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43 consejos que los Equis deben darle a los millennials

Desde hace unos días está circulando por las redes este video:

Está bueno gastarse los quince minutos que dura para verlo; quien necesite el resumen ejecutivo, les cuento: que Simon Sinek, estrellita marinera de los Ted Talks, reconoce cuatro aspectos que le causan problemas a la «generación millennial»: la crianza (los padres los educaron con medallas sin mérito, bajo la creencia de que no hay nadie tan valioso como cada uno de ellos), la tecnología (y su adicción a la dopamina, placer pequeño y constante que se mantiene a golpe de likes, favs, mentions y comentarios positivos que provienen de sus celulares), la impaciencia (el mundo de las redes crea la idea que todo —amor, reconocimiento, éxito laboral— debe ocurrir tan pronto y tan en automático como se escribe un mensaje o se sube un video) y el ambiente  (corporativos sin interés en crear confianza en sus colaboradores jóvenes, que no los capacitan para una vida productiva de largo aliento). Me gustó su perorata, más porque me proyecté en el tema de la dopamina, que me tiene bastante ansioso y aprehensivo (como ocurrirá cuando recién suba este post).

El tema es que muchos millennial aborrecieron el video. Sobre todo la parte donde se habla de los reconocimientos. Alguna de las comentadoras más rabiosas argumentaba que a los millennial no les quedaba de otra que sobrevivir. Lo que seguía era exactamente lo mismo que han dicho todas las generaciones: los mayores nos dejaron puras sobras, con estos despojos qué quieren que hagamos, etc.

En realidad es muy común que las generaciones se agarren del chongo. Rencores de estafetas mal pasadas, predecesores y continuadores se reprochan mutuamente por el mugrero en el que se ha ido volviendo el mundo. Por ejemplo, los equis le reclamamos a los baby boomers la traición que se hicieron a sí mismos: de dorados hippies creadores de psicodelia y utopías, a conservadores de pequeños feudos donde cultivan orgánico, practican espiritualidades chafas y se alejan del resto del mundo; quizá —argumentamos — para no toparse con el fracaso en el que dejaron al resto del mundo.

Los millennial tendrían que reprocharnos a los equis muchas más cosas, que golpean justo en el centro de nuestra poética: la apatía filosófica, el escepticismo lírico, la disolución al estilo El cielo protector de Paul Bowles —bonita forma de llamarle a la güeva— como forma de aprehender al mundo. Los sobados argumentos de la caída del Muro de Berlín, del final de las ideologías, del agandalle de un capitalismo sin contrapesos, junto con la sexualidad atormentada porque se asomaba el SIDA tras cada persona que invitaba una chela, nos hizo una baba decadente: hermosa en su proceso autodestructivo, poco eficiente para alguna recreación alentadora del mundo (y además con las greñas y las franelas del grunge nos veíamos horrorosos).

Ahora los millennial miran el otro extremo del péndulo: contra nuestro escepticismo, su interés mesiánico en cambiar el mundo, como lo hizo su gurú Jobs al vender computadoras bonitas. Sus esfuerzos son irregulares pero muy cacareados en sus propios blogs y sus propios canales de Youtube. Genios de crear empresas, de formas de ayudar a las minorías que tanto los necesitan; urgidos por dejar su huella y «hacer la diferencia» (término tan gringo que desde ahí se traslapa -legítimamente- la sospecha).

Ante el remolino de ideas, propósitos, outfits, esfuerzos, gadgets, acometidas rabiosas de existir con eficiencia (quesque), pragmatismo (quesque) y hedonismo high (quesque), a uno como equis le da vergüenza ofrecer la experiencia de su escepticismo. Porque si algo tenemos los equis es vergüenza: de lo poco que aportamos, de nuestra mecha tan corta, de los propósitos menores que nos consumieron. Por eso, ahora un millennial te comenta su plan ósom de crear una startup ósom, que hará un antes y un después del antes y el después, y a mi por ejemplo me aterra decirles que será más complicado de lo que imaginan, advertirles que su idea es too much too soon, y peor, lo que no les digo lo uso para una bonita sesión de autoflagelación: «¿por qué agriarles el entusiasmo?  ¿Y qué tal si ellos saben hacer lo que tú no? ¿No estoy malogrando un impulso fantástico con mi sarcasmo agotado, poco asombrado ante sus Innovaciones?»

Lo angustioso es que según avanza la década millennial, su impulso va desbarrancándose en contradicciones, dificultades, logros menos importantes de lo que habían imaginado, y su discusión generacional se mueve hacia otro lugar. ¿Por qué no les dijimos que en las grandes ideas también había que incorporar el tedio? ¿Que la Gran Maquinaria opera con una lentitud mucho más exasperante que sus impulsos épicos? ¿Que La Idea no está lista para el universo cuadrado del Cliente, ese ente anterior a los equis y a los baby boomers, que sigue imaginando el mundo como un catálogo de cocinas integrales y lavadoras?

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Hace poco me tocó ver a Robert DeNiro enseñándole a ligar a los millenial en la muy bonita comedia El becario, que hizo con Anne Hataway y que dirigió Nancy Meyers. En Mientras seamos jóvenes me tocó ver a Ben Stiller agobiado por el carisma ladino de Adam Driver (tan semejante a muchas estrellitas marineras que ahora vemos Fundar Proyectos Que Transforman La Forma De Comunicar, De Ser Y De Existir), hasta que le cae el veinte de su edad, su tiempo y su respiración, y regresa a sus aburridos pero personales documentales, que alguien debe hacer. Incluso vi a Mila Kunis arreglar el desmadrito de la superduper startup millenial donde la contrataron para ser todóloga, en la menor pero graciosa Malas madres.

No me engaño que en estas películas, fraguadas por directores más equis que millennials, estos aparecen como caricaturas disparatadas de computadoras y celulares, y se debe buscar en otros relatos una caracterización más fiel. Pero si son películas de los equis, también pareciera que desde sus narrativas quisieran darle a la generación su penúltima oportunidad: de participar del proyecto millennial pero sin renunciar a nuestro fatalismo, que algo de terquedad y de resiliencia sabe tener. Cuando se precipiten los fracasos  millennial, quizá podrán aprender de los tenaces equis, que no tienen nada que perder porque nunca aprendieron mucho sobre ganar. Capaz de algo les sirva la experiencia de nuestro recelo. Y no sé si al final esta combinación servirá de algo. Pero por ahí hay un equilibrio opaco, acepto que también poco emocionante, pero que puede recuperar lo mejor de ambas generaciones y emprender lo que siga con mejor fortuna.

¿Y los baby boomers? Que vivan su sueño en Puerto Vallarta. Ahí están de lo más bien.

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Las crisis económicas son un palimpsesto

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En México vivimos las crisis económicas como palimpsesto. Así se le llama a las escrituras que se borran y luego se reescribe sobre ellas, después el lío viene cuando los arqueólogos o filólogos deben decidir qué escritura rescatar, si la que está en la superficie o la que se escondió por razones religiosas, políticas o sicalípticas.

El palimpsesto se encuentra en los hogares mexicanos antiguos, los de la gente grande que congrega hijos, nietos, yernos y nueras de los hijos y los nietos. En estas casas, en las que suelen festejarse las navidades o se quedan a dormir los parientes desempleados o recién divorciados, lo mismo hay sillones cursis de tiempos del milagro mexicano, que horrorosos comedores coloniales comprados en el mercado de San Ángel en los ochenta, que tocadiscos de elepés, que computadoras de escritorio anteriores y posteriores al pentium, o ataris, nintendos y playstations con sus respectivos cartuchos. Todo crea una especie de capas geológicas porque nada se tira, no vaya siendo que con la nueva crisis se necesiten.

Las crisis económicas no se resuelven, se acumulan y uno se acomoda a ellas como Dios le da a entender.

No recuerdo la devaluación del peso de 1976, que rompió el cambio fijo de 12.50 pesos por dólar y lo elevó hasta los casi 28 pesos. Según entiendo fue una crisis moral, pues tambaleó el supuesto Milagro Mexicano que tanto se cacareaba. También le añadió una raya más a la decadencia del presidente saliente Luis Echeverría, a quien se le tenía inquina por historias como los halconazos de 1971, su trato agreste con los empresarios o el desmantelamiento del periódico Excélsior. Mi Primera Devaluación 76 fue un ensayo de rumores, supervivencia y especulaciones. Un día de campo comparado con lo que se vino después.

La crisis del 82 sí la recuerdo, con resonancias míticas y simbólicas, pues me tocó de niño, cuando se quiere entender el mundo y se descubre que los padres y los tíos no son tan infalibles como la estabilidad económica les permite fingir. Antes de ella hubo una bonanza artificial que pareció noche loca de brandy San Marcos y José José cantando en El Patio. Los yacimientos petroleros estuvieron a punto de volver potencia mundial al país y vienen préstamos para explotarlos, el presidente José López Portillo acuñó esa frase tan promisoria de Aprender A Administrar La Abundancia y vienen más préstamos para más desarrollo, y el derroche y la fiesta fueron tan esplendorosos y los préstamos tan constantes, que cuando menos nos dimos cuenta se nos pasó una factura brutal. El dólar se fue de los 22 a los 70 pesos, los empresarios huyeron con sus dineros, el gobierno declaró la moratoria de pagos y la deuda externa paralizó al país.

En su informe de gobierno, José López Portillo logró una pieza del histrionismo criollo que sigue causando tanta indignación como regocijo. Su «ya nos saquearon, no nos volverán a saquear», limpiándose las lágrimas con impotencia y nacionalizando la banca de refilón, debe ser de los momentos más apantallantes de la historia reciente de México. Lo que no había apreciado en el video: la cara de espanto del próximo presidente, Miguel de la Madrid.

No estoy seguro de que hayamos salido de aquella crisis de 1982. Debe ser que la recuperación fue lenta y agobiante: todo el sexenio de De la Madrid y al menos un tercio del de Salinas. Y ahí sí, los mexicanos entramos en una capacitación intensiva de segundos empleos, subempleos y empleos informales: toda esa colección de puestitos y servicios de vieja escuela que ahora conocemos con los términos sofisticados de free lance y emprendedurismo. Con la crisis del 82 aprendimos a vender pancita los domingos, a poner inyecciones y XV años, a llevar catálogos de Avón y Jafra a la oficina, a hacer tandas desesperadas para los útiles escolares de los hijos.

La crisis de 1982 pareció aliviarse cuando el equipazo de Salinas renegoció la deuda externa y le dio oxígeno a la economía mexicana. Para poner al país más bonito se le quitaron tres ceros a la moneda -y se escondió la inflación bajo el membrete fashion del Nuevo Peso- y hasta se trajo a Rod Stewart a Querétaro, para darnos lustre primermundista. Ya sabemos que todo se fue al garete con el error de diciembre de 1994, que se resolvió gracias al préstamo de Bill Clinton a Zedillo y a que a los mexicanos nos enjaretaron el Fobaproa que rescató a los banqueros.

La crisis del 94 la viví como poeta maldito y apenas me enteré de ella, todo era alcohol y libros y romances contrahechos, pero tengo claras montón de historias de embargos, casas en remate y chatarrización de los otrora lujosos autos noventeros. Ahora que lo pienso, parecería que las crisis económicas sirven para estratificar generaciones. Yo sentí más la del 82 como otros no olvidan la del 94-95, y algunos más insisten que eso no fue nada comparado con el catarrito de 2008, cuando llegó el coletazo de las subprimes.

La narrativa de las crisis también se ha hecho ambigua: el dramatismo de la vieja devaluación (secretario de Hacienda con rictus cejijunto y voz pastosa de quien está quemando su carrera política) se ha transformado en un comunicado discreto de depreciaciones constantes, que le quitan teatro a las crisis y las convierten en persistente chinga cotidiana. Gracias a eso la tragedia contemporánea de la paridad peso-dólar, que pasó de los doce a los 22 pesos, se resuelve en alguna gráfica nerviosa que pretende ser más pop que lúgubre.

¿De verdad podríamos asegurar que salimos de las crisis del 82, 95 y 08? En lo que se intenta una respuesta aparecen nuevos personajes siniestros, como temporada de serie de TV que insiste en llevar la catástrofe al absurdo. Los recientes gasolinazos, Trump, el aprendiz Videgaray y el muro fronterizo que no pagaremos hasta que lo paguemos, va obligando a añadir anécdotas al palimpsesto: ahora, en la casa de los padres y los abuelos, se acumularán viejas laptops, smartphones de pantallas opacas, redes sociales percudidas de consejos y lemas para sobrevivir a  la nueva y cada vez más impactante crisis.

«Al fin y al cabo que ya estamos curtidos».

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Juan Gabriel antes de Juanga

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Mi Juan Gabriel favorito es el de los setenta, el que cantaban mis padres, mis primos mayores y mis tíos. El Juan Gabriel que todavía no es Juanga, un jovencito que se le miraba como el novio ideal de las chamacas, guapo, bien vestido y mejor portado, del que sólo algunos recelosos empezaban a sospechar una sexualidad polémica.

Este Juan Gabriel es icono absoluto de los setenta mexicanos, esa larga y oscura década que inició el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y terminó con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Años de hegemonía priista, sin contrapesos políticos de importancia, sin rock, ni jóvenes, ni diversidad sexual; con un autoritarismo tieso y una sociedad cooptada por Televisa, desde los programas de Raúl Velasco y Jacobo Zabludovsky.

En estos espacios, Juan Gabriel galvaniza un estilo ramplón y sentimental, de frases pegajosas e inmediatas, pero más amplio, desde ahí reconoce y compila una educación sentimental diferente al trasnoche prostibulario de Agustín Lara o la bravuconería existencialista de José Alfredo Jiménez.

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En Juan Gabriel miran dos marginados: el muy mentado homosexual pero, igual de importante, el payo o provinciano. La condición de provinciano no sólo se trata de llegar a la capital, se agrega el pasmo ante una realidad urbana abrumadora. En los setenta, el provinciano ya no llega a la capital para las parrandas vaciladoras en los cabarets de San Juan de Letrán, como ocurría en décadas anteriores; ahora se les confina en multifamiliares y son motivo de burla por su impericia en el metro y por su forma de cruzar las avenidas, en carreritas humillantes para que el Maverick avance con señorío. La clave en cómico de Juan Gabriel sería La India María, que aparece a la par de las primeras canciones del baladista, pero mientras la María logra ser tan intrépida como los giros del guión se lo permiten, Juan Gabriel se concentra en canciones, sentencias, melodías, rimas y desde ahí desarrolla la sabiduría de la emoción.

A la ironía cosmopolita la enfrenta con honestidad emocional. «No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar», dice en su primer éxito, que coincide con las tribulaciones de quienes lo escuchan: frente a las apariencias, él blande franqueza. Franqueza frágil pero por eso melodramática y conmovedora.

Versos sencillos y francos, que vienen de un código simple: el amor correspondido hace bien, se es feliz con él («Nuestro amor es el más bello del mundo, nuestro amor es lo más grande y profundo»); el amor desdeñado o desengañado provoca dolor y despecho, ante él sólo queda agonizar en el desconsuelo («Yo no nací para amar / nadie nació para mí, mis sueños nunca se volvieron realidad») o lanzar reclamos airados para compensar la humillación («que para amarte nada más / para eso a él le falta lo que yo tengo de más»).

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Aquí se agrega la condición homosexual, que Juan Gabriel no hace explícita porque los tiempos no están para reivindicar diversidades. Juan Gabriel escribe sus canciones al tiempo que el novelista Luis Zapata publica El vampiro de la colonia Roma, y cuando José Joaquín Blanco lanza aquel ensayo bisagra del movimiento homosexual mexicano, «Ojos que dan pánico soñar». En los tres casos, la homosexualidad es transgresión y decadencia, con irremediable final trágico. Pero mientras Zapata y Blanco hacen su obra con conciencia de la visibilización de una comunidad, Juan Gabriel no tiene (ni quiere tenerla) la formación ideológica que le haga entender la identidad sexual como identidad política. Por eso opta por la ambigüedad y los mensajes cifrados. En lugar de afirmaciones, alusiones; en vez de la exhibición, secreto y susurro, romance de alcoba y pasiones sin nombrarse. La franqueza de Juan Gabriel está en la emoción, no en la asunción de sí mismo. «La solución no sé cómo encontrarla / si yo trato de olvidarte y no lo sé». La maravilla (la obviedad) es que este mensaje cifrado le corresponde a cualquier romance, homo, hetero o de cualquier coloratura. Pero si la mirada romántica de Juan Gabriel llega a ser misteriosa o desgarrada, es justo por la pieza del acertijo  -la prohibición de hacer explícita la homosexualidad- que no se sitúa en la cartografía del deliquio, pero que lo barniza en cada verso, coqueteo y arranque pasional.

Hay un equivalente literario de las canciones de Juan Gabriel, es la novela de Luis Zapata En jirones (85) que escribió años después de la picaresca gay El vampiro de la colonia Roma (79). Cuenta el romance entre el narrador Sebastián y A., hijo de familia indeciso entre asumir su identidad sexual o casarse y ser un macho tapatío. La novela tiene dos partes, el diario de Sebastián y después su desvarío obsesivo. Elementos minimalistas -salvo un par de personajes y espacios, Zapata evita nombrar amigos, calles, contextos sociales o culturales- crean una textura narrativa espesa, que anuncia y valida la autodestrucción de la segunda parte. Lo curioso es que esta textura semeja mucho, las letras de Juan Gabriel: «en el amor, me digo, cuando es amor, cuando hay pasión de por medio, sólo se puede perder; no hay otra alternativa» reflexiona Sebastián en las primeras páginas. «Y sólo me queda desearte que seas feliz en el espinoso sendero de la vida que has elegido», fantochea contra la indecisión de A., páginas después, y se parece al «Que seas muy feliz» del Juan Gabriel tardío. El homenaje explícito llega hacia la mitad de la novela, cuando el enamoramiento de Sebastián empieza a convertirse en delirio: «Hoy, en este día, decido, como si la vida fuera una canción de Juan Gabriel, que voy a dejar de quererte. Aunque estoy más convencido de que la vida es una canción de Juan Gabriel que de poder dejarte de amar».

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Para los ochenta Juan Gabriel ya ha conquistado la ciudad. «Querida» permanece meses en los rankings musicales, sus discos venden millones y su concierto empieza a ser de los shows más esperados. Su figura de novio de las chamacas evoluciona al de pícaro noctámbulo de la Zona Rosa, que hace de su sexualidad esquiva una estrategia para la promoción. En esta década se acuña el mote de Juanga, que se convierte en mofa y orgullo según desde qué cantina buga o estética trasvesti se diga.

Juan Gabriel el payo conquistó la ciudad. Juan Gabriel el gay se consolida como divo en el imperio de los machos. Tras consumar su triunfo se alejará de la capital, del escándalo, gravitará entre la frontera y las comunidades mexicanas en Estados Unidos, hará canciones horrorosas para apoyar al candidato priista Francisco Labastida y estará, como se ha solido decir en los últimos diez años, «más allá del bien y el mal». Con canciones francas, como álgebra puro, para hacer ambiguos los romances, la realidad del sentimiento y de la identidad.

 

 

Creed y El despertar de la Fuerza: dos películas que buscan a papá

rufián 12Una máscara chamuscada y un calzoncillo con barras y estrellas: estas reliquias remiten a dos películas de franquicia y de éxito sobresaliente: Star Wars: el despertar de la fuerza (Abrams,15) y Creed (Coogier, 15). Ambas reliquias simbolizan la búsqueda de la imagen paterna: Darth Vader y Apollo Creed. Pero los padres no son solamente un par de personajes clásicos que ahora se perpetúan en su descendencia. Estas películas también se recrean desde el reconocimiento de sus progenies: la primera Guerra de las galaxias (Lucas, 77) y el primer Rocky (Avildsen,76).

Se ha hablado mucho de las coincidencias «tramposas» de personajes, giros de tuerca y recursos narrativos de Abrams con respecto a la película de 1977; Coogler no se queda atrás. Su historia del boxeador amateur que enfrenta un combate desigual, que se obliga a un entrenamiento arduo y a estrechar su relación con su novia recién cortejada y su couch veterano, es el argumento del Rocky de 1976 pero del Creed de 2015 también.

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La diferencia entre las originales y sus descendientes estriba en que mientras las primeras eran auténticas aventuras solitarias, riesgos creativos de Lucas, Stallone y el director John G. Avildsen, en El despertar de la fuerza y Creed ya existe un amplio bagaje al cual recurrir. Seis películas en ambos casos, unas mejores que otras, todas con una riqueza de personajes, paisajes, diálogos y escenas emblemáticas, de tal modo que verlas es conversar con casi cuatro décadas de referentes pops:  caballeros jedis, adversarios de Rocky, estrellas de la muerte, entrenadores, robots, escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, piezas musicales emblemática de John Williams o de Bill Conti.

A esto llamaron postmodernismo en los noventa; ahora le dicen falta de ideas o apelar a la nostalgia, según a qué crítico se lea. También son apuestas seguras. Con el leve matiz: mientras la película de los jedis es un proyecto financiero-corporativo que se acompaña de una nutrida maquila de trebejos y un cronograma para secuelas y spin-offs, Creed es la terquedad de Ryan Coogler  (tan terca que al principio ni Sylvester Stallone quería participar) por recrear la mitología del boxeador de Filadelfia desde el cabo suelto de la descendencia de su rival. Mientras Abrams mata a Han Solo, su mejor personaje, para que los comedores de palomitas salgan de las salas con sus patidifusas y mercadeables caras de WTF, Coogler apuesta por el pudor: su Rocky enferma pero aún con esfuerzos logra subir las escalinatas del Museo de Arte de Filadelfia; donde Abrams devasta Coogler se contiene. Y la paradoja es: mientras el primero deja puestas las pinzas para una trama galáctica con reveses interesantes, el segundo se asienta en la seguridad de la añoranza y guarda su carta para el único posible spoiler de peso: la dolorosa muerte de Balboa en alguna próxima entrega.

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En ambas tramas es importante la paternidad y los mentores: entre otras cosas, El despertar de la fuerza trata del génesis de un villano más berrinchudo que terrible, Kylo Ren, quien reniega de su padre Han Solo en pos de un mentor mítico y despiadado, el famoso Anakin-Vader De Los Mil Memes. Mientras que Creed trata de Adonis Creed, hijo natural de Apollo Creed, quien para seguir los pasos del padre busca como mentor a su antiguo rival y amigo. Son historias de la orfandad y  la bastardía, de la asunción de la identidad desde o a pesar de la figura paterna. Pero también son películas de padres putativos que ejercen su influencia desde su leyenda. Anakin y Rocky fueron cowboys galácticos o urbanos que se forjaron a contracorriente; Kylo y Adonis cargan con un linaje al cual respetar, tienen un compromiso con las dinastías.

A esto se agregan las circunstancias históricas: Rocky y La guerra de las galaxias remiten al cine de los ochenta pero en realidad son películas de los setenta tardíos. Son, justamente, la bisagra entre el cine norteamericano crítico y trasgresor de los setenta, y el blockbuster apabullante de los ochenta; del universo de Coppola y Bogdanovich al universo de Lucas y Spielberg; de personajes noir en claroscuro como Harry el Sucio y Travis de Taxi Driver, a los fortachones brutales y eficientes como Rambo, Terminator, Robocop o John McCLane de Duro de matar.

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Lo interesante es el detalle de la bisagra: Abrams y Coogler no escarban en los momentos más rutilantes de las franquicias sino en sus arranques; Abrams huye sin reparos de las mamarrachadas de Lucas en sus precuelas, Coogler prefiere al Rocky amateur sobre el ochentero del adoctrinamiento yanqui; Abrams recupera personajes naive como Bebocho; Coogler hace suya la sinopsis fundamental de Rocky: la legitimidad de cualquier persona promedio de emprender un épica deportiva, que también es épica vital.

Se antoja estirar las interpretaciones hasta lo político; recordar que La guerra de las galaxias y Rocky ocurren en momentos de depresión económica estadounidense pero también con el triunfalismo de Ronald Reagan muy cerca, y que el momento de El despertar de la fuerza y Creed podría tener correspondencia con el crepúsculo del gobierno de Barack Obama y la proliferación de animalitos como Ted Cruz o Donald Trump. Pero los tiempos están revueltos para vaticinar nada, mucho menos para ajustar ese vaticinio a la creatividad cinematográfica. Aunque quizá el pasmo de lo político sea lo que refleja el revival de la pantalla grande: ante la incertidumbre, las taquillas, las tramas, los creadores, apuestan por la búsqueda de un padre, un origen, un punto de partida que fue eficiente y al que vale la pena recurrir para retomar el impulso.

 

Tercera llamada: autorretratos en escena

azuela-mirada-fotoFrancisco Franco inició su carrera como director teatral, en los años ochenta y noventa montó varias obras que tuvieron su mérito e hicieron época . En 2007 empezó a hacer películas. En mancuerna con María Reneé Prudencio escribió un melodrama adolescente e intimista, Quemar las naves, que sugirió los alcances temáticos de su cine.

Quemar las naves es una historia hermosa, ejecutada con la torpeza de un teatrero que aún no acaba de entenderle al cine: Sebastián y Elena son hijos de Eugenia, cantante pop en decadencia que se ha recluido en la ciudad de Zacatecas para vivir sus últimos días (está enferma de cáncer). Los hijos son unos ñoñazos que no tienen la menor idea de qué hacer con sus vidas cuando muere su madre. Y la película es hermosa porque habla del miedo a crecer, del arrojo para tomar oportunidades, de la ansiedad que causa atisbar que la vida puede pasar sin pena ni gloria si uno no se lanza a vivir las experiencias, incluso con el dolor que implica. Irene Azuela mantiene una contención enojona intensa que obliga a no quitarle los ojos. Tres secuencias de cantar, atender a la madre y celar al hermano le bastan para dar tono de gran actriz. Pero la torpeza de Franco está en la formación teatral: Quemar las naves peca de diálogos recitados con vehemencia y trazos escénicos que no parecen saber que lo que acá se mueve es la cámara, como si la historia se contara en las tablas y no en un set. Quemar las naves queda en ese extraño limbo de pelis no logradas pero emotivas. Se ha ido haciendo de culto y sorprende cuántos la han topado de casualidad en la tele -es de esas películas que nadie cree que valdría la pena rentar o torrentear- y se han asombrado de su enorme capacidad de conmover.

En Tercera llamada (2013) repite como coescritora María Reneé Prudencio y arriesgan hacia la comedia lindante a la farsa. Retoman una obra de teatro que gidi-fanny-y-alexanderFranco escribió con Ignacio Guzmán, Calígula probablemente, en la que el montaje de la obra Calígula, de Albert Camus, se complica por las indecisiones de la directora y los variados conflictos de los actores. En Tercera llamada Franco consigue un casting apantallante, pero sobre todo diseñado con inteligencia: actores de formación teatral (Ricardo Blume, Fernando Luján, Rebeca Jones, Mariana Treviño, Karina Gidi), otros más fogueados en el cine (Irene Azuela, Cecilia Suárez, Silvia Pinal, Kristyan Ferrer) y hasta quienes han hecho su carrera en televisión (Anabel Ferreira, Víctor García, Eduardo España). Ojo, no quiere decir que los actores no hayan campechaneado formatos, sugiero que esos son los medios donde han logrado mejor exposición. Pero también, y acá viene el encanto, todos han participado en algún proyecto de Franco, sea teatro, televisión o pantalla grande. Asunto no menor: en las entrevistas Franco dice que esta película fue convocar amigos; en realidad es convocar actores que él conoce para hacer un ejercicio de autorretratos, y éste es el valor secreto de Tercera llamada.

abierto-actores-con-escenografia¿Qué hacen Ricardo Blume y Fernando Luján si no es reforzar su peso teatral como actores de abolengo? ¿No se está burlando Rebeca Jones de sus aires de villana telenovelera con esta diva sarcástica? ¿Y qué tal si Anabel Ferreira con su productora alcohólica no está espejeando la decadencia que ha vivido desde que dejó la televisión? ¿Y si Eduardo España o Víctor García están de tramoyistas albureros como reflejo de sus estereotipos rijosos de la burda comedia de TV? Formalmente hay una obra coral,  y como la regla indica, hay momentos de lucimiento para cada personaje, situaciones chuscas que se ensamblan y generan la comedia desde la variedad de gags que entrecruzan y saturan al espectador de sinsentido; lo que hay en el fondo tiene más ambición: el homenaje a las distintas formas de actuar, a los distintos sacrificios y placeres que hay alrededor del misterio escénico; los actores-personajes o personajes-actores develan dobles realidades, la que les pide la trama, la que los muestra a ellos como hacedores de otras realidades.

Los mejores ejemplos de este ejercicio proyectivo están en la directora Karina Gidi, la joven actriz Irene Azuela y la asistonta Mariana Treviño, triple trevino-mirando-monologo-de-juliarepresentación de (sorpresa) el mismo Franco. Karina, porque representa el alterego del director insatisfecho, capaz de llevar a la deriva la vida personal con tal de sacar a cuestas el proyecto creativo, que necesariamente es proyecto de vida, de identidad. La actriz Irene, porque actriz fetiche de Franco, ella también es el mismo personaje de Franco que evoluciona desde la anterior película. La actriz de Tercera llamada es la Elena que decidió dejar la provincia y aventurarse a recrearse en la ciudad, biografía sublimada de Franco (y atentos: así como Elena ve morir a su madre en Quemar las naves, así también la actriz de Tercera llamada comparte casa con un cadáver viviente, antes primera actriz y ahora inmolada por el ejercicio del arte). Y Mariana Treviño debe ser el alter-ego más misterioso, pero no es gratuito que se le dé una gran escena, resuelta con solvencia, en la que se revela como aspirante a actriz de comedia musical y canta Hair como si en ellos se le fuera la vida. ¿Cuál es la parte de Franco a la que alude esta pacheca confesión musical?

Un regusto a 8 1/2 por la frustración creativa que recrea, una arrogancia coral a la Altman que qué penoso sugerirlo pero puede sostenerse sin vergüenza, algunos gags que no terminan de resolverse -porque hay que decirlo, es una película entusiasmante pero no perfecta-, Tercera llamada no se parece al minimalismo haneke-escalante-reyguedaresco de moda, a los comerciales clasistas-con-ondita de Nosotros los Nobles o a la manipulación televisiva de No hay devoluciones. Tercera llamada es un asunto personal de Franco que se resuelve convocando a su tribu: la tribu de vida, de la creación, del teatro. Tal vez eso le impida (qué triste) triunfar del todo en taquilla. Pero como ocurre con sus primeros actores, esta película va a añejar, a asentarse en las pantallas chicas y con el paso del tiempo va a decir su dicho cada vez mejor.

Hola, soy la conejita amarilla, beibi

o-PLAYBOY-YOLANDA-VENTURA-570Yolanda Ventura, la ficha amarilla de los Parchis, posó para Playboy tal y como Diosito Santo la trajo al mundo -y no es frase cliché, es alabanza al Todopoderoso-. Yolanda tiene 44 años, se supone que esa edad ya no es la más adecuada para presumir las carnes, menos frente a la rabiosa acometida de veinteañeras y dannapaolas urgidas de mostrar que ya también son cancha reglamentaria. Pero primera sorpresa, la guapura de la ficha amarilla en las fotos sobrepasa a lo que la nostalgia hubiera anhelado, y sorpresa dos, basta sacar los ojos de la revista para mirujear a varias mujeres de edades semejantes, con cuerpos, semblantes y energías que obliga a proponerles el martini filtreador. No sólo las mujeres: calvicies más, barrigas menos, los hombres también tenemos portes y actitudes juveniles, de pronto nos parecemos más a nuestros descendientes de veinte -converses, ipods, novelas de Murakami- que a nuestros padres cuando tenían nuestra edad y se enredaban en ese complicado designio de la respetabilidad.

«Somos adultos más jóvenes», dictaminó Martín semanas atrás, mientras me servía el siguiente jaibol . Y luego nos inventamos una sociología de la generación (el jaibol crea doctorados de todo) que iba más o menos así: los nacidos en los setenta debemos ser la primera generación totalmente cobijada (publicitaria y mediáticamente) por infraestructuras o parafernalias de la fantasía pop. Para las generaciones anteriores los estímulos musicales e iconográficos todavía los tomaron por sorpresa: ni las industrias del entretenimiento ni ellos como sus consumidores terminaron de entender las formas en que debían moverse ante estos referentes. Pero cuando nosotros nacimos ya había una industria de lo pop asentada y poco dada a las sorpresas, entusiasta por crear los símbolos que nos harían consumir discos-íconos-conciertos-memorabilias. Lo peculiar: estos símbolos nos han seguido acompañando toda la vida.

20100424201812-parchis-quetaltevaHay que ser mesurados para que no salte el chairo: mentira que los monopolios mass-media y los grupos de poder urdieron un plan siniestro para saturar a nuestras cándidas mentes con basura plástica que distorsionaba la realidad. Había una meta más simple: el bisness. Crear un grupo de cantantes infantiles para vender discos. Diseñarles vestuarios coloridos para vender ropa. Hacerlos viajar como simios entrenados para vender conciertos. Los pioneros vinieron de España, Enrique y Ana y Parchis, se sumaron los Menudos y los Chamos de Puerto Rico y Venezuela, no tardó la versión mexicana de Timbiriche, y hartos solistas que todavía engordan el caldo de los programas de Paty Chapoy -Luismi por supuesto, Lucerito cuando no se fingía gobiernista, Ricky Martin tan bonita desde chiquita, etc.-, todos simples y festivos, de poco riesgo y alta rentabilidad, muchísimo más asequibles que la oferta anglosajona que aún llegaba con dificultad a México porque en los ochenta las juventudes seguíamos en veda de influencias extranjerizantes perniciosas. Con este star system hicimos una gran familia, tan sentimental como gazmoña. Todos ellos se volvieron adolescentes junto con nosotros, se atrevieron a ropas más reveladoras -minifaldas, shorts, trajes de baños- cuando nuestras madres se escandalizaban de nuestras ropas estrafalarias para las discotecas, le entraron a la madurez de ser solista -y solitarios y autónomos y «una Yuri más mujer»- cuando a nosotros se nos abismaba la posibilidad del primer trabajo, vivir solos, intentar las convivencias serias de las primeras parejas. Si vale la confesión, mi primer advertencia del paso de los tiempos ocurrió con la hiperpublicitada boda de Lucerito con Mijares a mediados de los noventa. El interés que puso Televisa en transmitirla semejó una pista de arranque para que varios casi-treintañeros consideráramos seriamente la necesidad de imitarlos y tomar la estafeta del status quo guadalupano. Varios lo hicimos, después lo deshicimos, otros siguen sus guerras conyugales y cada quien su historia. También es emblemático que Lucero y Mijares se divorciaran en tiempos semejantes a los de nuestras disoluciones. Y es horrendo tomar literal las fábulas: por suerte algunos no nos volvimos peñistas-gobiernistas ni por contarle las pecas de la espalda a esa chica tan lloroncita de todos los teletones.

yolanda_ventura_1Los ciclos de vida que propicia el star system autóctono podría semejar las estaciones del año, las épocas de siembras y cosechas, los tiempos de noviazgos, maternidades y paternidades, los quince años de nuestros hijos, las hipotecas de nuestras casas y nuestros autos. Y hay algo de triste en este irremediable curso de la vida: por más que quisiéramos inventarnos de otra forma, Eduardo Capetillo siempre será machín y tendrá enclaustradas las curvas inauditas de Biby Gaytán, la Thalía y la Pau insistirán en creerse paridas por arcángeles y por eso sólo en Extranjia pudieron hacer carreras artísticas que a nadie le importan, los reencuentros embaucadores de menudos y magnetos y timbiriches siguen siendo redituables porque vamos a cantar con ellos pero sobre todo vamos a recibir diagnósticos de nuestro propio crecimiento-envejecimiento y a desentrañar la ecuación que nos haga lanzar consignas como si regresáramos a nuestros dieciocho años. Y los vemos gordos, canosos, menos hábiles en sus coreografías, con timbas de ñores o patas de gallo de ñoras y los disculpamos -nos hermanamos- porque vamos todos juntos en el barco. Forma de sublimar las decadencias, argumentamos que aunque ya no tienen (tenemos) las frescuras de antaño, al menos conservan (conservamos) carácter, personalidad.

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Desde esa ansiedad de conjurar el paso del tiempo nos lanzamos a revisar que la ficha amarilla siga teniendo lo que tiene donde lo debe de tener. Y las fotos alivian: será el buen gusto del fotógrafo, la habilidad del fotochopista, la belleza genuina de Yolanda, el resultado tiene la sensualidad requerida, y más que eso, la promesa de que la vida sigue siendo promisoria, y el cuerpo de yellow baby, tan suave, tan mullido, se acaricia con la mirada tan dulcemente como acariciamos nuestras dolencias incipientes, nuestras vistas agotadas o nuestros futuros menos suculentos que hace diez o veinte años. En tanto experimento mediático de lo pop como forma de vida, los nacidos en los setenta seguimos configurando enigmas de cómo seguirá y terminará nuestro paso por el mundo. ¿Cantaremos insistentemente a Madonna en el asilo donde nos recluyan? ¿Cuántos reencuentros más pagaremos para consolar la decadencia de nuestros cuerpos? ¿O seguiremos siendo tan tercamente jóvenes como insistimos desde el gimnasio y los gadgets?

Lo mejor de las fotos de Yolanda: así como otros nos indicaron el momento de los matrimonios, de los hijos, de las hipotecas, de los empleos serios, ahora ella viene a indicarnos que sigue siendo un buen momento para corretear fichas amarillas que se ofrecen, generosas, para jugar.