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El Oxxo, ese locus amoenus

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Se pusieron de moda los Oxxos por una instalación del artista Gabriel Orozco en la galería Kurimanzuto,de la colonia San Miguel Chapultepec.

El Oroxxo es un Oxxo idéntico a todos: mismo logo, mismos estantes, mismos productos chatarra y mismas dos cajas: una para que te cobren y otra para que te digan que debes ir a la otra caja para que te cobren. Hasta los empleados son originales. «Nosotros sí somos del Oxxo», aclaran apresurados, antes de que uno los aprecie estéticamente y los considere símbolos del patetismo postidentitario postcolonialista postergado postensequietos del siglo XXI.

juan-gabrielLa diferencia está en que ciertos artículos se intervinieron con calcomanías de circulitos, que según entiendo son sello del autor. Entonces los artículos —papitas, yogurth, condones, la revista «¡Siempre en mi mente!» de homenaje a Juan Gabriel— adquieren estatus de pieza artística y cuestan chingo de dinero más. Los mamadores que los compren pueden presumirlos como centros de mesa, en la recámara del hijo (advirtiéndole que no es para comerlo sino para regocijo del espíritu) o en el interior del refrigerador.

Como me he estado formando en esto del arte contemporáneo (también fui a Zona Maco y vi unas primorosas bolsas negras de basura en bastidor) entendí que debemos superar la pregunta ociosa de si esto es arte o no es arte, a riesgo que te comparen con Avelina Lesper, la Voldemort del arte contemporáneo. Mejor hay que meditar profundamente si el trabajo de Orozco es posible porque cada obra interactúa con su entorno y cambia durante el proceso, lo que hace que la obra esté más relacionada con lo accidental que con lo predeterminado… Y alegrarte cuando ves que tu reflexión es idéntica a la de la curadora Briony Fer.

Mi conflicto con el Oroxxo es que en el fondo (y en la superficie y en los costados) sigo siendo un romántico y pienso en los Oxxos más como un retablo de la compasión y la decadencia. Mi Homero Simpson interior se regocija con los rojos y amarillos de su logo, pasea emocionado por los pasillos de las galletas o las papitas y antes le coqueteaba a las cajeras, hasta que por fortuna me deconstruí. Entiendo lo de la psicología de los colores cálidos y el Oxxo lo cumple a  la perfección: uno quisiera quedarse todo el día y toda la noche bajo esa luz artificial, cobijado por cualquier promoción de bimbo o sabritas.

 

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Los Oxxos (o Seven Eleven, o el nombre que tengan estas tiendas de conveniencia) me parecen de los no-lugares más queribles, en tanto aún tienen reminiscencias de las vetustas tiendas de abarrotes que ciertas niñeces todavía logramos conocer. Pero no cuesta mucho encontrar las diferencias: mientras los abarrotes buscaban proveer a familias numerosas y sólidas, tan pesadas como sus catolicismos, sus licenciaturas o sus casas de fastuosa escalera telenovelera, los Oxxos están diseñados para gente sola o familias light, casi improvisadas: hombres o mujeres que renunciaron a los matrimonios y se preguntan en las noches quiénes los soportarán de viejos; jóvenes que empiezan a vivir solos y necesitan improvisar Mi Primera Trasgresión con un six de cervezas y una cajetilla de cigarros sin filtro; parejas dinkys con perrhijos y noches de Netflix, que se las arreglan con pequeñas provisiones: una latita de rajas y un paquete de diez tortillas resecas de Milpa Real bien resuelven las necesidades de un consumidor sin mucho interés en quedarse en ningún sitio, que prefiere desentenderse de la gravedad de sus relaciones personales o del espejismo del internet.

Porque el consumidor del Oxxo además es un consumidor asiduo, enfermizo, de la chatarra de la web: videos prescindibles de PlayGround, listas de libros que no interesa leer, playlist o streamings en el que es intercambiable la película de serie B como el blockbuster del año 2009 (¿cuál fue?), que la masterpiece de 1938 que nadie ha visto pero todos mamonean —porque nuestra principal forma de socializar, ahora, en las redes, es justamente mamonear.

¿Dónde está entonces el encanto de una tienda de productos efímeros para gente efímera? Justo en esa ilusión de permanencia de la fugacidad. En una era donde no son seguros los empleos, las parejas, incluso los apostolados o las convicciones, da tranquilidad reconocer un Oxxo cada dos esquinas, como en su tiempo lo fueron los Sanborns, viejos abuelos que aún creían en la prosapia de los individuos.

Quise hallar, no la encontré, alguna ilustración que igualara a los Oxxos con la famosa Noctámbulos del clásico Edward Hooper.

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En lugar del ascetismo gringo, aquí veríamos a un tipo de sudadera hiphopera, ligeramente obeso, con menor veneración hacia su café —que además sería un café Andatti y qué difícil venerar un café así—. Mostraría al Oxxo como el centro de confluencia de quienes hemos perdido la habilidad de confluir: mentes dispersas a la caza de cualquier paquete de algo que se coma, que se beba, que muy en el fondo agradecemos la media sonrisa mercadotécnica de los vendedores, tan fastidiados pero tan bien capacitados en sus cursos de atención al cliente.

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43 consejos que los Equis deben darle a los millennials

Desde hace unos días está circulando por las redes este video:

Está bueno gastarse los quince minutos que dura para verlo; quien necesite el resumen ejecutivo, les cuento: que Simon Sinek, estrellita marinera de los Ted Talks, reconoce cuatro aspectos que le causan problemas a la «generación millennial»: la crianza (los padres los educaron con medallas sin mérito, bajo la creencia de que no hay nadie tan valioso como cada uno de ellos), la tecnología (y su adicción a la dopamina, placer pequeño y constante que se mantiene a golpe de likes, favs, mentions y comentarios positivos que provienen de sus celulares), la impaciencia (el mundo de las redes crea la idea que todo —amor, reconocimiento, éxito laboral— debe ocurrir tan pronto y tan en automático como se escribe un mensaje o se sube un video) y el ambiente  (corporativos sin interés en crear confianza en sus colaboradores jóvenes, que no los capacitan para una vida productiva de largo aliento). Me gustó su perorata, más porque me proyecté en el tema de la dopamina, que me tiene bastante ansioso y aprehensivo (como ocurrirá cuando recién suba este post).

El tema es que muchos millennial aborrecieron el video. Sobre todo la parte donde se habla de los reconocimientos. Alguna de las comentadoras más rabiosas argumentaba que a los millennial no les quedaba de otra que sobrevivir. Lo que seguía era exactamente lo mismo que han dicho todas las generaciones: los mayores nos dejaron puras sobras, con estos despojos qué quieren que hagamos, etc.

En realidad es muy común que las generaciones se agarren del chongo. Rencores de estafetas mal pasadas, predecesores y continuadores se reprochan mutuamente por el mugrero en el que se ha ido volviendo el mundo. Por ejemplo, los equis le reclamamos a los baby boomers la traición que se hicieron a sí mismos: de dorados hippies creadores de psicodelia y utopías, a conservadores de pequeños feudos donde cultivan orgánico, practican espiritualidades chafas y se alejan del resto del mundo; quizá —argumentamos — para no toparse con el fracaso en el que dejaron al resto del mundo.

Los millennial tendrían que reprocharnos a los equis muchas más cosas, que golpean justo en el centro de nuestra poética: la apatía filosófica, el escepticismo lírico, la disolución al estilo El cielo protector de Paul Bowles —bonita forma de llamarle a la güeva— como forma de aprehender al mundo. Los sobados argumentos de la caída del Muro de Berlín, del final de las ideologías, del agandalle de un capitalismo sin contrapesos, junto con la sexualidad atormentada porque se asomaba el SIDA tras cada persona que invitaba una chela, nos hizo una baba decadente: hermosa en su proceso autodestructivo, poco eficiente para alguna recreación alentadora del mundo (y además con las greñas y las franelas del grunge nos veíamos horrorosos).

Ahora los millennial miran el otro extremo del péndulo: contra nuestro escepticismo, su interés mesiánico en cambiar el mundo, como lo hizo su gurú Jobs al vender computadoras bonitas. Sus esfuerzos son irregulares pero muy cacareados en sus propios blogs y sus propios canales de Youtube. Genios de crear empresas, de formas de ayudar a las minorías que tanto los necesitan; urgidos por dejar su huella y «hacer la diferencia» (término tan gringo que desde ahí se traslapa -legítimamente- la sospecha).

Ante el remolino de ideas, propósitos, outfits, esfuerzos, gadgets, acometidas rabiosas de existir con eficiencia (quesque), pragmatismo (quesque) y hedonismo high (quesque), a uno como equis le da vergüenza ofrecer la experiencia de su escepticismo. Porque si algo tenemos los equis es vergüenza: de lo poco que aportamos, de nuestra mecha tan corta, de los propósitos menores que nos consumieron. Por eso, ahora un millennial te comenta su plan ósom de crear una startup ósom, que hará un antes y un después del antes y el después, y a mi por ejemplo me aterra decirles que será más complicado de lo que imaginan, advertirles que su idea es too much too soon, y peor, lo que no les digo lo uso para una bonita sesión de autoflagelación: «¿por qué agriarles el entusiasmo?  ¿Y qué tal si ellos saben hacer lo que tú no? ¿No estoy malogrando un impulso fantástico con mi sarcasmo agotado, poco asombrado ante sus Innovaciones?»

Lo angustioso es que según avanza la década millennial, su impulso va desbarrancándose en contradicciones, dificultades, logros menos importantes de lo que habían imaginado, y su discusión generacional se mueve hacia otro lugar. ¿Por qué no les dijimos que en las grandes ideas también había que incorporar el tedio? ¿Que la Gran Maquinaria opera con una lentitud mucho más exasperante que sus impulsos épicos? ¿Que La Idea no está lista para el universo cuadrado del Cliente, ese ente anterior a los equis y a los baby boomers, que sigue imaginando el mundo como un catálogo de cocinas integrales y lavadoras?

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Hace poco me tocó ver a Robert DeNiro enseñándole a ligar a los millenial en la muy bonita comedia El becario, que hizo con Anne Hataway y que dirigió Nancy Meyers. En Mientras seamos jóvenes me tocó ver a Ben Stiller agobiado por el carisma ladino de Adam Driver (tan semejante a muchas estrellitas marineras que ahora vemos Fundar Proyectos Que Transforman La Forma De Comunicar, De Ser Y De Existir), hasta que le cae el veinte de su edad, su tiempo y su respiración, y regresa a sus aburridos pero personales documentales, que alguien debe hacer. Incluso vi a Mila Kunis arreglar el desmadrito de la superduper startup millenial donde la contrataron para ser todóloga, en la menor pero graciosa Malas madres.

No me engaño que en estas películas, fraguadas por directores más equis que millennials, estos aparecen como caricaturas disparatadas de computadoras y celulares, y se debe buscar en otros relatos una caracterización más fiel. Pero si son películas de los equis, también pareciera que desde sus narrativas quisieran darle a la generación su penúltima oportunidad: de participar del proyecto millennial pero sin renunciar a nuestro fatalismo, que algo de terquedad y de resiliencia sabe tener. Cuando se precipiten los fracasos  millennial, quizá podrán aprender de los tenaces equis, que no tienen nada que perder porque nunca aprendieron mucho sobre ganar. Capaz de algo les sirva la experiencia de nuestro recelo. Y no sé si al final esta combinación servirá de algo. Pero por ahí hay un equilibrio opaco, acepto que también poco emocionante, pero que puede recuperar lo mejor de ambas generaciones y emprender lo que siga con mejor fortuna.

¿Y los baby boomers? Que vivan su sueño en Puerto Vallarta. Ahí están de lo más bien.

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El priismo como estrategia

 

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Con todo este tema de las renegociaciones del TLC y la construcción del muro de Trump, estaba redactando un post emocional y reflexivo sobre mi poca empatía con los souvenirs yanquis, cuando en El Universal apareció este artículo de Ricardo Raphael que me emocionó: El viaje es una trampa. Más o menos dice que Donald Trump es una persona de naturaleza impaciente, y que le urge ostentar lo antes posible su poder y violencia. Quién sigue su ritmo (y no es fácil no hacerlo, dado el talento de la provocación), pierde. Pero si se demoran sus tiempos, si se frenan los procesos («Tortuguismo en los encuentros y las conversaciones. Morosidad. Lentitud», dice Raphael), el tempo de Trump pierde virulencia y hasta entonces sí, sería posible negociar.

Además de parecerme un artículo astuto y mal portado, me divirtió leer algo semejante a una estrategia de futbol. Décadas atrás, César Luis Menotti describió cómo debía jugar la Selección Mexicana: sin pases largos, sin individualidades virtuosas, mejor triangulaciones, cascareos, cabuleos, desesperar, aburrir al contrincante, y hasta entonces sí, hacer lo suyo. Se me ocurrió otro ejemplo mexicano, poco digno pero efectivo: el estilo priista de dialogar.

Que es fundacional: bien se sabe que el PRI se creó para que los generales revolucionarios no se siguieran matando. Contra las balaceras compulsivas impusieron la disciplina; privilegiaron el  apoyo monolítico sobre el disenso; y, sobre todo, aprendieron a resolver problemas desde la distensión. «Deja que se enfríe», es el gran recurso priista cuando dijeron una burrada, cuando aparece la foto del diputado con la muchacha de poca ropa, cuando se evidencia una curricula de despilfarros y sainetes. Así se han enfriado escándalos de personajes tan variopintos como los Duarte de Veracruz y Chihuahua, los Moreira coahuilenses, el intocable Romero Deschamps y media centena más.

Desde el priismo, una confrontación se resuelve dándole vueltas, retrasándola, entorpeciándola con retóricas pseudocientíficas y sociológicas, frases opacas que tienen más intención del atarante que de la comunicación. La «consulta con las bases», las «profundas convicciones», los «análisis a fondo», «los tiempos de los procesos», no tienen más propósito que aletargar y enfriar el impulso adversario. Así educó el priismo el dedo en el gatillo. Y este recurso evolucionó a las oficinas de gestores, cubículos de servicios, ventanillas de atención y módulos de quejas.

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Cuando el iracundo se transforma en fastidiado (en medio de eso una cubita, el cigarrito, acomódese en ese sofá mientras le atienden, cuando arruga el ceño tiene una expresión como la de mi papá), el priista dialoga. Con poco tiempo porque qué bárbaro, cómo se nos fue el tiempo, acuerdos rápidos y: ¿estamos bien? Gusto en haberte saludado. Es común que el querellante salga aturdido de entrevistas, comidas o citas, con el flaco consuelo de creer que ha sido escuchado, y esa vaga aspiración rulfiana: si me escucharon, es posible que algún día me resuelvan.

Estas estrategias de dilación se han extendido a sitios de trabajo, relaciones familiares, discusiones de parejas y grupos de amigos. Los extranjeros se quejan de nuestros ahoritas y ratitos, unidades de medición del tiempo que hubieran desquiciado las relatividades de Einstein. Con el tiempo se han unido versiones más sofisticadas: «estamos en junta de revisión», «pequeña demora en el Periférico», «salí hace diez minutos, ya casi estoy allá», «mereces alguien que vaya a tu ritmo», «ya va a salir el cheque, una firmita y ya».

¿Podría el pragmático, impulsivo, de Donald Trump, lidiar con una estrategia así? Tengo claro que tampoco hay mucho de qué enorgullecerse. Pero si hubiera que pelear con los recursos propios, no sé cómo Peña Nieto, en vez de mandar a Washington al ansioso aprendiz de canciller Videgaray, mejor no optó por un ejército de juventudes priistas, revolucionarios, retóricos, asertivos. Acompañados de veteranos de la Reforma Agraria. Más sabe el diablo por viejo, y esas cosas que ellos saben decir tan bien.

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18 mujeres que deben de salir con un emprendedor

perfiles-de-consumidores-pareja-hipsterMe he vuelto receloso de las listas porque les hago mucho caso; no debería confesarlo pero suelo darle copy-paste a las 10 Formas de Ser Feliz, los 15 Tips Para Mostrar Seguridad y las 20 Oportunidades Para Ganar Dinero, consejos que con el tiempo me han hecho más desgraciado, inseguro y pobre, no necesariamente en ese orden.

Después aparecieron los blogs-pensamientos —no se me ocurre cómo llamar a esta versión cibernética de los pergaminos del metro Balderas— sobre por qué debes enamorarte de una mujer que lee, después de una mujer que no lee, después de una mujer que a veces lee y a veces no, y las variaciones se hicieron tan infinitas como ocupaciones, gremios y vertientes de pensamiento de la corrección y la incorrección política: de post en post hemos ido aprendiendo que no hay nada mejor que enamorarse de ingenieros, comunicólogos, actrices, astronautas, trabajadoras sociales, amantes de los perros, de los gatos, de los cuyos, de los hermanos mayores y los hermanos menores, de blancos, negros, orientales y todo lo que pueda caber en un videoclip de la inclusión. Los hermanos de en medio, por ejemplo, no.

Entre estas formas de sabiduría redsocialera, se me aparecieron las 18 cosas que debes saber antes de andar con un emprendedor. Yo siempre he admirado a los emprendedores porque son sonrientes y se peinan con estilo, porque tienen respuesta para todo y saben qué tipo de zapatos usar, cosa en la que también me he sentido incapacitado. Corrí a leer y a enterarme, no que pudiera emular a tan dinámicos personajes, pero sí aprender cómo es la vida cuando Pierdes El Miedo y Amas Intensamente Lo Que Haces. Y que encima, y por eso, las chicas se vuelven locas por ti.

Según el artículo, los emprendedores leen sobre negocios y desarrollo personal porque les gusta ser mejores personas. Siempre piensan en dinero pero porque es una estrategia que los ayuda a ser mejores personas. Tienen su tiempo perfectamente planificados y no lo desperdician en cosas «que no sean disfrutables o productivas» (ahí entra mi angustia de que quizá no leerán este blog). Viven para conseguir metas que los hacen mejores personas. Trabajan mucho más del horario de oficina  con tal de perseguir su sueño, como cualquier oficinista promedio, pero con la diferencia de que eso les ayuda, claro, a ser mejores personas. No les gustan las personas flojas (amargo aceptarlo, pero en 2017 seguimos existiendo las peores personas) y lo siguiente da pereza seguirlo glosando, excepto los puntos que se refieren al amors, que era de lo que se trataba este post emprendedor.

Según entendí, lo que buscan estos muchachos es alguien que: 16) les recuerde que hacen demasiado (y los proteja del burnout); 17) que sea buena para cuidarlos, darles su espacio, perdonarlos y divertirse y 18) que sepan que a pesar de todo lo anterior, el emprendedor piensa en su pareja. «Tu amor y dedicación significan más para nosotros de lo que podrías imaginar», remata el artículo como verso de britpop.

En el ocio que me permite no estar tan apurado persiguiendo mis sueños, hice inventario de novias-amantes-ligues que se hubieran aventado el paquete de seguirme el paso emprendedor. Imaginé la mirada comprensiva de una, la voz de aliento de otra, los post-its en los pizarrones de corcho que garrapateó alguna más. Acepto que volví a enamorarme un poco de todas y cada una de ellas, pero ninguna logró terminar el cuadro (sorry, chavas, si alguna de ustedes todavía me lee). Y mientras sus modestos esfuerzos se iban difuminando, una presencia se hacia más y más definitiva. Que me confortara porque ya hice demasiado, que me cuidara, me perdonara, me divirtiera y supiera que es importante mi escaso amor y dedicación… pues mi mamá.

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Pienso que sólo mi mamá aguantaría mis lecturas empresariales y se abstendría de decirme que no mame, que qué hago con otra biografía de Steve Jobs; que sólo ella me tendría paciencia para escuchar mi proyecto laberíntico de apps y redes que nunca se sabe cómo pero logran cambiar el mundo, que me vería reguapo dando ted talks sobre el cúmulo de aprendizajes que he tenido, y que me llevaría cafecito con leche en las trasnochadas de pergeñar modelos de negocios con una sonrisa indulgente y pantuflas.

No podría imaginar otra mujer, que no fuera una madre, capaz de aguantar el narcisismo tan mesiánico, autosustentable y frágil de un emprendedor. Cuando oreé la idea en tuiters alguien me sugirió como equivalente posible a una chica high maintenence. Un foro de Word Reference me la describió como «‘exigente’ con connotaciones de neurosis». De inmediato se me aparecieron los instagrames compulsivos de platillos caros, hoteles caros, amaneceres caros y vidas simples caras. Entre los perseguidores de sueños y las ganas de vivir plenamente (pero caro), todo empezó a hacerme sentido.

También me dio la urgencia de hallar un artículo de cómo enamorarte de los que luego nos fatigamos de perseguir nuestros sueños. O como luego pongo en tuiters: de los que estamos chupando tranquilos.

 

 

 

 

El estupor del Mono Satírico

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¿Recuerdan el cuento de Monterroso del Mono Satírico? Este mono quería caricaturizar a los animales que vivían a su alrededor y decidió asistir a sus fiestas para entender sus comportamientos. Pero se hizo amigo de sus objetos de estudio. Por eso, cuando se decidió a escribir sobre ellos, descubrió que ya no podía decir gran cosa contra las urracas ladronas, ni contra las serpientes oportunistas, ni contra las abejas emprendedoras, ni contra las gallinas promiscuas: conocía tanto a todos, se habían vuelto tan cercanos, que le era imposible afilar pluma y lanzarse a desfacer sus entuertos.

Algo semejante le ha ocurrido al redactor de este polvoriento blog: interesado en describir la condición humana de los 2010 ha querido chacotear sobre:

  • La ingenuidad de los estartuperos, que persiguen su sueño tal y como lo aprendieron del Profeta Jobs y como lo refrendan legiones de atalayas del Ted Talk, sabios desde la intuición de sus pantallas táctiles, que relajados e irreverentes han decidido Agregar Valor Al Mundo. Ya me andaba por describir su emoción genuina mientras se lanzan a transformar su realidad, con esa fotos donde rescatan cervatillos y ceramistas de Huatulco, pero sus ojitos brillantes y sus caritas empapadas me parten el alma y prefiero entenderlos, abrazarlos y decirles que todo va a salir bien.
  • Luego vino la compulsión feminista, la revolución que deviene dogma para derrotar al heteropatriarcado y de paso traer en finta a los onvres y sus fragilidades; recitar el florilegio de dichos y dichas que neutralizan reparos o disidencias, tengan sentido o no. «Antes de discutir ponte a leer»; «llevas muchos siglos de hablar, ahora escucha»; «harta de verte pontificar desde tu privilegio», «no me hagas mainsplaning»; «cierra las piernas»; «no me hagas gaslighting con la luz de mi desprecio». Y uno se va a la cantina a quedarse callado y sigue la confrontación-deconstrucción en reversa: «¿no piensas decir nada?»; «¿cómo quieres deconstruirte si no dices nada?»; «¿Así se comporta un onvre?». Pero ya engolosinado con el tema recuerdo que el 87.46% de las muchachas con las que quiero chingarme un mezcal andan dándole a temas semejantes, de modo que hay que entrarle con paciencia a la autoexploración micromachista y entender cómo se le hace ahora para dejarse querer.
  • Acogotan mucho más los columnistas académicos, Politólogo, Financiólogo, Opinólogo made in CIDE, y su fatuidad omnisapiente con la que retrucan cualquier aseveración del vulgo -el hombre de a pie, se dice, condescendiente-. y aseguran que la Universidad de Stanford puso a pelear a cinco micos contra cinco cuyos y tras haberse masacrado (y antes de que llegara Greenpeace a protestar), descubrieron que de verdad no nos está llevando la chingada, que la resiliencia permite aguantar más chingadazos, los gasolinazos de hoy, los desempleos de mañana, las jetas rozagantes de Macri y Peña Nieto, las pretensiones de poder de Magdalena Zavala o Ricardo Anaya.
  • Pero quienes más conflictúan son los sitios que se han chupado lo mejor del talento de los blogueros veteranos para transformarlos en aburridos redactores de listas: «27 Lugares Que Debes Conocer Antes De Llegar Al Climaterio», «17 Comidas A Las Que Debes Ponerle Salsa Valentina», «Por Qué Es Mejor Casarse Con Una Autoviuda»; compilado de ocurrencias que buscan que la gente ría, llore, aplauda y realice el acto más importante del ser humano del siglo XXI, aquél que les da trascendencia y los convierte en hombres y mujeres de su tiempo: el acto autónomo y emancipador de dar un click.

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Quienes usamos redes sociales y ya aprendimos a ponerles filtros a nuestra papadas, estamos debidamente condicionados por impulsos emocionales elementales. Nos sentimos abatidos, fervorosos,esperanzados o acomplejados por el cúmulo de deberes que se nos inculcan desde las listas, los consejos y las advertencias del contenido basura, consecuencia alborozada de aquella apuesta ingenua que fue el viejo blog. En ellos buscábamos generar lazos genuinos antes de que se llamara engagement; pretendíamos ostentar inteligencia, sensibilidad o empatía, porque en el fondo (no nos hagamos) queríamos tomar cervezas con alguien, tener sexo con otro alguien o debrayar ideas absurdas con algún alguien más; después, los sitios con SEO convirtieron nuestra miseria humana en señuelos aspiracionales para que el cliente suelte el cheque. Antes había comunicaciones imprecisas, contradictorias, que también improvisaban ideas, divagaciones, intuiciones; ahora se han transformado en dos renglones de redacción inocua para que el seguidor orgánico pueda leer mientras se balancea en la ruta del metrobus, para boicotear la productividad en la oficina, para paliar las mañanas desesperadas del ama de casa moderna; cápsulas de procrastinación para enfermos de desidia, clickeadores abúlicos que canjearon lo incómodo de las especulaciones por un sistema de promesas (buen sexo, inteligencia cautivadora, compañía amable, menú sorprendente en un destino de ensueño).

Ahí es donde este mono satírico se ha quedado boquiabierto y cariacontecido, sabe que su blog adolece del arte de la síntesis o de una red de relachonchips que lo lleven a pasear en globo, tampoco le salen muy bien las listas para mejorar la vida en pareja (en realidad es muy malo para tener vida en pareja), ni hace análisis con datos tan comprobados como comprobables, de los que se pergeñan en una moleskine (también por eso no se ha comprado ninguna moleskine). Sólo sabe insistir en dos que tres necedades: consignar lo que su jugo gástrico o la comezón de sus pies le urgen: los cánones de belleza requeridos para poder pedir un late chai deslactosado, el miedo al vecino que cobra el mantenimiento o a la insidiosa gentrificación que se cierne alrededor.

Como el de Monterroso, este mono satírico también se ha ido volviendo aburrido en su estupor. Su única salida sería buscar tutoriales para dedicarse a la Mística y el Amor.  Capaz regresa cuando se acerque el centenario de Rulfo. Arremeterá contra herederos y autoridades con saña rencorosa, candorosa, como si se le fuera la vida en ello.

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Networking & networking

Nunca me ha salido muy bien lo del networking.

Por ejemplo: me explicaban hace un mes, en los mezcales:

-Nuestra misión es simple, we: cambiar al mundo. Como lo hizo Jobs, como lo ha hecho Zuckerberg, como lo hizo Gates -hay que reconocerlo, we, ese dude cambió al mundo, aunque no nos encante la idea-. Y esa es la meta, cambiar al mundo. ¿Cómo vamos a hacerlo? Pues con pasión. Y de eso se trata, de contagiar la pasión.

-Ok…

Y hace una semana me dice otro, en un Sanborns:

-La idea es sacar una, dos chambitas, pagar las colegiaturas de las niñas, el bacacho los viernes, no creo que sea pecado un poco de ron. La pinche vida no está para milagros, está para ir saliendo. Y ahí es donde digo: donde sale uno, salen dos, cabrón. Y es eso, armarlo y ver qué puede pasar.

-Ok…

Y recordaba lo de hace un mes en los mezcales:

-Lo menos que espero: estar locos, locos, rematadamente locos de innovación, we. A mí me gusta salir de mi depa y ver innovación por todos lados: que innove la de los jugos, que innove el dude que barre, que innoven los automovilistas, o al menos que no pinches-jodan a los ciclistas y nos dejen innovar en paz. Sólo así entiendo al mundo. Innovación, innovación, innovación.

-Ok…

Y eso venía a cuento por lo del Sanborns:

-Tampoco es volvernos locos, hay que hacer lo que sabemos, ver quien lo compra, lo sacas y sacarlo bien. La gente está harta de que le vendan chingaderas disfrazadas de otra cosa. Les gusta que les digas, al chile: esto es así, y que sea así. ¿Pa qué buscarle chichis a los alacranes?

-Y sí…

Y ahí fue irremediable pensar en los mezcales:

-…convocar a los líderes, a ellos son a quienes necesitamos. Debemos estar rodeados de líderes, gente excitante, que quiere cambiar el mundo, con cosas importantes qué decir. No veo otra ruta más.

-No, ps no.

Que luego me dejó pensando, en el Sanborns:

-…nos conseguirmos tres cabrones con sus changarros, nada importante, pero que suelten cheques. Con eso la armamos. Luego ya, lo que nos importa: llevar a cenar a unas viejas, el fucho, una buena tella en la cantina…

-Y sí, sí.

Mientras que semanas antes, en los mezcales:

-Nos pivotea una incubadora, una ONG que le guste pensar diferente. Así se financió mi chava, proyecto poca madre, año y medio en Orlando, en Navidad la voy a alcanzar.

-Ya, ya.

En tanto que en el Sanborns:

-Porque sí está bien cabrón mantener a las niñas, me acaba de llegar citatorio, mi pinche ex no va a parar hasta no verme destazado. Ya el otro día saqué lo último de mi cuenta, le solté la lana, que se largue a Morelia con sus padres y que deje de chingar.

-Y así es, sí.

Luego en los mezcales quedamos que en la semana me mandaban por Dropbox el kit con la info para que aportara «algo de mí, alto neto, algo que tenga verdad». Y en el Sanborns me dieron tres datos en una servilleta, que lo pasara en limpio y le agregara el rollo que quisiera, «invéntate algo, tú sabes cómo».

Y ahí vamos. Yo preocupado, de lo poco bueno que soy para los networkings.

El Mayor Tom


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La película francesa
Bird People de Pascale Ferran y Guillaume Brèaud (Alas de libertad  o algo así en la traducción mexicana) cuenta dos historias que ocurren en el hotel Hilton cercano al aeropuerto de París. En la primera, un ejecutivo de Silicon Valley va a la ciudad francesa por negocios y de la nada decide renunciar a su empresa y su familia, para recorrer Europa bajo una eufórica depresión. En la segunda, Audrey, la camarera del Hilton que limpia el cuarto del empresario, sube a la azotea del hotel y se convierte en un gorrión. Apenas Audrey inicia su vuelo y uno quiere protestar por la incongruencia del argumento, empieza «Space Oditty» de David Bowie y se aplaca el desconcierto. La camarera-gorrión delira en su nueva identidad, planea por la pista de aterrizaje del aeropuerto y elucubra en todo lo que podría hacer siendo más pequeña y más ágil.

secret-life-of-walter-mitty-pic-06Hace pocos años, en La vida secreta de Walter Mitty (Stiller, 13) la canción del Mayor Tom apareció en otro momento crucial: cuando Walter, el rutinario editor de fotografía de la revista Life, debe buscar por todo el mundo a su colaborador estrella Sean O’Conell, y termina en una cantinucha de Groelandia, con un piloto de helicóptero borracho, el único que podría llevarlo al barco pesquero donde estaría Sean. Walter se rehúsa a viajar con semejante alcohólico. Lo ve irse mientras piensa en el fracaso de su misión. Entonces aparece el espejismo de Cheryl, la chica de la que Walt está enamorado, y toca la canción de Bowie en una vieja guitarra. Walter decide saltar al helicóptero y ahí se une la versión original del Mayor Tom con el guitarreo de la chica. La canción se vuelve poderosa según el helicóptero se eleva y se integra a panorámicas del mar.

David-Bowie-Space-Oddity-copyright-2012-GTVLa Wikipedia dice que «Space Oddity» (la del Mayor Tom para los cuates) se grabó en 1969 y que fue el primer éxito de Bowie. Ese año el alunizaje tenía al espacio en la mente de todos. Bowie además aludía al estreno cercano de 2001: Odisea del espacio, la obra cumbre de Stanley Kubrick que, ciencia ficción más, relumbrón técnico menos, proponía una evolución del ser humano, desde el homínido con cierta inteligencia, a esta especie de esencia cognoscitiva o espiritual, que aparecía tras el proceso de conocimiento, renuncia y abandono del astronauta Dave Bowman. Su tremendo viaje no es muy distinto al del Mayor Tom de Bowie, guiado por una torre de control que lo deja a la deriva, flotando en un infinito inquietante. El abandono de Tom semeja el rompimiento de comunicación entre Bowman con la computadora HAL 9000.

tumblr_mnhp4ysafY1rr5ifzo1_r1_500Antes que Ziggy Stardust, Aladdin o el Duque Blanco, el Mayor Tom es la primera personificación de David Bowie; y si no es explícita, sí se mantiene por lo menos durante la primera década de la trayectoria del rockstar, como si vigilara desde el espacio su evolución. No es gratuito que en 1980 le dedique otra canción, «Ashes to Ashes», donde Bowie se refiere a Tom como un yonqui que ascendió a los cielos más altos para después caer a su punto más bajo. La mitología del Mayor Tom ha rebasado el universo de Bowie. Músicos como Elton John, Pete Schelling o Mötley Crüe han hecho referencias, directas o veladas, del astronauta. Con una perspectiva posmoderna, el Capitán Kirk de Star Trek, Wlilliam Shatner, grabó un disco rarísimo, Seeking Major Tom, en el que recoge la mitología del personaje y «recita» sus canciones. Mientras el canadiense K.I.A., con la ayuda de la cantante Larissa Gomes, se pregunta qué habrá pasado con la esposa de Tom a la que alude Bowie, en su canción «Miss Major Tom». Y The Tea Party lo vuelve un ser cuasi divino y en «Empty Glass» le pide ayuda para saber a dónde pertenecemos porque nada tiene sentido, We need ground control / We’re losing our souls, casi reza.

En otra parte de su canción, Tea Party alude a un tiempo dorado que pasó como rayo. Esta época de oro, que podría ser la adolescencia, el idealismo o la ingenuidad por el futuro, parecería subyacer en el lanzamiento al espacio del Mayor Tom. Bowie crea su canción hacia el final de los sesenta y de su parafernalia jipi, están cerca los asesinatos de Charles Manson, el concierto fatídico de Altmont de los Rolling Stones y la disolución de Los Beatles. The dream is over, es la consigna que se escucha a la par de la canción. Los experimentos contraculturales parecían fracasados, o al menos les urgía un alejamiento que les permitiera recrearse. Desde ahí, la canción de Bowie semeja fuga o exilio. Hay que huir hacia el infinito para replantear cosas. Si nos perdemos en él será mejor, en esa pérdida podría estar la aventura.

De ahí que el uso más emotivo de la canción haya ocurrido en «Lost Horizont» uno de los últimos capítulos de Mad Men. Ahí, Don Draper precipita un viaje loco para buscar a Diana, la camarera con la que se ha estado encamando en los últimos tiempos, y de quien cree estar enamorado. Don está devastado, con dos divorcios encima, sus hijos que no creen en él, una empresa disuelta por un emporio en el que Don perdió poder e influencia. Buscar a Diana es una vía de escape y un aliciente contra las derrotas. Pero la familia de la camarera lo trata mal y le hacen ver lo imprudente de su búsqueda. En su auto, Don se enfila por una carretera angosta. Recoge a un hippie que le pide aventón. A Don no le importa llevarlo, puede hacer cualquier ruta porque en realidad no tiene ninguna. El auto se hace pequeño por la carretera cuando el Mayor Tom vuelve a aparecer, como si quisiera acompañar a Don en un viaje tan solitario como el que él hace en el espacio.

mad-men-season-7-episode-12-jon-hamm.drivingComo en Bird People y Walter Mitty, en este capítulo la canción coincide con la decisión del viaje y con el vértigo hacia lo desconocido. La canción parece un propulsor -la cuenta regresiva de la nave espacial, las alas de un gorrión, las hélices de un helicóptero- que lanza a los personajes hacia este universo peligroso o fascinante de lo que no se conoce, un territorio oscuro que se develará de a poco y que pide una temeridad distinta a lo que siempre se ha hecho. Atrás quedan las sábanas dobladas del Hilton, el cubículo de oficina de Life, las juntas creativas bajo presión de McCann Erickson. En el camino del Mayor Tom se hacen obsoletos los recursos de la rutina y la obediencia, exige en cambio el sometimiento al abismo, a la experiencia sin asideros que difumina, disuelve, pero capaz y en este proceso le otorga cierto reconocimiento a quien lo elige. 

La experiencia que propone “Space Oddity” tampoco es definitiva: las secuelas en las canciones y las continuaciones en las ficciones la presentan como un tránsito; después se regresará a lo de siempre, aunque quizá con el resabio de cierto conocimiento adquirido. Por lo menos el que necesitó Bowie para crear a Ziggy, su marciano mesiánico, o Walter Mitty para llegar al Himalaya. O Don Draper -tan cínico como triste- para crear su comercial emblemático de Coca Cola.

Don Mad Men The Milk and Honey Route

Las canciones del Mayor Tom pueden escucharse aquí.

Pordiosero

vagabundo

Una tarde malogré un ligue que habría sido extraordinario cuando le dije a la muchacha -ojos miel vivaces, el pelo pesado caía en bucles sobre sus hombros, torso elegante de gimnasta que se ejercita dos veces a la semana- cuando le dije que dentro de mí existía un pordiosero.

Capaz y lo habría arruinado menos si hubiera dicho homeless o flâneur, el dialecto en extranja siempre agrega romanticismo o fascinación, pero maldita la honestidad en castizo y más maldita la imaginería de la decadencia que con tanto esmero me puse a describir: le expliqué que bueno o malo, no me ha salido muy bien el vicio del alcohol constante y en exceso, tampoco he sido muy bueno para las drogas -excepción del cigarro, detallé, pero ella también le daba compulsivamente a sus benson & hedges mentolados y ahí ni cómo criticar adicciones ajenas-, ni le hago a las apuestas o los caballos -que además se necesita dinero y pos nomás no-; en cambio, le exponía, puedo tener una habilidad superlativa para quedarme viendo el techo o la pared durante largas horas, mientras siento cómo me crece el pelo, las uñas de las manos y los pies y la más bien ralita barba; podría durar en ese ejercicio durante días, semanas, meses y años, podrían cambiar las modas, los retos globales, podría morir la gente que odio y amo y mantenerme imperturbable, los ojos fijos y apenas sin parpadeo, una especie de time lapse con punchis europeo en el que cambian las estaciones, ¡como en las películas!, intentaba animarla: primero el sol a tope, después la lluvia pertinaz, la caída de las hojas y yo como esfinge sin enigmas, absorto en un pasmo atemporal.

Y mientras ocurriera este desperdicio de vida, le contaba a mi malogrado ligue, se anquilosarían mis dos pensamientos, me echarían de mi depto y de cualquier sitio con adornos distinguidos, hasta quedar en un callejón sucio con tres excentricidades de mis tiempos productivos. Que por supuesto, serían lo menos productivo del mundo: un Almanaque Mundial de 1988 por aquello de la nostalgia, algún pato lucas despintado que le robaría a otro pordiosero (ya le tengo echado el ojo a uno que merodea por el Walmart de Universidad) y un cuaderno de cuadrícula chica para hacer apuntes de ese tipo de sabiduría incontrovertible que luego se nos da como por epifanía a los menesterosos.

Obvio que para entonces el ligue, más afecta a los Hombres Entrepeneur Con Toda La Actitud, no veía la hora -eterna hora- de deshacerse de mí. Me habló de la superación personal, supongo que supuso que necesitaría un abrazo pero debí haberle dado asquito, me contó de una empresa que quería poner con su hermano, como para darme el ejemplo de cómo es la gente que hace cosas, o para conjurar mi tufo a inercia con el olor de los pisos de madera y los ladrillos frescos de su tienda de vinos. Todavía se me ocurrió que ahí podrían emplearme en limpiar estantes y tomarme los culitos de las catas emprendedoras, pero ella ya debía estar pensando en otra cosa, en por qué no le hizo caso al geek que le mandó animaciones con corazones y frases de amor con falta de ortografía, o en las fotos de sus siguientes alimentos que subiría a Instagram.

La despedida fue desangelada y sin entusiasmo: todavía intenté recitarle algo del Tarumba de Sabines que validaba mis argumentos -y no recordé bien pero decía algo así como que sólo le quedaban ganas de mirar y mirar- pero se me entorpeció el verso al contar las monedas de diez pesos con las que pagué los cafés. Regresé a casa mirando a quienes salían de las oficinas, los estudiantes con proyectos amenazados, los automovilistas frenéticos por llegar a donde tanto les urgía, las personas preocupadas por el final de mes y la falta de plata. Todos se relajarían más, se me ocurría, si sus trajes se volvieran jirones, sus autos chatarras, sus presentaciones a los clientes en cartones que los abrigaran en alguna esquina pródiga de gente. En el fondo de todas las personas están los pordioseros, me consolé.  Y lo que hacemos -el progreso personal, las pantallas planas, las juntas necias en los corporativos, los libros con citas al pie y las películas sin mensajes obvios- es para evitar serlo. Todavía me asomé a las fotos del facebook de la muchacha para lamentarme de cómo malogré el ligue. Fotos de cumpleaños, una tarde en la playa, su graduación tan festiva, el exnovio que le regaló una moleskine. De paso busqué el poema de Sabines que quise recitarle:

¿Qué puedo con inteligentes podridos
y con dulces niñas que no quieren hombre sino poesía?

Me quedé pensando que ahora el chisme era al contrario. Time lapse con el sol a tope, después la lluvia pertinaz, la caída de las hojas y yo como esfinge sin enigmas, absorto en un pasmo atemporal.

 

Taquerías arrumbadas

Hace unas semanas quitaron todos los puestos de fritangas cercanos al Hospital del Xoco. Había tacos de tripa y suadero, quesadillas de huitlacoche y pollo, tortas de pierna con queso y la legendaria cubana con un poco de todo, tamales en la mañana y los maravillosos tacos de la culpa en las noches. Ahora, a esa riqueza gastronómica y cultural la suple un aséptico Seven Eleven con sus chapatas que disfrazan el poco queso y el poco jamón con capas ostentosas de lechuga elegante. No me cuesta trabajo imaginar los argumentos de quien tomó la decisión de retirar los puestos: habían problemas de higiene, obstaculizaba a las ambulancias y al paso de los doctores, además al hospital se va a dolerse de los heridos, no a atascarse de taquitos y menos si no están inscritos en una red de franquicias.

No hay forma de pelear la decisión, es posible que incluso ayude a deshacerme de algunos kilos, pero no dejo de compadecerme de la gente con poco varo que con un tamal se ayudaba para las pesadas jornadas. Ya había explicado por acá (propósito de 2014, saber cómo diantres se importa el viejo bló) que aquellos puestos eran sitios de reunión para médicos, policías, familiares de los accidentados y fauna aleatoria que nos agregábamos porque qué buena era la salsa verde espesa de los tacos de cecina. Ahora la gente ya no come mientras espera, sólo espera. Eso sí, con menos riesgos salubres, quizá más estresados por tener menos qué hacer.

Como siempre que ocurren estas cosas, miro los espacios vacíos y ordenados con una nostalgia que merece todos los reproches. Las voces interiores de la sensatez se fatigan explicándome lo conveniente de la medida y siempre hablan como traducción de reality show gringo, con inflexiones afectadas que en sus titubeos parecen recoger los argumentos más adecuados. Ante ellos poco valen mis historias chocantes por lo sentimentales: lo práctico de lanzarse a los tacos de guisado cuando no había ganas de cocinar, los tamales de la mañana, tan esponjosos como humeantes, los tacos de rellena de la noche, con su rusticidad casera que hacía pensar en una comilona de pueblo. La comedera sabrosa es trascendida hacia la impersonalidad, que es como se desea tener todo espacio que sea revestido de modernidad (frente al hospital se construyó un megaedificio de condominios, de esos de moda que parecen reclusorios de lujo y a esos les queda bien tener un minisuper enfrente).  Todo va adquriendo los colores sobrios de la modernidad. Cuando uno no se acomoda a esto, adquiere un tono sepia o marchito, se vuelve alguien tan insalubre e inadecuado como los puestos que quitaron.

No tendría relevancia contar esto si no fuera porque hace poco, en el deportivo cercano a la Delegación Benito Juárez, encontré arrumbados los puestos de fritangas. Reconocí tres o cuatro, pensé en sus dueños que deben estarla pasando mal porque les han quitado su forma de sustento, aunque ese sería tema para otra redacción. Más inquietante, veía los puestos y me veía arrumbado entre ellos, un fantasma lastimoso dándole al tlacoyo con quelites, a las cebollitas ahumadas, a los tacos de chuleta que se acompañaban de papas fritas. Porque al arrumbar los puestos también nos arrumbaron a los comensales. Que debemos elegir entre adecuarnos a la nueva disposición, o deambular como almas en pena en busca de nuevos sitios donde volvamos a ser nosotros. O donde vuelva a ser yo, que sigo a la caza de lugares para comer sabroso, lejos de la mano eficiente y adecuada de la sensatez. 

Vocación de impertinente

De niño tenía mirada curiosa e incómoda. Una mañana, en la sala de espera de una clínica, no le quitaba los ojos de encima a un hombre de color -o negro o afrodescendiente, o cómo lo quieran llamar los vigías de la corrección política- y a mi madre le daba mucha pena, me cambiaba de asiento, me ponía en sus piernas y yo retorcía el cuello como Linda Blair poseída, para seguir atento del personaje tan raro. «Mira mamá», lo señalaba y ella quería que se la tragara la tierra. Enrojecía y pedía disculpas, el negro sonreía comprensivo y los dientes tan blancos me asombraban más. «Mira mamá» y ella vuelta a disculparse. Ahora me gustaría que ella me acompañara cuando veo niñas con falditas y se excusara por mí mientras yo clavo los ojos: «mira mamá, un granito en la rodilla».

Luego la impertinencia se vuelve bastión política, el gozo inútil de soltar barbaridades revolucionarias con gente bien portada que paladea un vino bien lifestyle. Pero la táctica arcaica de espantar burgueses ahora apenas sirve para abonar el humor postmoderno kitsch -la postmodernidad, ese solvente ecléctico que diluye la ironía con el prejuicio real-. Y el mundo se encorseta con modales que permiten llevar a buen término charlas sin sustancia, que a todos deja conformes. Aprendí a modular mi impertinencia una tarde de sobremesa de unas diez personas, quienes compartían su asombro por los performances; yo quería dármelas de entendido y describí con pelos -literal- y señales -literal también- un chou que hizo Lorena Wolffer en el que se bañaba con la sangre de su menstruación. Lo que días antes leí me sorprendió tanto que quería transmitirlo a mis compañeros de mesa,  exageré los litros de sangre que ella acumulaba mes con mes para su espectáculo, el baño coagulado tan de vida como de muerte, el olor al cuerpo real sobre su cuerpo y las entusiastas glosas feministas, tan pertinentes. El grupo empezó a carraspear, les urgía cambiar de tema y yo de necio inventaba más: «¡la sangre más fresca la arrojó a la cara! ¡Con la sangre recién segregada chapeaba sus mejillitas!» Y el grupo dejó de invitarme a sus reuniones y entendí que no siempre pueden compartirse expresiones artísticas refinadas entre personas tan adiestradas en la refinación.

Entre las chambas, el fastidio  y la aspiración a la mundanidad he aprendido que calladito me veo más bonito, y aún así no falta el momento en que salta una de mis preguntas y casi me arrepiento al tiempo de irla enunciando. Mis impertinencias parecen edificios tembeleques que se mueven de lado a lado y están a punto de volver cascajo y ruina lo que antes se disfrazaba de hechiza perfección. Y el movimiento del edificio es mi voz tropezando, queriendo arreglar lo arruinado y se hace el estropicio mayor.  Así ocurrió la semana pasada con la cápsula de la diseñadora de interiores.

Ella le pidió la casa prestada a una amiga de la secu, la acompañó su mamá. La parte formal estuvo bien, contó desde cuándo se dedica al diseño de interiores, por qué le gusta, los pequeños cambios en un espacio que hacen diferencia en los estados de ánimo y la calidez hogareña, dio sus teléfonos y su página web para quien la quiera contactar. Cuando el camarógrafo se puso a grabar detalles de la casa y los muebles, le dimos a la charla cordial.

-La casa me la prestó mi amiga, nos conocemos desde la secundaria.

Secundaria. Qué miedo. Pero sonreí y comenté:

-Esas son las amistades valiosas, las que duran años…

-Con ella y con varios más de secundaria nos vemos desde hace cinco años. Es emocionante ver cómo vamos cambiando y cada quién agarró su rumbo.

Compañeros de secundaria. Ese club de compartidores compulsivos de frases religiosas y de superación personal en facebook. Y los bulleadores más cretinos ahora mandan mensajes de unión familiar y solidaridad con el prójimo. Pero este desazón no lo debo decir.

-Nada como los amigos de secundaria…

-Son como tu casa. Con ellos puedes ser quien eres de verdad.

Si yo fuera quien fui a mis quince años me angustiaría muchísimo. De ese adolescente tan dolido sólo extraño la pasión con la que leía. Pero ese miedo, esa torpeza, esa zozobra constante por la nueva humillación que le preparaban aquellos obtusos que te hacen sentir en tu hogar… OK, la charla es informal, no se trata de correr por el diván psicoanalista para detallar las venganzas lentas y dolorosas que he imaginado. En cambio dije:

-Eso es tan cierto.  Nada más auténtico que aquellas amistades de adolescencia -y para remarcar lo auténtico porque me estaba sintiendo poco auténtico, me puse a contar-: esto no pasó con los de secundaria, fue con los de prepa -y fue verdad-. Nos reunimos en diciembre, el año pasado, en un karaoke -y la diseñadora y la mamá me escuchaban sonrientes, con atención-. Ya saben: cervezas, canciones de los ochenta, todos más gordos y más calvos -se rieron identificadas, sabían de qué hablaba-. Y entre ellos había dos, los que fueron «la pareja» de esos años de prepa -y la diseñadora asintió entendiendo: seguro que ella conocía a una pareja similar-. Los dos se separaron -la diseñadora hizo una mueca triste- cada quien tomó su rumbo, se casaron con otros, tienen sus carreras, sus hijos -claro, claro, dibuja las palabras con la boca la mamá de la diseñadora-. Pero en el reencuentro, sin hijos ni parejas, se les hizo lo más normal del mundo abrazarse, tomarse las manos y estar así, amorosos, como a sus dieciocho…

La sonrisa de la diseñadora se congeló. Su mamá parecía no entender. Yo entendí enseguida que esas pláticas no podía hacerlas en ese momento, con esas personas, en ese lugar.

-Los de mi secu se casaron entre ellos -explicó la diseñadora-. Les hubiera costado trabajo esconder cosas de ese tipo.

-Digo -quise arreglar-, entiendo que no hacían lo más correcto, pero esa reunión era una burbuja. Una cápsula de tiempo. Ninguno de los que estaba ahí iba a rajar.

-Alcahuetes, sus amigos -por fin la mamá de la diseñadora entendió de qué hablaba.

-Pues alcahuetes y no -acá me vino la imagen de esa pareja en el camellón con pasto, donde se acostaban largas horas a decirse tonterías, la justicia poética que siguieran haciéndolo veinte años después. -Está mal, pero también tiene su encanto: ellos se reconocían a sí mismos cuando recordaban su noviazgo.

-Lo ideal sería reconocerte con tu marido – dijo la mamá y la diseñadora habrá pensado en tantas casas que decoró a tantos recién casados, en la esperanza de los floreros o las cortinas que matizan la luz del sol.

-Por supuesto -corregí- los maridos, los hijos, las esposas… -¿y por qué rayos no le hice una pregunta para que ahora ella me hablara de su grupo?- Pero de pronto se te antoja ir al pasado, preguntarte quién fuiste, luego eso hace entender quién eres ahora.

-¿Para ti quién es más real, el del pasado o el de ahora? -soltó la diseñadora como si estuviéramos en un bar y con chelas listas para filosofías domésticas. Iba a enfrentarme con mi quinceañero lector, temeroso de las humillaciones, cuando la señora me salvó.

-Los de ahora, hija, claro -se apuró en dejar las cosas claras. -Imagina que siempre quisiéramos ser los del pasado, cuánta gente lastimada, hijos de divorciados…

-Los hijos no importan, se acostumbran… -y al momento de soltarlo quise que un rayo me fulminara para impedirme decir más estupideces. -Quiero decir: ya hay tantos hijos de divorciados, que los hijos de casados se sienten fuera de lugar. Está de moda ser hijo de divorciados -lancé mi lema simpático. Ninguna se rió.

-Al final, agarrarse de la mano no le hace mal a nadie -intentó ayudarme a corregir la diseñadora.

-Que te diga eso tu ex marido -le sonrió su mamá.

-Claro, además en la fiesta también habíamos divorciados. Nosotros entendíamos -me apuré a agregar.

-Los divorciados se entienden entre ellos -soltó la obviedad la mamá, con regusto a reproche.

-Los divorciados nos entendemos porque sufrimos lo mismo -aclaró firme la diseñadora.

-Y los divorciados también nos divertimos -quise aligerar. Y claro, no lo logré.

-Nos divertimos porque la vida sigue adelante -la diseñadora sacó otra chela imaginaria. -¿Pero a poco no sentiste dolor?

Ni modo de andar contando si alguna vez extrañé a la ex esposa. Intimidades, no. Urgía trivializar, el camarógrafo ya casi acababa y más valía cerrar la charla cordialmente. Y solté:

-Se siente dolor pero te animas y buscas a todas las que dejaste pendientes.

-¿Le urgía tanto arreglar pendientes? -la mamá. Corrí a agregar.

-Pendientes por llamarle de algún modo a las amigas de antes del matrimonio. Pero me casé y me dejaron de interesar.

-¿Nunca has pensado que alguien a quien dejaste pendiente podría valer más que la persona a quien elegiste? -la diseñadora quería cambiar la cerveza por mezcal.

-En mis tiempos elegías y te aguantabas. Te esforzabas -la madre irguió el torso y la diseñadora y yo volvimos a tener 18 años.  Decidí parar por lo seco. Pero rematar con humor:

-Es lo bueno de estos tiempos: aún me quedan cinco matrimonios para elegir- y volví a ser yo.

Y la diseñadora, ya borracha:

-A mí al menos me faltan uno o dos más.

La madre adoctrinó:

-Pues sigan eligiendo. Ahí está la calidad de sus matrimonios…

Y el camarógrafo llegó a avisar que ya estaba cubierto. Y los tres respiramos aliviados.

La despedida fue amabilísima e incómoda. «Que tenga mucha suerte», me dijo la mamá y miró a la diseñadora para que se despidiera rápido. Ella, por protocolo, me dio su tarjeta con su teléfono y su correo.

-Saluda a tus compañeros. Ojalá se sigan reuniendo.

-Ojalá. Saluda a los tuyos.

Pareció querer agregar algo. Como tomarse una chela imaginaria más. Dio la vuelta y se metió a su coche.

-Los de mi prepa son pura putería. Luego te cuento -me dijo después el camarógrafo mientras me daba el estuche de su tripié para que lo ayudara. Yo iba pensando que odiaba mi boca. Que también necesitaba de mi madre para pedir disculpas por mis impertinencias.