrañó que la expresión de Miguel fuera clara, ordenada, concisa, incluso con el color y la elocuencia de un buen cronista. A otros les molestó que a los primeros les extrañara la buena expresión de Miguel. Empezaron las discusiones en torno al clasismo que impide imaginar que un muchacho que vive en situación de calle pudiera ser tan buen narrador como Miguel. Y ya se sabe lo que pasa después en Twitter: enojos, reclamos, comparaciones, papers, infografías y toda la parafernalia que pretendía caracterizar, para bien o para mal, con o sin prejuicios, a Miguel y su testimonio.
Algún tuitero con ambiciones filantrópicas ofreció dinero a quién encontrará a Miguel. Quería darle chamba, «»trabajo y dignidad», lanzó con esta suficiencia de quien busca convertir a los desarraigados en personas de bien. Alguien más lo localizó —diario veía pasar a Miguel por su tienda— y propuso que los ocho mil pesos del rescate fueran directos para Miguel. El debate se fue para otro lado: ¿Está bien ofrecerle un trabajo a Miguel? ¿O habría que respetar su forma de ganarse la vida, que aun modesta es algo con lo que está conforme, luego entonces, por qué no dejarlo en paz? Para algunos es necesario que Miguel se incorpore a las bondades del sistema y tenga un techo seguro, sueldo, mejor alimentación, pero también, porque así es el sistema, le tocaría disciplinarse a una rutina con patrones condescendientes, que crean que él debe vivir agradecido por la oportunidad. Otros preferían que se le dejara en paz: claro que estaría bien ayudarlo, pasarle una chamarra o unas cobijas, preguntar qué se puede hacer por él. Pero respetar su forma de vida y no obligarlo al orden que el sistema tendría contemplado para él.
Entre la urgencia clasista de unos y la pretensión anarquista de otros se va configurando un personaje que presentíamos pero no esperábamos: Miguel Ángel Córdova quien, alejado de ambos polos, no tiene más objetivo que sacar el día a día, y que con su hablar mesurado y hasta elegante convive con sus compas mientras rolan la pacha o la torta que consiguieron para cenar. Lo interesante es lo que sugiere Miguel. Porque más allá del clasismo o la compasión woke, Miguel posé otras características, también tan ambiguas o tan imposible de fijar, que le llamaría fotogenia o personalidad.
La fotogenia, el concepto que se inventaron los cineastas franceses de hace un siglo y que se ha quedado para premiar en los concursos de belleza a la muchacha que retrata mejor. Jean Epstein la describe como “cualquier aspecto de las cosas, de los seres, de las almas que aumenta su calidad moral a través de la reproducción cinematográfica”. Una persona que pudiera no ser muy agraciada físicamente, al ser fijada en la fotografía o el cine podría detonar expresiones notables de hermosura, temple o bondad, hasta valores menos queribles pero también poderosos: fealdad, mezquindad, perversión. Por supuesto que todas estas características son relativas y donde algunos vemos un símbolo sexual otros pueden hallar irrelevancia, pero algún consenso acuñado por la norma audiovisual nos permite coincidir en calificar a Brigitte Bardot de hermosa, a Sylvester Stallone de temerario o a Will Ferrell de sangrón.
Miguel tiene esta fotogenia muy a su modo: muchacho menudo, delgado, de hablar reposado y disciplinado, que no repite muletillas como los jugadores de futbol, que se antojaría pasar la noche bajo el puente con él para escucharle alguna buena historia —debe ser un buen narrador — o alguna sentencia liviana, de fatalismo o sentido común. Miguel es elocuente pero mucho más: la entrevista lo revela como un buen cronista, alguien con una inteligencia y una expresión incluso poética, y eso desconcierta o irrita o asombra según de qué lado del clasismo o el progresismo te encuentres.
Miguel me recuerda a John Bubber, el personaje que hace Andy García en la comedia Héroe por accidente de Stephen Frears (1992). Un héroe anónimo (Dustin Hoffman malencarado) rescata a los pasajeros de un avión que cae en llamas, pero por requiebros de la anécdota le adjudican la hazaña a Bubber, vagabundo con carisma, a quien se le convierte en personaje mediático por su capacidad de ternura, empatía o liderazgo, mientras el verdadero héroe queda en penumbras. Más allá de los méritos, lo que se premia, lo que sorprende, es el carisma —la fotogenia— del anónimo súbitamente descubierto y encumbrado como representación de ciertos valores que necesita la sociedad.
Miguel no rescató a nadie pero tuvo la suerte de ser entrevistado del mejor modo, y de dar su testimonio, de narrar su historia, con gran emotividad. Eso es lo que extraña o admira: lo que vuelve un personaje sobresaliente y persuasivo. El riesgo es que con esta proyección, Miguel pudiera quedar envuelto en la feria de las vanidades virtuales, que todo mundo corra a buscar más testimonios de él e incluso que quieran encumbrarlo como una suerte de influencer de los desposeídos. Me gustaría pensar que Miguel tiene la inteligencia suficiente para saber que el valor más genuino está en sus negocios de pet, en la relación con sus compas bajo el puente, lejos de las veleidades que discuten las tribus ociosas de las redes sociales. Y ojalá esta proyección insólita le permita por lo menos conseguir el varo que prometió la filantropía tuitera, quizá alguna oportunidad de que sus 20 o 30 pesos diarios puedan crecer y darle espacios más holgados para mirar, contar, vivir; esas cosas que al parecer se le dan muy bien a Miguel.
El agregue: en lo que buscaba alguna imagen de Miguel encontré la entrevista de más de 40 minutos que le hizo Ruido en la Red. La crónica de cómo se consiguió la entrevista implicó un estira y afloja acre sobre la ética de acosarlo, o la avidez / la vocación de conseguir la exclusiva. En la charla Miguel confirma los supuestos: habla chontal, maya, zoque, zapoteca y mazateco, es lector de historias antiguas, de Sor Juana, de Teresa de Ávila «y no hablando de religión, sino literatura», y ahí se entiende mucho de la elocuencia. Pero su historia es digna de película, una vida nómada por los rumbos de Texcoco, Salamanca, Monterrey, Tijuana, una picaresca en la que prefiere apostar por la discreción, en la que como todo pícaro, de pronto se atreve a la moraleja. Por ahí también apareció en Facebook un hermano que lo busca desde hace siete años. Parecería una historia que apenas empieza, de no ser porque las redes encienden y sofocan las historias con el mismo capricho del nuevo meme o el nuevo tik tok cagado.