
Se supo que habría una tercera temporada de la serie del Luismi —y qué bueno porque la segunda les quedó pinchita— y que abordaría el momento en que se planea la misma serie. Los memes hablaban del Luismiverse, en el que el Luis Miguel real se encontraba con el Luismi ficticio, que como además era Diego Boneta se encontraba con otro Diego Boneta de ficción. Yo pensaba más en el Quijote comentando su propia historia con el bachiller Sansón Carrasco, al inicio de la segunda parte de sus aventuras.
Pero donde el caballero y el bachiller disertan el éxito de una novela pergeñada por un moro que «los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran», acá un Luismi alcohólico, abotagado, una máscara de bótox de sí mismo, confronta su historia frente a productores, guionistas, marketeros audiovisuales que miran al ídolo como ahora veríamos a la tortuga más longeva de las Islas Galápagos, o a un dinosaurio despistado que no tuvo noticias de su extinción.
Nada más incómodo que Luismi queriendo contar cómo conoció a Michael Jackson en Corea mientras los audiovisualeros lo confrontan con lo que duele: verse cantando «La Malagueña» a los doce años. El divo rechaza el video con un gesto agrio, avergonzado de sí mismo. Más adelante intenta hacer las paces con su hija (no lo logra) y ella le pregunta por la serie. Él apenas hace un gesto fastidiado.
Luis Miguel no quiere mirarse a sí mismo porque hay pocas cosas dignas que mirar. El brillo está en su voz prodigiosa, su olfato para cantar lo que el público necesita, la habilidad de diseñar un andamiaje de elegancia y sobriedad que le da un aura inalcanzable, todo él un ejercicio aspiracional de imposible imitación. Detrás de la fachada está el desbarajuste de una vida mediocre: un sujeto incapaz de mantener los afectos con sus hermanos o su hija, un pitofácil compulsivo que no sabe distinguir una novia de la otra, la gallina de los huevos de oro que se deja defraudar por una corte de empresarios de cartón piedra, una víctima autorevictimizada, que ha hecho del maltrato que sufrió de niño un destino sombrío, pero también pretexto para una vida displiscente y en aislamiento.

En paralelo a la historia de cómo se crea la serie se cuenta su romance con Mariah Carey, que pudo haber significado su ingreso a los mercados gringos y su encumbramiento como ídolo de alcances globales. Pero Luismi no se siente cómodo interpretando a El Zorro para una película, y rechaza el dueto que hace con Mariah porque el productor David Foster le ha agregado un chafísima efecto de autotune. Al final, giros argumentales aparte, a Luis Miguel le da el jamaicón y rechaza el proyecto The Great American Songbook y prefiere concentrarse en la música vernácula mexicana y lanzar México en la piel. Desde esta línea argumental se cuenta la historia de un intento y un fracaso, Tony Manero cuando no se atreve a saltar a Nueva York, varios de los futbolistas mexicanos que probaron suerte y no lograron triunfar en Europa.
Junto con esa trama, los últimos dos capítulos están plagados de mensajes. Don Quijote y Sancho argumentan los errores que se han visto en la primera parte de su historia; Luis Miguel revisa su propio cuento y opina sobre sus villanías o carencias. El penúltimo capítulo es un homenaje al padre. Inicia con una evocación aventurera, muy Los años maravillosos, de Luisito Rey y Marcela Basteri, ambos muy a go-go —camisas psicodélicas para él, minifaldas y botas altas para ella—, y apenas y deja presentir al manipulador homicida y a la mujer que perderá su fragancia, hasta literalmente desaparecer.
Al cuento sobre el romance de los padres, el nacimiento y el descubrimiento del niño cantor, lo cierra Luismi con lapidaria descripción, que parece enfrentar a quienes hicimos de Luisito Rey el villano favorito de 2018: «No les puedo decir que fue una buena persona, tampoco les puedo decir que fue un buen esposo y menos un buen padre. Pero lo que les puedo decir es que él fue el primero en creer en mi (…) Mi padre me dio lo único que tengo. Él me dio la música». Sobre la madre, escenas después, apenas comparte con su hermano la foto de la actriz que la interpretará.

Otro mensaje, más revelador, ocurre en el último capítulo. El primer esbozo ocurre cuando Luis Miguel corre al tramposo de Patricio Robles y en su rabia le aclara: «Mi único manager se llama Hugo López. Vuelves a decir que eres mi manager y te mato». La declaración se complementa con algunos de los momentos más simples y notables de toda la serie: después de tomar sus pastillas de hombre achacoso, Luis Miguel mira fotos donde está con Hugo, la persona con quien supo tener más confianza, con quien se pudo sentir a salvo.
Si el periodismo del corazón y los locos de los recaps buscan un Rosebud para Luismi, deben encontrarlo en Hugo López, figura paterna que sustituye con paciencia y pragmatismo la voracidad de Luisito Rey. Luis Miguel comparte su Rosebud con quienes lo hemos acompañado durante su vida y hemos sido, a la par de él, niños sobreestimulados, adolescentes impulsivos, hombres o mujeres ambiguos en nuestras emociones, con nuestras cargas de demasiadas derrotas y algún acierto a cuestas.
—Hablamos del Luis Miguel cuando era un niño, de nuestros recuerdos, hablamos de este que tenemos ahora que es un hombre, un tipazo. ¿De los cincuenta? —le pregunta un periodista al Luis Miguel ochentero.
—No sé cómo seré a los cincuenta. Supongo que seré un hombre muy divertido, tendré mucho qué contar —responde.
¿Cómo seremos a nuestros cincuenta? Hay una generación que vivió bajo el experimento mediático de los grupos y los artistas infantiles, que fue acompañada en su adolescencia y juventud por telenovelas gazmoñas, chismes de noviazgos, discos tan prescindibles como memorables, bodas y divorcios de los famosos que tuvieron su equivalencia en nuestras bodas y divorcios, y que ahora nos abismamos al medio siglo con las pastillas en el buró que toma Luismi, con penosas actuaciones en un palenque porque de alguna manera hay que sobrevivir al engaño del dispendio y la precariedad.
El mensaje de la tercera temporada de Luis Miguel se cifra en este medio siglo y propone hurgar entre recuerdos, en la foto más escondida —si se puede, la que logramos no publicar en Facebook— para hallar el hilo perdido de la trama, la fisura que al inicio no percibimos tan honda y en la que quedamos atorados entre las grietas y los abismos.
Una última semejanza entre el caballero y el cantante: el primero suelta aquella disertación entre historia y poesía: «uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna». Y sin saberlo, sin quererlo, Luis Miguel parafrasea desde un mucho menos elocuente tuit:

Luis Miguel la serie termina con el momento chafa y abetunado del divo cantando «La Bikina». Siguen créditos finales con «Cuando calienta el sol». Y esta canción, inesperadamente, se vuelve reflexiva.
La mejor columna que te he leído, y vaya que siempre te he admirado, amigo. Lo sabes. Abrazos