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No persigan sus sueños en las fondas, plis

farolito.JPGTengo un semestre de ir a una misma fonda, ni destacable ni digna de olvido, que tiene la buena costumbre de servir el consomé caliente y los chilaquiles con tortillas puestas al sol y cortadas en tiras, y no esos tostitos de bolsa, como ya se estila en muchos sitios. Lo atendían dos ñoras jamonas de las que se pintan las uñas de rojo y siempre parecen estar de malas, hasta que te atienden con ese pulso seco y amable que tienen las tías y las mámás. Uno sabe que empiezan a quererte cuando te sirven el doble de arroz o cuando te preguntan si no quieres de la salsita que sí pica —y que en efecto tiene una beligerancia importante— y que sólo la comparten con los asiduos. Otro día olvidé la cartera y avergonzado les quise dejar el celular en prenda, mientras iba por el dinero.

—Tráigalo mañana. No nos va a dejar por un día que nos deba.

Entre el arroz, la salsa y la fiada podría parecer que habíamos rozado algo semejante al afecto.

En la caja, un cuarentón introvertido siempre hacía cuentas. Algún día que había mucha gente me pregunté por qué no se levantaba el muy güevón a ayudar a las ñoras. Después entendí esta injusticia como un elemento orgánico: alguien debía hacerse pendejo para que el mecanismo de la fonda funcionara. Como el cajero del Oxxo que te dice que te cobran en la otra caja; intentar cambiar esta costumbre implicaría un movimiento entrópico para el que muy probablemente no estamos preparados.

Y tal cual.

1492578423968k.jpgEn la fonda acaban de aparecer dos muchachas, de estas de pelo lacio y sonrisa agradable. Como no me gusta el chisme no escuché con detalle lo que comentaron las ñoras: que al parecer eran las hijas del güevón de la caja, que él estaba creando la anomalía en otro lugar del planeta pero dejaba a su descendencia para que renovaran la fonda.

La palabra peligrosa fue renovar.

—¿Cómo está? ¡Qué gusto que venga! ¿Con qué va a empezar? —dijo una.

Yo soy Tauro y se me complican los cambios. En realidad varios de estos posts deberían tratarse de eso. También las charlas con el psicoanalista al que no me atrevo a ir.

—Todo está delicioso. Lo supervisamos personalmente y lo hicimos con mucho amor —dijo la otra, igual de agradable; las dos son agradables, tienen el cabello lacio y sonríen como si la fonda fuera un McDonalds.

Al fondo, las ñoras me miraban con muina. Entendí que no debía festejarlas de más. Me porté como un profesional de la indiferencia: crema de calabacitas, arroz y pollo en pipián.

Las muchachas trajeron la crema tibia porque así las sirven los chefs, me explicaron, para preservar su sabor. Añadieron tostones de pan frito porque así se le hace para la consistencia.

El arroz estaba pegado pero era amarillo.

—¿Sintió el azafrán?

Más interesadas en la respuesta estaban las ñoras que las chavitas. Yo no supe… soy tosco para distinguir sabores, tema que también apunto para el psicoanalista. Respondí que sí, que claro, se sentía perfecto el azafrán. Las chicas casi bailan. Ya dije que son agradables: hubiera querido bailar con ellas. Al fondo, las cejas levantadas de las doñas me hizo entender que mejor no.

El pollo en pipián venía con granada.

—Ya sabemos que se ve raro pero queríamos crear un… —la muchacha movió las manos como si quisiera generar un… —muy especial.

La otra renovación fue que casi a cada bocado se acercaban para preguntar si todo estaba bien, si me gustaba, si faltaba algo. Siempre he detestado que te traten así los meseros de cantina, como apurándote a que bebas rápido y más. En una fonda de crema, arroz y pollo con pipián era extrañísimo.

De postre hubo jericallas, que sí fue un «agregado de valor» comparado con los bombones La Rosa de antes. También hubo agregado de valor en el precio: diez pesos más que antes.

—Ya sabe que puede regresar cuando quiera, nos encanta que venga con nosotros, usted no es un cliente, es alguien que nos obliga al esfuerzo de ser cada día mejores —dijo una.

—Estamos persiguiendo nuestro sueño. Empezamos aquí, ya nos verá después.

Ahí entendí que debía corregir la metáfora de sonrisa de McDonalds: las muchachas del pelo lacio en realidad sonreían como en las Ted Talks. De inmediato pude visualizarlas en el auditorio de cortinas negras y pantalla intimidante, los chistes agudos disfrazados de bobos y los micrófonos de diadema para que todos oigan cómo convirtieron la fondita de cremas y chilaquiles  en una nueva forma de conectar con la comida, de crear valor y llegar, en el reino de las fondas, a donde nadie más en el pasado había podido llegar.

Lo dicho: el papá güevón tenía su razón de ser. Empecé a extrañar su anomalía.

Justo después del cambio, al pasar cerca de las ñoras, vi cómo guardaban enormes bolsas de bombones La Rosa en una alacena

—Cuando se les acaben las jericallas las van a necesitar —me explicó una, con sorna, y me aturdió su amarga sabiduría.

No recuerdo en qué parte de este post debía confesar que llevo una quiniela sobre quién se cansará primero de perseguir su sueño, de una larga lista de conocidos que hablan, sonríen e innovan con la candidez del iTriunfo a la Jobs. Supongo que está bien no agregarlo, hay amarguras que no deben exhibirse, en todo caso charlarlas con el psicoanalista que aún no visito.

Lo que sí tengo de pendiente es revisar mi presupuesto, si sigo ayudando a las chavitas a seguir sus sueños o si debo cambiar de fondita. Una donde haya ñoras de mirada hosca y trato amable. De las que no sabes cuándo empezaron a quererte, pero de pronto te sirven mayor ración de arroz.

 

 

El Oxxo, ese locus amoenus

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Se pusieron de moda los Oxxos por una instalación del artista Gabriel Orozco en la galería Kurimanzuto,de la colonia San Miguel Chapultepec.

El Oroxxo es un Oxxo idéntico a todos: mismo logo, mismos estantes, mismos productos chatarra y mismas dos cajas: una para que te cobren y otra para que te digan que debes ir a la otra caja para que te cobren. Hasta los empleados son originales. «Nosotros sí somos del Oxxo», aclaran apresurados, antes de que uno los aprecie estéticamente y los considere símbolos del patetismo postidentitario postcolonialista postergado postensequietos del siglo XXI.

juan-gabrielLa diferencia está en que ciertos artículos se intervinieron con calcomanías de circulitos, que según entiendo son sello del autor. Entonces los artículos —papitas, yogurth, condones, la revista «¡Siempre en mi mente!» de homenaje a Juan Gabriel— adquieren estatus de pieza artística y cuestan chingo de dinero más. Los mamadores que los compren pueden presumirlos como centros de mesa, en la recámara del hijo (advirtiéndole que no es para comerlo sino para regocijo del espíritu) o en el interior del refrigerador.

Como me he estado formando en esto del arte contemporáneo (también fui a Zona Maco y vi unas primorosas bolsas negras de basura en bastidor) entendí que debemos superar la pregunta ociosa de si esto es arte o no es arte, a riesgo que te comparen con Avelina Lesper, la Voldemort del arte contemporáneo. Mejor hay que meditar profundamente si el trabajo de Orozco es posible porque cada obra interactúa con su entorno y cambia durante el proceso, lo que hace que la obra esté más relacionada con lo accidental que con lo predeterminado… Y alegrarte cuando ves que tu reflexión es idéntica a la de la curadora Briony Fer.

Mi conflicto con el Oroxxo es que en el fondo (y en la superficie y en los costados) sigo siendo un romántico y pienso en los Oxxos más como un retablo de la compasión y la decadencia. Mi Homero Simpson interior se regocija con los rojos y amarillos de su logo, pasea emocionado por los pasillos de las galletas o las papitas y antes le coqueteaba a las cajeras, hasta que por fortuna me deconstruí. Entiendo lo de la psicología de los colores cálidos y el Oxxo lo cumple a  la perfección: uno quisiera quedarse todo el día y toda la noche bajo esa luz artificial, cobijado por cualquier promoción de bimbo o sabritas.

 

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Los Oxxos (o Seven Eleven, o el nombre que tengan estas tiendas de conveniencia) me parecen de los no-lugares más queribles, en tanto aún tienen reminiscencias de las vetustas tiendas de abarrotes que ciertas niñeces todavía logramos conocer. Pero no cuesta mucho encontrar las diferencias: mientras los abarrotes buscaban proveer a familias numerosas y sólidas, tan pesadas como sus catolicismos, sus licenciaturas o sus casas de fastuosa escalera telenovelera, los Oxxos están diseñados para gente sola o familias light, casi improvisadas: hombres o mujeres que renunciaron a los matrimonios y se preguntan en las noches quiénes los soportarán de viejos; jóvenes que empiezan a vivir solos y necesitan improvisar Mi Primera Trasgresión con un six de cervezas y una cajetilla de cigarros sin filtro; parejas dinkys con perrhijos y noches de Netflix, que se las arreglan con pequeñas provisiones: una latita de rajas y un paquete de diez tortillas resecas de Milpa Real bien resuelven las necesidades de un consumidor sin mucho interés en quedarse en ningún sitio, que prefiere desentenderse de la gravedad de sus relaciones personales o del espejismo del internet.

Porque el consumidor del Oxxo además es un consumidor asiduo, enfermizo, de la chatarra de la web: videos prescindibles de PlayGround, listas de libros que no interesa leer, playlist o streamings en el que es intercambiable la película de serie B como el blockbuster del año 2009 (¿cuál fue?), que la masterpiece de 1938 que nadie ha visto pero todos mamonean —porque nuestra principal forma de socializar, ahora, en las redes, es justamente mamonear.

¿Dónde está entonces el encanto de una tienda de productos efímeros para gente efímera? Justo en esa ilusión de permanencia de la fugacidad. En una era donde no son seguros los empleos, las parejas, incluso los apostolados o las convicciones, da tranquilidad reconocer un Oxxo cada dos esquinas, como en su tiempo lo fueron los Sanborns, viejos abuelos que aún creían en la prosapia de los individuos.

Quise hallar, no la encontré, alguna ilustración que igualara a los Oxxos con la famosa Noctámbulos del clásico Edward Hooper.

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En lugar del ascetismo gringo, aquí veríamos a un tipo de sudadera hiphopera, ligeramente obeso, con menor veneración hacia su café —que además sería un café Andatti y qué difícil venerar un café así—. Mostraría al Oxxo como el centro de confluencia de quienes hemos perdido la habilidad de confluir: mentes dispersas a la caza de cualquier paquete de algo que se coma, que se beba, que muy en el fondo agradecemos la media sonrisa mercadotécnica de los vendedores, tan fastidiados pero tan bien capacitados en sus cursos de atención al cliente.

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Para entender la ciencia desde México

lluvia lacandona En el San Remo, adelante de mí, en la fila para ordenar el café:

-…se pone el impermeable para buscar ayuda en la ciudad y me deja sola, con la tormenta, en plena selva, mana. Y se va y la señora con la bolsa rota. Yo ni sabía qué hacer.

-No, es que ahí sí se vio culero. Para no volverle a hablar.

-Eso pensé mana, me quería dar la muina, pero había cosas más importantes. La señora casi lloraba de lo que le dolían las caderas, el útero ya tenía una dilatación de unos ocho centímentros y las contracciones eran de sesenta segundos, ahí es cuando me cae el veinte de que la expulsión sería en tres, cuatro horas, y que me iba a tocar a mí.

-¿Y no había alguien que te ayudara?

-Es que los del pueblo donde estaba la partera no se llevaban muy bien con los del pueblo donde yo estaba. Luego con la tormenta, ni modo que me saliera a buscar gente. La luz se iba y venía. Nomás estábamos la hermana de la pacientita y yo.

-¿Y luego?

-Pues midiendo contracciones, mana. La pacientita tenía cinco horas con ellas y ahora eran constantes, cuando venían se me agarrotaba toda, la pobre. Pero me preocupaba que al registrar los latidos del niño estaba a 100 por minuto…

-Medio bajón…

-No gravísimo, pero ahí, en la tormenta, sin condiciones, me entró el tamafat. Y pues entonces le digo a la hermana de la señora que me esperen tantito, mana, y ahí se quedó dándole masajes en la espalda. Antes calenté agua, por suerte este cabrón me dejó equipo esterilizado. A la señora le digo que no se preocupe, que todo va a salir bien. Y pues yo sintiendo toda la responsabilidad.

-El Daniel es un cabrón…

-Y me voy a mi cabaña, a buscar el manual.

-El de los partos…

-Sí, ese, pero más que nada el zodiacal. Porque hacía cuentas: era 21 de julio, recuerdo perfecto, y el niño, o me nacía Cáncer o me nacía Leo. Si me nacía Leo no le veía muchas broncas pero si tocaba Cáncer no pensé que la fuera a armar.

-No, pero no te creas. Los Cáncer parecen blandos pero tienen bien puesta su coraza. Ya ves mi ex, muy tierno y todo pero muy cabrón a la hora de la hora.

-Pues sí mana, pero qué le hace una, primeriza. Yo la verdad me sentía más segura que naciera Leo. El ego ayuda en esos momentos, más que nada.

-¿Y si ya sabías para qué el manual?

-Más que nada por los ascendentes, mana. Pensé: sólo falta que tenga ascendente de aire y nos jodimos, está bien de aire, yo tengo ascendente de aire, pero no es lo que necesitaba entonces.

-¿Qué ascendente tienes?

-Libra, pero soy Piscis.

-Eso explica muchas cosas…

-La joda que me pusieron mana. Y pues ya revisé la hora, revisé los cuadros, y vi: si nace en dos horas ya la armamos porque le toca Leo ascendente Tauro. El reto estaba en que la señora no durara cuatro horas en trabajo de parto porque tocaba Géminis y pues aire, es lo que se debía evitar.

-Claro, mejor.

-Y sí, mana. Leo ascendente Tauro hasta queda mejor capacitado sexualmente.

Y se rieron.

-Como el Pablo…

-¡Cállate!

Y se rieron más.

-Pues como sea. Me regreso a la cabaña, el útero dilatado igual. Revisé latidos y registraban más alto. Me regresó el alma al cuerpo. «No, éste quiere ser Leo», pensé. Me acerqué a la panza y le dije quedito, como para que nada más él me escuchara: «Seas del signo que seas, vas a ser feliz y yo te voy a ayudar. Nomás que si te apuras dos horas todo va a estar mucho mejor.»

-Es que ahí todos tenemos nuestro destino, mana. Seas del signo que seas, lo importante es ser fuerte y sobrevivir…

-Ya sé, pero estará de acuerdo conmigo que unos signos sobreviven mejor que otros. Entonces fui y le dije a la pacientita, que con todo respeto, pero que le pujara y le pujara. Que pensara en su hijo. Y ahí se puso, a aplicarse…

En eso llegó su turno en la caja. Pidieron un moka frío y un capuchino. Se sentaron lejos de mí y ya no pude escuchar el final de la historia.

Leo

La lectora de Agatha Christie

Coleccion-Agatha-Christie-600x341En las mañanas el café San Remo es como una Academia de Desarrollo Humano. Prefiero pensarlo así para resarcir la dignidad de los desempleados, subempleados y aspirantes no muy tenaces a empleos que lo frecuentamos. Aunque no se crea, en el turno matutino el 80% de los clientes somos lectores compulsivos, pero además disciplinados a un plan pedagógico que envidiaría el Tec. de Monterrey. Desde las ocho ya está un señor de calva incipiente que hace apuntes en un block amarillo sobre Las leyes de la atracción, convencido de que el mundo entero está fraguando algo a favor de que logren sus sueños. Otro más joven ejercita sus habilidades cognoscitivas con crucigramas y sudokus. El de traje reiterativo y peinado preciso subraya y pega post-its muy prolijos en su Introducción al PNL. Una posthippie de falda floreada y perrito impertinente escudriña manuales de Tarot y hasta ha dado consultas in situ. Otro me cae mal pero consigno su esfuerzo: grueso, bigotón, pinta de abogado, apaña las mesas cercanas a los enchufes para conectar sus tres celulares, que suenan y vibran como dependencia de gobierno. Siempre engola la voz fuerte y parece hablar de negocios rentabilísimos. Cuando cuelga, continúa revisando con esmero los análisis políticos de La Razón.

Yo participo con la tableta y mis PDFs que me enseñan a mejorar mi lenguaje corporal. He notado que ya puedo mirar directo a los ojos de mi interlocutor y enarcar sutilmente las cejas, para provocarle una impresión importante.
anciana-lectoraLa que no termina de entonar en nuestra academia es una anciana desgarbada, permanente apretado, gafapastas de antes que los hipsters fueran hipsters, que ejerce la actividad menos productiva: lee novelas policíacas. Son las vetustas ediciones de Agatha Christie, las de Selecciones de Biblioteca Oro que más tarda uno en abrirlas que en convertirlas en baraja, y tal como barajas las trae ella, y debe ser dueña de una disciplina obsesiva para mantener completos sus ejemplares. La imagino sacando sus ejemplares de un librero atestado de carpetitas y recuerdos de Morelia o Yucatán, imagino que tiene veinte o treinta tomos y que se propuso leerlos o releerlos en algún momento culminante de su vida, que pudo haber sido la muerte de su esposo, el casamiento del menor de sus hijos o su jubilación de una de esas empresas de antaño que no estaban peleadas con la antigüedad de los empleados. Los de las mesas cercanas la miramos con simpatía porque representa el ideal al que aspiramos: la vida en retiro, sosegada, con libros cómplices que nos hagan llegar al ansiado estadio de la contemplación.

Más de una vez he querido interrumpirla, pretextar una plática sobre el clima para que me comparta su sabiduría. Una anciana que lee novelas de Agatha Christie no puede ser menos que sabia. De hecho lo sería menos si trajera novelas de las que recomiendan los portales literarios. Pero un poco la timidez, otro la veneración -sería como distraer a un místico de su proceso meditativo- me mantienen apartado. De vez en cuando lanzo una ojeada para comprobar que sigue ahí, o si acaso ya se convirtió en mariposa, la más obvia de las transformaciones que preveo.

Un día estaba con ella otra anciana, más joven que ella; según entendí excompañera de la escuela -en estas colonias se conocen desde el kínder hasta el salón tanatalógico- o al menos alguien de por su rumbo. No alcancé a cazar toda la conversación, apenas fragmentos: la menos anciana contaba que su nieto estaba paliducho y ojeroso, seguro por tanto tiempo que pasaba con los videojuegos, nomás lo veía absorto frente a la tele, los ojos perdidos y dale que dale a la palanquita del juguete, la nuera se lo dejaba y se iba al yoga para resolver un problema de su cadera, pero agradecía más cuando no estaba que a su regreso, porque su teléfono no dejaba de hacer ruiditos como desposeído y ella igual que el nieto, dale que dale a dedazos el juguete; la casa se ponía peor cuando llegaba su propio hijo con ese perro chato -el peg, el puk- que le cuidaba al de la tienda.

-¿Y ya estás lista para criar a tu nieto? -preguntó la anciana lectora.

-No, no, a mí me toca ser abuela. Darle dulces y consentirlo. Ser padres les corresponde a ellos.

-Pero te lo van a dejar en tres semanas. Quizá regresen cuando tu nieto tenga 18 años para pedirle disculpas, pero mientras tendrás que cuidarlo tú.

La menos anciana se rió, como si se burlara. No es cierto, se trataba de una risa más nerviosa. La anciana lectora cerró su novela y limpió sus lentes para ver mejor a su interlocutora.

– Y si tiene ojeras no es por la tele, es porque él sabe que se va a quedar solo. Escucha discusiones en la noche y se angustia. Por eso juega con la tele, para no saber más.

-Ahí exageras, yo he leído cosas contra los videojuegos.

-Los deja idiotas, querida, así están mis nietos, pero es la evolución de la raza humana, ahí no está el problema. El problema está en que te lo dejen tanto tiempo mientras destruyen su matrimonio.

-Exageras…

-¿Tú crees que la yoga esa es para arreglar la columna? ¿Tu nuera necesita seguirla arreglando cuando regresa a tu casa y sigue con su teléfono celular?

-Debe hablar con sus amigas…

-Nunca te has asomado a las clases de yoga. Hay sudamericanos largos y sonrientes. Les acomodan las piernas para que piensen mejor. Tu nuera debe estar aprendiendo mucha filosofía…

-Ya estás chocha, ves cosas donde no.

-No, si no hace falta ver. Oyes su teléfono celular y te enteras. Eso todavía es su clase de yoga. Y si está tan absorta como tu nieto…

-Maldita perra. Le diré a mi hijo que haga algo de inmediato…

-A tu hijo le conviene. Tiene más tiempo para cuidar al perro del de la tienda.

-Esa cosa que tiene Joaquín de meterse en cosas que no debe interesarle…

-Es que le interesa, querida. Si es el muchacho de la tienda que me vende los cigarros, ya sé por qué le interesa…

Y ahí la anciana menos anciana no pareció entender. La anciana lectora se estaba aburriendo. Quería regresar a su novela.

-Tengo que sentarlos y hablar con ellos. Que lleven a mi nieto con un médico, que le den vitaminas…

-No les va a alcanzar para el médico, tienen que gastar en mudanza, abogados. Pero tú puedes hacerle una ensalada de berros y jitomate. Minerales y vitaminas…

-Te hace mal tanto tiempo sola. Piensas demasiadas cosas.

La vieja lectora la miró sobre las gafas.

-Costó trabajo deshacerme de todos para poder pensar.

La charla se desinfló y qué bueno, porque yo ya iba atrasado diez minutos pero no quería irme sin enterarme del final. La anciana menos anciana le preguntó a la lectora por su familia. Le pasaba lista de hijos, yernos, nietos, la otra respondía bien, bien, bien, como si no quisiera molestarse en comprobar que su parentela estuviera bien. Se despidieron con promesa de tomar café un día de estos. «Sí sí, algún día», dijo la lectora, por primera vez dubitativa, supongo que no tenía el menor interés en compartir su café matutino. La otra emprendió retirada, pero a diez pasos regresó a preguntarle a la lectora.

-¿Por qué dijiste que me van a dejar a mi nieto en tres semanas?

-Porque en dos semanas marchan los mariconcitos -sonrió ampliamente -. Eso inspira a muchos a cambiar su vida. Van a estar bien todos: tu nuera, tu hijo, tu nieto. Tú.

El de los sudokus y crucigramas, que estaba tan atento como yo de la plática, parecía querer explicarle a la vieja con verticales y horizontales. Yo fui guardando tableta, cigarros, audífonos para irme también.

La vieja ahí sigue, leyendo. Sigue causando respeto. Un poco de temor también. Piensa demasiadas cosas y ahí estamos los demás, tan silvestres, tan esmerados en nuestras lecturas.

Agatha-Christie

El Inquisidor del Walmart

Llevaba varias cosas, por eso no podía usar las cajas rápidas. Además, tenían una cola larguísima; la desventaja de las otras filas era que los compradores llevaban sus carritos atestados y había que elegir -cálculo silvestre de sentido común- qué correlación contenido-de-carritos-pericia-de-cajeras podría ser más veloz.

Al final me puse tras una chica con escobas, trapos y artículos de limpieza. Trasero regular: recordé que en la góndola de alimentos chinos vi una de estas niñas sofisticadas que suben toda su vida a Instagram, de shorts de mezclilla y esa sí de trasero y piernas inolvidables.  Pensé que Instagram está en temporada de piernas inolvidables, saqué el celular para chusmear. Levanté la mirada para pedir disculpas porque creí haberle dado un empujón con mi carrito a la chica de los artículos de limpieza, ella ni se inmutó. La olvidé cuando en Instagram apareció una queretana de no malos bigotes que presumía con vestidito floreado el inicio de la temporada primaveral. Avanzó la chica, tenía que darle like al vestido, me enredé entre fila y foto, de pronto un fulano se mete en la fila, justo adelante de mí.

T-shirt blanca, jeans aguados, peinado burocrático, gordinflón. De esos que fueron delgados cuando vivía Kurt Cobain y ahora tenían nostalgia del grunge. Y ahí estaba, en total impunidad, más escurridizo que impositivo, entre la chica del trasero regular y yo. Sólo llevaba cuatro gerbers, ¿por qué no hizo fila en las cajas rápidas? Claro, porque estaban llenísimas y él debía salir lo antes posible con la, supongo, urgente comida de su bebé. ¿Pero meterse así, tan campante, delante de mí? Quizá no se había dado cuenta que yo seguía a la muchacha y bastaría con avisarle, entonces se pondría detrás mío, o detrás de la señora que me seguía, quien miraba resignada la revista de videojuegos que hojeaba su nieto. Estoy a punto de usar mi carraspeo más amable para avisarle de su error, cuando noto que el gordinflas me mira de soslayo. ¡El cabrón sabe que se metió, sabe que yo lo sé, y no hace nada para salir de la fila! Lo obligado es volver mi carraspeo brusco, decirle que no mame, que se vaya para atrás. Pero por la mirada sesgada noto que está nervioso, muy asumida su culpa, muy preparado para que yo lo cague y lo insulte y se arme el altercado, que habría resultado liberador. Y entonces decido no decirle nada pero mirarlo muy fijamente, muy cara de censura izquierdosa, muy actitud de reproche al borde pero contenido porque noto que eso lo abruma muchísimo más.

Mi mirada condensa todo el Odio y la Maldad del mundo, cae sobre el tipo como loza y una culpa infinita somete a sus hombros. Decide darme la espalda, perforo su nuca con todos los reclamos ciudadanos que he aprendido en facebook. Tanto le afectan que regresa el rostro de perfil, como concentrado en ver el movimiento de las otras filas. Vuelve a mirarme una micra de segundo, se da cuenta que la cosa está tensa, parece interrogarme, ¿por qué no me reclamas?, pero yo me mantengo serio como vegano ilustrado, él parece perderse en una reflexión que le viene de tiempos lejanos, mejor hacerse el güey que enfrentar la realidad. Sus orejas son dos rábanos de lo rojas, aguza la vista miope para no volverme a mirar. «Traes una culpa cabrón, tras La Culpa Madre De Todas Las Culpas». Pero si sale de la fila evidencia más su ojetada, debe aguantar como hombrecito, como tipo con cuatro gerbers en las manos que debe ser el ejemplo de su hambriento hijo.

Y ahora el que entrecierra los ojos soy yo. Con crueldad, alevosía y sadismo. Confieso que también con sorpresa y hasta ternura: ¡Acabo de descubrir que se me metió en la fila un personaje dostoievskiano, un Raskolnikov de supermercado, prepotente y simultáneamente humillado, que no sabe cómo resolver la ecuación entre su insolencia y su culpa! ¡Casi quiero abrazar al maldito gordinflón, decirle que en efecto es culpable pero que tiene un lugar de expiación en Siberia, donde podrá visitarlo su hijo, su pobre hijo tan hambriento y tan necesitado de Gerber, que aprenderá a lidiar con la vergüenza de tener a un padre como él! Pero para que la belleza de este escarnio resulte, mi deber es no romper la tensión, mantenerme imperturbable vigilándolo con la conciencia compartida, grabarle mis ojos inquisidores en lo más íntimo de su alma, que lo acompañen siempre que vuelva a comprar papillas para su bebé.

Llegué a creer que estaba exagerando en mi conciencia de agraviado y en su conciencia de hijo de puta cuando llegamos a las revistas y, para hacerse el indiferente,  Gordinflas intentó agarrar el Quién que trae a Ludvika Paleta en la portada. Acomodó con torpeza los gerbers en una mano para jalar la revista, acrobacia tan ostentosa como inútil, cae uno de los gerbers, frasco roto y medio supermercado volteando hacia Gordinflas, que ya se ha convertido en un rábano todo él. No tarda el de la limpieza, la chica de adelante escanea con una mirada su ineptitud, juro que Gordinflas se ahoga y necesita como ninguna otra cosa en la vida que yo le reclame, o que suavice mi jeta y me ría de su torpeza en tono solidario. Pero yo me mantengo necio en el gesto de reproche, ligera sonrisa por la papilla rota y cierto ánimo justiciero que nació y floreció únicamente desde su interior. Gordinflas no sabía que yo ya no lo juzgaba desde la ética, sino desde la literatura, y que su trama agobiante ya no pertenecía al mundo de los reclamos civiles, sino a la metafísica cristiana de la culpa, el castigo y mi horrenda decisión de no brindar perdón.

Llegó su turno de pagar, Gordinflas dejó caer los otros tres gerbers en la plancha de la caja como si los abandonara, la cajera le advirtió que debía pagar el que había roto y respondió que sí, que no había cuidado, ella todavía le preguntó si deseaba que fueran a buscarle un gerber nuevo para suplir al arruinado y Gordinflas apenas pudo balbucear que no, que así estaba bien.

Cuando llegó mi turno ni supe cuánto pagué, ya estaba redactando mentalmente este post. Lo que sí tengo claro es que al salir del supermercado, en la fila de los taxis, volví a cruzarme con la chica del trasero regular y ella también me miraba inquisitoria, como preguntándome por qué me porté cobarde y no le reclamé al angustiado Gordinflas su intromisión. Y hubiera querido decirle que no fue cobardía. Quizá pereza de discutir. También curiosidad. Pero después me abstuve por franco y llano amor a la literatura.

Taquerías arrumbadas

Hace unas semanas quitaron todos los puestos de fritangas cercanos al Hospital del Xoco. Había tacos de tripa y suadero, quesadillas de huitlacoche y pollo, tortas de pierna con queso y la legendaria cubana con un poco de todo, tamales en la mañana y los maravillosos tacos de la culpa en las noches. Ahora, a esa riqueza gastronómica y cultural la suple un aséptico Seven Eleven con sus chapatas que disfrazan el poco queso y el poco jamón con capas ostentosas de lechuga elegante. No me cuesta trabajo imaginar los argumentos de quien tomó la decisión de retirar los puestos: habían problemas de higiene, obstaculizaba a las ambulancias y al paso de los doctores, además al hospital se va a dolerse de los heridos, no a atascarse de taquitos y menos si no están inscritos en una red de franquicias.

No hay forma de pelear la decisión, es posible que incluso ayude a deshacerme de algunos kilos, pero no dejo de compadecerme de la gente con poco varo que con un tamal se ayudaba para las pesadas jornadas. Ya había explicado por acá (propósito de 2014, saber cómo diantres se importa el viejo bló) que aquellos puestos eran sitios de reunión para médicos, policías, familiares de los accidentados y fauna aleatoria que nos agregábamos porque qué buena era la salsa verde espesa de los tacos de cecina. Ahora la gente ya no come mientras espera, sólo espera. Eso sí, con menos riesgos salubres, quizá más estresados por tener menos qué hacer.

Como siempre que ocurren estas cosas, miro los espacios vacíos y ordenados con una nostalgia que merece todos los reproches. Las voces interiores de la sensatez se fatigan explicándome lo conveniente de la medida y siempre hablan como traducción de reality show gringo, con inflexiones afectadas que en sus titubeos parecen recoger los argumentos más adecuados. Ante ellos poco valen mis historias chocantes por lo sentimentales: lo práctico de lanzarse a los tacos de guisado cuando no había ganas de cocinar, los tamales de la mañana, tan esponjosos como humeantes, los tacos de rellena de la noche, con su rusticidad casera que hacía pensar en una comilona de pueblo. La comedera sabrosa es trascendida hacia la impersonalidad, que es como se desea tener todo espacio que sea revestido de modernidad (frente al hospital se construyó un megaedificio de condominios, de esos de moda que parecen reclusorios de lujo y a esos les queda bien tener un minisuper enfrente).  Todo va adquriendo los colores sobrios de la modernidad. Cuando uno no se acomoda a esto, adquiere un tono sepia o marchito, se vuelve alguien tan insalubre e inadecuado como los puestos que quitaron.

No tendría relevancia contar esto si no fuera porque hace poco, en el deportivo cercano a la Delegación Benito Juárez, encontré arrumbados los puestos de fritangas. Reconocí tres o cuatro, pensé en sus dueños que deben estarla pasando mal porque les han quitado su forma de sustento, aunque ese sería tema para otra redacción. Más inquietante, veía los puestos y me veía arrumbado entre ellos, un fantasma lastimoso dándole al tlacoyo con quelites, a las cebollitas ahumadas, a los tacos de chuleta que se acompañaban de papas fritas. Porque al arrumbar los puestos también nos arrumbaron a los comensales. Que debemos elegir entre adecuarnos a la nueva disposición, o deambular como almas en pena en busca de nuevos sitios donde volvamos a ser nosotros. O donde vuelva a ser yo, que sigo a la caza de lugares para comer sabroso, lejos de la mano eficiente y adecuada de la sensatez. 

Vocación de impertinente

De niño tenía mirada curiosa e incómoda. Una mañana, en la sala de espera de una clínica, no le quitaba los ojos de encima a un hombre de color -o negro o afrodescendiente, o cómo lo quieran llamar los vigías de la corrección política- y a mi madre le daba mucha pena, me cambiaba de asiento, me ponía en sus piernas y yo retorcía el cuello como Linda Blair poseída, para seguir atento del personaje tan raro. «Mira mamá», lo señalaba y ella quería que se la tragara la tierra. Enrojecía y pedía disculpas, el negro sonreía comprensivo y los dientes tan blancos me asombraban más. «Mira mamá» y ella vuelta a disculparse. Ahora me gustaría que ella me acompañara cuando veo niñas con falditas y se excusara por mí mientras yo clavo los ojos: «mira mamá, un granito en la rodilla».

Luego la impertinencia se vuelve bastión política, el gozo inútil de soltar barbaridades revolucionarias con gente bien portada que paladea un vino bien lifestyle. Pero la táctica arcaica de espantar burgueses ahora apenas sirve para abonar el humor postmoderno kitsch -la postmodernidad, ese solvente ecléctico que diluye la ironía con el prejuicio real-. Y el mundo se encorseta con modales que permiten llevar a buen término charlas sin sustancia, que a todos deja conformes. Aprendí a modular mi impertinencia una tarde de sobremesa de unas diez personas, quienes compartían su asombro por los performances; yo quería dármelas de entendido y describí con pelos -literal- y señales -literal también- un chou que hizo Lorena Wolffer en el que se bañaba con la sangre de su menstruación. Lo que días antes leí me sorprendió tanto que quería transmitirlo a mis compañeros de mesa,  exageré los litros de sangre que ella acumulaba mes con mes para su espectáculo, el baño coagulado tan de vida como de muerte, el olor al cuerpo real sobre su cuerpo y las entusiastas glosas feministas, tan pertinentes. El grupo empezó a carraspear, les urgía cambiar de tema y yo de necio inventaba más: «¡la sangre más fresca la arrojó a la cara! ¡Con la sangre recién segregada chapeaba sus mejillitas!» Y el grupo dejó de invitarme a sus reuniones y entendí que no siempre pueden compartirse expresiones artísticas refinadas entre personas tan adiestradas en la refinación.

Entre las chambas, el fastidio  y la aspiración a la mundanidad he aprendido que calladito me veo más bonito, y aún así no falta el momento en que salta una de mis preguntas y casi me arrepiento al tiempo de irla enunciando. Mis impertinencias parecen edificios tembeleques que se mueven de lado a lado y están a punto de volver cascajo y ruina lo que antes se disfrazaba de hechiza perfección. Y el movimiento del edificio es mi voz tropezando, queriendo arreglar lo arruinado y se hace el estropicio mayor.  Así ocurrió la semana pasada con la cápsula de la diseñadora de interiores.

Ella le pidió la casa prestada a una amiga de la secu, la acompañó su mamá. La parte formal estuvo bien, contó desde cuándo se dedica al diseño de interiores, por qué le gusta, los pequeños cambios en un espacio que hacen diferencia en los estados de ánimo y la calidez hogareña, dio sus teléfonos y su página web para quien la quiera contactar. Cuando el camarógrafo se puso a grabar detalles de la casa y los muebles, le dimos a la charla cordial.

-La casa me la prestó mi amiga, nos conocemos desde la secundaria.

Secundaria. Qué miedo. Pero sonreí y comenté:

-Esas son las amistades valiosas, las que duran años…

-Con ella y con varios más de secundaria nos vemos desde hace cinco años. Es emocionante ver cómo vamos cambiando y cada quién agarró su rumbo.

Compañeros de secundaria. Ese club de compartidores compulsivos de frases religiosas y de superación personal en facebook. Y los bulleadores más cretinos ahora mandan mensajes de unión familiar y solidaridad con el prójimo. Pero este desazón no lo debo decir.

-Nada como los amigos de secundaria…

-Son como tu casa. Con ellos puedes ser quien eres de verdad.

Si yo fuera quien fui a mis quince años me angustiaría muchísimo. De ese adolescente tan dolido sólo extraño la pasión con la que leía. Pero ese miedo, esa torpeza, esa zozobra constante por la nueva humillación que le preparaban aquellos obtusos que te hacen sentir en tu hogar… OK, la charla es informal, no se trata de correr por el diván psicoanalista para detallar las venganzas lentas y dolorosas que he imaginado. En cambio dije:

-Eso es tan cierto.  Nada más auténtico que aquellas amistades de adolescencia -y para remarcar lo auténtico porque me estaba sintiendo poco auténtico, me puse a contar-: esto no pasó con los de secundaria, fue con los de prepa -y fue verdad-. Nos reunimos en diciembre, el año pasado, en un karaoke -y la diseñadora y la mamá me escuchaban sonrientes, con atención-. Ya saben: cervezas, canciones de los ochenta, todos más gordos y más calvos -se rieron identificadas, sabían de qué hablaba-. Y entre ellos había dos, los que fueron «la pareja» de esos años de prepa -y la diseñadora asintió entendiendo: seguro que ella conocía a una pareja similar-. Los dos se separaron -la diseñadora hizo una mueca triste- cada quien tomó su rumbo, se casaron con otros, tienen sus carreras, sus hijos -claro, claro, dibuja las palabras con la boca la mamá de la diseñadora-. Pero en el reencuentro, sin hijos ni parejas, se les hizo lo más normal del mundo abrazarse, tomarse las manos y estar así, amorosos, como a sus dieciocho…

La sonrisa de la diseñadora se congeló. Su mamá parecía no entender. Yo entendí enseguida que esas pláticas no podía hacerlas en ese momento, con esas personas, en ese lugar.

-Los de mi secu se casaron entre ellos -explicó la diseñadora-. Les hubiera costado trabajo esconder cosas de ese tipo.

-Digo -quise arreglar-, entiendo que no hacían lo más correcto, pero esa reunión era una burbuja. Una cápsula de tiempo. Ninguno de los que estaba ahí iba a rajar.

-Alcahuetes, sus amigos -por fin la mamá de la diseñadora entendió de qué hablaba.

-Pues alcahuetes y no -acá me vino la imagen de esa pareja en el camellón con pasto, donde se acostaban largas horas a decirse tonterías, la justicia poética que siguieran haciéndolo veinte años después. -Está mal, pero también tiene su encanto: ellos se reconocían a sí mismos cuando recordaban su noviazgo.

-Lo ideal sería reconocerte con tu marido – dijo la mamá y la diseñadora habrá pensado en tantas casas que decoró a tantos recién casados, en la esperanza de los floreros o las cortinas que matizan la luz del sol.

-Por supuesto -corregí- los maridos, los hijos, las esposas… -¿y por qué rayos no le hice una pregunta para que ahora ella me hablara de su grupo?- Pero de pronto se te antoja ir al pasado, preguntarte quién fuiste, luego eso hace entender quién eres ahora.

-¿Para ti quién es más real, el del pasado o el de ahora? -soltó la diseñadora como si estuviéramos en un bar y con chelas listas para filosofías domésticas. Iba a enfrentarme con mi quinceañero lector, temeroso de las humillaciones, cuando la señora me salvó.

-Los de ahora, hija, claro -se apuró en dejar las cosas claras. -Imagina que siempre quisiéramos ser los del pasado, cuánta gente lastimada, hijos de divorciados…

-Los hijos no importan, se acostumbran… -y al momento de soltarlo quise que un rayo me fulminara para impedirme decir más estupideces. -Quiero decir: ya hay tantos hijos de divorciados, que los hijos de casados se sienten fuera de lugar. Está de moda ser hijo de divorciados -lancé mi lema simpático. Ninguna se rió.

-Al final, agarrarse de la mano no le hace mal a nadie -intentó ayudarme a corregir la diseñadora.

-Que te diga eso tu ex marido -le sonrió su mamá.

-Claro, además en la fiesta también habíamos divorciados. Nosotros entendíamos -me apuré a agregar.

-Los divorciados se entienden entre ellos -soltó la obviedad la mamá, con regusto a reproche.

-Los divorciados nos entendemos porque sufrimos lo mismo -aclaró firme la diseñadora.

-Y los divorciados también nos divertimos -quise aligerar. Y claro, no lo logré.

-Nos divertimos porque la vida sigue adelante -la diseñadora sacó otra chela imaginaria. -¿Pero a poco no sentiste dolor?

Ni modo de andar contando si alguna vez extrañé a la ex esposa. Intimidades, no. Urgía trivializar, el camarógrafo ya casi acababa y más valía cerrar la charla cordialmente. Y solté:

-Se siente dolor pero te animas y buscas a todas las que dejaste pendientes.

-¿Le urgía tanto arreglar pendientes? -la mamá. Corrí a agregar.

-Pendientes por llamarle de algún modo a las amigas de antes del matrimonio. Pero me casé y me dejaron de interesar.

-¿Nunca has pensado que alguien a quien dejaste pendiente podría valer más que la persona a quien elegiste? -la diseñadora quería cambiar la cerveza por mezcal.

-En mis tiempos elegías y te aguantabas. Te esforzabas -la madre irguió el torso y la diseñadora y yo volvimos a tener 18 años.  Decidí parar por lo seco. Pero rematar con humor:

-Es lo bueno de estos tiempos: aún me quedan cinco matrimonios para elegir- y volví a ser yo.

Y la diseñadora, ya borracha:

-A mí al menos me faltan uno o dos más.

La madre adoctrinó:

-Pues sigan eligiendo. Ahí está la calidad de sus matrimonios…

Y el camarógrafo llegó a avisar que ya estaba cubierto. Y los tres respiramos aliviados.

La despedida fue amabilísima e incómoda. «Que tenga mucha suerte», me dijo la mamá y miró a la diseñadora para que se despidiera rápido. Ella, por protocolo, me dio su tarjeta con su teléfono y su correo.

-Saluda a tus compañeros. Ojalá se sigan reuniendo.

-Ojalá. Saluda a los tuyos.

Pareció querer agregar algo. Como tomarse una chela imaginaria más. Dio la vuelta y se metió a su coche.

-Los de mi prepa son pura putería. Luego te cuento -me dijo después el camarógrafo mientras me daba el estuche de su tripié para que lo ayudara. Yo iba pensando que odiaba mi boca. Que también necesitaba de mi madre para pedir disculpas por mis impertinencias.

 

 

 

 

Harlem Shake Around The World

¡Con los terroristas!

Acabo de decir toda esta sarta de mafufadas en tuiters y me pareció tan pertinente que -agregados más, correcciones menos- lo vengo a dejar por acá:

43 min RM ‏@rufianmelancoli

debería haber una curaduría de los Harlem Shake: de oficina, escuela, de gays, familias, clásicos, pazguatos, experimentales (y los que bailan con más enjundia, o con más estilo, las mejores máscaras, los desangelados, los que le dan su girito creativo) etc.

38 min RM ‏@rufianmelancoli

Cierto que el Harlem Shake es idiota, pero hay un ejercicio de coordinación y complicidad para ejercer la idiotez que me parece meritorio.

37 min RM ‏@rufianmelancoli
Los de las oficinas acarreando disfraces y pelucas, los niños en las familias controlando la risa, salones de clases que se ponen de acuerdo para ejecutar.

35 min RM ‏@rufianmelancoli
Abuelitas con gestos: ay, esta idiotez de mis nietos. Los tímidos que les gana la risa. Los concentrados en fingir la indiferencia que pide el performance.

32 min RM ‏@rufianmelancoli
Y de verdad el video de 1 hora de Harlem Shake Around The World es una pérdida de tiempo cautivadora. Bajo pretexto del baile, ver sitios «comunes»: casas, patios, parques, balnearios, salones, cafeterías, dormitorios, los espacios cotidianos de cada grupo de gente.

31 min RM ‏@rufianmelancoli
no son artistas, o genios del vlog, o personas que deban decir/hacer algo importante. Es gente común, sobre todo jóvenes estudiantes o trabajadores, ejecutando la danza idiota  en espacios comunes

29 min RM ‏@rufianmelancoli
un Harlem Shake en una casa ascéptica de Islandia, otro en una oficina high tech de Costa Rica, otro en la gran entrada de una universidad con nieve en Bogotá. Un Aleph de lo trivial.

27 min RM ‏@rufianmelancoli
El que más me conmovió fue de Guatemala. Maestros rubios y alumnos indígenas. Los niños lo gozan con delicia. Hacen su gran travesura. Sigue la leyenda de una ONG que ¿habrá patrocinado? el dislate que al final todos aplauden

24 min RM ‏@rufianmelancoli
Datos cliché: los de tierras frias hacen mejor la primera parte. En países árabes hay chicas retando su hiyab. Revelaciones desde la idiotez.

22 min RM ‏@rufianmelancoli
precisamente porque el HS es un ejercicio idiota, intrascendente, se vuelve molde para que los ejecutantes se digan sin tenerlo consciente.

21 min RM ‏@rufianmelancoli
en el SH están ejerciendo su humor sin saber que están hablando de sus latitudes, sus idiosincracias, sus credos, sus prejuicios.

18 min RM ‏@rufianmelancoli
El Harlem Shake como un ejercicio vanal para hurgar el mundo. Se lo regalaría a un sociólogo con humor. Sepa si hay.

10 min RM ‏@rufianmelancoli
si alguien le tiene curiosidad y paciencia, decodifiquen a los terroristas

RM ‏@rufianmelancoli

y nomás agregar: el Harlem Shake Around The World es una colección de gente de todo el planeta divertida en la idiotez. Y eso es chido, ¿que no?

La nota para cuando ya nadie recuerde el Harlem Shake y por error encuentren este post:

Harlem Shake es un fenómeno de Internet basado en vídeos virales que comenzó a ganar fama a finales de enero de 2013, tras el lanzamiento de un vídeo en YouTube por el blogger cómico Filthy Frank. El vídeo original fue publicado el 30 de enero de 2013 y contenía una recopilación cómica. A partir de él se elaboró el posterior vídeo con el gag original ampliado. El vídeo definitivo con el formato actual se originó en QueenslandAustralia después de que cinco adolescentes australianos conocidos como ‘The Sunny Coast Skate‘ crearan el vídeo, The Harlem Shake v1 (TSCS original), que se hizo viral en Youtube. 1

(…)

Normalmente, cada vídeo comienza con una persona, a menudo enmascarada, bailando el tema en solitario durante 15 segundos, rodeado por otras personas que no prestan atención. Con el cambio de ritmo hay un corte y súbitamente toda la multitud baila durante otros 15 segundos, a menudo ligeros de ropa o en indumentarias o disfraces absurdos y blandiendo extraños accesorios.3 El éxito del vídeo se atribuye a la ruptura presente y a su corta duración.4 El fenómeno se ha extendido debido al gran número de gente imitando y publicando vídeos similares. 5 En los primeros nueve días del fenómeno más de 11,000 versiones del meme fueron subidas a YouTube, obteniendo más de 44 millones de visionados, con una media de 4000 nuevas variantes por día más o menos.

(Tomado del Wikipedia de confianza)