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Los barrios donde espanta la Huesera

De acuerdo con todo lo que hace importante a Huesera, ópera prima de Michelle Garza Cervera:

·      Que es una enérgica apuesta por el cine de horror y fantasía, concebida por mujeres: guión de la directora junto con la escritora Abia Castillo, además de la fotógrafa Nur Rubio Sherwell y un reparto sobre todo femenino (una mejor que la otra: Mayra Batalla, Sonia Couoh, Mercedes Hernández, Aída López, las Sabinas vaciladoras Martha Claudia Moreno, Norma Reyna, Rocío Belmont y Gina Morett, pero sobre todas la gran protagonista que es Natalia Solián).

·      Que tras la superficie del espanto —una entidad maligna a la que le truenan los huesos y que asedia a la joven embarazada Valeria—, Huesera lanza un alegato importante sobre la elección, la incertidumbre o el desasosiego de ser madre. Y que acaso remite a aquel «malestar que no tiene nombre» del que hablaba Betty Friedan hacia los años sesenta.

·      Que el cuestionamiento de la maternidad en Huesera confronta a una tradición cinematográfica nacional de madres serviciales y abnegadas, a la vez que lanza un anzuelo hacia una ascendencia «maldita»: el monólogo de Sara García al final de ¿Por qué nací mujer? (Rogelio A. González, 70), los descuidos de una madre joven en Lola (María Novaro, 89), o el tétrico filicidio de Elvira Luz Cruz reformulado en la polémica Los motivos de Luz (Felipe Cazals, 85).

·      Que el pudor del spoiler impide hablar con detalle del final, pero desde aquella consigna de que la elección de un plano es una decisión política, Michelle Garza Cervera dispara la toma y actualiza el final de Casa de muñecas, la obra de teatro de Henrik Ibsen (Nora que da el portazo en su casa y la familia queda en ascuas), con una frescura escalofriante.

·      Que es de estas película que hacen suyo (que refundan) el espíritu de su tiempo: Huesera tiene resonancias de 8M, de monumentos rayoneados, de agobios que piden gritos destemplados frente a las casas de gobierno.

Pero esto lo pueden escribir mejor las reseñistas, ensayistas y críticas de cine. Me quedo con otra arista, no menos importante, de Huesera: el ejercicio de estamentos que, desde su elección de locaciones y su dirección de arte, también van contando la historia.

Huesera tuvo locaciones en la alcaldía Benito Juárez (seguro el barrio donde viven Raúl y Valeria) pero también en Iztapalapa, por el cerro de la Estrella: quien conozca la Ciudad de México sabe que este trayecto perfila una supuesta ascención social.

Hay que ver el departamento cuco de la promisoria pareja que son Valeria y Raúl (Alfonso Dosal en esfuerzo de deconstrucción): las paredes azules, los muebles de diseño (los eligió ella), tapetes y adornos que, como en la novela Las cosas de Georges Perec, describen más a la pareja que a los individuos que la conforman.

Fundar una familia es abrir una cuenta de Instagram para debatir decoraciones y acomodos de feng shui. La pareja corona su storytelling con una hija y una cuna de autor. La creadora de la cuna es Valeria. Diseñadora, artista, Valeria tiene su taller en su departamento, que debe desmantelar para que se convierta en el cuarto de la bendición. Por ahí hay un closet que funciona como el elefante de la historia. 

En contraste con el departamento, la familia de Valeria vive en una casa, si no humilde, sí con la modestia de los barrios populares chilangos. Contra el diseño del departamento de la pareja, los padres de Valeria tienen un gusto convencional, el acumulado de muebles de décadas que van conformando un espacio sin pretensión. 

Más importantes, los espacios de Octavia, antigua amiga y también romance adolescente de Valeria. Entrenadora en un gimnasio de barrio, Octavia parece haber quedado suspendida en la ensoñación ochentera de la banda. Sus espacios hacen equivalencia con el ambiente de La diosa del asfalto (Julián Hernández, 2020), que a su vez remite a una colección de películas mexicanas ochenteras maltratadas: La banda de los Panchitos (José Arturo Velasco 1987), Perro callejero (Gilberto Gazcón, 1980), Olor a muerte: pandilleros (Ismael Rodríguez Jr, 1988). La paradoja está en que estos espacios intimidantes son los que le dan seguridad a la protagonista. La incertidumbre de la maternidad contrasta con el recuerdo de los tiempos adolescentes, rola la rola y rola la mota, el punk reventando tímpanos y haciendo bolas de estambre con el tejido social.

Habría un tercer espacio, donde se funde la brujería, la pesadilla o la ayahuasca, según se prefiera: la casa de las Sabinas que ayudan a Valeria a confrontarse consigo misma. Y en una alucinación provocada, Valeria transita por un bosque estilo Bruja de Blair, donde un baile de mujeres destrozadas la harán reformular sus prioridades.

Contada desde estos espacios, Huesera agrega al dilema de la maternidad el otro, más amplio, de la identidad. En el closet del que fue su taller y y ahora es recámara de la hija, Valeria guarda su colección de libros, fanzines, discos compactos, ilustraciones de su época punk. No cuesta trabajo entender esta otra historia, en la que una chica de la banda broza se transforma en joven casada, con un proyecto de vida que es remedo del Pinterest, y que titubea entre las encomiendas conyugales y los estribillos salvajes que la asedian en las noches y quizá buscan conciliarla consigo misma.

Más que un ente maligno de huesos crujientes, el verdadero horror —pero también el reflejo, la salvación, la confrontación honesta aun cuando traicione El Mandato, la supuesta Superación como persona— se encuentre en ese closet, en la caja de Pandora de Valeria que funciona como juicio severo sobre la pérdida de la identidad, reclamo por aquella que se ha disuelto entre el espejismo del matrimonio, de la casa chula y de la maternidad.

Los huesos que crujen nos competen porque también nos remite a nuestra propia caja relegada en el fondo de nuestro clóset. Olvidada en el día a día, vuelve a pesarnos, a quebrarnos cuando hay insomnio y recordamos la vida que interrumpimos. 

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Nomadland de Chloé Zhao, infomercial para boomers.

Creo que no supe ver Nomadland (Chloé Zhao, 2020), creo que me perdí de su lirismo, su rebeldía y su coraje, porque todo el tiempo estuve preguntándome cuánto de la peli lo habrá financiado Amazon. Debió haber soltado una buena lana por esos primeros veinte minutos de la historia en los que la protagonista Fern trabaja con ellos empacando regalitos y gracias a la platita que va juntando —el dinero es bueno, le dice a la madre de una exalumna— puede entrarle a la poética del nomadismo, el último canto boomer alrededor de su utopía jipi.

Nomadland podría ser la última película en que los boomers contraculturales intentan recuperar la dignidad posterior a su desbarranque ideológico en la resaca de los setenta. Si no supieron encarar al capitalismo, si fueron tibios en sus rechazos al cinismo político que ha permitido la deforestación social y la cancelación de las oportunidades, en Nomadland recuperan los espacios de encuentro y aventura que pudieron haber tenido en Zabriskie Point ( Michelangelo Antonioni, 1970), Easy Rider (Hooper, 69) o Psych-Out (Rush, 68). La excelente noticia es que este salto al vacío se pertrecha con grupos de apoyo, instituciones de beneficencia, mega consorcios con responsabilidad social y hasta sus propias familias, quienes les dan cama y buena comida cuando llegan famélicos y pulguientos como gatos callejeros, mientras juntan energía para regresar a la ruta.

En la breve sinopsis, en 2011 American Gypsum Company cierra su fábrica de yeso en Empel Nevada. La ciudad casi desaparece y Fern, recientemente viuda, consigue una vagoneta, la adapta con cama y una pequeña mesa para comer, y se lanza a la ruta nómada que ya están practicando un importante grupo de ancianos desempleados o sin familia. Juntos consiguen trabajos temporales y se acompañan en sistemas de solidaridad y trueque para pasar los días.

¿Qué diferencia habría entre el gringorruco que adapta su vagoneta para nomadear la ruta del Gabacho a los que se van a vivir a Puerto Vallarta? La misma que hace cincuenta años llevaron a los primeros a necear con la vida rijosa y a los segundos a abrir negocios de velas aromáticas. Medio siglo después podrían ser los verdaderos dueños del mundo, sea porque consiguieron las pensiones que les permiten una vida holgada, sea porque tienen una red de apoyo que les ayuda a persistir en el viaje, ahora con el agregue de la vejez que los haría, si acaso, más románticos.

Porque además, la vejez de Nomadland semeja mucho el sueño que tenemos las generaciones pop sobre nuestros retiros. Un amigo imaginaba que de viejos enloqueceremos el asilo con pantalones de cuero y mesas de billar, discutiendo cuál es el mejor disco de Madonna o si todavía se pueden ver los videos de Michael Jackson. Una piadosa evasión del deterioro físico y mental se hace obligada para asomarnos sin miedo a la decrepitud.

Ocurre que la exhibición de Nomadland coincide con visiones menos complacientes: la devastación de la identidad a cargo del gran Anthony Hopkins en El padre (Florian Zeller, 2020), la soledad hiperactiva de los asilados, con todo e investigador privado en El agente Topo (Maite Alberdi, 2020), la vocación ermitaña y salvaje del ecoterrorista Sundog en A Shape of Things to Come ( J.P. Sniadecki y Lisa Malloy, 2020), incluso la incómoda reclusión entre el amor y los celos en El diablo entre las piernas (Ripstein, 2019). Nomadland resuelve desde la referencia bladerunniana: la anciana Swankey tiene una enfermedad terminal que le deja 7 u 8 meses de vida y, como el replicante Roy Batty (He visto naves en llamas más allá de Orión) decide viajar a Alaska: «he visto cosas hermosas mientras viajaba en kayak, he visto una familia de alces junto al río en Idaho, un gran pelícano que aterrizó frente a mi kayak en un lago en Colorado». Muchas secuencias después, su muerte se celebra con una fogata entre los nómadas (Fern carga una foto de la amiga): la concesión de los simbolismos que acaso ayuda a evadir el horror de nuestros finales [cualquier comparación con la muy light devastación en Avengers Endgame (Anthony y Joe Russo, 2019) es total coincidencia].

La trampa es que estos ancianos con remolque se asumen como houseless, no homeless y desde ahí harían de la precariedad una forma incluso deseable de vida. La realidad es que con Nomadland se antoja un chingo empezar a ser viejito: nomás ahorrar para una casa remolque, hacer el ejercicio zen del desapego —si acaso quedarte con tres platos de una vieja vajilla para que tu rucorush te los rompa y tengas oportunidad de medio minuto de dramita— y contar con personajes de película familiar ñoña para dar contención y hacer de estos viejitos a la gringa una última hazaña contracultural.

Quizá lo más desolador sea adivinar que los mecanismos del capitalismo tienen contemplada esta forma de vida para los adultos mayores y quienes lo seremos en 20, 30, 40 años: precariedad socialmente responsable, desarraigo no como valentonada individual, sino como estructura social para quienes no lograron insertarse en las oportunidades de la modernidad y la productividad: la conciliación con una cultura de los recursos humanos desechables, que podría tener su canto de cisne en los parque de remolques o los empleos temporales de Amazon.

‘Soul’ de Pixar. ¿Por qué no aceptas la plaza, Joe Gardner?

Sé que Pixar me va a manipular. Sé que tiene muy bien diseñados sus momentos para hacerme reír, para indignarme, para tener miedo o angustia, para reflexionar quién he sido y qué he hecho conmigo, para iluminarme, para recuperar la paz. Es famoso su decálogo para crear una gran historia, cuando hablas de guionismo de inmediato aparece el decálogo de Pixar, que no es sino el viaje del héroe de Joseph Campbell disneyizado, o más preciso, estivjobizado, porque si algo distingue al relativamente reciente Pixar del veterano Disney son esas consignas de pensar-fuera-de-la-caja al estilo de Steve Jobs, que hasta hace poco nos transportaba al new age tecnofilosófico dictado desde Silicon Valley: abrir y expandir la mente, apropiarnos del infinito universo de posibilidades para crear una app o un teléfono inteligente; aunque me desvío, hablaba de Pixar, de sus historias hermosas, de cómo me llevan al nirvana para que la secreción de mis glándulas aspiracionales semejen un camino espiritual.

Pasó con Woody, Jessie y Buzz. Pasó con Nemo. Pasó con Carl. Pasó con Bing Bong. Y con la abuela Coco. Me dispongo a que ocurra con los personajes de Soul también. Que además se trata —leí reseñas— del Sentido de la Vida, de lo que pasa cuando mueres y ves la luz blanca y te cae el veinte de cómo debiste haber vivido. Esta peli la dirigió Pete Docter, el filósofo de los Pixar, que ha sabido corporeizar los miedos de los niños (Monster Inc, 2001) o las emociones pubertas (Inside Out, 2015) y ahora se lanza con las almas que ya han muerto y con las que están por nacer. Y así conozco a Joe Gardner. Jazzista afrodescendiente frustrado, maestro de secu, hábil con el piano. Palomita para la visibilización y la representatividad. Pero casi desde el arranque de la historia algo me perturba. Una administrativa interrumpe la clase de Gardner para avisarle que quieren ofrecerle una plaza. Plaza laboral, con prestaciones, seguro médico, imagino que aguinaldo y vales de despensa, en una de esas hasta bonos. Y pues qué lujo, qué opulencia, qué prodigalidad. Y ocurre que Gardner lo agradece pero no está seguro de aceptarlo. Y ahí me distraigo de la historia. ¿Pero por qué no aceptas? Es que quiere la aventura, la realización absoluta de ser un músico de jazz. Y de acuerdo, entiendo, pero, ¿por qué no lo aceptó? ¿No puede dar clases en su plaza con prestaciones y tocar en el grupo de jazz también?

Porque en este ejercicio que tiene el cine de proyectarse con quien lo mira, hago el inventario de todas las prestaciones y todos los aguinaldos y todos los seguros médicos que no he tenido. Porque pocas veces he estado en oficina, porque he huido como de la roña del horario de 9 a 6 con dos horas de comida, porque he preferido la filosofía de ser un espíritu libre, porque la idea del freelance equivalía a flexibilidad, aventura, libertad, ser dueño de mí mismo, no la humillación de checar tarjeta, no los pasteles de cumpleaños de escritorio, no las intrigas susurrantes entre cubículos, mejor la apariencia romántica del incorregible misterioso que redacta a destajo, qué orgullo cuando entraba a las oficinas de la revista Escala y el editor me saludaba: «el que conoce todas las cantinas de la República Mexicana» (que no era cierto pero qué bien se sentía que te pensaran así).

Pero claro, la libertad, la ligereza, ser dueño de uno mismo también tenía su costo, que en las fiestas de fin de año no tocara ni pavo ni aguinaldo ni canasta navideña porque no eres del equipo, eres el mercenario evanescente que va por lo suyo —por su comanda, por su cheque— sin preocuparse de lo que ocurre alrededor. Y ahora, años pasados, pregunto: ¿por qué despreció Joe Gardner la plaza?

Porque para entonces ya cayó en una alcantarilla, ya se descubrió en el túnel metafísico que te lleva a la luz que ven los muertos, y ya escapó de ahí y llegó a un prado de almas nonatas administradas por unos logotipos de terapia Gestalt que todos se llaman Jerry (chiste gringo que no acabo de entender), y ya le asignaron un alma nihilista —se llama 22— que no quiere vivir. Sigue la comedia de enredos porque 22 encarna en el cuerpo de Joe Gardner y Joe Gardner encarna en un gato, y sigue lo que ya se sabe de Pixar: momento vodevil, momento arisco, momento amistoso, momento revelador, momento de introspección, que llega al cenit cuando Gardner logra tocar con la banda de jazz —pero no pierdas la plaza, carnal, la plaza es la plaza— y le decepciona que el Gran Momento en realidad no haya sido tan grande y horas después, tocando el piano en su casa, le llega la Epifanía, el meollo de la película, el momento Coco-Jessie-Bing Bong en el que debemos llorar (los guiones de Pixar seguro deben tener resaltada con marcador la frase: aquí se debe llorar).

Pero ocurre que no lloro. Entiendo lo emotivo de las escenas que Gardner evoca, y que le hace comprender qué ha sido lo valioso de la vida: la adolescencia en bicicleta en el bosque, los pies que moja el mar, la cena solitaria pero llena de ideas, escuchar un disco con papá. El tema es que eso lo he visto mil veces los últimos veinte años. Me sacudió en el discurso del bloqueador solar —Disfruta de la fuerza y belleza de tu juventud. No me hagas caso. Nunca entenderás la fuerza y belleza de tu juventud hasta que se te haya marchitado—, después se ha repetido en infografías, videos de psicología humanista, memes con océanos o amaneceres, consejos apócrifos de Borges o Jung y, por supuesto, en afiebrados ted talks de emprendimientos e incubadoras de proyectos. Toda una semántica maltrecha de ser uno mismo, vivir al máximo, disfrutar los placeres sencillos, hacer de cada día el más importante de la vida, besar a tu madre, hablarle a una planta, bailar en calzones con las manos elevándose hacia el cielo. ¿Y la plaza, Joe?

Porque también, en estos quince años se han asentado los costos de la libertad, de la fatigosa reinvención creativa (¡tu branding personal!), del desdén a la rutina. Y tras la idea romantizada del dueño-de-uno-mismo ha acechado otra que ahora nos tiene pasmados, el outsourcing que restringe derechos, la estafa festiva que simula la precariedad, sin nada seguro —¡sal de tu zona de confort!— en lo que uno se pueda apoyar. Con la secuencia emotiva de Joe Gardner sigo presintiendo a Jobs: «Si hoy fuese el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy?» Y pienso que Pixar —pero también he llorado con sus pelis, y además con los memes inspiradores, y con los artículos entrepreneur y los ted talks— me ha estado embaucando en la ligereza del new age superacional para no preguntarme lo que tanta comezón me dio al inicio desde la peli: «¿Y las prestaciones, y el aguinaldo? ¿Por qué no aceptas la plaza, Joe Gardner?»

Algunas críticas señalan que el error de Soul está en haberle dado a Gardner una segunda oportunidad, en vez de enfrentarlo, como el Iván Ilich de Tolstoi, a la inminencia de la muerte y la angustiosa imposibilidad de corregir. Para mí el error viene desde antes: dotar a Gardner de motivaciones acríticas, esa didáctica que hemos tenidos desde década y media de redes sociales, y que suplieron la estabilidad con la mañosa aventura que favoreció a la precariedad. La última escena ambigua de Soul con Joe Gardner saliendo de casa, no sabemos si rumbo a sus clases de secu o a un ensayo de la banda, no compensa el agotamiento del storytelling de Pixar: porque la pandemia y las desigualdades sociales derivadas de ésta piden actualizar consignas, remover contextos, reconocer lo que ha sido fuego fatuo. Prestaciones, seguro médico, salario regular y seguro, zona de confort, sí, la muy ansiada tranquilidad que te permitiría imaginar después cualquier aventura. ¿Por qué le hiciste el feo a la plaza, Joe Gardner?

El complot mongol: pinche set televisivo

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La segunda escena de El complot mongol (Del Amo, 19) condensa el yerro que se verá la siguiente hora y media.

Venimos de que Filiberto García (Damián Alcazar extrañando que lo dirija Andy Baiz en Satanás) suelte un monólogo hard boiled mientras se peina, se acomoda la pistola bajo el sobaco y sale de su departamento. Corte y de inmediato aparece Xavier López ‘Chabelo’, con su cara de niño viejo y su uniforme de policía. La gente se caga de risa. Las dos veces que he visto la escena, en el estreno en Guadalajara y en una función promedio en una sala de la Ciudad de México, la gente se caga de risa. No hay motivo para reírse, es un coronel que le encomendará una misión especial al protagonista. Pero la gente se ríe porque en realidad mira al eterno niño calzonudo de los casi cincuenta años de En familia con Chabelo, y porque les causa más risa escucharlo con su voz real, grave, de adulto, y no la de pito de tantos domingos por la mañana. 

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Chabelo le dice a Alcázar (no vale la pena pensar que son personajes) que le presentará a un hombre que quiere conocerlo. Se abre la puerta de la oficina de par en par y aparece Eugenio Derbez con lentes de Armando Hoyos y bigotito de cualquiera otro de sus personajes. La gente se vuelve a cagar de risa. No mames, está Chabelo vestido de policía, hablando no como Chabelo, y aparece Eugenio Derbez con un traje de la Familia Peluche. Luego no mames, Chabelo dice un diálogo y te ríes, y luego Derbez dice otro diálogo y te ríes y luego no mames, Chabelo dice algo más y te vuelves a reír. No mames, ¿sabías que Chabelo tiene otra voz? Y luego Derbez con sus lentes, yo estaba esperando que dijera Óigame No pero no lo dijo, pero aun así se ve bien cagado.

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Y más o menos así Bárbara Mori, Roberto Sosa, Ari Brickman, Lisa Owen, Salvador Sánchez…

Los actores de El complot mongol usan como consigna de promoción el reto que les propuso Del Amo, hacer personajes diametralmente opuestos a ellos. Falso. En realidad Del Amo lleva a la estética del comic y el noir hacia el set de televisión, donde los personajes se difuminan bajo un elenco ostentoso, bien planeado para que reproduzcan los vicios de su fama y desde ahí disfracen de novedad la chambonería. Por supuesto, con un arte muy chulo y unas luces verdes y rojas formidables, pero con una imaginación en la puesta en escena (réplica y contrarréplica, las famosas cabezas parlantes) y en los diálogos, justo de barra cómica del Canal de las Estrellas. Todo muy cagado, pues.

No es la primera vez que Del Amo trampea así sus asombros. En Cantinflas (que intentó salvar Oscar Jaenada a fuerza de ser un actorazo (no lo logró)) está la escena donde se organiza el sindicato de actores y, no mames, aparecen los actores de ahora como si fueran los de la Época de Oro del Cine Mexicano, y sale Jessica Gocha como si fuera Dolores del Río y Julio Bracho como si fuera Jorge Negrete y Giovanna Zacarías como si fuera Gloria Marín y Ximena González-Rubio como si fuera María Félix. Actores disfrazados que le hacen como si fueran actores. Muy cagado todo. En El complot mongol nuestros cómicos favoritos hacen como si fueran novela negra pero con recursos de Derbez en cuando. Justo, todo El complot mongol es un sketch fallido con más producción de la que merece. Y Sebastián del Amo, de pretensiones tarantinescas, en realidad queda más cerca de Zack Snyder: un ilustrador oficioso, no mucho más.

Se me olvidó hablar de El complot mongol, la novela de Rafael Bernal de la que proviene esta película. No importa, esa novela nunca estuvo ahí.

Hugo Stiglitz está perfecto porque él está más allá del bien y el mal. No mames, Hugo Stiglitz. Él sí estuvo muy cabrón.

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Roma: las dificultades técnicas y humanas de grabar en la memoria

1140-movie-roma-esp.imgcache.rev15950b2dd73477aa99be26ff26f8d3a6.jpgVeía Roma (Cuarón, 2018) y en algún momento recordé una escena sórdida de Mariana, Mariana (Isaac, 1987), la película que adapta la novela corta de José Emilio Pacheco Las batallas en el desierto: Héctor, el hermano mayor del protagonista Carlitos, («Caballero católico, padre de once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana», se le describe en la novela) intenta acostarse con la empleada doméstica que vive en su casa. Pacheco cuenta:

forcejeaba con las muchachas y durante los ataques y defensas Héctor eyaculaba en sus camisones sin lograr penetrarlas: los gritos despertaban a mis padres; subían; mis hermanas y yo observábamos todo agazapados en la escalera de caracol; regañaban a Héctor, amenazaban con echarlo de la casa y a esas horas despedían a la criada, aún más culpable que «el joven» por andar provocándolo (…)

La historia de Mariana, Mariana y Las batallas en el desierto ocurre en 1948, en pleno sexenio de Miguel Alemán, cuando está en lo alto el desarrollo estabilizador postrevolucionario, el «milagro mexicano». Roma pasa 22 años después; en ese lapso el gobierno ha matado estudiantes, la apertura del metro Insurgentes puebla a la sofisticada Zona Rosa de ladinos amenazantes y las clases medias creen refinarse, desde el catolicismo recalcitrante de la mamá de Carlitos hasta cierto cosmopolitismo ingenuo que trajeron las Olimpiadas, los escritores de Casa del Lago y el Mundial México 70.

La protagonista de Roma, Cleo, no es asediada sexualmente como Clara, aunque no está exenta de humillación: cuando la familia de la casa (familia nuclear: padre médico, madre química y cuatro hijos educados para el privilegio) mira la televisión, ella los acompaña sentada en un cojín, callada y comedida: uno de los niños la abraza como a un perro. Cleo no puede prender las luces porque se enoja la Señora Sofía y tolera regaños que les sirve a los patrones para paliar sus neurosis. Pero también es querida por los hijos de la familia, la Señora Sofía la abraza cariñosa cuando la sabe embarazada y la abuela quiere comprarle una cuna para la llegada del hijo. La crudeza del tándem Pacheco/Isaac evoluciona afectuosa y cruel en la visión de Cuarón, quien ha insistido que en Roma realizó un ejercicio de memoria: en realidad problematiza la memoria y hace guiños a nuestra interpretación presente, como ocurría en muchas escenas de Mad Men (Weiner 2007-2015); alguna obvia: los publicistas mirando burlones a las mujeres que se prueban lápices labiales como si fueran cuyos.

Más que película sobre la memoria, Roma ajusta cuentas con la memoria: en el primer caso Cuarón habría contado su historia desde él o desde su madre, y hubiera agregado la presencia de una nana amorosa que lo despertaba con canciones de cuna mixtecas; el cineasta prefirió hacer incómoda la añoranza y por eso elige la mirada de Cleo —reformulación de su propia nana Liborio, «Libo»— para su elegía de una clase media y una Ciudad de México que sucumbió en esos años.

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En Roma hay dos historias a las que Cuarón trata distinto: la de Cleo es explícita y redonda, se cuentan los coqueteos con Fermín, su romance efímero, el embarazo malogrado y la conciencia brutal de no querer tener descendecia, no al menos del halcón Fermín. La historia de la Señora Sofía es sesgada y presentida: el derrumbe de su matrimonio apenas se adivina en desesperados abrazos por la espalda, discusiones en las que hay que cerrar la puerta porque la clase media trata sus asuntos con discreción y voces contenidas; una borrachera que termina de desmadrar el viejo Galaxy familiar; dibujos y cartas chantajistas de los hijos para que regrese un padre timorato, de personalidad fantasmal (Pedro Páramo con barba protohipster) incluso las pocas veces que aparece a cuadro.

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A estas historias de mujeres desamparadas las rodea la amenaza. El mundo que conocen Sofía y Cleo está en decadencia y no hay de dónde asirse: Sofía es cohibida por amigos socialité que fantochean y acosan; Cleo se intimida con aprendices de artes marciales que entrenan en baldíos polvosos de Ciudad Nezahualcóyotl; Sofía atestigua la indolencia burguesa que celebra un incendio provocado por reclamos de tierras; Cleo se pasma al descubrir al padre de su futura hija como un paramilitar adiestrado para el asesinato.

Sofía revela a sus hijos el final del matrimonio en un restaurante playero de Tuxpan, así como Tenoch y Julio reconocen su homosexualidad latente en un changarrito del mar en Y tu mamá también (Cuarón, 2001). En el mismo viaje, Cleo confiesa que no quería ser madre, tras haber rescatado a la hija de la patrona. Tras las revelaciones, las historias cierran con la complicidad de ambas mujeres, quienes saben que juntas criarán a los cuatro niños: es la fundación de una nueva familia.

Y sin embargo, apenas regresan a casa los niños le piden a Cleo que les prepare un licuado de plátano y les lleven gansitos: hubieron tomas de conciencias, manifestaciones de amor, pero se mantuvieron los estamentos. Esta penúltima escena confirma el apunte crítico de Cuarón, el guiño irónico al presente que también hace con la voz en off de Y tu mamá también.

Roma también es un ejercicio deslumbrante de diseño de producción y dirección de arte, méritos de Eugenio Caballero, Carlos Benassini y Carlos Tello. Pero de poco serviría si la película de Cuarón no hiciera esta summa de temas, interpretaciones y ambigüedades que permiten revisarla desde la historia, el feminismo, el decolonialismo, la política; todas las disciplinas que exploren el derrumbe del México autocomplaciente de las clases medias y la llegada de otro México de crisis, atomizaciones y violencia sistemática.

Se viene una larga noche para Sofía, Cleo y su familia. La primera entrará a una editorial y de esposa trofeo pasará a mujer trabajadora, que de seguro tendrá que estirar salarios para mantener un nivel de vida cada vez menos asequible. La segunda criará a los hijos de Sofía, aun a costa de cualquier proyecto de vida personal. Ahí queda bien esa conclusión chejoviana: «tenían claro que el final estaba aún muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho sino empezar.»

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Museo, la apropiación sateluca

museo_pelicula_5054_650xEl Museo de Alonso Ruizpalacios (2018) tiene un pórtico y una retaguardia que enmarcan a la película en la irresponsabilidad de la ficción. El pórtico alerta: “Esta historia es una réplica del original”; mientras que el cierre funciona como moraleja cínica: «¿Para qué echar a perder una buena historia con la verdad?» Después uno va a Google y se entera que el «robo del siglo», ese en el que dos gañanes agandallaron más de un centenar de piezas arqueológicas del Museo de Antropología en la Navidad de 1985, hubo más enredo, narcotráfico e investigación burocrática que en la anécdota de la película. De hecho habría material suficiente para un documental espeso e indignado, de los que están de moda ¿Qué caso entonces de trastocar y retrucar bajo esta devaluada argucia de la ficción?

Así como Juan y Wilson se apropian de las piezas arqueológicas, Ruizpalacios se apropia de la historia; Museo una película sobre la apropiación. La más obvia: la de las joyas. Pero también se consigna la apropiación del monolito de Tláloc de Coatlinchán para convertirlo en hostess del museo. Y la apropiación que se platica en la cena navideña de la ballena Keiko, que la sacaron de los mares noruegos para que divierta a los chilanguitos en Reino Aventura. O la del padre de Juan, que se apropió de la historia falsa del incendio de su casa y así responsabiliza al hermano, menos respetable, con menos futuro, para salvar su prosperidad.

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Hay una apropiación más importante: la de la identidad sateluca. Ciudad Satélite, este monstruo urbano que en los años cincuenta se pensaba como una ciudad del futuro (no habría semáforos, los autos transitarían veloces por circuitos cuasi-ergonómicos), y que con el paso de las décadas fue evidenciando su fracaso; a la par del deterioro creó una identidad que se ha convertido en un chiste que raya en la discriminación: chilangos extraterrestres, gringos arrimados a la urbe, crédulos candorosos de que el mundo inicia y termina en Mundo E.

Juan describe al sateluco como alguien que siempre está dando vueltas:

«una persona que llega bien cansado del trabajo, que se pone a ver la tele en vez de estar con su familia y lo que ve en la tele lo cansa entonces se va a dormir más cansado, el sueño lo cansa, al día siguiente despierta hecho mierda, bien cansado y así, hasta que un día muere del cansancio.»

El robo del museo tiene el propósito de hacer algo distinto, «de que algo pase», le dice Juan a Wilson. El delito parece menor ante la aventura de la apropiación sateluca de la historia: apropiarse significa pertenecer. Cuando consuman el robo, los personajes lo celebran meando las torres de Satélite — marcando territorio— mientras se autodenominan Los Tlatoanis de Naucalpan.

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Justo quien vive en la periferia tiene más ansias de la apropiación. El disco que con más ansiedad se apropió de ritmos, historias y motivos chilangos, es el Re, de Café Tacvuba, una banda sateluca. Como ellos, Juan y Wilson de apropian de las joyas arqueológicas, del mismo modo que los austriacos se apropiaron del penacho de Moctezuma, como los europeos se apropiaron de los tesoros del resto del mundo.

Y sin embargo, el cinismo del traficante de joyas prehispánicas Frank Graves relativiza la apropiación y la patriotería: cuenta cómo los gringos hallaron un galeón español, cargado de oro peruano. ¿Quién tenía derecho sobre ese botín? ¿Los peruanos, a quienes les robaron su oro? ¿Los españoles, dueños de la nave? ¿Los gringos, que invirtieron tecnología y experiencia para encontrar el tesoro? «No hay preservación sin saqueo», sentencia Graves antes de rechazar las joyas que le ofrecen los satelucos. La paradoja es que esa mercancía tan importante, pero también tan caliente, no se puede vender: en consecuencia carece de valor.

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La apropiación sateluca extiende su transgresión hacia lo místico, lo cabaretero, las piezas se usan como tarros para el jaibol, como juguetes playeros o para refinar líneas de coca. La apropiación sateluca deja estantes vacíos que se vuelven más atractivos al marcar las ausencias de los tesoros. Y esta apropiación sateluca se extiende a la apropiación que ansiamos todos los objetos, los símbolos, los vínculos que designan nuestra pertenencia.  ¿A quién le pertenece la máscara de Pakal? ¿Al misterioso rey maya? ¿Al artesano que la construyó? ¿A ese fulgor abstracto (permiso, me apropio de José Emilio) que es la Patria? Y la pregunta se extiende: ¿A quién le pertenece el disco Re, la Ciudad de México, la película Museo? ¿A quienes los crearon? ¿A las industrias culturales y de entretenimiento que lucran con ellos? ¿A los eruditos que se desvelan por sacarles la raíz cuadrada? ¿A quienes las leen y ven y escuchan desde su marginalidad?

Ruizpalacios convierte el robo del siglo en una exploración de la apropiación como forma de pertenencia. Desde ahí, la aventura de Juan y Wilson no es muy distinta a la de Sombra, Santos y Tomás, los personajes de Güeros, al ir haciendo suya una Ciudad de México desde la ociosa apropiación de un cantautor de rock olvidado. Al final de robos, búsquedas y desvaríos, quedan las historias: las apropiadas, las resignificadas, que siempre serán mejores que la verdad.

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“¿Para qué echar a perder una buena historia con la verdad?”.

Halloween 2018, las razones de la víctima

JLCH1.jpgMiren a Jamie Lee Curtis como Laurie Strode, con jeans y playera sin mangas (musculosa le llaman los argentinos), quemando cartucho de su escopeta, el cuerpo maduro pero aún con la presencia de cuando le dio clases de aerobics a John Travolta o le hizo un streap tease a Arnold Schwarzenegger. Paranoica, escéptica, el carácter fuerte pero también las emociones crispadas.

El Halloween que propone David Gordon Green en 2018, que se salta una gran colección de secuelas y hace línea directa con el clásico de John Carpenter de 1978, está más cerca de la gladiadora Imperator Furiosa (Charlize Theron en Mad Max Fury Road), la desquiciada Annie Graham (Toni Colette en Hereditary) y aun la justiciera Mildred Hayes (Frances McDormand en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri): historias de mujeres maduras que deben enfrentar desafíos en apariencia superados por sus comunidades. Y el desafío va por dos partes: vencer los monstruos que las asedian, pero además convencer a los suyos de la pertinencia de su misión.

El subgénero del slasher por lo general se trata de un asesino serial de maldad insondable (Michael Myers, Jason, Freddy Krueger, Patrick Bateman) que elige como víctimas a las mujeres que cometen el pecado de explorar su sexualidad, y que por eso merecerían como castigo una muerte horrorosa. Por lo común también, quien vence al monstruo es la chica de moralidad más cauta, que antepone la razón y el recato sobre el placer carnal. Alguna sociología de las tramas cinematográficas sugeriría cierta repugnancia conservadora contra la liberalidad sexual, y encontrarían descanso, incluso gozo (se lo merecen) con cada asesinato. El slasher no está lejos de la advertencia machista: «te violaron por usar minifalda», «¿a qué chica se le ocurre salir sola en la noche?», «esto le pasó por puta».

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Además, el slasher hace énfasis en explicar-reconocer-glorificar el enigma de la maldad del asesino. Las secuelas de las slasher más importantes suelen sondear en las razones del monstruo: los traumas infantiles, el desdén adolescente que ensombreció su vida, frustraciones hiperbólicas que justificarían su vocación homicida.

La novedad en Halloween 2018 es que parecería atender los reclamos que critican la fascinación hacia el asesino contra la visibilización de su víctima, al poner el acento en la segunda. En vez de reforzar el carisma siniestro de Myers, elige como centro la personalidad atormentada de Laurie Strode, la niñera que en 1978 derrotó al asesino, y que cuatro décadas después aún vive los estragos de la noche en que se enfrentaron. Divorciada, neurótica, alienada, escéptica, vive como ermitaña en una cabaña con sistemas de seguridad vintage, con sótano de protección como si fuera la Guerra Fría. Los mass media querrían confrontarla contra su victimario por el puro placer del raiting. La hija sufrió de una disciplina férrea para enfrentar a Myers, no exenta de traumas y rencores hacia la madre. La nieta vive entre la ambigüedad y la fascinación hacia la abuela legendaria: es un vestigio que sirve para presumir con los compañeros del high school pero apenas condiciona su vida adolescente.

El Michael Myers de 2018 es más determinante en sus asesinatos; hay montajes con gusto a clásico, como su encuentro con los periodistas en los baños de la gasolinera. Pero lo importante es esta postergada cita de Myers y Strode, que parecería descuidar el resto de la trama. Apenas se esboza lo que el nuevo Halloween hubiera querido ser: el estrés postraumático que afectó a una familia, la presencia ominosa del asesino serial que ha condicionado la vida del pueblo de Haddonfield, la reelaboración del mal como un elemento heteropatriarcal, que de alguna manera se alinea con el #MeToo gringo y sus equivalencias en el mundo.

Más que en la ejecución, en el Halloween de 2018 importa su gesto: la hipnótica relación entre Michael Myers y Laurie Strode trasciende el maniqueo bien y mal y sugiere el ajuste de cuentas de una víctima mujer en espera perpetua de revancha y justicia, desde ahí reivindica un heroísmo feminista más astringente que glamoroso. Por eso las referencias de Laurie Strode con Imperator Furiosa, Annie Graham o Mildred Hayes,

Pero Laurie Strode participa de otra legión más, igual de sugerente: las heroínas que en esos años setenta y ochenta enfrentaron el mal en forma de monstruos, máscaras o capuchas. Se antojaría averiguar sobre las misiones asumidas por Sara O’Connors, Ellen Ripley o la princesa Leia para liberarnos de las atrocidades (Terminator, Alien, Darth Vader) de aquellas décadas, y por qué van tomando sentido cuatro décadas después, cuando estas heroínas, ahora veteranas de guerra, enfrentan de nuevo el desafío: son mujeres confrontando los terrores de sus pasados, que encuentran en sus nuevas batallas alguna reivindicación postergada, aguardada desde muchos años atrás.

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Ana y Bruno, la animación que no quiso ser como Pixar

Ana-y-BrunoAna y Bruno, el largometraje animado de Carlos Carrera, está lejos de parecerse a una producción de Pixar. No tiene los recursos técnicos para lograr texturas hiperrealistas y movimientos precisos de los personajes; carece de esa vastedad de investigación para ser fiel a los ecosistemas oceánicos, introspectivos, automovilísticos o mexicancuriosistas; tampoco cuenta con la vigilancia narrativa-mercadológica de un escuadrón de consultores de guión que le den treinta tratamientos al argumento, hasta dejarlo terso y a prueba de cabos sueltos o giros de tuerca predecibles.

Ana y Bruno está basada en la novela Ana de Daniel Emil, Carlos Carrera la tenía entre ceja y ceja al menos desde los tiempos en que dirigía El traspatio, aquella angustiante película de 2010 sobre los feminicidios en Ciudad Juárez. Carrera hablaba de Ana y Bruno como su gran proyecto  de animación y se intuía que podría ser cosa grande, dado que su mayor éxito había sido la Palma de Oro en Cannes por su cortometraje animado El héroe (94).

Carrera es de la generación de los compadres Cuarón, Del Toro y González Iñarritu, pero mientras estos hicieron sus carreras en las cinematografías internacionales, Carrera se ha mantenido en la modestia del cinito nacional. No le ha ido mal: ha logrado películas consistentes como La mujer de Benjamín, Sin remitente, y la más famosa, El crimen del padre Amaro, que logró una nominación al Oscar varios años antes de que los compadres se volvieran los favoritos de la academia hollywoodense. Intriga por qué Carrera no se ha unido a la sinergia de los otros tres, cuando su cine tiene una personalidad equivalente. Quizá, porque en su propuesta hay menos complacencia. A Carrera le gustan los personajes con un desaliento limítrofe, relaciones personales ambiguas, desenlaces sin redención. Donde González Iñárritu redime, Carrera abate; el virtuosismo técnico de Cuarón en Carrera es sobriedad; carece del candor de Del Toro para los universos tenebrosos: lo terrible es terrible en Carrera, no un artificio para la ensoñación.

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¿Cómo le hace Carrera para proponer una historia infantil desde la fatalidad? Con la misma insolencia que se la propone a los adultos: personajes inmersos en la locura, que desde ahí crean una imaginería infectada por miedos, obsesiones y carencias.

A Carmen la ingresan en un hospital psiquiátrico y su hija Ana debe convivir con las alucinaciones de los otros enfermos mentales confinados ahí. Hay un bicho verde de grandes orejas, con charla y movimientos irritantes; hay un excusado, un borracho, un androide hecho de brújulas y relojes, una mujer elefante que habla por su trompa y una mano-gusano sospechosamente masturbadora. El argumento al estilo Pixar obliga (el camino del héroe de Campbell, qué otra cosa) y Ana debe hacer un viaje para encontrar a su padre y pedirle que saque a su madre del manicomio. Los giros de tuerca se adivinan desde el minuto 20 pero no impiden embobarse con estas alucinaciones enfermizas, que desquiciarían a las emociones bien portadas de IntensaMente (Docter y Del Carmen, 15). Donde Pixar hace una aséptica disección de la mente humana, Carrera se desbarranca y pervierte: no hay tiempo para emociones puras como la ira, la tristeza o la alegría donde existen esquizofrenias, síndromes obsesivo-compulsivos y parafilias sexuales sublimadas en paquidermos.

No es el único entrecruzamiento de Ana y Bruno con Pixar: así como Coco es la fiesta mexicanista de lo mexicano mexicanizante, Ana debe buscar a su padre en un pueblito de San Marcos que (qué raro es el cine mexicano) no está de fiesta, no tiene mariachis o kioskos instagrameables, son apenas calles empedradas con casas cerradas a cal y canto, una provincia a la López Velarde con café de olla y panes y camionetas de redilas y una terminal de ferrocarriles de peli de Ismael Rodríguez. Por ahí, incluso, se cuela una mujer búho que parece de Remedios Varos. Si Coco es para turistas, Ana y Bruno habla de quienes viven tres cuadras detrás del mexican curious de cartón-piedra. Es el universo de La mujer de Benjamín o Un embrujo, reformulado para niños que deben ser perturbados como condición para crecer.

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En el diseño de personajes, en la elección de escenarios parcos, contenidos, pero sobre todo en la lírica de la fatalidad, se encuentra el universo de Carrera. Lo importante de Ana y Bruno no es su pretensión como el largometraje animado más ambicioso en México, sino su fidelidad a una mirada de cineasta que reivindica a los solos, a los dementes, a la angustia que se sublima en compasión. No sé si sea película para niños pero está bien que la vean los niños: alguien debe decirles que aún en sus zonas oscuras, en sus miedos más arraigados, hay espacio para la amistad, la clemencia, incluso la imaginación.

Ana y Bruno es torpe en su técnica y tiene ingenuidades en su argumento. Pero su mirada y su intención de autor rebasa las inconsistencias. Carrera hace un cine de animación que perturba y trasgrede. Lo mejor que se le puede pedir a una película memorable.

Los adioses, la fábula de las dos personas que escriben

Rosario y Ricardo¿De qué se trata Los adioses? Una escena condensa la película. Ésa en la que Rosario (Karina Gidi) y Ricardo (Daniel Giménez Cacho) escriben, uno sentado frente al otro, dos máquinas de escribir con los repiqueteos románticos que murieron con las computadoras.

Rosario inmersa en sí misma, casi escribe con el cuerpo, lanza el torso hacia su máquina, está en algún lugar distante: Chiapas, la cotidianidad transfigurada, la ironía de la mujer pudorosa; disfruta.

Ricardo teclea tres palabras. Interrumpe. No se concentra. Prende el cigarro y le desespera no encontrar la siguiente oración. Mira a Rosario con envidia. No tiene intención de interrumpirla pero decide interrumpirla. Que si vamos a la cama. Que si espérame, estoy trabajando. Que si no entiendo tanta concentración. Que te esperes. Vete al bar, no molestes. Ricardo crece la escena hasta hacer una rabieta cargada de resentimiento. Pocas escenas después, Ricardo tira la máquina de escribir de su esposa. La obviedad de la metáfora no deja de estar cargada de violencia.

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Las biopics contemporáneas no necesitan ilustrar toda la vida del biografiado, prefieren elegir el momento en el que destaca con más fuerza su hazaña-arte-personalidad. En Los adioses, Natalia Beristáin abreva en las Cartas a Ricardo, colección epistolar que Rosario Castellanos tuvo con su novio y esposo, el filósofo Ricardo Guerra, y se concentra en la vida conyugal de ambos, donde la escritora formuló un feminismo más lírico que teórico, lo que también lo hace más didáctico y cercano.

Rosario Castellanos es un autora producto-de-su-época, logró reunir los capitales simbólicos necesarios para que tras su muerte se le diera su chapeada de bronce y se convirtiera más en una efeméride que en una lectura contemporánea. Hizo novelas sobre su terruño y los indígenas de su terruño, check list para el mexicanismo; tiene poesía de largo aliento y tremendos poemas cortos sobre la muerte, el desamor y la desesperanza, check list para la lírica; se preguntó por su condición de mujer y transitó de la exploración de las diferencias entre los géneros hasta lanzar pronunciamientos de emancipación de sorprendente actualidad, check list para el feminismo; fue amiga del sistema político mexicano (como muchos escritores de su época), hasta participar en su servicio diplomático y convertirse en embajadora en Israel, check list para el oficialismo priista.

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De estas coordenadas político-culturales, traducidas en parques y escuelas y calles con el nombre de la escritora, Beristáin elige la vía del feminismo para crear a su Rosario Castellanos, tema que además tiene el impulso de los tiempos. Es importante, por ejemplo, que rescata momentos de su discurso «La abnegación: una virtud loca» que Castellanos dio el 15 de febrero de 1971, en el Museo Nacional de Antropología, cuando el oficialismo priista conmemoró su propio Día de la Mujer. Si de algo se trata la película, es de la adquisición de un conocimiento, la formulación de una proclama, que se va forjando desde la erosión del matrimonio, el desencanto persistente en las formas de convivencia con un marido poco atento al espíritu de los tiempos.

Pero en la elección también está el riesgo. Porque junto con el retrato sutil de la protagonista, se hace un estereotipo predecible del esposo.

El Ricardo Guerra de Beristáin cumple desde la anécdota por su tenacidad para menospreciar a Rosario, pero pronto se agota el afán maniqueo de evidenciarlo. En alguna de las cartas que escribe la Rosario joven, dice que no sería capaz de amar a alguien que no admirara. La admiración queda en entredicho frente a un personaje masculino de caricatura, listo para que su siguiente parlamento cretino justifique las revelaciones de la protagonista. El Ricardo Guerra de Los adioses funciona como un patiño de agravios.

Aunque también se entiende: Los adioses funciona como un acto de justicia contra el montón de películas que crean personajes masculinos complejos frente a chicas guapas que sólo desean ser salvadas. En Los adioses Rosario experimenta el reconocimiento de sí misma y Ricardo hace el contrapunto que el público deconstruido ansía: sus interrupciones, sus frases desdeñosas, sus berrinches para sabotear el crecimiento de la esposa, son caldo gordo para las infografías que se necesitan en esta re-educación sentimental.

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Los adioses convocan a un mercado feminista ávido de personajes, mitologías y lemas que engrosen su actividad. Pero más allá de su riesgo y su torpeza, la película tiene el mérito de descarapelar a la Rosario Institucional para resignificarla como Feminista Mexicana Primigenia. Ya será labor de lxs espectadorxs consolidar el mito y darle vida nueva a una autora un tanto alejada, que gracias a estas coordenadas consigue otra oportunidad.

 

Vaselina, la película y el musical

30658668126_e7cc7e7f56_bHace poco conté cómo mi amigo Ricardo desesperaba al peluquero porque quería tener una melena como la de Luis Miguel. Lo que no conté —no venía al caso— es que el peluquero también debía lidiar conmigo, porque yo quería el copete de Danny Zucko, el de Vaselina.

Uno quería sentirse junior en Acapulco, el otro un greaser de los cincuenta. Valiente par.

Me apropié de una chamarra de cuero de mi padre y me la puse, todos los días, desde el verano de 1987 hasta algún momento de 1992 (bendito grunge que llegó). En realidad ansiaba ver la película por recuerdos de niñez y por la reciente puesta en escena de Timbiriche. Pero no existían streamings ni torrents, mi tío Abraham debió surcar lo más inhóspito de la fayuca de Tepito para conseguirme la película, pero como es más cabrón que bonito, aún conservo el VHS, pirata por supuesto, que miré y remiré como si de la pasión de Cristo se tratara.

Los copetes, las chamarras, las canciones, la fuente de sodas, el cromado del Greased Lighting, todo me hablaba de un futuro que ansiaba, raro si se piensa en las coordenadas: una historia de 1959, creada en 1971, filmada en 1978, y que yo veía cuando estaba a punto de abismarme a los noventa. No me importaba que los actores fueran mayores de la edad que representaban, ni que la historia fuera una fantasía retro de cartón piedra, sin Guerra Fría ni afros ni las complicaciones de una época que estaba al borde de las grandes revueltas.

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La película Vaselina (Randal Kleiser, 1978) nos emociona y apasiona a muchos, pero debe aceptarse que añeja mal porque al paso de las décadas —y de The Breakfast Club, y de Beverly Hills 90210, y de Dawson’s Creek, y de Mean Girls, y de The O. C., y de 30 Reasons Why— queda como una fábula simplona con disyuntivas maniqueas: ser ñoño o rebelde, obedecer a la autoridad o confrontarla, seguir los códigos del mundo o de la tribu. Desde su estreno ya se le había tratado mal, le llamaron fast food visual y que la rodó una banda de imbéciles que no sabían usar una cámara. Lo que menos debía gustar a los críticos es que tuviera tanto éxito: junto con Fiebre del sábado por la noche equivale a Star Wars, en su logro de remover los esquemas del cine comercial estadounidense. Vaselina anunció las comedias adolescentes que vendrían; fijaba, incluso, arquetipos que después se han consolidado.

El principal error de la película es que suavizó la propuesta del musical original. Vaselina, de Jim Jacobs y Warren Casey, en 1971 ya era un ejercicio nostálgico: contaba los recuerdos de Jacobs en sus tiempos de preparatoria en Chicago, y retrataba a un grupo de adolescentes de ascendencia polaca que se hacían la vida como iban pudiendo, en una ciudad industrial que malamente les permitiría ser obreros o secretarias, excluidos del American Dream.

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Esta Vaselina se estrenó en un club nocturno de Chicago, en su guión incluso había espacio para comentarios políticos de la ciudad. Pronto llegó al off-Broadway, asombraba por vulgar y porque sus personajes tenían expresiones viscerales, que emulaban a los rebeldes sin causa de James Dean y Marlon Brando. La preparatoria Rydell semejaba una preparatoria técnica o popular. Danny Zucko, Kenickie, Betty Rizzo y la misma Sandy (en el original se apellida Dumbrowski, en la película cambió por Olsson para justificar la interpretación de la australiana Olivia Newton-John) sabían que para ellos no había más vida que en sus años de preparatoria, por eso elegían hacer de ese tiempo un limbo de canciones, bailes y automóviles, que también era la forma de reafirmar una identidad que apenas duraría el periodo del high school.

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Desde esta marginalidad se entiende mejor lo radical de la deserción de Frenchy de la prepa para dedicarse a la cosmetología, la perseverancia de Kenickie para arreglar un viejo auto y convertirlo en el soñado Greased Lighting, el rencor contra Patty Simcox, la chica lista con porvenir asegurado, el falso embarazo de Rizzo que hacía más estrujante su canción «There Are Worse Things I Can Do» (la gran Rizzo, que en otra historia hubiera sido una beatnik), o el frustrado intento de Danny Zucko por hacerse atleta, intentando pertenecer a una sociedad más próspera que la suya de las payasadas banqueteras.

Las diferencias entre musical y película pueden reconocerse, sobre todo, en la inclusión y remplazo de ciertas canciones, muchas de ellas de la autoría de John Farrar, productor y compositor de base de Olivia Newton-John, que hacían a Vaselina una película más comercial, pero también dejó lagunas en la trama.

«Hopplessly Devoted to You», que no existe en el musical original, daba oportunidad de lucimiento solista a la protagonista australiana; el cambio de la canción «Alone at a Drive-in Movie» por «Sandy», le permite a John Travolta hacer sus apenas meritorios gorgoritos. La canción final, donde Sandy se transforma de niña santurrona a pinky lady uber sexy, en el musical se narra con la canción «All Choked Up» y en la película cambia por el hit «You’re The One That I Want», que quien tenga oído notará que es una canción que se escapa del estilo rocanrolero del soundtrack general.

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Un cambio más importante: en el musical Sandy no va al baile, y en la soledad de su cuarto canta «It’s raining on Prom Night», acongojada por no ser parte del grupo de amigos. Esta escena crea la complejidad del personaje: una chica católica y pudorosa va reconociendo la necesidad de cambiar y sumarse a la tribu. Sin la reflexión que hay en esta canción, la transformación final de Sandy parece una concesión a la patanería de Danny Zucko, y no una exploración y experimentación de sí misma. Pero en la película no podían aceptarse las mejores escenas de baile sin Travolta y Newton-John juntos, aun cuando al final Danny gane el premio con Cha Cha DiGregorio, como en el musical. Y ahí hay más: la Cha Cha de la película es una italiana curvilínea; en el musical era una chica obesa, lo que servía como gag bodyshaming para poner a Zucko en situación de galán contrariado. El baile de Danny con Cha Cha en el musical es la única opción del protagonista; en la película hay un confuso trueque de parejas que aleja a Sandy de Danny y parece atizar la patanería de Zucko.

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Pero otro cambio, al inicio de la trama, define las diferencias de tono entre película y musical: la primera inicia con «Grease», la canción de Frankie Valli y Barry Gibb que invita a la moda del filme: «Grease is the time, is the place, is the motion / Grease is the way we are feeling»; el musical, en cambio, inicia con el himno a la escuela Rydell y su posterior parodia, pero además hay una escena que la película perdió: muchos años después de ese 1959 se hace una reunión de exalumnos, a la que sólo acuden Patty Simcox y Eugene Felsnick, quienes sí pudieron hacer algo meritorio con sus vidas y muestran el orgullo de regresar a su alma mater. Los ausentes: Danny, Sandy, Rizzo, Kenickie, Frenchy, Sonny, habrán faltado porque se los impidieron los hijos, las fábricas y las oficinas, porque murieron en Vietnam o simplemente porque la preparatoria les importa un carajo: el arranque del musical convoca fantasmas. Desde ahí, todo el cuento de Vaselina es una añoranza que incluso podría parecer dolorosa.

Vaselina el musical es una fantasía crepuscular, la nostalgia de Jacobs y Casey en 1971, cuando después de Vietnam o las muertes del concierto de Altamont, el sueño de la adolescencia parecía pedir sus exequias; el diseño de Vaselina, la película de 1978, presiente a MTV, la trilogía Back to the Future de Zemeckis, los plásticos y los sacos con hombreras que entretendrán a los pubertos equis, y que encontrarán en esta Vaselina, torpe y tramposa, pero también emocionante, plena de iconos y emblemas, uno de los primeros referentes que los identifica.

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