Desde hace unos días está circulando por las redes este video:
Está bueno gastarse los quince minutos que dura para verlo; quien necesite el resumen ejecutivo, les cuento: que Simon Sinek, estrellita marinera de los Ted Talks, reconoce cuatro aspectos que le causan problemas a la «generación millennial»: la crianza (los padres los educaron con medallas sin mérito, bajo la creencia de que no hay nadie tan valioso como cada uno de ellos), la tecnología (y su adicción a la dopamina, placer pequeño y constante que se mantiene a golpe de likes, favs, mentions y comentarios positivos que provienen de sus celulares), la impaciencia (el mundo de las redes crea la idea que todo —amor, reconocimiento, éxito laboral— debe ocurrir tan pronto y tan en automático como se escribe un mensaje o se sube un video) y el ambiente (corporativos sin interés en crear confianza en sus colaboradores jóvenes, que no los capacitan para una vida productiva de largo aliento). Me gustó su perorata, más porque me proyecté en el tema de la dopamina, que me tiene bastante ansioso y aprehensivo (como ocurrirá cuando recién suba este post).
El tema es que muchos millennial aborrecieron el video. Sobre todo la parte donde se habla de los reconocimientos. Alguna de las comentadoras más rabiosas argumentaba que a los millennial no les quedaba de otra que sobrevivir. Lo que seguía era exactamente lo mismo que han dicho todas las generaciones: los mayores nos dejaron puras sobras, con estos despojos qué quieren que hagamos, etc.
En realidad es muy común que las generaciones se agarren del chongo. Rencores de estafetas mal pasadas, predecesores y continuadores se reprochan mutuamente por el mugrero en el que se ha ido volviendo el mundo. Por ejemplo, los equis le reclamamos a los baby boomers la traición que se hicieron a sí mismos: de dorados hippies creadores de psicodelia y utopías, a conservadores de pequeños feudos donde cultivan orgánico, practican espiritualidades chafas y se alejan del resto del mundo; quizá —argumentamos — para no toparse con el fracaso en el que dejaron al resto del mundo.
Los millennial tendrían que reprocharnos a los equis muchas más cosas, que golpean justo en el centro de nuestra poética: la apatía filosófica, el escepticismo lírico, la disolución al estilo El cielo protector de Paul Bowles —bonita forma de llamarle a la güeva— como forma de aprehender al mundo. Los sobados argumentos de la caída del Muro de Berlín, del final de las ideologías, del agandalle de un capitalismo sin contrapesos, junto con la sexualidad atormentada porque se asomaba el SIDA tras cada persona que invitaba una chela, nos hizo una baba decadente: hermosa en su proceso autodestructivo, poco eficiente para alguna recreación alentadora del mundo (y además con las greñas y las franelas del grunge nos veíamos horrorosos).
Ahora los millennial miran el otro extremo del péndulo: contra nuestro escepticismo, su interés mesiánico en cambiar el mundo, como lo hizo su gurú Jobs al vender computadoras bonitas. Sus esfuerzos son irregulares pero muy cacareados en sus propios blogs y sus propios canales de Youtube. Genios de crear empresas, de formas de ayudar a las minorías que tanto los necesitan; urgidos por dejar su huella y «hacer la diferencia» (término tan gringo que desde ahí se traslapa -legítimamente- la sospecha).
Ante el remolino de ideas, propósitos, outfits, esfuerzos, gadgets, acometidas rabiosas de existir con eficiencia (quesque), pragmatismo (quesque) y hedonismo high (quesque), a uno como equis le da vergüenza ofrecer la experiencia de su escepticismo. Porque si algo tenemos los equis es vergüenza: de lo poco que aportamos, de nuestra mecha tan corta, de los propósitos menores que nos consumieron. Por eso, ahora un millennial te comenta su plan ósom de crear una startup ósom, que hará un antes y un después del antes y el después, y a mi por ejemplo me aterra decirles que será más complicado de lo que imaginan, advertirles que su idea es too much too soon, y peor, lo que no les digo lo uso para una bonita sesión de autoflagelación: «¿por qué agriarles el entusiasmo? ¿Y qué tal si ellos saben hacer lo que tú no? ¿No estoy malogrando un impulso fantástico con mi sarcasmo agotado, poco asombrado ante sus Innovaciones?»
Lo angustioso es que según avanza la década millennial, su impulso va desbarrancándose en contradicciones, dificultades, logros menos importantes de lo que habían imaginado, y su discusión generacional se mueve hacia otro lugar. ¿Por qué no les dijimos que en las grandes ideas también había que incorporar el tedio? ¿Que la Gran Maquinaria opera con una lentitud mucho más exasperante que sus impulsos épicos? ¿Que La Idea no está lista para el universo cuadrado del Cliente, ese ente anterior a los equis y a los baby boomers, que sigue imaginando el mundo como un catálogo de cocinas integrales y lavadoras?
Hace poco me tocó ver a Robert DeNiro enseñándole a ligar a los millenial en la muy bonita comedia El becario, que hizo con Anne Hataway y que dirigió Nancy Meyers. En Mientras seamos jóvenes me tocó ver a Ben Stiller agobiado por el carisma ladino de Adam Driver (tan semejante a muchas estrellitas marineras que ahora vemos Fundar Proyectos Que Transforman La Forma De Comunicar, De Ser Y De Existir), hasta que le cae el veinte de su edad, su tiempo y su respiración, y regresa a sus aburridos pero personales documentales, que alguien debe hacer. Incluso vi a Mila Kunis arreglar el desmadrito de la superduper startup millenial donde la contrataron para ser todóloga, en la menor pero graciosa Malas madres.
No me engaño que en estas películas, fraguadas por directores más equis que millennials, estos aparecen como caricaturas disparatadas de computadoras y celulares, y se debe buscar en otros relatos una caracterización más fiel. Pero si son películas de los equis, también pareciera que desde sus narrativas quisieran darle a la generación su penúltima oportunidad: de participar del proyecto millennial pero sin renunciar a nuestro fatalismo, que algo de terquedad y de resiliencia sabe tener. Cuando se precipiten los fracasos millennial, quizá podrán aprender de los tenaces equis, que no tienen nada que perder porque nunca aprendieron mucho sobre ganar. Capaz de algo les sirva la experiencia de nuestro recelo. Y no sé si al final esta combinación servirá de algo. Pero por ahí hay un equilibrio opaco, acepto que también poco emocionante, pero que puede recuperar lo mejor de ambas generaciones y emprender lo que siga con mejor fortuna.
¿Y los baby boomers? Que vivan su sueño en Puerto Vallarta. Ahí están de lo más bien.