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Miguel

El 3 de mayo se derrumbó el metro. Se venció el puente entre las estaciones Olivos y Tezonco de la línea 12, y el andén se precipitó en una V que sería espectacular si no supiéramos que ahí murió gente (25) y varios más quedaron heridos (38), muchos de gravedad. De inmediato vinieron los reclamos contra los políticos de izquierda —hay que llamarlos de algún modo— que permitieron la construcción deficiente del puente; también los fans del oficialismo urgieron en no politizar el desastre.

Al otro día, entre las crónicas y notas, sobresalió la entrevista de la plataforma Ruido en la red a un joven en situación de calle, Miguel Córdova Córdova, quien se preparaba para dormir cuando sintió el «cimbradero grande, y se vio cómo el metro se vino hacia abajo en dos, se hundió».

Miguel es de Tabasco, tiene una década en la Ciudad de México y se gana la vida recogiendo envases de pet que luego vende en La Polvorilla, por los que consigue 20 o 30 pesos diarios. Come en un comedor comunitario que le cobra 11 pesos por el menú y duerme con sus compas bajo el puente de Olivos o Tezonco; «ésta es mi zona», explica.

Lo que siguió parecería insólito si no se tratara del ocio y la ansiedad de debate de las redes sociales: a muchos les extrañó que la expresión de Miguel fuera clara, ordenada, concisa, incluso con el color y la elocuencia de un buen cronista. A otros les molestó que a los primeros les extrañara la buena expresión de Miguel. Empezaron las discusiones en torno al clasismo que impide imaginar que un muchacho que vive en situación de calle pudiera ser tan buen narrador como Miguel. Y ya se sabe lo que pasa después en Twitter: enojos, reclamos, comparaciones, papers, infografías y toda la parafernalia que pretendía caracterizar, para bien o para mal, con o sin prejuicios, a Miguel y su testimonio.

Algún tuitero con ambiciones filantrópicas ofreció dinero a quién encontrará a Miguel. Quería darle chamba, «»trabajo y dignidad», lanzó con esta suficiencia de quien busca convertir a los desarraigados en personas de bien. Alguien más lo localizó —diario veía pasar a Miguel por su tienda— y propuso que los ocho mil pesos del rescate fueran directos para Miguel. El debate se fue para otro lado: ¿Está bien ofrecerle un trabajo a Miguel? ¿O habría que respetar su forma de ganarse la vida, que aun modesta es algo con lo que está conforme, luego entonces, por qué no dejarlo en paz? Para algunos es necesario que Miguel se incorpore a las bondades del sistema y tenga un techo seguro, sueldo, mejor alimentación, pero también, porque así es el sistema, le tocaría disciplinarse a una rutina con patrones condescendientes, que crean que él debe vivir agradecido por la oportunidad. Otros preferían que se le dejara en paz: claro que estaría bien ayudarlo, pasarle una chamarra o unas cobijas, preguntar qué se puede hacer por él. Pero respetar su forma de vida y no obligarlo al orden que el sistema tendría contemplado para él.

Entre la urgencia clasista de unos y la pretensión anarquista de otros se va configurando un personaje que presentíamos pero no esperábamos: Miguel Ángel Córdova quien, alejado de ambos polos, no tiene más objetivo que sacar el día a día, y que con su hablar mesurado y hasta elegante convive con sus compas mientras rolan la pacha o la torta que consiguieron para cenar. Lo interesante es lo que sugiere Miguel. Porque más allá del clasismo o la compasión woke, Miguel posé otras características, también tan ambiguas o tan imposible de fijar, que le llamaría fotogenia o personalidad.

La fotogenia, el concepto que se inventaron los cineastas franceses de hace un siglo y que se ha quedado para premiar en los concursos de belleza a la muchacha que retrata mejor. Jean Epstein la describe como “cualquier aspecto de las cosas, de los seres, de las almas que aumenta su calidad moral a través de la reproducción cinematográfica”. Una persona que pudiera no ser muy agraciada físicamente, al ser fijada en la fotografía o el cine podría detonar expresiones notables de hermosura, temple o bondad, hasta valores menos queribles pero también poderosos: fealdad, mezquindad, perversión. Por supuesto que todas estas características son relativas y donde algunos vemos un símbolo sexual otros pueden hallar irrelevancia, pero algún consenso acuñado por la norma audiovisual nos permite coincidir en calificar a Brigitte Bardot de hermosa, a Sylvester Stallone de temerario o a Will Ferrell de sangrón.

Miguel tiene esta fotogenia muy a su modo: muchacho menudo, delgado, de hablar reposado y disciplinado, que no repite muletillas como los jugadores de futbol, que se antojaría pasar la noche bajo el puente con él para escucharle alguna buena historia —debe ser un buen narrador — o alguna sentencia liviana, de fatalismo o sentido común. Miguel es elocuente pero mucho más: la entrevista lo revela como un buen cronista, alguien con una inteligencia y una expresión incluso poética, y eso desconcierta o irrita o asombra según de qué lado del clasismo o el progresismo te encuentres.

Miguel me recuerda a John Bubber, el personaje que hace Andy García en la comedia Héroe por accidente de Stephen Frears (1992). Un héroe anónimo (Dustin Hoffman malencarado) rescata a los pasajeros de un avión que cae en llamas, pero por requiebros de la anécdota le adjudican la hazaña a Bubber, vagabundo con carisma, a quien se le convierte en personaje mediático por su capacidad de ternura, empatía o liderazgo, mientras el verdadero héroe queda en penumbras. Más allá de los méritos, lo que se premia, lo que sorprende, es el carisma —la fotogenia— del anónimo súbitamente descubierto y encumbrado como representación de ciertos valores que necesita la sociedad.

Miguel no rescató a nadie pero tuvo la suerte de ser entrevistado del mejor modo, y de dar su testimonio, de narrar su historia, con gran emotividad. Eso es lo que extraña o admira: lo que vuelve un personaje sobresaliente y persuasivo. El riesgo es que con esta proyección, Miguel pudiera quedar envuelto en la feria de las vanidades virtuales, que todo mundo corra a buscar más testimonios de él e incluso que quieran encumbrarlo como una suerte de influencer de los desposeídos. Me gustaría pensar que Miguel tiene la inteligencia suficiente para saber que el valor más genuino está en sus negocios de pet, en la relación con sus compas bajo el puente, lejos de las veleidades que discuten las tribus ociosas de las redes sociales. Y ojalá esta proyección insólita le permita por lo menos conseguir el varo que prometió la filantropía tuitera, quizá alguna oportunidad de que sus 20 o 30 pesos diarios puedan crecer y darle espacios más holgados para mirar, contar, vivir; esas cosas que al parecer se le dan muy bien a Miguel.

El agregue: en lo que buscaba alguna imagen de Miguel encontré la entrevista de más de 40 minutos que le hizo Ruido en la Red. La crónica de cómo se consiguió la entrevista implicó un estira y afloja acre sobre la ética de acosarlo, o la avidez / la vocación de conseguir la exclusiva. En la charla Miguel confirma los supuestos: habla chontal, maya, zoque, zapoteca y mazateco, es lector de historias antiguas, de Sor Juana, de Teresa de Ávila «y no hablando de religión, sino literatura», y ahí se entiende mucho de la elocuencia. Pero su historia es digna de película, una vida nómada por los rumbos de Texcoco, Salamanca, Monterrey, Tijuana, una picaresca en la que prefiere apostar por la discreción, en la que como todo pícaro, de pronto se atreve a la moraleja. Por ahí también apareció en Facebook un hermano que lo busca desde hace siete años. Parecería una historia que apenas empieza, de no ser porque las redes encienden y sofocan las historias con el mismo capricho del nuevo meme o el nuevo tik tok cagado.

Juan Gabriel antes de Juanga

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Mi Juan Gabriel favorito es el de los setenta, el que cantaban mis padres, mis primos mayores y mis tíos. El Juan Gabriel que todavía no es Juanga, un jovencito que se le miraba como el novio ideal de las chamacas, guapo, bien vestido y mejor portado, del que sólo algunos recelosos empezaban a sospechar una sexualidad polémica.

Este Juan Gabriel es icono absoluto de los setenta mexicanos, esa larga y oscura década que inició el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y terminó con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Años de hegemonía priista, sin contrapesos políticos de importancia, sin rock, ni jóvenes, ni diversidad sexual; con un autoritarismo tieso y una sociedad cooptada por Televisa, desde los programas de Raúl Velasco y Jacobo Zabludovsky.

En estos espacios, Juan Gabriel galvaniza un estilo ramplón y sentimental, de frases pegajosas e inmediatas, pero más amplio, desde ahí reconoce y compila una educación sentimental diferente al trasnoche prostibulario de Agustín Lara o la bravuconería existencialista de José Alfredo Jiménez.

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En Juan Gabriel miran dos marginados: el muy mentado homosexual pero, igual de importante, el payo o provinciano. La condición de provinciano no sólo se trata de llegar a la capital, se agrega el pasmo ante una realidad urbana abrumadora. En los setenta, el provinciano ya no llega a la capital para las parrandas vaciladoras en los cabarets de San Juan de Letrán, como ocurría en décadas anteriores; ahora se les confina en multifamiliares y son motivo de burla por su impericia en el metro y por su forma de cruzar las avenidas, en carreritas humillantes para que el Maverick avance con señorío. La clave en cómico de Juan Gabriel sería La India María, que aparece a la par de las primeras canciones del baladista, pero mientras la María logra ser tan intrépida como los giros del guión se lo permiten, Juan Gabriel se concentra en canciones, sentencias, melodías, rimas y desde ahí desarrolla la sabiduría de la emoción.

A la ironía cosmopolita la enfrenta con honestidad emocional. «No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar», dice en su primer éxito, que coincide con las tribulaciones de quienes lo escuchan: frente a las apariencias, él blande franqueza. Franqueza frágil pero por eso melodramática y conmovedora.

Versos sencillos y francos, que vienen de un código simple: el amor correspondido hace bien, se es feliz con él («Nuestro amor es el más bello del mundo, nuestro amor es lo más grande y profundo»); el amor desdeñado o desengañado provoca dolor y despecho, ante él sólo queda agonizar en el desconsuelo («Yo no nací para amar / nadie nació para mí, mis sueños nunca se volvieron realidad») o lanzar reclamos airados para compensar la humillación («que para amarte nada más / para eso a él le falta lo que yo tengo de más»).

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Aquí se agrega la condición homosexual, que Juan Gabriel no hace explícita porque los tiempos no están para reivindicar diversidades. Juan Gabriel escribe sus canciones al tiempo que el novelista Luis Zapata publica El vampiro de la colonia Roma, y cuando José Joaquín Blanco lanza aquel ensayo bisagra del movimiento homosexual mexicano, «Ojos que dan pánico soñar». En los tres casos, la homosexualidad es transgresión y decadencia, con irremediable final trágico. Pero mientras Zapata y Blanco hacen su obra con conciencia de la visibilización de una comunidad, Juan Gabriel no tiene (ni quiere tenerla) la formación ideológica que le haga entender la identidad sexual como identidad política. Por eso opta por la ambigüedad y los mensajes cifrados. En lugar de afirmaciones, alusiones; en vez de la exhibición, secreto y susurro, romance de alcoba y pasiones sin nombrarse. La franqueza de Juan Gabriel está en la emoción, no en la asunción de sí mismo. «La solución no sé cómo encontrarla / si yo trato de olvidarte y no lo sé». La maravilla (la obviedad) es que este mensaje cifrado le corresponde a cualquier romance, homo, hetero o de cualquier coloratura. Pero si la mirada romántica de Juan Gabriel llega a ser misteriosa o desgarrada, es justo por la pieza del acertijo  -la prohibición de hacer explícita la homosexualidad- que no se sitúa en la cartografía del deliquio, pero que lo barniza en cada verso, coqueteo y arranque pasional.

Hay un equivalente literario de las canciones de Juan Gabriel, es la novela de Luis Zapata En jirones (85) que escribió años después de la picaresca gay El vampiro de la colonia Roma (79). Cuenta el romance entre el narrador Sebastián y A., hijo de familia indeciso entre asumir su identidad sexual o casarse y ser un macho tapatío. La novela tiene dos partes, el diario de Sebastián y después su desvarío obsesivo. Elementos minimalistas -salvo un par de personajes y espacios, Zapata evita nombrar amigos, calles, contextos sociales o culturales- crean una textura narrativa espesa, que anuncia y valida la autodestrucción de la segunda parte. Lo curioso es que esta textura semeja mucho, las letras de Juan Gabriel: «en el amor, me digo, cuando es amor, cuando hay pasión de por medio, sólo se puede perder; no hay otra alternativa» reflexiona Sebastián en las primeras páginas. «Y sólo me queda desearte que seas feliz en el espinoso sendero de la vida que has elegido», fantochea contra la indecisión de A., páginas después, y se parece al «Que seas muy feliz» del Juan Gabriel tardío. El homenaje explícito llega hacia la mitad de la novela, cuando el enamoramiento de Sebastián empieza a convertirse en delirio: «Hoy, en este día, decido, como si la vida fuera una canción de Juan Gabriel, que voy a dejar de quererte. Aunque estoy más convencido de que la vida es una canción de Juan Gabriel que de poder dejarte de amar».

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Para los ochenta Juan Gabriel ya ha conquistado la ciudad. «Querida» permanece meses en los rankings musicales, sus discos venden millones y su concierto empieza a ser de los shows más esperados. Su figura de novio de las chamacas evoluciona al de pícaro noctámbulo de la Zona Rosa, que hace de su sexualidad esquiva una estrategia para la promoción. En esta década se acuña el mote de Juanga, que se convierte en mofa y orgullo según desde qué cantina buga o estética trasvesti se diga.

Juan Gabriel el payo conquistó la ciudad. Juan Gabriel el gay se consolida como divo en el imperio de los machos. Tras consumar su triunfo se alejará de la capital, del escándalo, gravitará entre la frontera y las comunidades mexicanas en Estados Unidos, hará canciones horrorosas para apoyar al candidato priista Francisco Labastida y estará, como se ha solido decir en los últimos diez años, «más allá del bien y el mal». Con canciones francas, como álgebra puro, para hacer ambiguos los romances, la realidad del sentimiento y de la identidad.

 

 

Creed y El despertar de la Fuerza: dos películas que buscan a papá

rufián 12Una máscara chamuscada y un calzoncillo con barras y estrellas: estas reliquias remiten a dos películas de franquicia y de éxito sobresaliente: Star Wars: el despertar de la fuerza (Abrams,15) y Creed (Coogier, 15). Ambas reliquias simbolizan la búsqueda de la imagen paterna: Darth Vader y Apollo Creed. Pero los padres no son solamente un par de personajes clásicos que ahora se perpetúan en su descendencia. Estas películas también se recrean desde el reconocimiento de sus progenies: la primera Guerra de las galaxias (Lucas, 77) y el primer Rocky (Avildsen,76).

Se ha hablado mucho de las coincidencias «tramposas» de personajes, giros de tuerca y recursos narrativos de Abrams con respecto a la película de 1977; Coogler no se queda atrás. Su historia del boxeador amateur que enfrenta un combate desigual, que se obliga a un entrenamiento arduo y a estrechar su relación con su novia recién cortejada y su couch veterano, es el argumento del Rocky de 1976 pero del Creed de 2015 también.

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La diferencia entre las originales y sus descendientes estriba en que mientras las primeras eran auténticas aventuras solitarias, riesgos creativos de Lucas, Stallone y el director John G. Avildsen, en El despertar de la fuerza y Creed ya existe un amplio bagaje al cual recurrir. Seis películas en ambos casos, unas mejores que otras, todas con una riqueza de personajes, paisajes, diálogos y escenas emblemáticas, de tal modo que verlas es conversar con casi cuatro décadas de referentes pops:  caballeros jedis, adversarios de Rocky, estrellas de la muerte, entrenadores, robots, escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, piezas musicales emblemática de John Williams o de Bill Conti.

A esto llamaron postmodernismo en los noventa; ahora le dicen falta de ideas o apelar a la nostalgia, según a qué crítico se lea. También son apuestas seguras. Con el leve matiz: mientras la película de los jedis es un proyecto financiero-corporativo que se acompaña de una nutrida maquila de trebejos y un cronograma para secuelas y spin-offs, Creed es la terquedad de Ryan Coogler  (tan terca que al principio ni Sylvester Stallone quería participar) por recrear la mitología del boxeador de Filadelfia desde el cabo suelto de la descendencia de su rival. Mientras Abrams mata a Han Solo, su mejor personaje, para que los comedores de palomitas salgan de las salas con sus patidifusas y mercadeables caras de WTF, Coogler apuesta por el pudor: su Rocky enferma pero aún con esfuerzos logra subir las escalinatas del Museo de Arte de Filadelfia; donde Abrams devasta Coogler se contiene. Y la paradoja es: mientras el primero deja puestas las pinzas para una trama galáctica con reveses interesantes, el segundo se asienta en la seguridad de la añoranza y guarda su carta para el único posible spoiler de peso: la dolorosa muerte de Balboa en alguna próxima entrega.

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En ambas tramas es importante la paternidad y los mentores: entre otras cosas, El despertar de la fuerza trata del génesis de un villano más berrinchudo que terrible, Kylo Ren, quien reniega de su padre Han Solo en pos de un mentor mítico y despiadado, el famoso Anakin-Vader De Los Mil Memes. Mientras que Creed trata de Adonis Creed, hijo natural de Apollo Creed, quien para seguir los pasos del padre busca como mentor a su antiguo rival y amigo. Son historias de la orfandad y  la bastardía, de la asunción de la identidad desde o a pesar de la figura paterna. Pero también son películas de padres putativos que ejercen su influencia desde su leyenda. Anakin y Rocky fueron cowboys galácticos o urbanos que se forjaron a contracorriente; Kylo y Adonis cargan con un linaje al cual respetar, tienen un compromiso con las dinastías.

A esto se agregan las circunstancias históricas: Rocky y La guerra de las galaxias remiten al cine de los ochenta pero en realidad son películas de los setenta tardíos. Son, justamente, la bisagra entre el cine norteamericano crítico y trasgresor de los setenta, y el blockbuster apabullante de los ochenta; del universo de Coppola y Bogdanovich al universo de Lucas y Spielberg; de personajes noir en claroscuro como Harry el Sucio y Travis de Taxi Driver, a los fortachones brutales y eficientes como Rambo, Terminator, Robocop o John McCLane de Duro de matar.

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Lo interesante es el detalle de la bisagra: Abrams y Coogler no escarban en los momentos más rutilantes de las franquicias sino en sus arranques; Abrams huye sin reparos de las mamarrachadas de Lucas en sus precuelas, Coogler prefiere al Rocky amateur sobre el ochentero del adoctrinamiento yanqui; Abrams recupera personajes naive como Bebocho; Coogler hace suya la sinopsis fundamental de Rocky: la legitimidad de cualquier persona promedio de emprender un épica deportiva, que también es épica vital.

Se antoja estirar las interpretaciones hasta lo político; recordar que La guerra de las galaxias y Rocky ocurren en momentos de depresión económica estadounidense pero también con el triunfalismo de Ronald Reagan muy cerca, y que el momento de El despertar de la fuerza y Creed podría tener correspondencia con el crepúsculo del gobierno de Barack Obama y la proliferación de animalitos como Ted Cruz o Donald Trump. Pero los tiempos están revueltos para vaticinar nada, mucho menos para ajustar ese vaticinio a la creatividad cinematográfica. Aunque quizá el pasmo de lo político sea lo que refleja el revival de la pantalla grande: ante la incertidumbre, las taquillas, las tramas, los creadores, apuestan por la búsqueda de un padre, un origen, un punto de partida que fue eficiente y al que vale la pena recurrir para retomar el impulso.

 

El Mayor Tom


BIRD-PEOPLE
La película francesa
Bird People de Pascale Ferran y Guillaume Brèaud (Alas de libertad  o algo así en la traducción mexicana) cuenta dos historias que ocurren en el hotel Hilton cercano al aeropuerto de París. En la primera, un ejecutivo de Silicon Valley va a la ciudad francesa por negocios y de la nada decide renunciar a su empresa y su familia, para recorrer Europa bajo una eufórica depresión. En la segunda, Audrey, la camarera del Hilton que limpia el cuarto del empresario, sube a la azotea del hotel y se convierte en un gorrión. Apenas Audrey inicia su vuelo y uno quiere protestar por la incongruencia del argumento, empieza «Space Oditty» de David Bowie y se aplaca el desconcierto. La camarera-gorrión delira en su nueva identidad, planea por la pista de aterrizaje del aeropuerto y elucubra en todo lo que podría hacer siendo más pequeña y más ágil.

secret-life-of-walter-mitty-pic-06Hace pocos años, en La vida secreta de Walter Mitty (Stiller, 13) la canción del Mayor Tom apareció en otro momento crucial: cuando Walter, el rutinario editor de fotografía de la revista Life, debe buscar por todo el mundo a su colaborador estrella Sean O’Conell, y termina en una cantinucha de Groelandia, con un piloto de helicóptero borracho, el único que podría llevarlo al barco pesquero donde estaría Sean. Walter se rehúsa a viajar con semejante alcohólico. Lo ve irse mientras piensa en el fracaso de su misión. Entonces aparece el espejismo de Cheryl, la chica de la que Walt está enamorado, y toca la canción de Bowie en una vieja guitarra. Walter decide saltar al helicóptero y ahí se une la versión original del Mayor Tom con el guitarreo de la chica. La canción se vuelve poderosa según el helicóptero se eleva y se integra a panorámicas del mar.

David-Bowie-Space-Oddity-copyright-2012-GTVLa Wikipedia dice que «Space Oddity» (la del Mayor Tom para los cuates) se grabó en 1969 y que fue el primer éxito de Bowie. Ese año el alunizaje tenía al espacio en la mente de todos. Bowie además aludía al estreno cercano de 2001: Odisea del espacio, la obra cumbre de Stanley Kubrick que, ciencia ficción más, relumbrón técnico menos, proponía una evolución del ser humano, desde el homínido con cierta inteligencia, a esta especie de esencia cognoscitiva o espiritual, que aparecía tras el proceso de conocimiento, renuncia y abandono del astronauta Dave Bowman. Su tremendo viaje no es muy distinto al del Mayor Tom de Bowie, guiado por una torre de control que lo deja a la deriva, flotando en un infinito inquietante. El abandono de Tom semeja el rompimiento de comunicación entre Bowman con la computadora HAL 9000.

tumblr_mnhp4ysafY1rr5ifzo1_r1_500Antes que Ziggy Stardust, Aladdin o el Duque Blanco, el Mayor Tom es la primera personificación de David Bowie; y si no es explícita, sí se mantiene por lo menos durante la primera década de la trayectoria del rockstar, como si vigilara desde el espacio su evolución. No es gratuito que en 1980 le dedique otra canción, «Ashes to Ashes», donde Bowie se refiere a Tom como un yonqui que ascendió a los cielos más altos para después caer a su punto más bajo. La mitología del Mayor Tom ha rebasado el universo de Bowie. Músicos como Elton John, Pete Schelling o Mötley Crüe han hecho referencias, directas o veladas, del astronauta. Con una perspectiva posmoderna, el Capitán Kirk de Star Trek, Wlilliam Shatner, grabó un disco rarísimo, Seeking Major Tom, en el que recoge la mitología del personaje y «recita» sus canciones. Mientras el canadiense K.I.A., con la ayuda de la cantante Larissa Gomes, se pregunta qué habrá pasado con la esposa de Tom a la que alude Bowie, en su canción «Miss Major Tom». Y The Tea Party lo vuelve un ser cuasi divino y en «Empty Glass» le pide ayuda para saber a dónde pertenecemos porque nada tiene sentido, We need ground control / We’re losing our souls, casi reza.

En otra parte de su canción, Tea Party alude a un tiempo dorado que pasó como rayo. Esta época de oro, que podría ser la adolescencia, el idealismo o la ingenuidad por el futuro, parecería subyacer en el lanzamiento al espacio del Mayor Tom. Bowie crea su canción hacia el final de los sesenta y de su parafernalia jipi, están cerca los asesinatos de Charles Manson, el concierto fatídico de Altmont de los Rolling Stones y la disolución de Los Beatles. The dream is over, es la consigna que se escucha a la par de la canción. Los experimentos contraculturales parecían fracasados, o al menos les urgía un alejamiento que les permitiera recrearse. Desde ahí, la canción de Bowie semeja fuga o exilio. Hay que huir hacia el infinito para replantear cosas. Si nos perdemos en él será mejor, en esa pérdida podría estar la aventura.

De ahí que el uso más emotivo de la canción haya ocurrido en «Lost Horizont» uno de los últimos capítulos de Mad Men. Ahí, Don Draper precipita un viaje loco para buscar a Diana, la camarera con la que se ha estado encamando en los últimos tiempos, y de quien cree estar enamorado. Don está devastado, con dos divorcios encima, sus hijos que no creen en él, una empresa disuelta por un emporio en el que Don perdió poder e influencia. Buscar a Diana es una vía de escape y un aliciente contra las derrotas. Pero la familia de la camarera lo trata mal y le hacen ver lo imprudente de su búsqueda. En su auto, Don se enfila por una carretera angosta. Recoge a un hippie que le pide aventón. A Don no le importa llevarlo, puede hacer cualquier ruta porque en realidad no tiene ninguna. El auto se hace pequeño por la carretera cuando el Mayor Tom vuelve a aparecer, como si quisiera acompañar a Don en un viaje tan solitario como el que él hace en el espacio.

mad-men-season-7-episode-12-jon-hamm.drivingComo en Bird People y Walter Mitty, en este capítulo la canción coincide con la decisión del viaje y con el vértigo hacia lo desconocido. La canción parece un propulsor -la cuenta regresiva de la nave espacial, las alas de un gorrión, las hélices de un helicóptero- que lanza a los personajes hacia este universo peligroso o fascinante de lo que no se conoce, un territorio oscuro que se develará de a poco y que pide una temeridad distinta a lo que siempre se ha hecho. Atrás quedan las sábanas dobladas del Hilton, el cubículo de oficina de Life, las juntas creativas bajo presión de McCann Erickson. En el camino del Mayor Tom se hacen obsoletos los recursos de la rutina y la obediencia, exige en cambio el sometimiento al abismo, a la experiencia sin asideros que difumina, disuelve, pero capaz y en este proceso le otorga cierto reconocimiento a quien lo elige. 

La experiencia que propone “Space Oddity” tampoco es definitiva: las secuelas en las canciones y las continuaciones en las ficciones la presentan como un tránsito; después se regresará a lo de siempre, aunque quizá con el resabio de cierto conocimiento adquirido. Por lo menos el que necesitó Bowie para crear a Ziggy, su marciano mesiánico, o Walter Mitty para llegar al Himalaya. O Don Draper -tan cínico como triste- para crear su comercial emblemático de Coca Cola.

Don Mad Men The Milk and Honey Route

Las canciones del Mayor Tom pueden escucharse aquí.

Re

Café-Tacvba-ReEl Re de Café Tacuba apareció hace veinte años, el 22 de julio de 1994. Fue el año que tanto le gusta a todas las revistas políticas porque está refácil hacer su memorabilia: que si la aparición pública del Ejército Zapatista, que si el sitcom fallido de Camacho Solís, que si el asesinato de Colosio y Francisco Ruiz Massieu, que si las elecciones tan aburridas para nuevo presidente, que si los errores de diciembre, y ese otro sitcom, mucho más patético, en el que Carlos Salinas de Gortari se ponía en huelga de hambre y después se exiliaba a Dublín para alcanzar estatura de villano legendario.

Ese año, los estelares de la escena rockera mexicana eran Caifanes, Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio y Santa Sabina. Los tres grupos parecían catedrales de ideas, música y personalidad. Los primeros ofrecían un misticismo con tufo a Castaneda y misterio chamánico; los segundos le apostaban a la protesta social y complementaba a una izquierda mexicana que todavía no avergonzaba; los terceros, jazz y existencialismo, iconografía dark y texturas sonoras introspectivas, parecían situar al rockcito mexicano en registros inéditos de pretensión intelectual.

Frente a estas bandas, Rubén Albarrán de trenzas y voz chillona, el Meme con su melódica de secundaria o Quique en traje pachuco y con tololoche al estilo de Alubia Salpicón, parecían mera ocurrencia, un remedo cotorrón pero prescindible del vacile que desde una década atrás hacía Botellita de Jerez. Sin ser malo, el primer disco de Café Tacvba se situaba en una escala secundaria de curiosidad mexicanista; se le escuchaba con diversión pero sin considerarse en El Canón de la música que llegaría para quedarse. En este contexto apareció Re, segunda nota musical porque era el segundo esfuerzo de la banda. No se le apreció enseguida: el primer sencillo, “El ciclón”, sonó a cosa rara sin trascendencia, y el verdadero trancazo, “La ingrata”, parecía continuar los chistoretes de su anterior entrega: música norteña con reclamos bravucones y graciosos, para cantinear necedades en los bares Mata y La Diabla que entonces se ponían de moda.

Pero después vino la escuchada tranquila y lo que menos tuvo fue tranquilidad. El Re hubiera desconcertado si no es que antes obligara a bailar. Al son serrano de “El aparato” le seguía la bravata norteña de “La ingrata” y con el tecnofunk de “El ciclón” ya había conquistado. Lo que sorprendía era la versatilidad de géneros, temas, abordajes en lo letrístico y lo musical. A la mitad del disco se presentía que esto ya era tan bueno como El silencio de Caifanes o El circo de la Maldita, al llegar a los cuarenta minutos de rolas ya se sabía que habían  hecho trapo el canon, y no es que los Tacvbos desplazaran a las otras bandas, pero sí se crearon un sitio propio y obligaron a que el resto de la escena girara a su alrededor.

Re es un cartón de lotería que en vez de tener a El Valiente, La Dama, El Diablo o La Sirena, reúne con arbitrariedad a El Aparato, El Metro, El Baile y el Salón, El borrego, Las flores y La Negrita. O como diría el erudito del cliché: la apuesta del disco es por el collage. El más notorio. de géneros musicales: hay música discoteque, bolero, son jarocho, trash metal, punk, danzón. No es música de virtuosos pero sí música redonda, cada pieza se logra en sí misma con la pulcritud y el rigor que el género en específico pide. Porque la apuesta de Re no está en crear arcos dramáticos que estallen en una rola en específico -o al menos cada persona reinterpreta su arco dramático propio-.Re podría escucharse en el orden que propone el disco pero también desde el juego aleatorio y conseguiría la misma sorpresa de diversidad de motivos.

Quienes lo comparan con el Sargento Pimienta de Los Beatles tienen cierta razón en el ejercicio de la multiplicidad musical, pero mientras El Sargento es una función de circo, que equilibra la emoción o el suspenso de los actos, Re es un estanquillo de Santa María la Ribera, una tienda de segunda de Tijuana, un puesto de cosas viejas en La Lagunilla o de robadas en la Buenos Aires. Ritmos viejos y nuevos, crónicas o confesiones amorosas, postulados poéticos o debrayes psicodélicos, cada canción se sostiene a sí misma sin necesidad de aludir a la que la precede o le sigue; cualquier combinatoria ayuda al propósito general de contraste, esto explica su vitalidad. La excepción es el extaño track “Pez/Verde”, pequeño cuento ecológico que crea redes con otras canciones como “El Ciclón”, “La Negrita” o “Trópico de Cáncer”. Es una de las vetas de Re, el alegato ambientalista; el otro es una revisión de la Forma de Ser Mexicanos, ejercicio de identidad que en otros creadores es chocante pero aquí se resuelve como lúdico vaivén por el humor y la nostalgia: mentadas de madre para “La Ingrata” que nos ha dejado desamorados, el terror lovecraftiano de quedar atrapado en “El Metro”, el panfleto musical y dancístico ante los 500 años del encontronazo de los mundos en “El fin de la infancia”, la nostalgia del barrio y los orígenes en “El Tlatoani del Barrio”, el amor adolescente naive de “Las flores”, o el mucho más candoroso de “El baile y el salón”; el lamento de la ausencia y la soledad en “Esta noche”, y hasta el despepite del debate que se armó contra los críticos Naief Yehya, Rogelio Villarreal y Brenda Marín en la punketeada “La pinta”.

imagesOtro elemento que da sustento al Re, es la extranjería de los tacvbos. La banda es de Ciudad Satélite y eso provoca bromas y desdenes porque están al ladito, pero no pertenecen al DF. Después la banda de aquí  y de allá -según de qué lado del Periférico estemos- discute, excluye o concilia; para efectos creativos, esta supuesta marginalidad obliga a la mirada nueva, o extraña, de los temas. Café Tacvba no ostentaba el compromiso político que sí tenían Maldita Vecindad o Santa Sabina, involucrados con las formas en que se organizaba política y socialmente la ciudad. Y donde ellos tenían la urgencia de crear “un mensaje”, los Tacvbos se asombraban con el barrio de La Lagunilla, la costa de la Negrita,  la maravillosa noche estrellada de Las flores. El encanto mayor de las canciones del Re es su candor, su mirada infantil del mundo, la alegría que provoca situarse por primera vez entre mares, montañas, calles y estaciones del metro. Re es un cartón de lotería y también un juego de Turista Nacional; su lirismo no viene del misticismo -cuando veo a través del vaso veo a través del tiempo, gorosticea Caifanes; es como una insolación, ojos cegados en el reino del sol, texturiza Santa Sabina- sino de la metáfora ingenua, que parece construirse torpemente al mismo tiempo que se canta: mi frase favorita inicia con la vastedad: “yo te escucharé con todo el silencio del planeta” y remata paya y enjundiosa: “y miraré tus ojos como si fueran los últimos de este país”.  Pero como este hallazgo hay muchos y de muchos tonos: “en las tocadas la neta es el slam, pero en mi casa si le meto al tropical”.

El éxito que tuvo Re hizo -ya se dijo antes- que el rock mexicano girara alrededor de este disco. Después vino el Yo soy / Revés, que seguramente es mejor disco, con mayor introspección y experimentos asombrosos pero no siempre digeribles. Lo que sigue -los covers de Avalancha de éxitos, el Re agotado de Cuatro caminos, las sesiones sicológicas fallidas de Sino y confieso que no he tenido ánimo para entrarle a El objeto antes llamado disco– tiene buenos momentos y, sin embargo, tras escucharlos se suele correr a revisitar el Re. Es un juego, una fundación, una gozadera variopinta. ¿El mejor disco de rock mexicano, de rock en español? Son horrendas esas categorizaciones, le quitan el alma a la música, como lo hacen las cámaras fotográficas con las personas. Pero sí valdría arriesgar la insolencia: ahí donde está la Piedra de Sol de Octavio Paz, o el Sueño de una tarde dominical en la Alameda de Diego Rivera, ahí juntito debe ponerse a esta colección de ingenieros redimidos, gays discotequeros, tlatoanis de La Lagunilla y catedrales que desaparecen entre smog y caca de paloma.

 

 

Dos anécdotas de José Emilio Pacheco

Una me tocó eImagenn persona y la otra me la contó Javier, un amigo que hace años no veo.

La primera ocurrió en la Escuela de Escritores de Sogem hacia 1991, cuando José Emilio fue a platicar con nosotros en aquellos lunes de conferencia. En realidad se trató de un homenaje muy festivalito de secundaria en el que recitamos sus poemas, dramatizamos su cuento «Tenga para que se entretenga» y los alumnos más destacados leyeron loas más esmeradas que eficientes sobre su obra. Cuando llegó el turno de José Emilio, él agradeció el entusiasmo pero también confesó su angustia porque no creía merecerlo. Y no recuerdo las palabras exactas (harto tiempo pasado ha), pero la idea iba por aquí: que ese mismo día, en la mañana, se había peleado largamente intentando un cuento que no terminaba de gustarle. Se tomó todos los cafés del mundo mientras revisaba los párrafos, los diálogos le parecían torpes, el giro de tuerca se le hacía ingenuo. Mientras el cuento menos se dejaba, él sentía más angustia, lo regresaba a una verdad con la que lidiaba seguido, y era que había perdido la destreza, el mojo de escritor. Dijo que salió de su casa con la amargura del relato maltrecho, que le seguía dando vueltas cuando llegó la comitiva que habría de llevarlo a la escuela. Y que a partir de ahí, todo estaba siendo irreal. Los que llegaron diciéndole Maestro, los alumnos de la escuelita con la mirada expectante, los comentarios a sus poemas y sus cuentos, parecían hablar de una persona muy distinta a él, con quien había cierta relación, pero que decididamente no era el mismo que se había estado torturando en la mañana con un cuento. Y esa noche que estaba ahí, recibiendo aplausos y lisonjas, no dejaba de pensar en el escritor de la mañana; al enfrentarlos, el autor nocturno se le hacía fraudulento. Confesó, de hecho, su temor de que alguien lo descubriera y lo desenmascarara. Que una persona fría y menos entusiasta lo confrontara con el redactor limitado que había sido horas atrás. «Ustedes le aplauden a quien escribió estos poemas y estos cuentos hace años, no tiene mucha relación con el que se sentó en la mañana a intentar un cuento. Les digo esto por si en el futuro ustedes deben pensar en su obra: desconfíen de lo que tienen publicado, lo que los hace escritores son  los conflictos que tienen cuando enfrentan el nuevo texto». Los admiradores irredentos nos apresuramos a decirle que el autor de Las batallas en el desierto era adorable, que su poesía tan coloquial nos formaba; volvió a agradecernos y volvió a advertir la desconfianza. En verdad estaba incómodo. Y sólo logró tener calma cuando empezó a preguntarle a los alumnos cómo resolvían sus textos trabados y parecía tomar nota de los ingenuos remedios que dábamos.

La otra anécdota, la de Javier, siempre la cuento con el giro de tuerca de revelar el nombre de José Emilio hasta el final, incluso la hicimos podcast para La vida imaginaria, no sé si funcionará sabiéndose de antemano el «final sorpresa». El tema es que estaba Javier, mi amigo, flamante periodista que hacía sus pininos en la fuente cultural de nosequé periódico, y un día le piden que lleve un paquete a casa de Cristina Pacheco. Para Javier era como ir a la Meca: aunque no le encantaba el programa de tele de Cristina, leía religiosamente su colaboración «Mar de historias» que salía los domingos en La Jornada. Esa mañana Javier se puso el mejor de sus trajes, boleó sus zapatos, se perfumó y peinó; quería tener uno de esos encuentros iniciáticos que lo encumbraran al Olimpo de la kultura kultural, imaginaba el inicio de la Gran Amistad con la periodista, después tendrían un nutrido intercambio literario y cafés con citas de Sontag y Sartre; vamos, creo que hasta llevaba su plaquette de hacía tres años, con poesías de su más concentrada inspiración.

La frustración fue cuando tocó el timbre de la casa y le abre el hombretón enorme, aun con el almohadazo de quien no tiene una hora de haber salido de la cama. «¿La maestra Cristina Pacheco?», pregunta Javier; «salió muy temprano», contesta el hombretón que, por supuesto, era José Emilio. Tan enterado estaba Javier de los tejesmanejes socioliterarios, y se le pasó que Cristina y José Emilio estaban casados. Entonces Javier mira a José Emilio con desprecio, debe ser un trepador que usa a Cristina para hacerse un nombre, le pregunta si podía esperarla y José Emilio le dice que tardará en regresar. Ahí José Emilio nota la frustración de Javier y le sugiere que lo acompañe a desayunar. Javier quiso negarse pero tuvo una intuición de reportero: conocer la casa de la escritora, charlar con el trepador y tener mayor conocimiento (indignado, por supuesto) de la servil condición humana. De manera que acepta, entra a una casa con un gran desorden de libros, papeles y reconocimientos, el hombre lo lleva hasta el comedor y se excusa por su torpeza como anfitrión, por suerte los huevos con jamón ya están hechos y sólo es cuestión de servir.

El inicio del desayuno es incómodo: José Emilio sigue dormido y Javier no logra modular su rencor. Al cabo José Emilio rompe el hielo, le pregunta a Javier si escribe, éste le cuenta de sus proyectos literarios, procura no dar detalles porque piensa que el pobre tipo tiene ideas limitadas sobre La Literatura y no lo quiere abrumar. Regresa el silencio y ahora Javier, por amabilidad, le pregunta a José Emilio si él también escribe. «Sí, sí, tengo un par de novelas, cuentos, algunos poemas», responde. «Seguramente edición de autor», piensa Javier, «y seguramente Cristina te promueve». «También hago una columnita en el Proceso», agrega José Emilio mientras da un sorbo a su café. Javier escupe el suyo y no sabe cómo reclamarle por lo advenedizo. Escritores como Javier, que día a día se esmeraban picando piedra para sacar su humilde nota, y el tipo que tan cómodamente habría entrado al Proceso, seguro por palancas de Cristina, y que además se levantaba a deshora; las injusticias del mundillo cultural se agolparon y si no protestó fue por educación. Lo que sí, escupió ironía al comentar: «siempre leo el Proceso, tal vez un día revisé algo tuyo». «Son notas de cultura», le explica José Emilio y enseguida le confiesa sus dudas cuando entrega su columna: si no estará desarrollando el tema a destiempo, si no le faltarán datos a su investigación, si no será opaca su escritura. «Dudas de oportunista primerizo, Proceso debe quedarte grande», piensa Javier y se imagina a sí mismo entregando su texto al Proceso, cada semana, con enorme aplomo, dejando una huella más honda que la de este pobre atribulado, que hablaba tartamudeando y como si no supiera por dónde empezar a pensar. Porque ahí José Emilio se explayó en contar sus dudas, su obsesión por revisar y corregir, la incertidumbre hacia el texto fijo, hasta le recitó la consigna de Alfonso Reyes, que el texto no se termina, se abandona -y Javier pensó: por lo menos ha leído a Reyes (el pobre Javier, que aun tenía pendiente hincarle el diente a Reyes, aunque ya lo tenía en sus pendientes).

Ahí la charla se volvió amigable, un poco que el hombretón despertaba y empezaba a hablar de sus dudas literarias, otro poco que Javier había decidido compartir estas inquietudes que, a fin de cuentas, tenían ambos, fueran escritores estoicos o arribistas. Habrán charlado una hora, habrán repetido café, Javier debió ir admitiendo que el tipo no estaba tan perdido en lecturas, por lo menos citaba a T. S. Elliot y a Sor Juana. Pero llegó el momento de irse, Javier debía estar en su redacción y sacar textos atrasados. El hombretón quiso regalarle uno de sus libros, Javier se negó, su departamento era muy chico como para acumular ejemplares pichurrientos de autor. Pero el tipo insistió y Javier no quiso ser grosero; pensó que siempre podría dejar el libro olvidado en la banca de un parque, no faltaría quien pudiera apreciarlo. El tipo fue a su estudio, regresó con lentes y mejor peinado. Hasta entonces Javier lo quiso reconocer. El asombro no le cupo en la cara cuando tuvo entre sus manos la edición más reciente de Las batallas en el desierto, re-revisada y re-corregida por el autor. Javier cuenta que la cara se le puso roja, la voz temblorosa, y que no supo de dónde sacó vergüenza para balbucear: «Maestro Pacheco, ¿podría autografiarme su libro, por favor?»

Según Javier, José Emilio no hizo diferencia cuando se supo identificado; para él no había trayectorias, ambos eran trabajadores de palabras y tan legítimo fue lo que hablaron antes como después de quedar claras las conocencias. Por supuesto que esa edición de Las batallas en el desierto se volvió uno de los tesoros más preciados de Javier, y más que por la firma, por la anécdota, por el atisbo que tuvo de la persona preocupada por los entresijos de la escritura: atisbo semejante al que tuvimos los alumnos de Sogem cuando José Emilio Pacheco nos habló del hombre de las mañanas, el que no sabía resolver el cuento, el escritor modesto, tan alejado del autor que tanta desconfianza le causaba.

La decisión de ser Walter White

walter_white_breaking_bad_by_andresarte-d5r433i (1)Quien quiera buscarle la raíz cuadrada a Breaking Bad podría revisar el quinto episodio de la primera temporada, «Gray Matter», que aun lento y poco espectacular -ni asesinatos ni amenazas, roza lo lacrimógeno y se distancia de la fiesta metanfetamínica- propone la dualidad que estará en tensión en lo que sigue de la serie.

En los episodios anteriores ha ocurrido una aventura corta, casi un cuento, redondo y cerrado en sí mismo: el primer intento del maestro de química enfermo de cáncer, Walter White, por fabricar un modesto lote de metanfetamina, apoyado por su ex alumno Jesse Pikman. El cuento podría semejar la primera salida del Quijote, contiene los elementos básicos de una aventura elemental: el diagnóstico de la enfermedad dispara la acción, pues obliga a White a pensar en cómo crear un patrimonio para su familia; aparece Jesse, el escudero white trash, en calzoncillos, escapando de una amante y una redada; adquieren los espacios -el desierto y una vagoneta- para iniciar la aventura; un par de enemigos -Emilio y Krazy 8- pondrán a prueba sus temples; la solución se va complicando mientras no se sabe qué hacer con un cadáver y un prisionero; con el asesinato de Krazy 8 -más perturbador: con la demostración de que el torpe White es capaz de asesinar- cierra la aventura y Walter y Jessie podrían prometerse no volver a jugar a los malos.

Y entonces viene el capítulo cinco:  Jesse Pinkman (única vez que lo veremos cuco de traje) hace solicitud en un banco para ser agente de ventas. El empleador le pide dos años de experiencia; mientras, le propone una ridícula chamba de botarga. En paralelo, Walter y su esposa, ambos en ridículos trajes de gala azules, asisten a la fiesta de Elliott Schwartz, antiguo compañero de escuela de Walter y ahora dueño de una importante compañía de químicos, que inició con un invento de Walter que después él patentó. La fiesta es un ejercicio de humillación para Walter: lo presentan entre colegas y debe inflar titubeante la experiencia de ser un modesto profesor de preparatoria; su regalo de cumpleaños es el más pequeño y barato; entra a la biblioteca de Elliott y mira con admiración y envidia los libros, la calidad de los estantes, los artículos enmarcados sobre una empresa que debió ser suya; más adelante Elliott lo invita a integrarse a la compañía con un claro gesto compasivo ante su enfermedad.

descargaPero más humillante todavía es la intervención que organiza su esposa Skyler para confrontarlo: ahí está el concuño Hank que se burla de él porque no sabe tomar un arma, ahí está la insoportable cuñada  Marie con sus neurosis a cuestas; y Walter Jr., tan incapacitado física y mentalmente como en un marco moral que le ha enseñado a ser políticamente ingenuo y correcto, y Skyler y su ridículo cojín para ceder la palabra, como seguramente lo vio en una página de internet que ayuda a resolver conflictos familiares. Walter, desde su sillón solitario, mira el simulacro de las buenas intenciones, le parece un teatro aburrido y predecible: sabe que Hank dirá estupideces, que su hijo recitará los lamentos de quien se siente potencialmente huérfano, que Skyler querrá manipular la intervención para conseguir sus objetivos -meter a Walter a quimioterapia y dejarse tratar como desahuciado- y mientras los escucha con paciencia sabe que afuera hay otro mundo que ya ha probado, un mundo donde los riesgos obligan a respirar rápido y a pensar con más velocidad, donde la química deja de ser fórmulas frías garrapateadas con desgano en un pizarrón; que deshacerse de cadáveres o mostrar aplomo frente a los enemigos obliga a tener el cuerpo ágil y la mirada fina; Walter White no necesita libros de caballería para ser (de nuevo) como el Quijote: mientras el viejo hidalgo bosteza ante los cuidados sensatos del barbero, el cura y su sobrina, así también el maestro de química se desespera ante su familia, un grupo de personas lejanas a él que solamente piensan en cómo verlo bien-morir.

Heisenberg-e1379183076860Ahí se deciden los siguientes dos años de su vida, y también la trama que nos tendrá enganchados a la tela durante los siguientes cinco años. Walter busca de nuevo a Jesse, éste apenas contiene la sonrisa de que regresó su compinche de aventuras. Trato distante de los que ya son cercanos pero de nuevo se abre el juego: hay que cocinar metanfetamina, no para crear el patrimonio de los hijos, tampoco para paliar la agresiva enfermedad: hay que cocinar porque Jesse Pinkman admira a Walt mientras lo ve manipular matraces y sustancias, porque quienes han comprado la droga saben que es la mejor en el mercado y consideran a White un maestro. Walter White fabrica meta como los músicos tararean sinfonías, como los dibujantes bocetean desnudos o los escritores borronean la primera versión de una novela. De acuerdo, Walter White es un delincuente y lo será más cuando aparezca el alter-ego Heisenberg, y será inclemente cuando mate por error, por omisión, por necesidad genuina; pero Walter White hace sobre todo arte, equilibra sustancias y ebulliciones, negocios millonarios y complicidades inestables; planea sus tratos, su defensa, sus ataques, como si resolviera una fórmula química que transformará su materia moral y vital: la química, la ciencia de los cambios, dicta clases en alguno de los primeros capítulos: Walter White es su propio experimento y ante cada nueva infamia suele haber una escena donde parece auscultarse: Walter White se recrea y se contempla, se abisma y se revisa, precipita la desgracias de los otros y analiza su nivel alcalino o de acidez.

Más que la puesta melodramática, que las adivinanzas en los reveses de la trama, Breaking Bad persuade porque permite atestiguar la transformación de este hombre y cómo se contempla transformándose, ahí está la fascinación morbosa, a ratos temibles, en la que caemos los espectadores: Walter White representa nuestra mediocridad y nuestro deseo de transformarnos, pero más perturbador, en códigos amorales que confrontan instituciones intocables como la ley, la amistad, incluso la familia, pretexto para la aventura de Walter. Y por eso entusiasma tanto esa charla final de Walter, ahora decrépito, barba poblada, flaco de enfermedades, con su esposa Skyler que también está anímicamente destruida: y es una declaración tan simple como insolente por lo liberadora: todo, y al decir todo se habla de las drogas, las ventas ilícitas, los robos, los asesinatos, todo lo hizo por él. Porque se descubrió valioso siendo delincuente. Porque lo hacía sentir vivo.

Entre el Walter White que participó de una charla que se regodeaba en su desahucio, al Walter White que se sabe al borde de una muerte planeada bajo sus breaking_bad_walter_whitepropios término, hay más de nueve millones de dólares, kilos de metanfetamina azul consumida por tristes adictos, amistades traicionadas, asesinatos espantosos, un avión que se incendia en pleno vuelo y un niño disuelto en químicos, autos vueltos hoguera, un cuñado fantoche que aprendió a respetarlo, una familia destruida y varios laboratorios que, tras haber sido espacios creativos, quedaron vacíos, desolados, testimonios de otros tiempos de aventura. ¿Todo esto vale la pena para afirmar el ser de un solo hombre? Walter muerto parece tener una sonrisa. Qué importa el resto del mundo. Logró vivir en sus propios términos y eso bien vale desangrar mientras llegan los captores.