Tengo un semestre de ir a una misma fonda, ni destacable ni digna de olvido, que tiene la buena costumbre de servir el consomé caliente y los chilaquiles con tortillas puestas al sol y cortadas en tiras, y no esos tostitos de bolsa, como ya se estila en muchos sitios. Lo atendían dos ñoras jamonas de las que se pintan las uñas de rojo y siempre parecen estar de malas, hasta que te atienden con ese pulso seco y amable que tienen las tías y las mámás. Uno sabe que empiezan a quererte cuando te sirven el doble de arroz o cuando te preguntan si no quieres de la salsita que sí pica —y que en efecto tiene una beligerancia importante— y que sólo la comparten con los asiduos. Otro día olvidé la cartera y avergonzado les quise dejar el celular en prenda, mientras iba por el dinero.
—Tráigalo mañana. No nos va a dejar por un día que nos deba.
Entre el arroz, la salsa y la fiada podría parecer que habíamos rozado algo semejante al afecto.
En la caja, un cuarentón introvertido siempre hacía cuentas. Algún día que había mucha gente me pregunté por qué no se levantaba el muy güevón a ayudar a las ñoras. Después entendí esta injusticia como un elemento orgánico: alguien debía hacerse pendejo para que el mecanismo de la fonda funcionara. Como el cajero del Oxxo que te dice que te cobran en la otra caja; intentar cambiar esta costumbre implicaría un movimiento entrópico para el que muy probablemente no estamos preparados.
Y tal cual.
En la fonda acaban de aparecer dos muchachas, de estas de pelo lacio y sonrisa agradable. Como no me gusta el chisme no escuché con detalle lo que comentaron las ñoras: que al parecer eran las hijas del güevón de la caja, que él estaba creando la anomalía en otro lugar del planeta pero dejaba a su descendencia para que renovaran la fonda.
La palabra peligrosa fue renovar.
—¿Cómo está? ¡Qué gusto que venga! ¿Con qué va a empezar? —dijo una.
Yo soy Tauro y se me complican los cambios. En realidad varios de estos posts deberían tratarse de eso. También las charlas con el psicoanalista al que no me atrevo a ir.
—Todo está delicioso. Lo supervisamos personalmente y lo hicimos con mucho amor —dijo la otra, igual de agradable; las dos son agradables, tienen el cabello lacio y sonríen como si la fonda fuera un McDonalds.
Al fondo, las ñoras me miraban con muina. Entendí que no debía festejarlas de más. Me porté como un profesional de la indiferencia: crema de calabacitas, arroz y pollo en pipián.
Las muchachas trajeron la crema tibia porque así las sirven los chefs, me explicaron, para preservar su sabor. Añadieron tostones de pan frito porque así se le hace para la consistencia.
El arroz estaba pegado pero era amarillo.
—¿Sintió el azafrán?
Más interesadas en la respuesta estaban las ñoras que las chavitas. Yo no supe… soy tosco para distinguir sabores, tema que también apunto para el psicoanalista. Respondí que sí, que claro, se sentía perfecto el azafrán. Las chicas casi bailan. Ya dije que son agradables: hubiera querido bailar con ellas. Al fondo, las cejas levantadas de las doñas me hizo entender que mejor no.
El pollo en pipián venía con granada.
—Ya sabemos que se ve raro pero queríamos crear un… —la muchacha movió las manos como si quisiera generar un… —muy especial.
La otra renovación fue que casi a cada bocado se acercaban para preguntar si todo estaba bien, si me gustaba, si faltaba algo. Siempre he detestado que te traten así los meseros de cantina, como apurándote a que bebas rápido y más. En una fonda de crema, arroz y pollo con pipián era extrañísimo.
De postre hubo jericallas, que sí fue un «agregado de valor» comparado con los bombones La Rosa de antes. También hubo agregado de valor en el precio: diez pesos más que antes.
—Ya sabe que puede regresar cuando quiera, nos encanta que venga con nosotros, usted no es un cliente, es alguien que nos obliga al esfuerzo de ser cada día mejores —dijo una.
—Estamos persiguiendo nuestro sueño. Empezamos aquí, ya nos verá después.
Ahí entendí que debía corregir la metáfora de sonrisa de McDonalds: las muchachas del pelo lacio en realidad sonreían como en las Ted Talks. De inmediato pude visualizarlas en el auditorio de cortinas negras y pantalla intimidante, los chistes agudos disfrazados de bobos y los micrófonos de diadema para que todos oigan cómo convirtieron la fondita de cremas y chilaquiles en una nueva forma de conectar con la comida, de crear valor y llegar, en el reino de las fondas, a donde nadie más en el pasado había podido llegar.
Lo dicho: el papá güevón tenía su razón de ser. Empecé a extrañar su anomalía.
Justo después del cambio, al pasar cerca de las ñoras, vi cómo guardaban enormes bolsas de bombones La Rosa en una alacena
—Cuando se les acaben las jericallas las van a necesitar —me explicó una, con sorna, y me aturdió su amarga sabiduría.
No recuerdo en qué parte de este post debía confesar que llevo una quiniela sobre quién se cansará primero de perseguir su sueño, de una larga lista de conocidos que hablan, sonríen e innovan con la candidez del iTriunfo a la Jobs. Supongo que está bien no agregarlo, hay amarguras que no deben exhibirse, en todo caso charlarlas con el psicoanalista que aún no visito.
Lo que sí tengo de pendiente es revisar mi presupuesto, si sigo ayudando a las chavitas a seguir sus sueños o si debo cambiar de fondita. Una donde haya ñoras de mirada hosca y trato amable. De las que no sabes cuándo empezaron a quererte, pero de pronto te sirven mayor ración de arroz.