
El año pasado se estuvo moviendo mucho Exhalación, segundo libro de cuentos de Ted Chiang editado por Sexto Piso, que fue todo un éxito. Cuatro o cinco conocidos de distintos ambientes me lo elogiaron desmesuradamente. “Es como ciencia ficción o como filosofía pero también es como otra cosa”, me explicó alguien con mucha precisión.
Ted Chiang es neoyorquino de ascendencia china, ha ganado premios Hugo y Nébula pero eso importa poco; más interesante es saber que su cuento “Story of Your Life” es el germen de la película Arrival de Denis Villeneuve (2016), esa en la que Amy Adams se comunica con extraterrestres que trazan círculos que parecen manchas de taza de café, y que de refilón lanza un par de ideas valiosas sobre la comunicación y el lenguaje.
Las ideas que tenemos de la ciencia ficción —literatura especulativa, le gusta ahora que la llamen— son extremas: o la utopía de una tecnologización asombrosa a la Verne o Asimov, o el desastre apocalíptico de Philip K. Dick, Ballard y demás compas. La segunda idea es más recurrente, en tanto las sociedades y el planeta se van volviendo un desastre y la idea del progreso parece más amenaza que oportunidad. Chiang propone una tercera veta, más cercana de nuestra realidad: la relación de lo tecnológico con lo cotidiano, al estilo de la serie de televisión Black Mirror. Pero mientras la serie se engolosina en apantallar con la distopía oculta tras un control remoto de televisión [La futurofobia, describe Héctor García Barnés: «los episodios parten de la idea de que hay algo oscuro en el ser humano, que va a hacer el peor uso de las tecnologías”], las propuestas tecnológicas de Chang no implican de manera necesaria la destrucción de lo que conocemos como humano. Sí piden, en cambio, una transformación de nuestros paradigmas mentales y emocionales, ahora que computadoras, gadgets y virtualidad se agregan a tecnologías previas, como la lectura y la escritura, los motores de vapor o el cinematógrafo.
El tema recurrente de los cuentos de Chiang es cómo se actualiza una tecnología, y cómo este proceso modifica —y en paradoja, consolida— nuestras conciencias. El cuento más largo, “El ciclo de vida de los elementos de software” presenta a los digientes, mascotas virtuales programadas por la compañía Blue Gamma, que hacen pensar en los viejos tamagochis. Inicia el relato con el momento de esplendor de estos bichos y después se precipitan a la decadencia, pues la competencia crea otras mascotas virtuales más sofisticadas. Los dueños de los digientes Blue Gamma deben educarlos y defenderlos cuando se hacen obsoletos, buscan alternativas para mantenerlos vigentes y desde ahí descubren que en realidad están haciendo labores de crianza.

En “La ansiedad es el vértigo de la libertad” los prismas de la Pasarela Intermundos Maximizada permiten reconocer vidas alternas a la propia (cómo habría sido mi vida de haber estudiado otra carrera, si me hubiera casado con otra persona, si hubiera aprovechado aquella oportunidad de trabajo), pero esta tecnología es un prototipo beta que pide demasiados recursos (más o menos lo que pasa cuando tenemos el celular con datos prepagados); de ahí la prudencia en elegir qué vida alternativa queremos revisar en los prismas, y la obsesión por lo limitada de la elección se vuelve en sí misma un proceso de ansiedad y adicción (¿cuál de mis vidas alternas vale la pena revisar? ¿qué vida alterna hubiera preferido tener?), que frustra a los personajes y los obliga a adaptarse (sucumbir, sobrevivir) al ritmo del aparato todavía perfectible.
Pero capaz el cuento más importante sea «La verdad del hecho, la verdad del sentimiento», que contrapone una historia contemporánea con otra que habría ocurrido hacia los años cuarenta del siglo XX.
En la primera historia, un periodista indaga los dilemas éticos que provoca la tecnología Remem, que registra en video todo lo que se ha vivido, de tal modo que uno puede revisar y entretenerse, embelesarse, recobrar la presencia de muertos queridos, pero también analizar, confirmar, validar acuerdos, revisar discusiones o desbrozar malos entendidos: tener certidumbre de lo que ocurrió. El Remen lo pueden usar los novios para atestiguar los momentos en que empezaron a enamorarse, pero también los abogados para temas legales. El periodista revisa este Remen para resolver un altercado que tuvo con su hija, y que ha enrarecido su relación con ella desde hace muchos años.
Mientras que en el pasado, en el territorio de los tiv, el joven Jijingi conoce a un misionero que le presenta un objeto alucinante: «le pareció un trozo de madera pero luego se abrió en dos y Jijingi se dio cuenta que era un fajo de papeles fuertemente ceñidos». Este objeto, el libro, lleno de marcas que se copiaron de un manuscrito más antiguo, y de otro aún más antiguo que viene de otro de mayor antigüedad, ha fijado la ascendencia de todos los seres humanos hasta llegar a Adán, el primero de ellos.
En ambos casos, el conflicto está en la ética de preservar la memoria, sea en los sistemas digitales de Remen o en el fajo de papeles, el libro y la escritura, que Jijingi aprende a manipular. Y acá vendrá la distinción de las comunidades tiv que Jinjigi explica al misionero:
Nuestro idioma tiene dos palabras para lo que ustedes llaman «verdad». Existe lo que está bien, mimi, y lo que es exacto, vough. En una disputa los interesados cuentan lo que consideran justo; dicen mimi. Los testigos, sin embargo, prestan juramento para contar exactamente lo que sucedió; dicen vough. Cuando Sabe [el patriarca] ha escuchado lo sucedido puede decir qué acción es mimi para todas las partes. Pero si los interesados no mientes por no decir vough, siempre dicen mimi. (p. 213)
Las repercusiones entre una verdad mimi o vough podrían equipararse a la fake news que se amolda a nuestros intereses, prejuicios o deseos, contra la información verificada e inflexible del periodismo más profesional. Pero al mismo tiempo, el rigor del vough —del dato duro, decimos ahora— podría hacer perder un mundo mimi de matices, argumentos, posibilidades de una historia, contra el vough que se arroga como único. Chang parece preferir la rigidez del vough, imagino que porque escribe en tiempos cercanos a Trump y a la corrupción de los argumentos imaginados, exagerados, inventados. Pero el hecho de indicarlos revira la idea de la verdad a territorios más complejos: no todo lo que es medible es cierto; menos cuando la certidumbre es medida por dispositivos —lengua, escritura, media, gadgets— que constantemente se transforman y confirman o anulan.
Si estos cachivaches que imagina Chiang fueran perfectos (si existiera, otra utopía, la perfección tecnológica), no habría cuentos (o serían cuentos distintos: macabras reproducciones de las distopias clásicas del género de ciencia ficción). Los cuentos de Chiang tratan de la actualización del desarrollo tecnológico, y cómo ésta modifica comportamientos, ideas, valores. Adquirir tecnología es adquirir nuevas formas de ética y pensamiento. Asumir su constante perfeccionamiento también pide de nosotros una evolución que nunca será plena: siempre habrá un desarrollo posterior que cancele lo que hasta ahora usamos y pensamos, lo que conocemos de quiénes somos.
Chiang no habría podído imaginar estos cuentos sin estar inmerso en el carnaval mercadotécnico de las actualizaciones tecnológicas de los IOS, Androids, apps, herramientas de buscadores o redes sociales, renovaciones que nos desencajan porque cada una de ellas implica una nueva reformulación —reconfiguración, usemos las palabras de ahora— de quiénes somos, qué hacemos, cómo nos relacionamos con nuestros entornos contemporáneos.
Chiang es el cuentista de la tecnología en perfeccionamiento voraz, y de los humanos que transitamos en ese constante asedio de la renovación, con la incertidumbre que provoca en los hábitos tecnológicos que somos.