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El efecto Guillermo Totoro

Guillermo-Toro-Premios-Oscar-mejor_LPRIMA20180305_0002_35Este post en realidad quiere desahogar el vértigo que me causan las clases magistrales que dará Guillermo del Toro en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara. Me explico:

Es el momento de Guillermo de Toro. Sus Oscares como Mejor Director, Mejor Guionista y Mejor Película por su película La forma del agua lo tienen en un estado de gracia pocas veces visto entre estos modelos nacionales que cada dos o tres años nos da por adorar. Y ahora, con el Festival, se pone a prueba su temple y generosidad para que dé una, dos, tres, cuatro clases magistrales. Y ya hasta lo quieren traer a la Cineteca y al Auditorio del Chilangotown. Y ya hasta quieren cambiar al Ángel de la Independencia por el Hombre Anfibio. Luegoentonces, las expectativas son muy altas. Luegoentonces, cuando Del Toro diga, o deje de decir, o diga mal, alguna de estas torpezas que luego nos da por decir a la gente, ya vengo viendo los enojos y las descalificaciones. Y cursi que soy, también pertenezco a ese grupo de personas que no quieren que Guillermo del Toro cometa un error reprochable y tampoco quiero que sea infeliz en la vida.

Es lo que platicaba con Julia mientras lo veíamos en la entrega de los Oscares, cargando muy contentote un virote para sorprender una sala de cine, según esa dinámica fallida que se inventó Jimmy Kimmel.

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—Quiero que Guillermo del Toro gane mejor director y que sea feliz por siempre —dijo Julia, casi con lágrimas en los ojos.

—Sí, de acuerdo —contesté, también casi a punto de llorar.

¿Por qué andamos tan enganchados con Del Toro? Algunas estadísticas frías mostrarían que, por ejemplo, Alejandro González Iñarritu, Emmanuel Lubezki o Alfonso Cuarón han obtenido más reconocimientos de la Academia Gabacha. Pero el año de Gravity, o Birdman, o El Renacido, a nadie se le ocurrió irse al Ángel o a la Minerva de Guadalajara a festejar. Con Guillermo del Toro, en cambio, la celebración parecería obligada, casi natural.

Un enorme cliché mexicano dicta que estamos tan áridos de ídolos con repercusión internacional, que cuando aparece uno queremos exprimirlo hasta sus últimas consecuencias.  Pero son inevitables los matices: al Chicharito sólo lo queremos cuando mete goles; a Salma le escaneamos con saña sus vestidos (y ni se diga el amarillo multimeme de Eiza González); a Maná le hacemos el fuchi aunque en España lo bailen y rebailen; y los mismos González Iñárritu y Cuarón provocan respeto pero no devoción.

Alguno de estos ídolos, Hugo Sánchez, alguna vez se lamentó esta «actitud de cangrejos» que tendríamos los mexicanos, con la que despreciamos a nuestros triunfadores en vez de mirarlos como modelos e inspiración. Después se vuelve muy largo escudriñar las coordenadas de privilegios, clasismos y resentimientos casi históricos que lo provocan; como contradicción, también está esa manía nacional de buscar ídolos para compensar el escepticismo patrio.

Guillermo del Toro en cambio es atractivo desde su diseño de imagen y su proyección. La panza, la barba, los lentes redondos, la aparente distracción porque sólo tiene tiempo para imaginar monstruos, mansiones o cataclismos, parecería convertirlo en uno más de sus personajes . Aquí por ejemplo, yo veo un muppet:

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También es famosa la historia de cómo al no poder decir su nombre, Mana Ashida, su pequeña actriz de Pacific Rim, lo rebautizó Totoro-san, como el personaje emblemático de los Estudios Ghibli.

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Desde ahí disparó una iconografía kawai que sólo deja indiferentes a los que no tienen corazón.

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Lo interesante es la narrativa alrededor de Guillermo del Toro como una combinación entre lo fantástico, lo patrio y lo aspiracional: no se puede ser como González Iñárritu (demasiado mamón), como Hugo Sánchez (demasiado bocafloja) o Javier Hernández (el Chicharito debe volver a ser importante cada que inicia cada partido) , sí se puede ser como Totoro-san porque con él compartimos las ensoñaciones secretas y absurdas que se transforman en películas dignas de premios y en referentes de nuevas formas de imaginar y transformar la realidad.

De sus muchos personajes (la sordomuda Eliza, la niña de la guerra Ofelia, el Hombre Anfibio, el viejo vampiresco Jesús Gris), el que Guillermo del Toro hace de sí mismo es el más interesante. Y el enganche de la gente va de la mano de la historia que nos contamos de él. No sólo es un «triunfador», de los que se estilan en las revistas de negocios o en las demagogias políticas. Es un «triunfador» semejante a nuestros monstruos y a nuestras aspiraciones imposibles. La celebración a Guillermo del Toro es la celebración que hacemos de nuestros primeros libros de cuentos, nuestras tardes de imaginar esqueletos bajo la cama, la forma en que intentamos remontar los rechazos en las oficinas apáticas, en los trámites escolares, en los programas de gobierno que nunca nos benefician.

Voy subiendo el post y apenas en unas horas inicia la primera de estas clases magistrales de Guillermo del Toro, que en realidad son ejercicios de consagración y admiración.

Una mirada más crítica revisaría con sorna el evento. Convocaría a los críticos de cine y a los sociólogos, al chovinismo y a los contextos políticos, a la necesidad de sensacionalismo de las redes sociales y a la disección desolada de quiénes pueden y quiénes no pueden hacer cine (y muchos otros proyectos importantes) en este país. Pero como hoy queremos a Del Toro, venga la fiesta; después habrá tiempo para rizar el rizo y entrar en detalles sobre los vértigos y los monstruos.

Juan Gabriel antes de Juanga

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Mi Juan Gabriel favorito es el de los setenta, el que cantaban mis padres, mis primos mayores y mis tíos. El Juan Gabriel que todavía no es Juanga, un jovencito que se le miraba como el novio ideal de las chamacas, guapo, bien vestido y mejor portado, del que sólo algunos recelosos empezaban a sospechar una sexualidad polémica.

Este Juan Gabriel es icono absoluto de los setenta mexicanos, esa larga y oscura década que inició el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y terminó con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Años de hegemonía priista, sin contrapesos políticos de importancia, sin rock, ni jóvenes, ni diversidad sexual; con un autoritarismo tieso y una sociedad cooptada por Televisa, desde los programas de Raúl Velasco y Jacobo Zabludovsky.

En estos espacios, Juan Gabriel galvaniza un estilo ramplón y sentimental, de frases pegajosas e inmediatas, pero más amplio, desde ahí reconoce y compila una educación sentimental diferente al trasnoche prostibulario de Agustín Lara o la bravuconería existencialista de José Alfredo Jiménez.

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En Juan Gabriel miran dos marginados: el muy mentado homosexual pero, igual de importante, el payo o provinciano. La condición de provinciano no sólo se trata de llegar a la capital, se agrega el pasmo ante una realidad urbana abrumadora. En los setenta, el provinciano ya no llega a la capital para las parrandas vaciladoras en los cabarets de San Juan de Letrán, como ocurría en décadas anteriores; ahora se les confina en multifamiliares y son motivo de burla por su impericia en el metro y por su forma de cruzar las avenidas, en carreritas humillantes para que el Maverick avance con señorío. La clave en cómico de Juan Gabriel sería La India María, que aparece a la par de las primeras canciones del baladista, pero mientras la María logra ser tan intrépida como los giros del guión se lo permiten, Juan Gabriel se concentra en canciones, sentencias, melodías, rimas y desde ahí desarrolla la sabiduría de la emoción.

A la ironía cosmopolita la enfrenta con honestidad emocional. «No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar», dice en su primer éxito, que coincide con las tribulaciones de quienes lo escuchan: frente a las apariencias, él blande franqueza. Franqueza frágil pero por eso melodramática y conmovedora.

Versos sencillos y francos, que vienen de un código simple: el amor correspondido hace bien, se es feliz con él («Nuestro amor es el más bello del mundo, nuestro amor es lo más grande y profundo»); el amor desdeñado o desengañado provoca dolor y despecho, ante él sólo queda agonizar en el desconsuelo («Yo no nací para amar / nadie nació para mí, mis sueños nunca se volvieron realidad») o lanzar reclamos airados para compensar la humillación («que para amarte nada más / para eso a él le falta lo que yo tengo de más»).

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Aquí se agrega la condición homosexual, que Juan Gabriel no hace explícita porque los tiempos no están para reivindicar diversidades. Juan Gabriel escribe sus canciones al tiempo que el novelista Luis Zapata publica El vampiro de la colonia Roma, y cuando José Joaquín Blanco lanza aquel ensayo bisagra del movimiento homosexual mexicano, «Ojos que dan pánico soñar». En los tres casos, la homosexualidad es transgresión y decadencia, con irremediable final trágico. Pero mientras Zapata y Blanco hacen su obra con conciencia de la visibilización de una comunidad, Juan Gabriel no tiene (ni quiere tenerla) la formación ideológica que le haga entender la identidad sexual como identidad política. Por eso opta por la ambigüedad y los mensajes cifrados. En lugar de afirmaciones, alusiones; en vez de la exhibición, secreto y susurro, romance de alcoba y pasiones sin nombrarse. La franqueza de Juan Gabriel está en la emoción, no en la asunción de sí mismo. «La solución no sé cómo encontrarla / si yo trato de olvidarte y no lo sé». La maravilla (la obviedad) es que este mensaje cifrado le corresponde a cualquier romance, homo, hetero o de cualquier coloratura. Pero si la mirada romántica de Juan Gabriel llega a ser misteriosa o desgarrada, es justo por la pieza del acertijo  -la prohibición de hacer explícita la homosexualidad- que no se sitúa en la cartografía del deliquio, pero que lo barniza en cada verso, coqueteo y arranque pasional.

Hay un equivalente literario de las canciones de Juan Gabriel, es la novela de Luis Zapata En jirones (85) que escribió años después de la picaresca gay El vampiro de la colonia Roma (79). Cuenta el romance entre el narrador Sebastián y A., hijo de familia indeciso entre asumir su identidad sexual o casarse y ser un macho tapatío. La novela tiene dos partes, el diario de Sebastián y después su desvarío obsesivo. Elementos minimalistas -salvo un par de personajes y espacios, Zapata evita nombrar amigos, calles, contextos sociales o culturales- crean una textura narrativa espesa, que anuncia y valida la autodestrucción de la segunda parte. Lo curioso es que esta textura semeja mucho, las letras de Juan Gabriel: «en el amor, me digo, cuando es amor, cuando hay pasión de por medio, sólo se puede perder; no hay otra alternativa» reflexiona Sebastián en las primeras páginas. «Y sólo me queda desearte que seas feliz en el espinoso sendero de la vida que has elegido», fantochea contra la indecisión de A., páginas después, y se parece al «Que seas muy feliz» del Juan Gabriel tardío. El homenaje explícito llega hacia la mitad de la novela, cuando el enamoramiento de Sebastián empieza a convertirse en delirio: «Hoy, en este día, decido, como si la vida fuera una canción de Juan Gabriel, que voy a dejar de quererte. Aunque estoy más convencido de que la vida es una canción de Juan Gabriel que de poder dejarte de amar».

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Para los ochenta Juan Gabriel ya ha conquistado la ciudad. «Querida» permanece meses en los rankings musicales, sus discos venden millones y su concierto empieza a ser de los shows más esperados. Su figura de novio de las chamacas evoluciona al de pícaro noctámbulo de la Zona Rosa, que hace de su sexualidad esquiva una estrategia para la promoción. En esta década se acuña el mote de Juanga, que se convierte en mofa y orgullo según desde qué cantina buga o estética trasvesti se diga.

Juan Gabriel el payo conquistó la ciudad. Juan Gabriel el gay se consolida como divo en el imperio de los machos. Tras consumar su triunfo se alejará de la capital, del escándalo, gravitará entre la frontera y las comunidades mexicanas en Estados Unidos, hará canciones horrorosas para apoyar al candidato priista Francisco Labastida y estará, como se ha solido decir en los últimos diez años, «más allá del bien y el mal». Con canciones francas, como álgebra puro, para hacer ambiguos los romances, la realidad del sentimiento y de la identidad.

 

 

Leo los cuentos de Chéjov como si fueran novela

cubierta_CHEJOV_ICuando de chavo leí algunos cuentos de Chéjov –los famosos, en edición precaria de Astral-, lo hice desde la fatuidad de quien quiere asimilarlo todo pero no entiende nada, y tan no entendí que si me preguntan sólo recuerdo “La dama del perrito”, y eso más por la versión de cine Ojos negros. En esas lecturas de opinador compulsivo dije lo que todo mundo: Chéjov es el maestro de la alusión, del final abierto, del asombroso sin sorpresa porque sus relatos son-como-la-vida-misma. Bla.

Pero hace un año salió ese primer tomo azul, tan suculento, de sus Cuentos completos (1880-1885), y con mi primera plata que no se iba en deudas lo conseguí. Las reseñas y el prólogo del editor Paul Viejo advierten que todavía no es la obra del Chéjov-Chéjov más Chéjov, es material de juventud, de sus veinte a 25 años, picadero de piedra que va moldeando al cuentista.

¿Vale la pena leer un compilado de prueba-y-error así? Y ahí hay que concentrarse en la portada del tabique: adelante del Chéjov fantasmal de lentes, de porte grave de tan consagrado, está el chavito con ceño temperamental, entre estudiante de medicina y aprendiz de escritor, que debe haber llegado a las revistas primero con arrogancia, después moderando las ínfulas, y que escribió como loco, un relato a la semana; la biografía dorada dice que para mantener a la familia, la biografía que se lee entre cuento y cuento atisba otro propósito: Antosha Chejonté (la más constante de sus firmas) escudriña sus recursos narrativos buscando resolver cada vez mejor sus relatos; contempla a la sociedad rusa con un regocijo bufón que poco a poco se convierte en comprensión y compasión. Ahí es cuando, cuento tras cuento, se va leyendo la novela de un aprendizaje de la escritura, que se desarrolla en historias de página y media, tres páginas, alguna valentonada que llega a las cuatro o cinco, como si Chéjov probara músculo y el músculo a veces todavía no daba y había que regresar al apunte humorístico de cuarenta renglones. También es un aprendizaje vital: el joven ávido de anécdotas afina su mirada que se vuelve sabia y concentrada.

El Chéjov de este primer tomo es un humorista no siempre eficaz. Se nota la escritura por encargo y la disciplina obliga a muchas piezas apenas cumplidoras: apuntes costumbristas, diálogos cotorros y hasta listados al estilo de los contenidos siempre nuevos y siempre frescos de Buzzfeed o Upsocl. Hasta se da permiso de parodiar el estilo científico, y para Chéjov soporífero, de Julio Verne, en «Las islas voladoras», donde chacotea escribiendo entre paréntesis: «(sigue aquí una larga y tremendamente aburrida descripción del observatorio, que el traductor del francés al ruso ha creído mejor no traducir para ganar tiempo y espacio)», o hacer una nota a pie de página sobre el oxigeno: «Gas inventado por los químicos. Dicen que es imposible vivir sin él. Tonterías. Lo único con lo cual no se puede vivir es el dinero»

Los relatos de humor suelen ser anécdotas que persiguen remates graciosos, parecen moldes para ensayar recursos posteriores. En muchos de estos cuentos Chéjov establece un espacio apenas acotado, un par de personajes con diálogos llenos de inflexiones, trastabilleos y malos entendidos: sketches que también van anunciando al Chéjov dramaturgo. Pero las anécdotas aún ocurren en escenografías y no en el mundo.

¿Qué se lee entonces de este narrador sin sus destrezas narrativas en plenitud? La disciplina (ya dije) pero más interesante, la corrección y reelaboración de sus temas. Como ejemplo los cuentos «El día de San Pedro», de 1881, y «El veintinueve de junio», de 1882, con el mismo argumento: es una jornada de cacería, con un grupo de personajes atolondrados: está el burgués que organiza la caza con intenciones diplomáticas; el militar viejo, arrogante por sus antiguas glorias aunque su puntería ya es desastrosa, un doctor que no quiere departir con los otros pero se siente obligado a acompañarlos, y ambos cuentos son persecuciones de errores y trastabilleos entre los cazadores, hasta que con la llegada de la tarde se reconcilian y regresan a casa con disculpas y rencores a cuestas; pero mientras «El día de San Pedro» se limita al regocijo de tropiezos y maledicencias, en el otro cuento crece el propósito, cuando hacia el final se advierte que este grupo se reunirá año tras año a perpetrar el mismo ritual: «Nos peleamos, nos desollamos vivos, nos odiamos y nos despreciamos los unos a los otros, pero no podemos separarnos. No se extrañe ni se ría, lector. Vaya a la aldea de Atletaievka, pase en ella un invierno y un verano y comprobará lo que digo». Así se atisba la cotidianidad de un pueblo, el tiempo congelado que apenas se advierte por las arrugas, la amistad que se arraiga por fatalidad.

Entre estos ensayos se va reconociendo, aun con errores técnicos, el aprendizaje. El cuento «El y ella», trata del matrimonio desigual entre una diva de la ópera y su representante mediocre; usa el recurso, poco probable, de que ambos hayan redactado sus opiniones del otro; lo forzado del procedimiento es menor cuando el cuentista deja crecer a sus personajes y les permite monólogos bellísimos sobre la apreciación del otro, el autorreconocimiento, lo inasible del arte y finalmente, el amor.

Después de dedicarle insultos y ridiculizaciones, dice él de ella:

«Sin embargo, observadla cuando, pintada, maquillada, erguida, avanza hacia el proscenio para competir con los ruiseñores y los pájaros que saludan al alba en mayo ¡Que empaque imponente y qué encanto en sus andares de cisne! (…) Cuando comienza a cantar, cuando sus primeros trinos se expanden por el aire y yo siento dulcificarse mi alma inquieta, fijaos en mi cara y se os revelará el secreto de mi amor»

Y más adelante, después de desprecios y caricaturizaciones, ella cuenta que cuando se conocieron, él le prohibió que bebiera de más e impuso una moral inflexible para protegerla. El vulgar muchacho de bigote incipiente la contenía, y es lo que ella aprecia:

«Aunque en realidad, Dios sabe por qué le querré. Entiendo muy poco de psicología y , al parecer, este es un asunto psicológico… «

Aquí Chéjov ya sabe contemplar sin humoradas las contradicciones de los personajes; los enclava en paradojas vitales que los consume y les permite que su fuga –no perfecta, la única disponible- sea la complicidad tolerada.

Por ahí se asoman entonces dos cuentos mayores, «Mercancía viva» y «Flores tardías». El primero sigue padeciendo de giros argumentales artificiales: un hombre le cede su esposa a un comerciante, éste siente culpa y por eso le permite al primer esposo que esté cerca de ellos; la esposa va y viene de una pareja a otra, en una coreografía más vodevilesca que verosímil, pero el desgaste de las emociones deriva en un patetismo que degrada al trío en antihéroes decadentes. Y casi enseguida viene “Flores tardías” y ahí aparece el gran cuentista: los aristócratas venidos a menos, de linaje orgulloso pero economía miserable, son tratados por un médico que de niño fue su sirviente, y como tal desdeñado, y ahora les da consultas baratas, casi por compasión. Aparece la tensión de lo que no dicho: ¿los aristócratas pueden seguir haciendo menos al médico, a pesar de su éxito profesional? ¿El médico les guarda rencor y por eso el trato tan indiferente? En estos dilemas, la hija de la familia aristócrata empieza a enamorarse del doctor y se angustia entre la realidad de sus sentimientos y la obligación de las apariencias. Alguna de las escenas principales pone a todos los personajes a conversar; la familia quiere ser amable y el médico sólo recita una disertación incomprensible sobre la pulmonía. Debajo vibran los otros dilemas. Chéjov aprende la alusión. El cuento emociona mientras los personajes contienen la verdad de sus dramas. La solución es conmovedora. En “Flores tardías” se condensa el escenario, el diálogo, la mirada fina, la contención de la pluma, la frialdad que deviene compasión y hasta se permite un último renglón humorístico que ya tiene más intención de ironía.

Todavía me falta mucho de este primer tomo. Me intriga que después de este cuento, Chéjov haya regresado a piezas menores (obviamente, la disciplina de publicar) y no obstante ha aprendido a dejar a propósito huecos, finales abiertos, circunstancias en vilo que el lector debe completar. Como novela, el tránsito de estos cuentos sigue siendo una emoción y un enigma. ¿En qué momento recuerda que escribió “Flores tardías” y regresa a ese nivel de escritura?

Sigo leyendo. La angustia es que ya vi en librerías el tomo segundo, que según reseñas, abre con otro gran cuento, “Un drama de caza” en traducción de Sergio Pitol. La siguiente plata que tenga y que no sea para pagar deudas va sobre él.