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43 consejos que los Equis deben darle a los millennials

Desde hace unos días está circulando por las redes este video:

Está bueno gastarse los quince minutos que dura para verlo; quien necesite el resumen ejecutivo, les cuento: que Simon Sinek, estrellita marinera de los Ted Talks, reconoce cuatro aspectos que le causan problemas a la «generación millennial»: la crianza (los padres los educaron con medallas sin mérito, bajo la creencia de que no hay nadie tan valioso como cada uno de ellos), la tecnología (y su adicción a la dopamina, placer pequeño y constante que se mantiene a golpe de likes, favs, mentions y comentarios positivos que provienen de sus celulares), la impaciencia (el mundo de las redes crea la idea que todo —amor, reconocimiento, éxito laboral— debe ocurrir tan pronto y tan en automático como se escribe un mensaje o se sube un video) y el ambiente  (corporativos sin interés en crear confianza en sus colaboradores jóvenes, que no los capacitan para una vida productiva de largo aliento). Me gustó su perorata, más porque me proyecté en el tema de la dopamina, que me tiene bastante ansioso y aprehensivo (como ocurrirá cuando recién suba este post).

El tema es que muchos millennial aborrecieron el video. Sobre todo la parte donde se habla de los reconocimientos. Alguna de las comentadoras más rabiosas argumentaba que a los millennial no les quedaba de otra que sobrevivir. Lo que seguía era exactamente lo mismo que han dicho todas las generaciones: los mayores nos dejaron puras sobras, con estos despojos qué quieren que hagamos, etc.

En realidad es muy común que las generaciones se agarren del chongo. Rencores de estafetas mal pasadas, predecesores y continuadores se reprochan mutuamente por el mugrero en el que se ha ido volviendo el mundo. Por ejemplo, los equis le reclamamos a los baby boomers la traición que se hicieron a sí mismos: de dorados hippies creadores de psicodelia y utopías, a conservadores de pequeños feudos donde cultivan orgánico, practican espiritualidades chafas y se alejan del resto del mundo; quizá —argumentamos — para no toparse con el fracaso en el que dejaron al resto del mundo.

Los millennial tendrían que reprocharnos a los equis muchas más cosas, que golpean justo en el centro de nuestra poética: la apatía filosófica, el escepticismo lírico, la disolución al estilo El cielo protector de Paul Bowles —bonita forma de llamarle a la güeva— como forma de aprehender al mundo. Los sobados argumentos de la caída del Muro de Berlín, del final de las ideologías, del agandalle de un capitalismo sin contrapesos, junto con la sexualidad atormentada porque se asomaba el SIDA tras cada persona que invitaba una chela, nos hizo una baba decadente: hermosa en su proceso autodestructivo, poco eficiente para alguna recreación alentadora del mundo (y además con las greñas y las franelas del grunge nos veíamos horrorosos).

Ahora los millennial miran el otro extremo del péndulo: contra nuestro escepticismo, su interés mesiánico en cambiar el mundo, como lo hizo su gurú Jobs al vender computadoras bonitas. Sus esfuerzos son irregulares pero muy cacareados en sus propios blogs y sus propios canales de Youtube. Genios de crear empresas, de formas de ayudar a las minorías que tanto los necesitan; urgidos por dejar su huella y «hacer la diferencia» (término tan gringo que desde ahí se traslapa -legítimamente- la sospecha).

Ante el remolino de ideas, propósitos, outfits, esfuerzos, gadgets, acometidas rabiosas de existir con eficiencia (quesque), pragmatismo (quesque) y hedonismo high (quesque), a uno como equis le da vergüenza ofrecer la experiencia de su escepticismo. Porque si algo tenemos los equis es vergüenza: de lo poco que aportamos, de nuestra mecha tan corta, de los propósitos menores que nos consumieron. Por eso, ahora un millennial te comenta su plan ósom de crear una startup ósom, que hará un antes y un después del antes y el después, y a mi por ejemplo me aterra decirles que será más complicado de lo que imaginan, advertirles que su idea es too much too soon, y peor, lo que no les digo lo uso para una bonita sesión de autoflagelación: «¿por qué agriarles el entusiasmo?  ¿Y qué tal si ellos saben hacer lo que tú no? ¿No estoy malogrando un impulso fantástico con mi sarcasmo agotado, poco asombrado ante sus Innovaciones?»

Lo angustioso es que según avanza la década millennial, su impulso va desbarrancándose en contradicciones, dificultades, logros menos importantes de lo que habían imaginado, y su discusión generacional se mueve hacia otro lugar. ¿Por qué no les dijimos que en las grandes ideas también había que incorporar el tedio? ¿Que la Gran Maquinaria opera con una lentitud mucho más exasperante que sus impulsos épicos? ¿Que La Idea no está lista para el universo cuadrado del Cliente, ese ente anterior a los equis y a los baby boomers, que sigue imaginando el mundo como un catálogo de cocinas integrales y lavadoras?

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Hace poco me tocó ver a Robert DeNiro enseñándole a ligar a los millenial en la muy bonita comedia El becario, que hizo con Anne Hataway y que dirigió Nancy Meyers. En Mientras seamos jóvenes me tocó ver a Ben Stiller agobiado por el carisma ladino de Adam Driver (tan semejante a muchas estrellitas marineras que ahora vemos Fundar Proyectos Que Transforman La Forma De Comunicar, De Ser Y De Existir), hasta que le cae el veinte de su edad, su tiempo y su respiración, y regresa a sus aburridos pero personales documentales, que alguien debe hacer. Incluso vi a Mila Kunis arreglar el desmadrito de la superduper startup millenial donde la contrataron para ser todóloga, en la menor pero graciosa Malas madres.

No me engaño que en estas películas, fraguadas por directores más equis que millennials, estos aparecen como caricaturas disparatadas de computadoras y celulares, y se debe buscar en otros relatos una caracterización más fiel. Pero si son películas de los equis, también pareciera que desde sus narrativas quisieran darle a la generación su penúltima oportunidad: de participar del proyecto millennial pero sin renunciar a nuestro fatalismo, que algo de terquedad y de resiliencia sabe tener. Cuando se precipiten los fracasos  millennial, quizá podrán aprender de los tenaces equis, que no tienen nada que perder porque nunca aprendieron mucho sobre ganar. Capaz de algo les sirva la experiencia de nuestro recelo. Y no sé si al final esta combinación servirá de algo. Pero por ahí hay un equilibrio opaco, acepto que también poco emocionante, pero que puede recuperar lo mejor de ambas generaciones y emprender lo que siga con mejor fortuna.

¿Y los baby boomers? Que vivan su sueño en Puerto Vallarta. Ahí están de lo más bien.

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Donald Trump, presidente de México

5583a36ac461883c618b45c0Debía hacer una entrevista, redactar una lista de las 10 cosas basuras que debes hacer para tener una vida basura, sacar una cita médica… y entre tanto ajetreo era mejor tomar un taxi.

Tocó un chofer gordo, recio, tirando a calvo, de jeans sucio y camisa mal planchada. Uber nunca lo hubiera reclutado, pero gracias al clientelismo chilango puede practicar el ruleteo old school. Desde antes de abordarlo se le veía hablando solo y fue lo que me dio confianza poética. En los treinta minutos de viaje -hubo embotellamiento en Insurgentes y Mixcoac y todo se atrasó un horror- lanzó una nutrida perorata; enredadísimo consignarla toda, pero entre bufido y bufido fue opinando que:

No, el principio se me escapa. Tenía que ver con una manifestación en Reforma, le mentó la madre a los manifestantes y después se arrepintió porque pobre gente, tantas penurias que pasan en la ciudad.

Tampoco recuerdo bien cómo despotricó contra Uber y cómo le quitaban su trabajo, esa es moda de fufurufos, eso sí recuerdo que dijo, usó la palabra fufurufos, fufurufos que ni conversan por estar chinga-y-jode con su celular —entonces guardé mi celular—, «pero peor cuando lo guardan, puro mirarte desde arriba, como si esperaran su puta agüita. Yo pienso que para qué tanta diferencia si al final vamos a morirnos todos, que no chinguen, va a caer la maldita bomba y ni sus celulares los van a salvar».

Ahí presté atención. El taxista estaba convencido de que tarde o temprano Donald Trump lanzará la maldita bomba, y ya hasta había calculado: destruido Reforma, Polanco, la Roma-Condesa y, por supuesto, Los Pinos. «Nomás los jodidos vamos a salvarnos. La maldita bomba no va a tocar Iztapalapa, no va a tocar Martín Carrera, no va a tocar Tláhuac: yo se lo digo, ahí nomás se acuerda de mí».

—Pero ya, ya, ya, —golpe al volante con cada ya—, que de una vez Trump arrase con todo ya. ¿Qué se va a perder en la Condesa? Puros argentinos. ¿Qué se va a perder en la Zona Rosa? Puro puto y puro coreano. ¿Qué se va a perder en Polanco? Puro judío. Pero en Iztapalapa, le digo, ahí puro mexicano. Y los de ahí nos vamos a salvar.

Las redes sociales tienen el defecto de hacerlo a uno mesiánico e inculcador de valores, y ya iba a indignarme y a decirle que no dijera eso y que qué barbaridad, cuando llegamos al embotellamiento. El refunfuño del chofer ahora fue contra los proyectos viales de Mancera y el caos en el que tiene a la ciudad. En algún momento llegamos junto a un edificio a medio construir, en el espacio donde antes estuvo el cine Manacar.

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—Ese edificio: de puro chino. Mi única esperanza es cuando quede destruido: chingo de lana que van a perder los chinos. Y me río. Sólo quiero ver sus caras. Los van a destrozar.

Segundo motivo por el que no lo corregí: de inmediato recordé a mi padre y su cruzada privada contra los zapatos chinos. A él le disminuyó el trabajo en su taller porque ya no hay zapatos buenos para arreglar: «pura mugre china». Y me vino un recuerdo algo lejano: de cuando yo era niño, y veíamos Siempre en domingo y aparecía Camilo Sesto o Miguel Bosé. Mi padre ni dejaba escucharlos porque era puro despotricar: «estos gachupas que ni cantan. Nomás vienen a robarnos el dinero. Tendrían que poner un guardia en las aduanas. ¿Vienes a robarte nuestro dinero? No, papacito, entonces de regreso. Aquí no hay nada qué robar».

Más allá de que se volvía un suplicio mirar la tele con mi padre al lado, ahora me llegaba una idea pavorosa, que se extendía al colérico chofer: ESTABAN DICIENDO EXACTAMENTE LO MISMO QUE DIRÍA TRUMP. ¿Eso hará de mi padre un genocida? ¿Eso haría del taxista un exterminador? Como si adivinara mis temores —tres autos para cruzar Insurgentes y los de tránsito detuvieron el paso—, el taxista continuó:

—…un presidente como Trump. Eso le falta a este país: un presidente como Donald Trump. Que se deje de idioteces, que deje de robar al pueblo, que ya no nos vea la cara. Que diga: prohibida la entrada a quien venga a robarnos y a chingar. O si no lo quieren los mexicanos, que lance ya la maldita bomba. Imagine destruido esto, todo Insurgentes. Pero a los de Iztapalapa ni nos van a tocar.

¿Por qué estas personas, por otro lado no infames (no lo sé del chofer, pero puedo asegurar que mi padre es un pan de Dios) podían manifestar esta xenofobia horrible? Me contesto enseguida: por inseguridad, por miedo, porque se ofuscan ante los lucimientos de los extraños y prefieren sus espacios seguros, de personas reconocibles, que no deben hacer el esfuerzo de descifrar. Ahí está una de esas oscuras fascinaciones que pone a filósofos e historiadores a estudiar el nazismo: la idea de una sociedad que desgasta su tolerancia y su templanza para relacionarse con los otros, y que entonces muy fácil se deja llevar por un orate que gobierna a golpe de ocurrencias y terror, como en su tiempo fue Hitler, como ahora lo es Donald Trump. Capaz es mucho más difícil mantener el equilibrio -casi siempre imperfecto, injusto, hasta ladino- de las democracias, que estas tablas rasas, inclementes, de dictadores con ideas pobres pero seguras de tan esquemáticas: la bondad de los nuestros, el peligro de esas sombras fantasmales -judíos, mexicanos, coreanos, Miguel Bosé- que amenazan nuestra pírrica tranquilidad.

—¿Usted imagina lo felices que seríamos con un presidente como Trump? ¿A la chingada los que no sirvan y quedarse los que debemos quedarnos, que nos proteja Trump?

—El problema es que este Trump no va a protegerlo a usted. Y que la bomba deja radiaciones. Va a tener nietos con cara de sapos —hasta entonces me atreví a opinar.

El taxista se rió. «Pues si ya tengo cara de sapo, ¿qué va a ser peor?» A esas alturas ya íbamos llegando a mi destino. Noventa pesos porque el tráfico retrasó todo. El taxista siguió su perorata solitaria. Cara de sapos, qué puede ser peor. Ya le tocaría a otro escucharlo disertar sobre una ciudad batracia que pide la justicia de un cruel exterminador.

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El priismo como estrategia

 

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Con todo este tema de las renegociaciones del TLC y la construcción del muro de Trump, estaba redactando un post emocional y reflexivo sobre mi poca empatía con los souvenirs yanquis, cuando en El Universal apareció este artículo de Ricardo Raphael que me emocionó: El viaje es una trampa. Más o menos dice que Donald Trump es una persona de naturaleza impaciente, y que le urge ostentar lo antes posible su poder y violencia. Quién sigue su ritmo (y no es fácil no hacerlo, dado el talento de la provocación), pierde. Pero si se demoran sus tiempos, si se frenan los procesos («Tortuguismo en los encuentros y las conversaciones. Morosidad. Lentitud», dice Raphael), el tempo de Trump pierde virulencia y hasta entonces sí, sería posible negociar.

Además de parecerme un artículo astuto y mal portado, me divirtió leer algo semejante a una estrategia de futbol. Décadas atrás, César Luis Menotti describió cómo debía jugar la Selección Mexicana: sin pases largos, sin individualidades virtuosas, mejor triangulaciones, cascareos, cabuleos, desesperar, aburrir al contrincante, y hasta entonces sí, hacer lo suyo. Se me ocurrió otro ejemplo mexicano, poco digno pero efectivo: el estilo priista de dialogar.

Que es fundacional: bien se sabe que el PRI se creó para que los generales revolucionarios no se siguieran matando. Contra las balaceras compulsivas impusieron la disciplina; privilegiaron el  apoyo monolítico sobre el disenso; y, sobre todo, aprendieron a resolver problemas desde la distensión. «Deja que se enfríe», es el gran recurso priista cuando dijeron una burrada, cuando aparece la foto del diputado con la muchacha de poca ropa, cuando se evidencia una curricula de despilfarros y sainetes. Así se han enfriado escándalos de personajes tan variopintos como los Duarte de Veracruz y Chihuahua, los Moreira coahuilenses, el intocable Romero Deschamps y media centena más.

Desde el priismo, una confrontación se resuelve dándole vueltas, retrasándola, entorpeciándola con retóricas pseudocientíficas y sociológicas, frases opacas que tienen más intención del atarante que de la comunicación. La «consulta con las bases», las «profundas convicciones», los «análisis a fondo», «los tiempos de los procesos», no tienen más propósito que aletargar y enfriar el impulso adversario. Así educó el priismo el dedo en el gatillo. Y este recurso evolucionó a las oficinas de gestores, cubículos de servicios, ventanillas de atención y módulos de quejas.

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Cuando el iracundo se transforma en fastidiado (en medio de eso una cubita, el cigarrito, acomódese en ese sofá mientras le atienden, cuando arruga el ceño tiene una expresión como la de mi papá), el priista dialoga. Con poco tiempo porque qué bárbaro, cómo se nos fue el tiempo, acuerdos rápidos y: ¿estamos bien? Gusto en haberte saludado. Es común que el querellante salga aturdido de entrevistas, comidas o citas, con el flaco consuelo de creer que ha sido escuchado, y esa vaga aspiración rulfiana: si me escucharon, es posible que algún día me resuelvan.

Estas estrategias de dilación se han extendido a sitios de trabajo, relaciones familiares, discusiones de parejas y grupos de amigos. Los extranjeros se quejan de nuestros ahoritas y ratitos, unidades de medición del tiempo que hubieran desquiciado las relatividades de Einstein. Con el tiempo se han unido versiones más sofisticadas: «estamos en junta de revisión», «pequeña demora en el Periférico», «salí hace diez minutos, ya casi estoy allá», «mereces alguien que vaya a tu ritmo», «ya va a salir el cheque, una firmita y ya».

¿Podría el pragmático, impulsivo, de Donald Trump, lidiar con una estrategia así? Tengo claro que tampoco hay mucho de qué enorgullecerse. Pero si hubiera que pelear con los recursos propios, no sé cómo Peña Nieto, en vez de mandar a Washington al ansioso aprendiz de canciller Videgaray, mejor no optó por un ejército de juventudes priistas, revolucionarios, retóricos, asertivos. Acompañados de veteranos de la Reforma Agraria. Más sabe el diablo por viejo, y esas cosas que ellos saben decir tan bien.

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18 mujeres que deben de salir con un emprendedor

perfiles-de-consumidores-pareja-hipsterMe he vuelto receloso de las listas porque les hago mucho caso; no debería confesarlo pero suelo darle copy-paste a las 10 Formas de Ser Feliz, los 15 Tips Para Mostrar Seguridad y las 20 Oportunidades Para Ganar Dinero, consejos que con el tiempo me han hecho más desgraciado, inseguro y pobre, no necesariamente en ese orden.

Después aparecieron los blogs-pensamientos —no se me ocurre cómo llamar a esta versión cibernética de los pergaminos del metro Balderas— sobre por qué debes enamorarte de una mujer que lee, después de una mujer que no lee, después de una mujer que a veces lee y a veces no, y las variaciones se hicieron tan infinitas como ocupaciones, gremios y vertientes de pensamiento de la corrección y la incorrección política: de post en post hemos ido aprendiendo que no hay nada mejor que enamorarse de ingenieros, comunicólogos, actrices, astronautas, trabajadoras sociales, amantes de los perros, de los gatos, de los cuyos, de los hermanos mayores y los hermanos menores, de blancos, negros, orientales y todo lo que pueda caber en un videoclip de la inclusión. Los hermanos de en medio, por ejemplo, no.

Entre estas formas de sabiduría redsocialera, se me aparecieron las 18 cosas que debes saber antes de andar con un emprendedor. Yo siempre he admirado a los emprendedores porque son sonrientes y se peinan con estilo, porque tienen respuesta para todo y saben qué tipo de zapatos usar, cosa en la que también me he sentido incapacitado. Corrí a leer y a enterarme, no que pudiera emular a tan dinámicos personajes, pero sí aprender cómo es la vida cuando Pierdes El Miedo y Amas Intensamente Lo Que Haces. Y que encima, y por eso, las chicas se vuelven locas por ti.

Según el artículo, los emprendedores leen sobre negocios y desarrollo personal porque les gusta ser mejores personas. Siempre piensan en dinero pero porque es una estrategia que los ayuda a ser mejores personas. Tienen su tiempo perfectamente planificados y no lo desperdician en cosas «que no sean disfrutables o productivas» (ahí entra mi angustia de que quizá no leerán este blog). Viven para conseguir metas que los hacen mejores personas. Trabajan mucho más del horario de oficina  con tal de perseguir su sueño, como cualquier oficinista promedio, pero con la diferencia de que eso les ayuda, claro, a ser mejores personas. No les gustan las personas flojas (amargo aceptarlo, pero en 2017 seguimos existiendo las peores personas) y lo siguiente da pereza seguirlo glosando, excepto los puntos que se refieren al amors, que era de lo que se trataba este post emprendedor.

Según entendí, lo que buscan estos muchachos es alguien que: 16) les recuerde que hacen demasiado (y los proteja del burnout); 17) que sea buena para cuidarlos, darles su espacio, perdonarlos y divertirse y 18) que sepan que a pesar de todo lo anterior, el emprendedor piensa en su pareja. «Tu amor y dedicación significan más para nosotros de lo que podrías imaginar», remata el artículo como verso de britpop.

En el ocio que me permite no estar tan apurado persiguiendo mis sueños, hice inventario de novias-amantes-ligues que se hubieran aventado el paquete de seguirme el paso emprendedor. Imaginé la mirada comprensiva de una, la voz de aliento de otra, los post-its en los pizarrones de corcho que garrapateó alguna más. Acepto que volví a enamorarme un poco de todas y cada una de ellas, pero ninguna logró terminar el cuadro (sorry, chavas, si alguna de ustedes todavía me lee). Y mientras sus modestos esfuerzos se iban difuminando, una presencia se hacia más y más definitiva. Que me confortara porque ya hice demasiado, que me cuidara, me perdonara, me divirtiera y supiera que es importante mi escaso amor y dedicación… pues mi mamá.

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Pienso que sólo mi mamá aguantaría mis lecturas empresariales y se abstendría de decirme que no mame, que qué hago con otra biografía de Steve Jobs; que sólo ella me tendría paciencia para escuchar mi proyecto laberíntico de apps y redes que nunca se sabe cómo pero logran cambiar el mundo, que me vería reguapo dando ted talks sobre el cúmulo de aprendizajes que he tenido, y que me llevaría cafecito con leche en las trasnochadas de pergeñar modelos de negocios con una sonrisa indulgente y pantuflas.

No podría imaginar otra mujer, que no fuera una madre, capaz de aguantar el narcisismo tan mesiánico, autosustentable y frágil de un emprendedor. Cuando oreé la idea en tuiters alguien me sugirió como equivalente posible a una chica high maintenence. Un foro de Word Reference me la describió como «‘exigente’ con connotaciones de neurosis». De inmediato se me aparecieron los instagrames compulsivos de platillos caros, hoteles caros, amaneceres caros y vidas simples caras. Entre los perseguidores de sueños y las ganas de vivir plenamente (pero caro), todo empezó a hacerme sentido.

También me dio la urgencia de hallar un artículo de cómo enamorarte de los que luego nos fatigamos de perseguir nuestros sueños. O como luego pongo en tuiters: de los que estamos chupando tranquilos.

 

 

 

 

Las crisis económicas son un palimpsesto

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En México vivimos las crisis económicas como palimpsesto. Así se le llama a las escrituras que se borran y luego se reescribe sobre ellas, después el lío viene cuando los arqueólogos o filólogos deben decidir qué escritura rescatar, si la que está en la superficie o la que se escondió por razones religiosas, políticas o sicalípticas.

El palimpsesto se encuentra en los hogares mexicanos antiguos, los de la gente grande que congrega hijos, nietos, yernos y nueras de los hijos y los nietos. En estas casas, en las que suelen festejarse las navidades o se quedan a dormir los parientes desempleados o recién divorciados, lo mismo hay sillones cursis de tiempos del milagro mexicano, que horrorosos comedores coloniales comprados en el mercado de San Ángel en los ochenta, que tocadiscos de elepés, que computadoras de escritorio anteriores y posteriores al pentium, o ataris, nintendos y playstations con sus respectivos cartuchos. Todo crea una especie de capas geológicas porque nada se tira, no vaya siendo que con la nueva crisis se necesiten.

Las crisis económicas no se resuelven, se acumulan y uno se acomoda a ellas como Dios le da a entender.

No recuerdo la devaluación del peso de 1976, que rompió el cambio fijo de 12.50 pesos por dólar y lo elevó hasta los casi 28 pesos. Según entiendo fue una crisis moral, pues tambaleó el supuesto Milagro Mexicano que tanto se cacareaba. También le añadió una raya más a la decadencia del presidente saliente Luis Echeverría, a quien se le tenía inquina por historias como los halconazos de 1971, su trato agreste con los empresarios o el desmantelamiento del periódico Excélsior. Mi Primera Devaluación 76 fue un ensayo de rumores, supervivencia y especulaciones. Un día de campo comparado con lo que se vino después.

La crisis del 82 sí la recuerdo, con resonancias míticas y simbólicas, pues me tocó de niño, cuando se quiere entender el mundo y se descubre que los padres y los tíos no son tan infalibles como la estabilidad económica les permite fingir. Antes de ella hubo una bonanza artificial que pareció noche loca de brandy San Marcos y José José cantando en El Patio. Los yacimientos petroleros estuvieron a punto de volver potencia mundial al país y vienen préstamos para explotarlos, el presidente José López Portillo acuñó esa frase tan promisoria de Aprender A Administrar La Abundancia y vienen más préstamos para más desarrollo, y el derroche y la fiesta fueron tan esplendorosos y los préstamos tan constantes, que cuando menos nos dimos cuenta se nos pasó una factura brutal. El dólar se fue de los 22 a los 70 pesos, los empresarios huyeron con sus dineros, el gobierno declaró la moratoria de pagos y la deuda externa paralizó al país.

En su informe de gobierno, José López Portillo logró una pieza del histrionismo criollo que sigue causando tanta indignación como regocijo. Su «ya nos saquearon, no nos volverán a saquear», limpiándose las lágrimas con impotencia y nacionalizando la banca de refilón, debe ser de los momentos más apantallantes de la historia reciente de México. Lo que no había apreciado en el video: la cara de espanto del próximo presidente, Miguel de la Madrid.

No estoy seguro de que hayamos salido de aquella crisis de 1982. Debe ser que la recuperación fue lenta y agobiante: todo el sexenio de De la Madrid y al menos un tercio del de Salinas. Y ahí sí, los mexicanos entramos en una capacitación intensiva de segundos empleos, subempleos y empleos informales: toda esa colección de puestitos y servicios de vieja escuela que ahora conocemos con los términos sofisticados de free lance y emprendedurismo. Con la crisis del 82 aprendimos a vender pancita los domingos, a poner inyecciones y XV años, a llevar catálogos de Avón y Jafra a la oficina, a hacer tandas desesperadas para los útiles escolares de los hijos.

La crisis de 1982 pareció aliviarse cuando el equipazo de Salinas renegoció la deuda externa y le dio oxígeno a la economía mexicana. Para poner al país más bonito se le quitaron tres ceros a la moneda -y se escondió la inflación bajo el membrete fashion del Nuevo Peso- y hasta se trajo a Rod Stewart a Querétaro, para darnos lustre primermundista. Ya sabemos que todo se fue al garete con el error de diciembre de 1994, que se resolvió gracias al préstamo de Bill Clinton a Zedillo y a que a los mexicanos nos enjaretaron el Fobaproa que rescató a los banqueros.

La crisis del 94 la viví como poeta maldito y apenas me enteré de ella, todo era alcohol y libros y romances contrahechos, pero tengo claras montón de historias de embargos, casas en remate y chatarrización de los otrora lujosos autos noventeros. Ahora que lo pienso, parecería que las crisis económicas sirven para estratificar generaciones. Yo sentí más la del 82 como otros no olvidan la del 94-95, y algunos más insisten que eso no fue nada comparado con el catarrito de 2008, cuando llegó el coletazo de las subprimes.

La narrativa de las crisis también se ha hecho ambigua: el dramatismo de la vieja devaluación (secretario de Hacienda con rictus cejijunto y voz pastosa de quien está quemando su carrera política) se ha transformado en un comunicado discreto de depreciaciones constantes, que le quitan teatro a las crisis y las convierten en persistente chinga cotidiana. Gracias a eso la tragedia contemporánea de la paridad peso-dólar, que pasó de los doce a los 22 pesos, se resuelve en alguna gráfica nerviosa que pretende ser más pop que lúgubre.

¿De verdad podríamos asegurar que salimos de las crisis del 82, 95 y 08? En lo que se intenta una respuesta aparecen nuevos personajes siniestros, como temporada de serie de TV que insiste en llevar la catástrofe al absurdo. Los recientes gasolinazos, Trump, el aprendiz Videgaray y el muro fronterizo que no pagaremos hasta que lo paguemos, va obligando a añadir anécdotas al palimpsesto: ahora, en la casa de los padres y los abuelos, se acumularán viejas laptops, smartphones de pantallas opacas, redes sociales percudidas de consejos y lemas para sobrevivir a  la nueva y cada vez más impactante crisis.

«Al fin y al cabo que ya estamos curtidos».

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El estupor del Mono Satírico

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¿Recuerdan el cuento de Monterroso del Mono Satírico? Este mono quería caricaturizar a los animales que vivían a su alrededor y decidió asistir a sus fiestas para entender sus comportamientos. Pero se hizo amigo de sus objetos de estudio. Por eso, cuando se decidió a escribir sobre ellos, descubrió que ya no podía decir gran cosa contra las urracas ladronas, ni contra las serpientes oportunistas, ni contra las abejas emprendedoras, ni contra las gallinas promiscuas: conocía tanto a todos, se habían vuelto tan cercanos, que le era imposible afilar pluma y lanzarse a desfacer sus entuertos.

Algo semejante le ha ocurrido al redactor de este polvoriento blog: interesado en describir la condición humana de los 2010 ha querido chacotear sobre:

  • La ingenuidad de los estartuperos, que persiguen su sueño tal y como lo aprendieron del Profeta Jobs y como lo refrendan legiones de atalayas del Ted Talk, sabios desde la intuición de sus pantallas táctiles, que relajados e irreverentes han decidido Agregar Valor Al Mundo. Ya me andaba por describir su emoción genuina mientras se lanzan a transformar su realidad, con esa fotos donde rescatan cervatillos y ceramistas de Huatulco, pero sus ojitos brillantes y sus caritas empapadas me parten el alma y prefiero entenderlos, abrazarlos y decirles que todo va a salir bien.
  • Luego vino la compulsión feminista, la revolución que deviene dogma para derrotar al heteropatriarcado y de paso traer en finta a los onvres y sus fragilidades; recitar el florilegio de dichos y dichas que neutralizan reparos o disidencias, tengan sentido o no. «Antes de discutir ponte a leer»; «llevas muchos siglos de hablar, ahora escucha»; «harta de verte pontificar desde tu privilegio», «no me hagas mainsplaning»; «cierra las piernas»; «no me hagas gaslighting con la luz de mi desprecio». Y uno se va a la cantina a quedarse callado y sigue la confrontación-deconstrucción en reversa: «¿no piensas decir nada?»; «¿cómo quieres deconstruirte si no dices nada?»; «¿Así se comporta un onvre?». Pero ya engolosinado con el tema recuerdo que el 87.46% de las muchachas con las que quiero chingarme un mezcal andan dándole a temas semejantes, de modo que hay que entrarle con paciencia a la autoexploración micromachista y entender cómo se le hace ahora para dejarse querer.
  • Acogotan mucho más los columnistas académicos, Politólogo, Financiólogo, Opinólogo made in CIDE, y su fatuidad omnisapiente con la que retrucan cualquier aseveración del vulgo -el hombre de a pie, se dice, condescendiente-. y aseguran que la Universidad de Stanford puso a pelear a cinco micos contra cinco cuyos y tras haberse masacrado (y antes de que llegara Greenpeace a protestar), descubrieron que de verdad no nos está llevando la chingada, que la resiliencia permite aguantar más chingadazos, los gasolinazos de hoy, los desempleos de mañana, las jetas rozagantes de Macri y Peña Nieto, las pretensiones de poder de Magdalena Zavala o Ricardo Anaya.
  • Pero quienes más conflictúan son los sitios que se han chupado lo mejor del talento de los blogueros veteranos para transformarlos en aburridos redactores de listas: «27 Lugares Que Debes Conocer Antes De Llegar Al Climaterio», «17 Comidas A Las Que Debes Ponerle Salsa Valentina», «Por Qué Es Mejor Casarse Con Una Autoviuda»; compilado de ocurrencias que buscan que la gente ría, llore, aplauda y realice el acto más importante del ser humano del siglo XXI, aquél que les da trascendencia y los convierte en hombres y mujeres de su tiempo: el acto autónomo y emancipador de dar un click.

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Quienes usamos redes sociales y ya aprendimos a ponerles filtros a nuestra papadas, estamos debidamente condicionados por impulsos emocionales elementales. Nos sentimos abatidos, fervorosos,esperanzados o acomplejados por el cúmulo de deberes que se nos inculcan desde las listas, los consejos y las advertencias del contenido basura, consecuencia alborozada de aquella apuesta ingenua que fue el viejo blog. En ellos buscábamos generar lazos genuinos antes de que se llamara engagement; pretendíamos ostentar inteligencia, sensibilidad o empatía, porque en el fondo (no nos hagamos) queríamos tomar cervezas con alguien, tener sexo con otro alguien o debrayar ideas absurdas con algún alguien más; después, los sitios con SEO convirtieron nuestra miseria humana en señuelos aspiracionales para que el cliente suelte el cheque. Antes había comunicaciones imprecisas, contradictorias, que también improvisaban ideas, divagaciones, intuiciones; ahora se han transformado en dos renglones de redacción inocua para que el seguidor orgánico pueda leer mientras se balancea en la ruta del metrobus, para boicotear la productividad en la oficina, para paliar las mañanas desesperadas del ama de casa moderna; cápsulas de procrastinación para enfermos de desidia, clickeadores abúlicos que canjearon lo incómodo de las especulaciones por un sistema de promesas (buen sexo, inteligencia cautivadora, compañía amable, menú sorprendente en un destino de ensueño).

Ahí es donde este mono satírico se ha quedado boquiabierto y cariacontecido, sabe que su blog adolece del arte de la síntesis o de una red de relachonchips que lo lleven a pasear en globo, tampoco le salen muy bien las listas para mejorar la vida en pareja (en realidad es muy malo para tener vida en pareja), ni hace análisis con datos tan comprobados como comprobables, de los que se pergeñan en una moleskine (también por eso no se ha comprado ninguna moleskine). Sólo sabe insistir en dos que tres necedades: consignar lo que su jugo gástrico o la comezón de sus pies le urgen: los cánones de belleza requeridos para poder pedir un late chai deslactosado, el miedo al vecino que cobra el mantenimiento o a la insidiosa gentrificación que se cierne alrededor.

Como el de Monterroso, este mono satírico también se ha ido volviendo aburrido en su estupor. Su única salida sería buscar tutoriales para dedicarse a la Mística y el Amor.  Capaz regresa cuando se acerque el centenario de Rulfo. Arremeterá contra herederos y autoridades con saña rencorosa, candorosa, como si se le fuera la vida en ello.

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Networking & networking

Nunca me ha salido muy bien lo del networking.

Por ejemplo: me explicaban hace un mes, en los mezcales:

-Nuestra misión es simple, we: cambiar al mundo. Como lo hizo Jobs, como lo ha hecho Zuckerberg, como lo hizo Gates -hay que reconocerlo, we, ese dude cambió al mundo, aunque no nos encante la idea-. Y esa es la meta, cambiar al mundo. ¿Cómo vamos a hacerlo? Pues con pasión. Y de eso se trata, de contagiar la pasión.

-Ok…

Y hace una semana me dice otro, en un Sanborns:

-La idea es sacar una, dos chambitas, pagar las colegiaturas de las niñas, el bacacho los viernes, no creo que sea pecado un poco de ron. La pinche vida no está para milagros, está para ir saliendo. Y ahí es donde digo: donde sale uno, salen dos, cabrón. Y es eso, armarlo y ver qué puede pasar.

-Ok…

Y recordaba lo de hace un mes en los mezcales:

-Lo menos que espero: estar locos, locos, rematadamente locos de innovación, we. A mí me gusta salir de mi depa y ver innovación por todos lados: que innove la de los jugos, que innove el dude que barre, que innoven los automovilistas, o al menos que no pinches-jodan a los ciclistas y nos dejen innovar en paz. Sólo así entiendo al mundo. Innovación, innovación, innovación.

-Ok…

Y eso venía a cuento por lo del Sanborns:

-Tampoco es volvernos locos, hay que hacer lo que sabemos, ver quien lo compra, lo sacas y sacarlo bien. La gente está harta de que le vendan chingaderas disfrazadas de otra cosa. Les gusta que les digas, al chile: esto es así, y que sea así. ¿Pa qué buscarle chichis a los alacranes?

-Y sí…

Y ahí fue irremediable pensar en los mezcales:

-…convocar a los líderes, a ellos son a quienes necesitamos. Debemos estar rodeados de líderes, gente excitante, que quiere cambiar el mundo, con cosas importantes qué decir. No veo otra ruta más.

-No, ps no.

Que luego me dejó pensando, en el Sanborns:

-…nos conseguirmos tres cabrones con sus changarros, nada importante, pero que suelten cheques. Con eso la armamos. Luego ya, lo que nos importa: llevar a cenar a unas viejas, el fucho, una buena tella en la cantina…

-Y sí, sí.

Mientras que semanas antes, en los mezcales:

-Nos pivotea una incubadora, una ONG que le guste pensar diferente. Así se financió mi chava, proyecto poca madre, año y medio en Orlando, en Navidad la voy a alcanzar.

-Ya, ya.

En tanto que en el Sanborns:

-Porque sí está bien cabrón mantener a las niñas, me acaba de llegar citatorio, mi pinche ex no va a parar hasta no verme destazado. Ya el otro día saqué lo último de mi cuenta, le solté la lana, que se largue a Morelia con sus padres y que deje de chingar.

-Y así es, sí.

Luego en los mezcales quedamos que en la semana me mandaban por Dropbox el kit con la info para que aportara «algo de mí, alto neto, algo que tenga verdad». Y en el Sanborns me dieron tres datos en una servilleta, que lo pasara en limpio y le agregara el rollo que quisiera, «invéntate algo, tú sabes cómo».

Y ahí vamos. Yo preocupado, de lo poco bueno que soy para los networkings.

La decisión de ser Walter White

walter_white_breaking_bad_by_andresarte-d5r433i (1)Quien quiera buscarle la raíz cuadrada a Breaking Bad podría revisar el quinto episodio de la primera temporada, «Gray Matter», que aun lento y poco espectacular -ni asesinatos ni amenazas, roza lo lacrimógeno y se distancia de la fiesta metanfetamínica- propone la dualidad que estará en tensión en lo que sigue de la serie.

En los episodios anteriores ha ocurrido una aventura corta, casi un cuento, redondo y cerrado en sí mismo: el primer intento del maestro de química enfermo de cáncer, Walter White, por fabricar un modesto lote de metanfetamina, apoyado por su ex alumno Jesse Pikman. El cuento podría semejar la primera salida del Quijote, contiene los elementos básicos de una aventura elemental: el diagnóstico de la enfermedad dispara la acción, pues obliga a White a pensar en cómo crear un patrimonio para su familia; aparece Jesse, el escudero white trash, en calzoncillos, escapando de una amante y una redada; adquieren los espacios -el desierto y una vagoneta- para iniciar la aventura; un par de enemigos -Emilio y Krazy 8- pondrán a prueba sus temples; la solución se va complicando mientras no se sabe qué hacer con un cadáver y un prisionero; con el asesinato de Krazy 8 -más perturbador: con la demostración de que el torpe White es capaz de asesinar- cierra la aventura y Walter y Jessie podrían prometerse no volver a jugar a los malos.

Y entonces viene el capítulo cinco:  Jesse Pinkman (única vez que lo veremos cuco de traje) hace solicitud en un banco para ser agente de ventas. El empleador le pide dos años de experiencia; mientras, le propone una ridícula chamba de botarga. En paralelo, Walter y su esposa, ambos en ridículos trajes de gala azules, asisten a la fiesta de Elliott Schwartz, antiguo compañero de escuela de Walter y ahora dueño de una importante compañía de químicos, que inició con un invento de Walter que después él patentó. La fiesta es un ejercicio de humillación para Walter: lo presentan entre colegas y debe inflar titubeante la experiencia de ser un modesto profesor de preparatoria; su regalo de cumpleaños es el más pequeño y barato; entra a la biblioteca de Elliott y mira con admiración y envidia los libros, la calidad de los estantes, los artículos enmarcados sobre una empresa que debió ser suya; más adelante Elliott lo invita a integrarse a la compañía con un claro gesto compasivo ante su enfermedad.

descargaPero más humillante todavía es la intervención que organiza su esposa Skyler para confrontarlo: ahí está el concuño Hank que se burla de él porque no sabe tomar un arma, ahí está la insoportable cuñada  Marie con sus neurosis a cuestas; y Walter Jr., tan incapacitado física y mentalmente como en un marco moral que le ha enseñado a ser políticamente ingenuo y correcto, y Skyler y su ridículo cojín para ceder la palabra, como seguramente lo vio en una página de internet que ayuda a resolver conflictos familiares. Walter, desde su sillón solitario, mira el simulacro de las buenas intenciones, le parece un teatro aburrido y predecible: sabe que Hank dirá estupideces, que su hijo recitará los lamentos de quien se siente potencialmente huérfano, que Skyler querrá manipular la intervención para conseguir sus objetivos -meter a Walter a quimioterapia y dejarse tratar como desahuciado- y mientras los escucha con paciencia sabe que afuera hay otro mundo que ya ha probado, un mundo donde los riesgos obligan a respirar rápido y a pensar con más velocidad, donde la química deja de ser fórmulas frías garrapateadas con desgano en un pizarrón; que deshacerse de cadáveres o mostrar aplomo frente a los enemigos obliga a tener el cuerpo ágil y la mirada fina; Walter White no necesita libros de caballería para ser (de nuevo) como el Quijote: mientras el viejo hidalgo bosteza ante los cuidados sensatos del barbero, el cura y su sobrina, así también el maestro de química se desespera ante su familia, un grupo de personas lejanas a él que solamente piensan en cómo verlo bien-morir.

Heisenberg-e1379183076860Ahí se deciden los siguientes dos años de su vida, y también la trama que nos tendrá enganchados a la tela durante los siguientes cinco años. Walter busca de nuevo a Jesse, éste apenas contiene la sonrisa de que regresó su compinche de aventuras. Trato distante de los que ya son cercanos pero de nuevo se abre el juego: hay que cocinar metanfetamina, no para crear el patrimonio de los hijos, tampoco para paliar la agresiva enfermedad: hay que cocinar porque Jesse Pinkman admira a Walt mientras lo ve manipular matraces y sustancias, porque quienes han comprado la droga saben que es la mejor en el mercado y consideran a White un maestro. Walter White fabrica meta como los músicos tararean sinfonías, como los dibujantes bocetean desnudos o los escritores borronean la primera versión de una novela. De acuerdo, Walter White es un delincuente y lo será más cuando aparezca el alter-ego Heisenberg, y será inclemente cuando mate por error, por omisión, por necesidad genuina; pero Walter White hace sobre todo arte, equilibra sustancias y ebulliciones, negocios millonarios y complicidades inestables; planea sus tratos, su defensa, sus ataques, como si resolviera una fórmula química que transformará su materia moral y vital: la química, la ciencia de los cambios, dicta clases en alguno de los primeros capítulos: Walter White es su propio experimento y ante cada nueva infamia suele haber una escena donde parece auscultarse: Walter White se recrea y se contempla, se abisma y se revisa, precipita la desgracias de los otros y analiza su nivel alcalino o de acidez.

Más que la puesta melodramática, que las adivinanzas en los reveses de la trama, Breaking Bad persuade porque permite atestiguar la transformación de este hombre y cómo se contempla transformándose, ahí está la fascinación morbosa, a ratos temibles, en la que caemos los espectadores: Walter White representa nuestra mediocridad y nuestro deseo de transformarnos, pero más perturbador, en códigos amorales que confrontan instituciones intocables como la ley, la amistad, incluso la familia, pretexto para la aventura de Walter. Y por eso entusiasma tanto esa charla final de Walter, ahora decrépito, barba poblada, flaco de enfermedades, con su esposa Skyler que también está anímicamente destruida: y es una declaración tan simple como insolente por lo liberadora: todo, y al decir todo se habla de las drogas, las ventas ilícitas, los robos, los asesinatos, todo lo hizo por él. Porque se descubrió valioso siendo delincuente. Porque lo hacía sentir vivo.

Entre el Walter White que participó de una charla que se regodeaba en su desahucio, al Walter White que se sabe al borde de una muerte planeada bajo sus breaking_bad_walter_whitepropios término, hay más de nueve millones de dólares, kilos de metanfetamina azul consumida por tristes adictos, amistades traicionadas, asesinatos espantosos, un avión que se incendia en pleno vuelo y un niño disuelto en químicos, autos vueltos hoguera, un cuñado fantoche que aprendió a respetarlo, una familia destruida y varios laboratorios que, tras haber sido espacios creativos, quedaron vacíos, desolados, testimonios de otros tiempos de aventura. ¿Todo esto vale la pena para afirmar el ser de un solo hombre? Walter muerto parece tener una sonrisa. Qué importa el resto del mundo. Logró vivir en sus propios términos y eso bien vale desangrar mientras llegan los captores.

El conductor da el paso

El movimiento de la mano para dar el paso parece un ademán angelical, de escultura de santo, toda la bondad del mundo expresada en esa suavidad apenas contenida por el viento, porque así se manifiesta la gracia del conductor; ese gesto además lo aprendió de la infancia, veía que así lo hacía su padre y ahí descifraba lo mejor de la naturaleza humana, yo quiero dar el paso como él  cuando conduzca, pensaba de niño, y todavía ahora quiere que en el movimiento de la mano y en la sonrisa de fraile contemplativo se trasluzca su generosidad.

Del otro lado está el peatón. Que para una descripción rápida, es un miserable que no tiene auto. Las explicaciones de tal dislate van desde lo político -el maldito gobierno que no ha otorgado las oportunidades a todos-, al estoicismo -solamente la gente que trabaja obtiene lo que quiere- y lo moralino -si no tiene auto, quien sabe en qué vicios dilapidará su dinero-. De ahí que cuando el conductor cede el paso -el ademán angelical- no solamente cumple con alguna normatividad ciudadana: practica un ejercicio de filantropía hacia el minusválido financiero, sin importar si su defecto es por nacimiento u omisión; es como aportar dinero al Teletón o darle like en facebook al niño con cáncer que desde su mirada abismal culpa nuestra salud. Ceder el paso implica un paternalismo bondadoso, hacer recordar a quienes van al interior del auto que el peatón es una persona sin suerte que también tiene derecho de existir.

Afuera del auto, el peatón al que se le ha dado el paso pega la carrerita lo más rápido posible, sabe que el conductor lleva prisa, su andar apretado parece pedir perdón por interrumpir la ruta apremiante. Carrerita de peatón como de aborigen incivilizado, que teme a la fiereza de la máquina. «Córrele para que no te machuquen», «apúrale que el conductor no tiene tu tiempo». A la coreografía de la carrerita se une la flexión agradecida de la cabeza. «Agradecido síñor, Diosito le dé larga vida a su mercé». La sonrisa del conductor al peatón confirma la gracia. La modernidad se ha detenido para permitir el equilibrio ecológico con las especies silvestres.

El pequeño trámite trasmina una relación de poder. Manifiesta al conductor como dueño de la calle, a su actividad como primordial frente al deambular errático del peatón. Aunque los peatones deberíamos estar agradecidos con la deferencia: es mejor quien cede el paso que quien se evidencia como un orangután que lanza lámina contra todo aquello que no sea su ruta -el peatón no es una persona, es un obstáculo- y sólo es contenido por el semáforo en rojo -esa pérdida de tiempo- al que se le protesta acelerando en punto muerto, o adelantando el auto en tramitos desesperados sobre las rayas peatonales. Ante la urgencia del conductor sin escrúpulos, el que cede el paso, aun y con su arrogancia, tendría el mérito de reconocer la subvida del caminante. Porque pobre del peatón que se tome su tiempo -andar místico, sosegado- para cruzar la calle; más de tres segundos sin carrerita evidencia el límite de la amabilidad automovilística: si te doy el paso lo menos que espero es tu apuro, no tengo todo tu tiempo… y el ademán angelical corre a romper, claxonazo tras claxonazo, la civilidad de la mano suave que tan bien aprendieron de papá.