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La ingenuidad de la Mujer Maravilla

wonder-woman-movie-2017-gal-gadot-images.jpgSi algo me cautivó de La Mujer Maravilla (Jenkins, 17) fue su naive. La Princesa Diana vive en un estado de gracia hasta que ve caer un aeroplano en el mar increíble, esa escena poderosa por su absurdo y su presagio. Antes, el mayor conflicto de Diana era aprender los rigores de la formación atlética espartana de las amazonas. Frunce el ceño el feminismo si sugiero que aquél era un mundo de privilegios porque no hay hombres contra los cuales lidiar, ni pobreza a la que sobrevivir, ni ideas de opresión contra las cuales pronunciarse.

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La violencia, la destrucción, la noción de la injusticia, llegan justo con el aeroplano de Steve Trevor, y así de horrendos debemos ser los onvres: con él también le llega a Diana la curiosidad por el aviador-espía, la incertidumbre de quién es este otro, y si me excedo agrego: el enamoramiento, la atracción sexual. Pero la princesa Diana tiene clara su misión: vencer a Ares, dios de la guerra, para restaurar la armonía y la paz.

Lo que sigue es zozobra. Importa poco si Trevor desmantela el arma secreta de los alemanes, o si Diana da las muestras de superheroína que DC le pide. Lo que angustia, pero también da sustento al resto de la película, es qué pasará cuando Diana sepa que Ares, la guerra y el mal, son fuerzas superiores a su buena voluntad, que su entusiasmo para desfacer el entuerto (quijotada obvia) y recobrar el equilibro será vano, que una realidad más grande a su gallardía o su perseverancia podría doblegarla, porque el mundo real, y peor, el mundo real de la guerra, es inclemente, indiferente a la mejor voluntad.

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El idealismo de Diana hace agua por todos los costados, pero se mantiene por el naive de la protagonista. ¿Por qué funciona la Mujer Maravilla donde otros superhéroes no? Por este optimismo casi demencial: nada más conmovedor que verla liderear a la banda de amigos forajidos de Trevor, ellos sí arruinados por la guerra y el peso de los tiempos. Una mujer impetuosa guía al oscuro mundo de Johnny Got His Gun (Trumbo, 71).

Ahí es cuando el candor de vencer a Ares y restaurar el orden adquiere una fascinación que no había visto en los relatos de superhéroes de las últimas décadas: hijos de la reinterpretación darkie del Batman de Tim Burton, los superhéroes son escépticos, conscientes de que el Mal es infinito y hay que enfrentarlo porque no hay de otra. La Mujer Maravilla, en cambio, es hija del Superman de 1978 de Richard Donner: una divinidad superdotada que llega a la Tierra a asombrarnos, a ayudarnos a hacer del mundo un lugar mejor.

¿Y al final se destruye el idealismo de la empeñosa Diana? Ahí es donde el spoiler frena el tecleo. Pero la película resuelve su maravilla desde una moraleja que semejaría el final de The Dark Phoenix, el comic de los X Men y Chris Claremont: que ella, que pudo haber vivido como Diosa, prefirió salvar al mundo al entender lo humano. La humanidad imperfecta, la verdadera némesis de la princesa Diana, también la salva y le permite mantenerse poderosa, quien sabe si con menos candor, para la continuación de su saga.

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18 mujeres que deben de salir con un emprendedor

perfiles-de-consumidores-pareja-hipsterMe he vuelto receloso de las listas porque les hago mucho caso; no debería confesarlo pero suelo darle copy-paste a las 10 Formas de Ser Feliz, los 15 Tips Para Mostrar Seguridad y las 20 Oportunidades Para Ganar Dinero, consejos que con el tiempo me han hecho más desgraciado, inseguro y pobre, no necesariamente en ese orden.

Después aparecieron los blogs-pensamientos —no se me ocurre cómo llamar a esta versión cibernética de los pergaminos del metro Balderas— sobre por qué debes enamorarte de una mujer que lee, después de una mujer que no lee, después de una mujer que a veces lee y a veces no, y las variaciones se hicieron tan infinitas como ocupaciones, gremios y vertientes de pensamiento de la corrección y la incorrección política: de post en post hemos ido aprendiendo que no hay nada mejor que enamorarse de ingenieros, comunicólogos, actrices, astronautas, trabajadoras sociales, amantes de los perros, de los gatos, de los cuyos, de los hermanos mayores y los hermanos menores, de blancos, negros, orientales y todo lo que pueda caber en un videoclip de la inclusión. Los hermanos de en medio, por ejemplo, no.

Entre estas formas de sabiduría redsocialera, se me aparecieron las 18 cosas que debes saber antes de andar con un emprendedor. Yo siempre he admirado a los emprendedores porque son sonrientes y se peinan con estilo, porque tienen respuesta para todo y saben qué tipo de zapatos usar, cosa en la que también me he sentido incapacitado. Corrí a leer y a enterarme, no que pudiera emular a tan dinámicos personajes, pero sí aprender cómo es la vida cuando Pierdes El Miedo y Amas Intensamente Lo Que Haces. Y que encima, y por eso, las chicas se vuelven locas por ti.

Según el artículo, los emprendedores leen sobre negocios y desarrollo personal porque les gusta ser mejores personas. Siempre piensan en dinero pero porque es una estrategia que los ayuda a ser mejores personas. Tienen su tiempo perfectamente planificados y no lo desperdician en cosas «que no sean disfrutables o productivas» (ahí entra mi angustia de que quizá no leerán este blog). Viven para conseguir metas que los hacen mejores personas. Trabajan mucho más del horario de oficina  con tal de perseguir su sueño, como cualquier oficinista promedio, pero con la diferencia de que eso les ayuda, claro, a ser mejores personas. No les gustan las personas flojas (amargo aceptarlo, pero en 2017 seguimos existiendo las peores personas) y lo siguiente da pereza seguirlo glosando, excepto los puntos que se refieren al amors, que era de lo que se trataba este post emprendedor.

Según entendí, lo que buscan estos muchachos es alguien que: 16) les recuerde que hacen demasiado (y los proteja del burnout); 17) que sea buena para cuidarlos, darles su espacio, perdonarlos y divertirse y 18) que sepan que a pesar de todo lo anterior, el emprendedor piensa en su pareja. «Tu amor y dedicación significan más para nosotros de lo que podrías imaginar», remata el artículo como verso de britpop.

En el ocio que me permite no estar tan apurado persiguiendo mis sueños, hice inventario de novias-amantes-ligues que se hubieran aventado el paquete de seguirme el paso emprendedor. Imaginé la mirada comprensiva de una, la voz de aliento de otra, los post-its en los pizarrones de corcho que garrapateó alguna más. Acepto que volví a enamorarme un poco de todas y cada una de ellas, pero ninguna logró terminar el cuadro (sorry, chavas, si alguna de ustedes todavía me lee). Y mientras sus modestos esfuerzos se iban difuminando, una presencia se hacia más y más definitiva. Que me confortara porque ya hice demasiado, que me cuidara, me perdonara, me divirtiera y supiera que es importante mi escaso amor y dedicación… pues mi mamá.

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Pienso que sólo mi mamá aguantaría mis lecturas empresariales y se abstendría de decirme que no mame, que qué hago con otra biografía de Steve Jobs; que sólo ella me tendría paciencia para escuchar mi proyecto laberíntico de apps y redes que nunca se sabe cómo pero logran cambiar el mundo, que me vería reguapo dando ted talks sobre el cúmulo de aprendizajes que he tenido, y que me llevaría cafecito con leche en las trasnochadas de pergeñar modelos de negocios con una sonrisa indulgente y pantuflas.

No podría imaginar otra mujer, que no fuera una madre, capaz de aguantar el narcisismo tan mesiánico, autosustentable y frágil de un emprendedor. Cuando oreé la idea en tuiters alguien me sugirió como equivalente posible a una chica high maintenence. Un foro de Word Reference me la describió como «‘exigente’ con connotaciones de neurosis». De inmediato se me aparecieron los instagrames compulsivos de platillos caros, hoteles caros, amaneceres caros y vidas simples caras. Entre los perseguidores de sueños y las ganas de vivir plenamente (pero caro), todo empezó a hacerme sentido.

También me dio la urgencia de hallar un artículo de cómo enamorarte de los que luego nos fatigamos de perseguir nuestros sueños. O como luego pongo en tuiters: de los que estamos chupando tranquilos.

 

 

 

 

Juan Gabriel antes de Juanga

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Mi Juan Gabriel favorito es el de los setenta, el que cantaban mis padres, mis primos mayores y mis tíos. El Juan Gabriel que todavía no es Juanga, un jovencito que se le miraba como el novio ideal de las chamacas, guapo, bien vestido y mejor portado, del que sólo algunos recelosos empezaban a sospechar una sexualidad polémica.

Este Juan Gabriel es icono absoluto de los setenta mexicanos, esa larga y oscura década que inició el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y terminó con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Años de hegemonía priista, sin contrapesos políticos de importancia, sin rock, ni jóvenes, ni diversidad sexual; con un autoritarismo tieso y una sociedad cooptada por Televisa, desde los programas de Raúl Velasco y Jacobo Zabludovsky.

En estos espacios, Juan Gabriel galvaniza un estilo ramplón y sentimental, de frases pegajosas e inmediatas, pero más amplio, desde ahí reconoce y compila una educación sentimental diferente al trasnoche prostibulario de Agustín Lara o la bravuconería existencialista de José Alfredo Jiménez.

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En Juan Gabriel miran dos marginados: el muy mentado homosexual pero, igual de importante, el payo o provinciano. La condición de provinciano no sólo se trata de llegar a la capital, se agrega el pasmo ante una realidad urbana abrumadora. En los setenta, el provinciano ya no llega a la capital para las parrandas vaciladoras en los cabarets de San Juan de Letrán, como ocurría en décadas anteriores; ahora se les confina en multifamiliares y son motivo de burla por su impericia en el metro y por su forma de cruzar las avenidas, en carreritas humillantes para que el Maverick avance con señorío. La clave en cómico de Juan Gabriel sería La India María, que aparece a la par de las primeras canciones del baladista, pero mientras la María logra ser tan intrépida como los giros del guión se lo permiten, Juan Gabriel se concentra en canciones, sentencias, melodías, rimas y desde ahí desarrolla la sabiduría de la emoción.

A la ironía cosmopolita la enfrenta con honestidad emocional. «No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar», dice en su primer éxito, que coincide con las tribulaciones de quienes lo escuchan: frente a las apariencias, él blande franqueza. Franqueza frágil pero por eso melodramática y conmovedora.

Versos sencillos y francos, que vienen de un código simple: el amor correspondido hace bien, se es feliz con él («Nuestro amor es el más bello del mundo, nuestro amor es lo más grande y profundo»); el amor desdeñado o desengañado provoca dolor y despecho, ante él sólo queda agonizar en el desconsuelo («Yo no nací para amar / nadie nació para mí, mis sueños nunca se volvieron realidad») o lanzar reclamos airados para compensar la humillación («que para amarte nada más / para eso a él le falta lo que yo tengo de más»).

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Aquí se agrega la condición homosexual, que Juan Gabriel no hace explícita porque los tiempos no están para reivindicar diversidades. Juan Gabriel escribe sus canciones al tiempo que el novelista Luis Zapata publica El vampiro de la colonia Roma, y cuando José Joaquín Blanco lanza aquel ensayo bisagra del movimiento homosexual mexicano, «Ojos que dan pánico soñar». En los tres casos, la homosexualidad es transgresión y decadencia, con irremediable final trágico. Pero mientras Zapata y Blanco hacen su obra con conciencia de la visibilización de una comunidad, Juan Gabriel no tiene (ni quiere tenerla) la formación ideológica que le haga entender la identidad sexual como identidad política. Por eso opta por la ambigüedad y los mensajes cifrados. En lugar de afirmaciones, alusiones; en vez de la exhibición, secreto y susurro, romance de alcoba y pasiones sin nombrarse. La franqueza de Juan Gabriel está en la emoción, no en la asunción de sí mismo. «La solución no sé cómo encontrarla / si yo trato de olvidarte y no lo sé». La maravilla (la obviedad) es que este mensaje cifrado le corresponde a cualquier romance, homo, hetero o de cualquier coloratura. Pero si la mirada romántica de Juan Gabriel llega a ser misteriosa o desgarrada, es justo por la pieza del acertijo  -la prohibición de hacer explícita la homosexualidad- que no se sitúa en la cartografía del deliquio, pero que lo barniza en cada verso, coqueteo y arranque pasional.

Hay un equivalente literario de las canciones de Juan Gabriel, es la novela de Luis Zapata En jirones (85) que escribió años después de la picaresca gay El vampiro de la colonia Roma (79). Cuenta el romance entre el narrador Sebastián y A., hijo de familia indeciso entre asumir su identidad sexual o casarse y ser un macho tapatío. La novela tiene dos partes, el diario de Sebastián y después su desvarío obsesivo. Elementos minimalistas -salvo un par de personajes y espacios, Zapata evita nombrar amigos, calles, contextos sociales o culturales- crean una textura narrativa espesa, que anuncia y valida la autodestrucción de la segunda parte. Lo curioso es que esta textura semeja mucho, las letras de Juan Gabriel: «en el amor, me digo, cuando es amor, cuando hay pasión de por medio, sólo se puede perder; no hay otra alternativa» reflexiona Sebastián en las primeras páginas. «Y sólo me queda desearte que seas feliz en el espinoso sendero de la vida que has elegido», fantochea contra la indecisión de A., páginas después, y se parece al «Que seas muy feliz» del Juan Gabriel tardío. El homenaje explícito llega hacia la mitad de la novela, cuando el enamoramiento de Sebastián empieza a convertirse en delirio: «Hoy, en este día, decido, como si la vida fuera una canción de Juan Gabriel, que voy a dejar de quererte. Aunque estoy más convencido de que la vida es una canción de Juan Gabriel que de poder dejarte de amar».

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Para los ochenta Juan Gabriel ya ha conquistado la ciudad. «Querida» permanece meses en los rankings musicales, sus discos venden millones y su concierto empieza a ser de los shows más esperados. Su figura de novio de las chamacas evoluciona al de pícaro noctámbulo de la Zona Rosa, que hace de su sexualidad esquiva una estrategia para la promoción. En esta década se acuña el mote de Juanga, que se convierte en mofa y orgullo según desde qué cantina buga o estética trasvesti se diga.

Juan Gabriel el payo conquistó la ciudad. Juan Gabriel el gay se consolida como divo en el imperio de los machos. Tras consumar su triunfo se alejará de la capital, del escándalo, gravitará entre la frontera y las comunidades mexicanas en Estados Unidos, hará canciones horrorosas para apoyar al candidato priista Francisco Labastida y estará, como se ha solido decir en los últimos diez años, «más allá del bien y el mal». Con canciones francas, como álgebra puro, para hacer ambiguos los romances, la realidad del sentimiento y de la identidad.

 

 

Pordiosero

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Una tarde malogré un ligue que habría sido extraordinario cuando le dije a la muchacha -ojos miel vivaces, el pelo pesado caía en bucles sobre sus hombros, torso elegante de gimnasta que se ejercita dos veces a la semana- cuando le dije que dentro de mí existía un pordiosero.

Capaz y lo habría arruinado menos si hubiera dicho homeless o flâneur, el dialecto en extranja siempre agrega romanticismo o fascinación, pero maldita la honestidad en castizo y más maldita la imaginería de la decadencia que con tanto esmero me puse a describir: le expliqué que bueno o malo, no me ha salido muy bien el vicio del alcohol constante y en exceso, tampoco he sido muy bueno para las drogas -excepción del cigarro, detallé, pero ella también le daba compulsivamente a sus benson & hedges mentolados y ahí ni cómo criticar adicciones ajenas-, ni le hago a las apuestas o los caballos -que además se necesita dinero y pos nomás no-; en cambio, le exponía, puedo tener una habilidad superlativa para quedarme viendo el techo o la pared durante largas horas, mientras siento cómo me crece el pelo, las uñas de las manos y los pies y la más bien ralita barba; podría durar en ese ejercicio durante días, semanas, meses y años, podrían cambiar las modas, los retos globales, podría morir la gente que odio y amo y mantenerme imperturbable, los ojos fijos y apenas sin parpadeo, una especie de time lapse con punchis europeo en el que cambian las estaciones, ¡como en las películas!, intentaba animarla: primero el sol a tope, después la lluvia pertinaz, la caída de las hojas y yo como esfinge sin enigmas, absorto en un pasmo atemporal.

Y mientras ocurriera este desperdicio de vida, le contaba a mi malogrado ligue, se anquilosarían mis dos pensamientos, me echarían de mi depto y de cualquier sitio con adornos distinguidos, hasta quedar en un callejón sucio con tres excentricidades de mis tiempos productivos. Que por supuesto, serían lo menos productivo del mundo: un Almanaque Mundial de 1988 por aquello de la nostalgia, algún pato lucas despintado que le robaría a otro pordiosero (ya le tengo echado el ojo a uno que merodea por el Walmart de Universidad) y un cuaderno de cuadrícula chica para hacer apuntes de ese tipo de sabiduría incontrovertible que luego se nos da como por epifanía a los menesterosos.

Obvio que para entonces el ligue, más afecta a los Hombres Entrepeneur Con Toda La Actitud, no veía la hora -eterna hora- de deshacerse de mí. Me habló de la superación personal, supongo que supuso que necesitaría un abrazo pero debí haberle dado asquito, me contó de una empresa que quería poner con su hermano, como para darme el ejemplo de cómo es la gente que hace cosas, o para conjurar mi tufo a inercia con el olor de los pisos de madera y los ladrillos frescos de su tienda de vinos. Todavía se me ocurrió que ahí podrían emplearme en limpiar estantes y tomarme los culitos de las catas emprendedoras, pero ella ya debía estar pensando en otra cosa, en por qué no le hizo caso al geek que le mandó animaciones con corazones y frases de amor con falta de ortografía, o en las fotos de sus siguientes alimentos que subiría a Instagram.

La despedida fue desangelada y sin entusiasmo: todavía intenté recitarle algo del Tarumba de Sabines que validaba mis argumentos -y no recordé bien pero decía algo así como que sólo le quedaban ganas de mirar y mirar- pero se me entorpeció el verso al contar las monedas de diez pesos con las que pagué los cafés. Regresé a casa mirando a quienes salían de las oficinas, los estudiantes con proyectos amenazados, los automovilistas frenéticos por llegar a donde tanto les urgía, las personas preocupadas por el final de mes y la falta de plata. Todos se relajarían más, se me ocurría, si sus trajes se volvieran jirones, sus autos chatarras, sus presentaciones a los clientes en cartones que los abrigaran en alguna esquina pródiga de gente. En el fondo de todas las personas están los pordioseros, me consolé.  Y lo que hacemos -el progreso personal, las pantallas planas, las juntas necias en los corporativos, los libros con citas al pie y las películas sin mensajes obvios- es para evitar serlo. Todavía me asomé a las fotos del facebook de la muchacha para lamentarme de cómo malogré el ligue. Fotos de cumpleaños, una tarde en la playa, su graduación tan festiva, el exnovio que le regaló una moleskine. De paso busqué el poema de Sabines que quise recitarle:

¿Qué puedo con inteligentes podridos
y con dulces niñas que no quieren hombre sino poesía?

Me quedé pensando que ahora el chisme era al contrario. Time lapse con el sol a tope, después la lluvia pertinaz, la caída de las hojas y yo como esfinge sin enigmas, absorto en un pasmo atemporal.

 

Todo mundo tiene a alguien menos yo, o de cuando Visconti conoció a RBD

todo_el_mundo_tiene_a_alguien_menos_yoNo entiendo por qué a la gente le chocó esta película que es de risa loca. O bueno, sí lo entiendo, y es que muy fácilmente se confunde su tema, la pedantería, con el propósito de hacer una película pedante. En este caso combinan tema y propósito y ahí la gran insolencia. En Todo mundo tiene a alguien menos yo (Raúl Fuentes, 2012) les venimos manejando blanco y negro de ultraestética nouvelle vague, protagonistas ultraposadísimas y sin salirse de la rayita como si las filmara Winding Refn (aunque a la hora la puesta haya salido más semejante a Paul Leduc), infomercial de chelas y cinemexes cuidando que los logos se vean claros y obvios y contundentes, hartas referencias para la bonita trivia estarbuquera y un tema tan candente como cute (o viceversa): el lesbianismo guapo que ya no se desgarra en  ser rebelde porque el mundo las hizo así, sino que retozan la moda de ser rebeldes porque no siguen a los demás y porque se quieren hasta rabiar.

Pero Todo mundo tiene a alguien menos yo es mucho más que una colección de fotos de tumbrl en movimiento: contiene una historia de amor triste y absurda, como suelen ser las historias de amor. Hay una editora de libros recalcitrante, Alejandra (Andrea Portal), que se liga a una adolescente salvaje, María (Naian Daeva) y en medio de su romance tienen diálogos de los que se llaman punzantes y en realidad rozan lo mamón: colección de clichés para hacer más afectado un romance ambiguo, que ni siquiera se atreve a ser doloroso. Pues justo donde la película descuella de su pretensión es en el personaje más pretencioso: Alejandra, tan guapa como sangrona, tan necesitada de afecto como incapaz de mirar más allá de su idea naiz de la levedad erótica. La genial actuación de Andrea Portal, que sabe sacar el pecho o sumir los hombros según su personaje se ostenta  o tropieza con su arrogancia, convierte a esta película, en apariencia banal, en desolada descripción naturalista de una amante caricaturesca.

Entre el patético por estoico Aschenbach de la Muerte en Venecia (ya sé, ya sé, estoy comparando con el genial Visconti y pues básicamente qué images (1)miedo) y la patética por contenida Alejandra hay un coqueteo temerario: ambos personajes atrapados en ideas de la belleza pero incapaces de relacionarse con ella cuando la tienen enfrente; ambos desconcertados ante el impulso de la juventud, tan estúpida como lúcida, pero donde Visconti (y por eso es Visconti) sabe llevar a su animal grotesco a la total decadencia, Fuentes, aún titubeante de su narrativa, opta por el cinismo y sitúa a su personaje en un limbo de búsqueda erótica desganada, un poco el merodeo aséptico de los niños Bruno y Michel de Las partículas elementales de Houllebecq. No debe perderse que Todo mundo tiene alguien menos yo prefiere mantenerse entre la comedia y el preciosismo; no hay que exagerar el drama cuando en blanco y negro de erotic art todo se ven más bonitos.

Aun así, la película logra su cometido: artificiar el cult movie de la alteridad, ilustrar una Ciudad de México clasemediera y nostálgica, hacer un primer ensayo de personajes que en su caricatura resuelven la sexualidad contemporánea: incomunicable, titubeante, aunque muy pero muy cute.

Spring Breakers forever

Un error quien comente Spring Breakers desde la sociología. Es un loop playero con tetas que se ostentan. El apunte moral engañó cuando Kids -Korine coescribió el guión-  se quiso ver como denuncia a la decadencia adolescente de los wasp. Spring Breakers en realidad trata del encuentro espiritual. imagesSpring Breakers trata de encontrarse a sí mismo. Un error quien lo comente desde la sociología. Spring Breakers, una película espiritual. Un Señor de los Anillos con tetas y mota. Pero el new age ha abaratado el encuentro con uno mismo. La tradición gringa teen del spring break ha vulgarizado el alcoholismo, las drogas, la cogedera. Ha abaratado el encuentro con uno mismo. Niños del high school gringos poniéndose hasta la madre: sin lema, sin miedo, sin gozo, sin conciencia dramática. Un error comentarlo desde la sociología. Spring Breakers rechaza el idealismo hippie, la confrontación punk, la abulia equis. Pero trata de encontrarse con uno mismo. Los Spring Breakers son autómatas que se intoxican. Loop con cámara barrida en slow. Las hordas de Spring Breakers son lo más parecido al bacanal que transfigura. Niños universitarios poniéndose hasta la madre. Las hordas Spring Breakers, semejantes al budismo. El spring breaker renuncia, se abandona. Como budismo. El embudo de cerveza renuncia y abandona. En loop. Las tetas tambaleantes se ostentan y se abandonan en loop. Los culos relucientes se ofrecen, se abandonan. Al abandonarse se encuentran consigo mismos. Inútil la sociología. Es encontrarse con uno mismo. Spring Breakers o El señor de los anillos que inhala coca. Spring Breakers o el vaciamiento ebrio. Spring Breakers o el vacío intoxicado. Spring Breakers o el anonimato de las cogidas. Spring Breakers o el bikini  sin cachondería. Spring Breakers o la violencia como videojuego. Spring Breakers como un loop de cámara barrida. Spring Breakers como ganado de machos y hembras que se vacían. Spring Breakers como zombies encontrándose consigo mismos. Spring Breakers como docudrama para escandalizar daddys. Spring Breakers como escándalo en docudrama. Spring Breakers como comedia musical. Y violencia de videojuego. Señor de los Anillos con tetas y coca. Tetas que se ostentan y se abandonan. Sin sociología. Otra narrativa. Loop de cámara barrida. Loop costumbrista, loop gangsta, loop de tetas que brillan. Más cinismo gangsteril que denuncia. Por eso la inutilidad de la sociología. Por eso encontrarse a uno mismo.  Como el Señor de los Anillos. También como Ciudad de Dios. Y James Franco como Zé Pequeño. Y Selena Gomez como Frodo de culo reluciente. Y Vanessa Hudgens y sus tetas que se ofrecen y se vacían. Y Ashley Benson como Jackie Brown adolescente. Y Rachel Korine como Britney Spears si fuera honesta. Spring Breakers como narrativa loop. Como budismo en bikini. Como Señor de los Anillos con embudos de cerveza. Inútil la sociología. Es encontrarse con uno mismo. Con tetas que se ostentan y se abandonan.

Hola, soy la conejita amarilla, beibi

o-PLAYBOY-YOLANDA-VENTURA-570Yolanda Ventura, la ficha amarilla de los Parchis, posó para Playboy tal y como Diosito Santo la trajo al mundo -y no es frase cliché, es alabanza al Todopoderoso-. Yolanda tiene 44 años, se supone que esa edad ya no es la más adecuada para presumir las carnes, menos frente a la rabiosa acometida de veinteañeras y dannapaolas urgidas de mostrar que ya también son cancha reglamentaria. Pero primera sorpresa, la guapura de la ficha amarilla en las fotos sobrepasa a lo que la nostalgia hubiera anhelado, y sorpresa dos, basta sacar los ojos de la revista para mirujear a varias mujeres de edades semejantes, con cuerpos, semblantes y energías que obliga a proponerles el martini filtreador. No sólo las mujeres: calvicies más, barrigas menos, los hombres también tenemos portes y actitudes juveniles, de pronto nos parecemos más a nuestros descendientes de veinte -converses, ipods, novelas de Murakami- que a nuestros padres cuando tenían nuestra edad y se enredaban en ese complicado designio de la respetabilidad.

«Somos adultos más jóvenes», dictaminó Martín semanas atrás, mientras me servía el siguiente jaibol . Y luego nos inventamos una sociología de la generación (el jaibol crea doctorados de todo) que iba más o menos así: los nacidos en los setenta debemos ser la primera generación totalmente cobijada (publicitaria y mediáticamente) por infraestructuras o parafernalias de la fantasía pop. Para las generaciones anteriores los estímulos musicales e iconográficos todavía los tomaron por sorpresa: ni las industrias del entretenimiento ni ellos como sus consumidores terminaron de entender las formas en que debían moverse ante estos referentes. Pero cuando nosotros nacimos ya había una industria de lo pop asentada y poco dada a las sorpresas, entusiasta por crear los símbolos que nos harían consumir discos-íconos-conciertos-memorabilias. Lo peculiar: estos símbolos nos han seguido acompañando toda la vida.

20100424201812-parchis-quetaltevaHay que ser mesurados para que no salte el chairo: mentira que los monopolios mass-media y los grupos de poder urdieron un plan siniestro para saturar a nuestras cándidas mentes con basura plástica que distorsionaba la realidad. Había una meta más simple: el bisness. Crear un grupo de cantantes infantiles para vender discos. Diseñarles vestuarios coloridos para vender ropa. Hacerlos viajar como simios entrenados para vender conciertos. Los pioneros vinieron de España, Enrique y Ana y Parchis, se sumaron los Menudos y los Chamos de Puerto Rico y Venezuela, no tardó la versión mexicana de Timbiriche, y hartos solistas que todavía engordan el caldo de los programas de Paty Chapoy -Luismi por supuesto, Lucerito cuando no se fingía gobiernista, Ricky Martin tan bonita desde chiquita, etc.-, todos simples y festivos, de poco riesgo y alta rentabilidad, muchísimo más asequibles que la oferta anglosajona que aún llegaba con dificultad a México porque en los ochenta las juventudes seguíamos en veda de influencias extranjerizantes perniciosas. Con este star system hicimos una gran familia, tan sentimental como gazmoña. Todos ellos se volvieron adolescentes junto con nosotros, se atrevieron a ropas más reveladoras -minifaldas, shorts, trajes de baños- cuando nuestras madres se escandalizaban de nuestras ropas estrafalarias para las discotecas, le entraron a la madurez de ser solista -y solitarios y autónomos y «una Yuri más mujer»- cuando a nosotros se nos abismaba la posibilidad del primer trabajo, vivir solos, intentar las convivencias serias de las primeras parejas. Si vale la confesión, mi primer advertencia del paso de los tiempos ocurrió con la hiperpublicitada boda de Lucerito con Mijares a mediados de los noventa. El interés que puso Televisa en transmitirla semejó una pista de arranque para que varios casi-treintañeros consideráramos seriamente la necesidad de imitarlos y tomar la estafeta del status quo guadalupano. Varios lo hicimos, después lo deshicimos, otros siguen sus guerras conyugales y cada quien su historia. También es emblemático que Lucero y Mijares se divorciaran en tiempos semejantes a los de nuestras disoluciones. Y es horrendo tomar literal las fábulas: por suerte algunos no nos volvimos peñistas-gobiernistas ni por contarle las pecas de la espalda a esa chica tan lloroncita de todos los teletones.

yolanda_ventura_1Los ciclos de vida que propicia el star system autóctono podría semejar las estaciones del año, las épocas de siembras y cosechas, los tiempos de noviazgos, maternidades y paternidades, los quince años de nuestros hijos, las hipotecas de nuestras casas y nuestros autos. Y hay algo de triste en este irremediable curso de la vida: por más que quisiéramos inventarnos de otra forma, Eduardo Capetillo siempre será machín y tendrá enclaustradas las curvas inauditas de Biby Gaytán, la Thalía y la Pau insistirán en creerse paridas por arcángeles y por eso sólo en Extranjia pudieron hacer carreras artísticas que a nadie le importan, los reencuentros embaucadores de menudos y magnetos y timbiriches siguen siendo redituables porque vamos a cantar con ellos pero sobre todo vamos a recibir diagnósticos de nuestro propio crecimiento-envejecimiento y a desentrañar la ecuación que nos haga lanzar consignas como si regresáramos a nuestros dieciocho años. Y los vemos gordos, canosos, menos hábiles en sus coreografías, con timbas de ñores o patas de gallo de ñoras y los disculpamos -nos hermanamos- porque vamos todos juntos en el barco. Forma de sublimar las decadencias, argumentamos que aunque ya no tienen (tenemos) las frescuras de antaño, al menos conservan (conservamos) carácter, personalidad.

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Desde esa ansiedad de conjurar el paso del tiempo nos lanzamos a revisar que la ficha amarilla siga teniendo lo que tiene donde lo debe de tener. Y las fotos alivian: será el buen gusto del fotógrafo, la habilidad del fotochopista, la belleza genuina de Yolanda, el resultado tiene la sensualidad requerida, y más que eso, la promesa de que la vida sigue siendo promisoria, y el cuerpo de yellow baby, tan suave, tan mullido, se acaricia con la mirada tan dulcemente como acariciamos nuestras dolencias incipientes, nuestras vistas agotadas o nuestros futuros menos suculentos que hace diez o veinte años. En tanto experimento mediático de lo pop como forma de vida, los nacidos en los setenta seguimos configurando enigmas de cómo seguirá y terminará nuestro paso por el mundo. ¿Cantaremos insistentemente a Madonna en el asilo donde nos recluyan? ¿Cuántos reencuentros más pagaremos para consolar la decadencia de nuestros cuerpos? ¿O seguiremos siendo tan tercamente jóvenes como insistimos desde el gimnasio y los gadgets?

Lo mejor de las fotos de Yolanda: así como otros nos indicaron el momento de los matrimonios, de los hijos, de las hipotecas, de los empleos serios, ahora ella viene a indicarnos que sigue siendo un buen momento para corretear fichas amarillas que se ofrecen, generosas, para jugar.