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‘A plena luz: el Caso Narvarte’ de Alberto Arnaut: Maigret en Luz Saviñon

A plena luz: El caso Narvarte. Cr. Courtesy of Netflix © 2022

¿Recuerdan a Jules Maigret, el comisario lerdo y eficiente de las novelas de George Simenon?

No era tan devoto de la ciencia como Sherlock el Positivista Holmes, ni tenía esta pedantería aristocrática de Hércules Poirot. Investigaba con una lentitud desesperante: se sentaba en una silla del lugar donde ocurrió el crimen, cerraba los ojos y se dejaba inocular del ambiente.

Simenon lo describía: «Quiere comprender. Se mete en la piel de sus personajes, de quienes, poco antes de verlos por primera vez, lo desconoce todo, y cuando hay un crimen, necesita averiguar hasta los más pequeños detalles. Otorga mucha importancia al ambiente en el que viven. Cree firmemente que determinado gesto no habría sido el mismo en un ambiente distinto, que un carácter evolucionaría de otra manera en cualquier otro barrio.» Por algo, Maigret fue la respuesta de la novela policial al existencialismo sesentero que recorría el mundo.

Pensaba en el comisario Maigret mientras veía A plena luz: el caso Narvarte, segundo largometraje documental de Alberto Arnaut, producido por Detective, que estrenó a inicios de diciembre en Netflix.

Trata sobre el multihomicidio que ocurrió el 31 de julio de 2015 en la calle Luz Saviñon 1909, colonia Narvarte, y de su doble ejercicio criminal: el de quienes lo perpetraron, y el del Estado —en específico: el gobierno de Miguel Ángel Mancera del entonces Distrito Federal y su Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal—, al realizar una investigación negligente y tendenciosa, que ha encubierto a los responsables intelectuales.

Intento el resumen: el 31 de julio de 2015, entre la dos a tres de la tarde, se asesinaron a cuatro mujeres y un hombre en un departamento de la calle Luz Saviñón, en la colonia Narvarte de la capital. Son la trabajadora doméstica Olivia Alejandra Negrete; la modelo colombiana Mile Virginia Martín y la maquillista Yesenia Quiroz; la activista de derechos humanos Nadia Vera y el fotorreportero Rubén Espinosa.

El activismo crítico de Nadia y Rubén contra el gobierno de Veracruz del priista Javier Duarte harían sospechosos naturales a éste y a su secretario de Seguridad Pública, Arturo Bermúdez Zurita, el tenebroso “Capitán Tormenta”. Pero las investigaciones prefirieron ahondar en el móvil de los oficios de Mile y Yesenia, presumiblemente trabajadoras sexuales. A esto se agrega la nacionalidad colombiana de Mile, que por estigma histórico la conectarían con actividades de narcotráfico. La prensa corporativa se hizo aliada de este móvil y derrocharon sensacionalismo alrededor de Mile.

Se detuvieron a tres responsables: Daniel Pacheco Martínez, Abraham Torres Tranquilino y César Omar Martínez Zendejas; pero las contradicciones, omisiones o manipulación de la investigación ha dejado más dudas que certezas. El móvil de la participación del gobierno veracruzano se ha desdeñado tanto como la Procuraduría lo ha hecho posible. Y aun siendo el móvil la trata de personas y el narcotráfico, la averiguación tampoco terminó de aclarar esa vía. El fiscal central de Investigación para la Atención del Delito de Homicidio, Marco Reyes, le pidió a los defensores y familiares de las víctimas que se conformaran con los arrestos: encontrar la verdad era una exquisitez. Un reportaje detallado de Sara Pantoja sobre el caso puede encontrarse en la página que Artículo 19 ha dedicado al tema.

A plena luz: El caso Narvarte. Cr. Courtesy of Netflix © 2022

¿Qué tiene que ver Maigret con esto? Aquí entra Alberto Arnaut, el cineasta. A plena luz: El caso Narvarte es su segundo largometraje documental, equivalente a su trabajo anterior Hasta los dientes (2018). Ahí, Arnaut revisó el asesinato de dos estudiantes del Tec de Monterrey, Jorge Mercado y Javier Arredondo, y cómo las averiguaciones del Estado intentaron crear un perfil delictivo de las víctimas, “sicarios armados hasta los dientes” (como ocurre con Mile y Yesenia en el caso Narvarte).

En Hasta los dientes, un leitmotiv adquiere distintos significados: una cámara de video del campus, con imágenes poco claras, en la que los Jorge y Javier corren antes de ser asesinados. Es la prueba más contundente del caso, pero en el filme también opera como ejercicio polisémico: la imagen distorsionada va tomando claridad según se insiste en ella, en las siluetas de los estudiantes, la luz sombría del patio, los militares, lo que no se ve y debemos imaginar. El desarrollo del argumento insiste en el video hasta llegar a una verdad poco exquisita.

En A plena luz, más que videos (aunque hay unos que dan evidencia de los recorridos de los homicidas antes y después de haber perpetrado el crimen) el cineasta recrea el espacio del departamento, al inicio con una maqueta, después en dimensiones reales, y agrega a un grupo de actores que, en mallas blancas y oscuras, representan a víctimas y victimarios. Los peritos criminalísticos Óscar Daniel Ornelas, Samantha Olivares Canales y Tileny Santiago recorren el espacio al tiempo que explican cómo suponen que se cometieron los asesinatos.

El departamento reconstruido es un ejercicio tanto didáctico como cinematográfico. Al recorrer el departamento y explicarlo, Óscar, Samantha y Tinely también funcionan como glosadores o coro de tragedia. El departamento de Luz Saviñón se rehabita desde los análisis y los comentarios; la sala y las recámaras, el baño y la cocina, recobran la identidad que podrían perderse en las imágenes originales de la investigación, tan borrosas y confusas como la averiguación misma.

En alguna escena, incluso, mientras Óscar Daniel y Samantha explican, el criminólogo Tileny Santiago se sienta en alguno de los sillones. Más que pensarlo imprudente, se me ocurrió que eso habría hecho Maigret. Y que desde su comprensión cansina se le ocurrirían preguntas morosas.

A plena luz: El caso Narvarte. Cr. Courtesy of Netflix © 2022

Sin tener la habilidad de Maigret, se me ocurren cosas que enlisto: ¿Cómo era la dinámica de vida de las cuatro inquilinas de ese departamento? Porque las asesinadas fueron Mile, Nadia y Yesenia, pero en el documental no se menciona a la cuarta inquilina, Esebeidy López (aunque a ella sí la consigna Sara Pantoja en su reportaje), “sobreviviente” porque no estuvo esa tarde ahí. Justo Esebeidy encontró a los cadáveres en la tarde y dio parte a la policía. ¿Qué ocurrió con ella? ¿Siguió en ese departamento? ¿Se mudó? ¿Ha estado involucrada en las protestas e investigaciones del crimen, o tras su declaración pintó raya y se alejó del asunto?

Hay tres móviles posibles del multihomicidio, enunciados hacia el final del documental por la hermana de Rubén Espinosa: la trata de blancas, el narcomenudeo y la represión que vendría de Veracruz. El primer móvil alude a Mile y Yesenia; el segundo a Mile; el tercero a Nadia y a su invitado Rubén. ¿Las dos parejas (Nadia y Rubén; Mile y Yesenia) sabrían que los otros estaban involucrados en actividades de riesgo? ¿Qué pensaría Nadia de las actividades de Mile y Yesenia? Y al revés, ¿cómo tomarían la tijuanense y la colombiana los motivos por los que Nadia se mudó de Xalapa?

Mile conocía a uno de los asesinos, Abraham, se sabe que tuvieron una relación de relativa intimidad, en la que él incluso cuidó de Mile cuando ella convalecía de una cirugía estética. ¿Abraham habría ido al departamento de Luz Saviñón antes del 31 de julio? ¿Las demás inquilinas lo conocerían? ¿Habría cruzado palabras con el otro visitante asiduo, el fotorreportero Rubén? Se ha dicho que Nadia rentó en ese departamento porque aceptaban mascotas y ella tenía dos perros. ¿Dónde estaban los perros el 31 de julio? ¿Los había mandado antes a Cuernavaca (el plan de Nadie era irse a Cuernavaca)? ¿Qué pasó con ellos?

¿Cómo se llevaban las cuatro inquilinas? ¿Cómo incorporaban en sus vidas a los visitantes, en concreto a Abraham y Rubén? ¿Cómo se sostiene una vida cotidiana de roomies mientras alrededor acecha la violencia?  Sé que peco de frivolidad y que estas preguntas no abonan al esclarecimiento de los homicidios, pero las preguntas se van cruzando porque también van trazando otra escena, la que hubiera querido averiguar Maigret: esa en la que dos perfiles de personas, el de los activistas políticos, el de las trabajadoras sexuales, coexisten (¿con confianza o recelo?) en un mismo espacio donde todos se saben con una espada de Dámocles, sea la del autoritarismo represivo de Veracruz, sea la del negocio de trata de personas en la Ciudad de México.

Tres mujeres marginadas y un amigo de ellas conviven en un mismo espacio, encuentran en él cierta protección, hasta que llega la violencia y se rompe la frágil burbuja. Y esa convivencia en formato roomie no se ha escudriñado, quizá porque se piensa que no vale la pena. O porque en realidad es trabajo más de novelista que de periodista o de investigador policíaco formal.

Alberto Arnaut hace lo suyo en este intento de recuperar lo cotidiano, lo personal de cada una de las víctimas. Además de consignar crímenes horrendos y la participación del Estado, también procuran recuperar la dignidad, esbozar lo singular e incluso consignar el heroísmo de cada una de estas personas: al final de Hasta los dientes, la madre de Jorge dice: “Jorge demostró la amistad que le tenía a Javier. (…) él entregó su vida por su amigo, nada le costaba seguir corriendo y dejar a Javier ahí, pero él volteó, lo vio caído y se regresó”. Mientras que en A plena luz, en el momento de la narración más cruenta de la tortura y asesinato de Rubén y Nadia, se contraponen imágenes que muestran lo que hacía valiosos a ambos: los poemas que escribió Nadia, las fotos que tomó Rubén. Un vínculo entre ambos, si se quiere utópico,  por alcanzar la libertad y la justicia de sus regiones, en esfuerzos que —después sabemos— llegaron a resultados fatídicos.

El ejercicio documental de Alberto Arnaut en Hasta los dientes y A plena luz: El caso Narvarte es de denuncia e interpelación, pero también perfila estas hermosas vidas truncadas: estudiantes, periodistas, mujeres en búsqueda de mejor vida, o de involucrarse con los otros para construir otras sociedades; personas que habrían conmovido a Simenon y a su comisario Maigret.

Hasta que llega el Estado y hace un tajo de violencia, impunidad y poder.

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Luis Miguel se mira a sí mismo

Se supo que habría una tercera temporada de la serie del Luismi —y qué bueno porque la segunda les quedó pinchita— y que abordaría el momento en que se planea la misma serie. Los memes hablaban del Luismiverse, en el que el Luis Miguel real se encontraba con el Luismi ficticio, que como además era Diego Boneta se encontraba con otro Diego Boneta de ficción. Yo pensaba más en el Quijote comentando su propia historia con el bachiller Sansón Carrasco, al inicio de la segunda parte de sus aventuras.

Pero donde el caballero y el bachiller disertan el éxito de una novela pergeñada por un moro que «los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran», acá un Luismi alcohólico, abotagado, una máscara de bótox de sí mismo, confronta su historia frente a productores, guionistas, marketeros audiovisuales que miran al ídolo como ahora veríamos a la tortuga más longeva de las Islas Galápagos, o a un dinosaurio despistado que no tuvo noticias de su extinción.

Nada más incómodo que Luismi queriendo contar cómo conoció a Michael Jackson en Corea mientras los audiovisualeros lo confrontan con lo que duele: verse cantando «La Malagueña» a los doce años. El divo rechaza el video con un gesto agrio, avergonzado de sí mismo. Más adelante intenta hacer las paces con su hija (no lo logra) y ella le pregunta por la serie. Él apenas hace un gesto fastidiado.

Luis Miguel no quiere mirarse a sí mismo porque hay pocas cosas dignas que mirar. El brillo está en su voz prodigiosa, su olfato para cantar lo que el público necesita, la habilidad de diseñar un andamiaje de elegancia y sobriedad que le da un aura inalcanzable, todo él un ejercicio aspiracional de imposible imitación. Detrás de la fachada está el desbarajuste de una vida mediocre: un sujeto incapaz de mantener los afectos con sus hermanos o su hija, un pitofácil compulsivo que no sabe distinguir una novia de la otra, la gallina de los huevos de oro que se deja defraudar por una corte de empresarios de cartón piedra, una víctima autorevictimizada, que ha hecho del maltrato que sufrió de niño un destino sombrío, pero también pretexto para una vida displiscente y en aislamiento.

En paralelo a la historia de cómo se crea la serie se cuenta su romance con Mariah Carey, que pudo haber significado su ingreso a los mercados gringos y su encumbramiento como ídolo de alcances globales. Pero Luismi no se siente cómodo interpretando a El Zorro para una película, y rechaza el dueto que hace con Mariah porque el productor David Foster le ha agregado un chafísima efecto de autotune. Al final, giros argumentales aparte, a Luis Miguel le da el jamaicón y rechaza el proyecto The Great American Songbook y prefiere concentrarse en la música vernácula mexicana y lanzar México en la piel. Desde esta línea argumental se cuenta la historia de un intento y un fracaso, Tony Manero cuando no se atreve a saltar a Nueva York, varios de los futbolistas mexicanos que probaron suerte y no lograron triunfar en Europa.

Junto con esa trama, los últimos dos capítulos están plagados de mensajes. Don Quijote y Sancho argumentan los errores que se han visto en la primera parte de su historia; Luis Miguel revisa su propio cuento y opina sobre sus villanías o carencias. El penúltimo capítulo es un homenaje al padre. Inicia con una evocación aventurera, muy Los años maravillosos, de Luisito Rey y Marcela Basteri, ambos muy a go-go —camisas psicodélicas para él, minifaldas y botas altas para ella—, y apenas y deja presentir al manipulador homicida y a la mujer que perderá su fragancia, hasta literalmente desaparecer.

Al cuento sobre el romance de los padres, el nacimiento y el descubrimiento del niño cantor, lo cierra Luismi con lapidaria descripción, que parece enfrentar a quienes hicimos de Luisito Rey el villano favorito de 2018: «No les puedo decir que fue una buena persona, tampoco les puedo decir que fue un buen esposo y menos un buen padre. Pero lo que les puedo decir es que él fue el primero en creer en mi (…) Mi padre me dio lo único que tengo. Él me dio la música». Sobre la madre, escenas después, apenas comparte con su hermano la foto de la actriz que la interpretará.

Otro mensaje, más revelador, ocurre en el último capítulo. El primer esbozo ocurre cuando Luis Miguel corre al tramposo de Patricio Robles y en su rabia le aclara: «Mi único manager se llama Hugo López. Vuelves a decir que eres mi manager y te mato». La declaración se complementa con algunos de los momentos más simples y notables de toda la serie: después de tomar sus pastillas de hombre achacoso, Luis Miguel mira fotos donde está con Hugo, la persona con quien supo tener más confianza, con quien se pudo sentir a salvo.

Si el periodismo del corazón y los locos de los recaps buscan un Rosebud para Luismi, deben encontrarlo en Hugo López, figura paterna que sustituye con paciencia y pragmatismo la voracidad de Luisito Rey. Luis Miguel comparte su Rosebud con quienes lo hemos acompañado durante su vida y hemos sido, a la par de él, niños sobreestimulados, adolescentes impulsivos, hombres o mujeres ambiguos en nuestras emociones, con nuestras cargas de demasiadas derrotas y algún acierto a cuestas.

—Hablamos del Luis Miguel cuando era un niño, de nuestros recuerdos, hablamos de este que tenemos ahora que es un hombre, un tipazo. ¿De los cincuenta? —le pregunta un periodista al Luis Miguel ochentero.

—No sé cómo seré a los cincuenta. Supongo que seré un hombre muy divertido, tendré mucho qué contar —responde.

¿Cómo seremos a nuestros cincuenta? Hay una generación que vivió bajo el experimento mediático de los grupos y los artistas infantiles, que fue acompañada en su adolescencia y juventud por telenovelas gazmoñas, chismes de noviazgos, discos tan prescindibles como memorables, bodas y divorcios de los famosos que tuvieron su equivalencia en nuestras bodas y divorcios, y que ahora nos abismamos al medio siglo con las pastillas en el buró que toma Luismi, con penosas actuaciones en un palenque porque de alguna manera hay que sobrevivir al engaño del dispendio y la precariedad.

El mensaje de la tercera temporada de Luis Miguel se cifra en este medio siglo y propone hurgar entre recuerdos, en la foto más escondida —si se puede, la que logramos no publicar en Facebook— para hallar el hilo perdido de la trama, la fisura que al inicio no percibimos tan honda y en la que quedamos atorados entre las grietas y los abismos.

Una última semejanza entre el caballero y el cantante: el primero suelta aquella disertación entre historia y poesía: «uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna». Y sin saberlo, sin quererlo, Luis Miguel parafrasea desde un mucho menos elocuente tuit:

Luis Miguel la serie termina con el momento chafa y abetunado del divo cantando «La Bikina». Siguen créditos finales con «Cuando calienta el sol». Y esta canción, inesperadamente, se vuelve reflexiva.

Cruz Azul

Heredé la playera de mi padre, como ocurre con muchos que hacen suyo un equipo desde la tradición familiar. Lo importante acá es dónde nació la pasión de mi padre por el Cruz Azul.

Lo supe en un lento viaje por el Viaducto, el auto atestado de cajas de libros porque me estaba mudando. Un día antes hablé con la ex, a seis meses de separados volvió a casarse y tenía tres meses de embarazo; me jodió la prisa para reemplazarme, me punzó en el orgullo y además tuve que fingir que entendía todo. Pensaba en el alivio de no haber sido padre con ella, en la frustración de no haber sido padre con ella, en lo sombrío de los amores devastados y más de esos lamentos que piden ron y canciones desgraciadas.

No le había contado nada a mi padre pero era obvio el ánimo hosco, y él no tenía la menor idea de cómo manejarse. Yo cambiaba de estación a estación en la radio, en alguna pescamos que pronto empezaría el partido del Cruz Azul contra el América.

Que ese era un tema tan malo como el otro. Era 2005, Cruz Azul llevaba varios años perdiendo contra el rival (y seguiría perdiendo muchos años más; en este texto no hay victorias, si acaso estoicismo).

No había duda en la afición de mi padre por el Cruz Azul: tenía gorras, una chamarra, revisaba los periódicos cada fin de semana, estaba agrio cuando las cosas en la cancha no salían bien y había un orgullo fantoche cuando el equipo hacía un buen juego.

En los recuerdos más infantiles bebía con el tío americanista y podían pasar horas discutiendo sobre el mejor equipo, analizaban con lupa hombre por hombre, ante la mirada colérica o resignada de mi madre o mi tía, o la indiferencia de mis primas, mi hermano y yo, más preocupados por las caricaturas de moda o los cantantes ochenteros que se empezaban a fabricar para nosotros. Después, según crecía, no me interesó demasiado el futbol. Le iba a uno u otro, sin fervor ni agobio; al final me sumaba al equipo de mi padre, más por comodidad que por convicción.

—A ver cómo le va —comenté.

Siguió medio kilómetro de viaje en silencio.

—A mí me gustaba el Atlético Español —dijo mi padre de pronto—, tenían enjundia, sabían moverse. Jugaban bonito aunque no les servía de mucho.

—Ese es ahora el Necaxa, ¿no?

—Fui a verlos cuando llegué a México. En esos tiempos Cruz Azul subió a Primera División. A la gente le gustaba el equipo por bravos, no tenían ningún jugador importante pero en la cancha eran idénticos al Real Madrid.

—Seguro, papá —me burlé. No lo notó. En ese momento tenía 28 años y leía con detalle el Esto, trabajaba de tramitador aduanal para una tienda de telas en el Centro. Yo apenas había nacido y a mi madre todavía le ponía nerviosa calcular la tibieza de los biberones.

—Muchos odiaban que un equipo así se estuviera chingando a todos. En esos años le ibas a las Chivas si eras del populacho, o al América si eras chilango, si tenías un Lebarón y gastabas tu sueldo en la Zona Rosa. Yo no podía hacer nada de eso. Trabajaba, tenía una esposa y tú tenías dos meses. Irle al Atlético estaba bien.

Y siguió contando: que en las quincenas comía con los compañeros de trabajo en las cantinas de Bolívar. Sopa de médula, chamorros, chicharrón en salsa verde. A mi madre no le gustaba verlo llegar borracho pero mi padre ascendía en el trabajo y debía hacerse el líder. Que en términos cantinescos significaba: mostrar que podía y sabía beber. Que podía y sabía llamar a los meseros por sus nombres; que dejaba buenas propinas y elegía las canciones de moda en la rockola.

Alguna tarde estaba ahí, en su mesa, con cuatro de sus compas, cuba tras cuba y el chisme de oficina, cuando llegaron tres tipos mofletudos y colorados, gafas oscuras de guarura, camisas abiertas y cadenas doradas en los cuellos y las muñecas. Tropezaron con alguno de la mesa de mi padre, en vez de disculpas bravearon porque estorbaba. Agitaron billetes de cien pesos para que los atendieran, de paso pidieron que quitaran la música para escuchar el radio, estaban hablando de la final. Era entre el Cruz Azul y el América y, por supuesto, decía la radio, estaba más que cantado el triunfo de los Canarios —fueron Águilas hasta los ochenta—, porque Borja, Reinoso y Borbolla, hombre por hombre eran mejores, aunque siempre debía reconocerse, con la condescendencia que pedía el caso, el esfuerzo de los celestes.

Los de las cadenas en las muñecas arengaron: el Cruz Azul era un club de advenedizos, toltecas de taparrabos que se les fruncía el culo al pisar una cancha, apestaban a azufre, ¿tendría el Estadio Azteca un lugar para amarrar mulas? Era lo malo de no poner murallas alrededor del DF, a cualquier indio que patea piedras lo dejan pasar…

Y no es que mi padre fuera tolteca o apestara a azufre, pero giró en seco a preguntarles cuál era su cabrón problema, por qué tan machitos. ¿Qué le hirió tanto? ¿Que seguía sintiéndose ajeno a la ciudad, que veía frustrado los enormes autos en las calles y sabía que difícilmente tendría uno así? ¿Intuía, detrás de la jactancia de pedir otra cuba y más cacahuates, que su matrimonio era frágil, que no tenía la menor idea de qué hacer con un bebé que cagaba cada tres horas, que se debatía entre las jerarquías de la oficina y la presión de inventarse como jefe de familia?

Mi padre reclamó y los otros se burlaron, él vociferó y los otros se levantaron para armar la campal.

—Se viene el más animal de los tres, me dice que de a cómo y le contesto que como quiera, lanza una patada, esquivo y jalo una silla para golpearle, en eso los meseros ya nos tenían bien agarrados y mentadas de madre y bravatas. Éramos un circo.

Aún no puedo imaginarlo porque mi padre siempre ha sido contenido, de los que prefieren hablar antes de irse a los golpes. Pero en ese momento se le olvidó el Atlético Español, el bebé de tres meses, la esposa que lo esperaba en casa. Habrá recitado cuanta majadería se le habría ocurrido, el otro habrá hecho lo mismo. Ahí fue cuando alguien de los dos grupos, o los meseros, o el dueño de la cantina, los envalentonó. Si tan gallitos estaban debían cruzar una apuesta a la altura de la rivalidad.

—El tipo preguntó de cuánto era mi quincena y se lo digo. Se burla, dice que no apuesta miserias y propone tres meses de mi sueldo. Y acepto. El cantinero jaló un cuaderno, escribió el acuerdo, nos hizo firmar. De garantía dejé el cheque de la quincena. El otro puso su reloj. Uno grandote, dorado. Nos dimos la mano. Me apretó fuerte para mostrar quien manda. Le respondí igual, que no me viera la cara de pendejo.

Mi padre sale de la cantina, y después, en la tarde de oficina, y peor aún, en la noche que en casa le explica a mi madre que hubo un lío de contabilidad y le van a pagar hasta el lunes, la única pregunta que se hace es por qué comprometió tanto dinero, la renta, la comida, los pañales; que por extensión era comprometer el matrimonio y su misma idea de la responsabilidad.

El domingo fueron los noventa minutos más largos de su vida. Después he visto el resumen del juego en Youtube y sé que no fue para tanto: al minuto 10 Héctor Pulido lanzó remate cruzado y abrió marcador 1-0 para los celestes; a los pocos minutos Victorino dio cabezazo para el segundo gol, y todavía no terminaba el primer tiempo cuando Muciño marcó el tercero; no parecía que el América tuviera demasiado qué hacer. Pero en el relato de mi padre fue un partido temible; el ataque americanista nunca bajó y cada recorrido por la cancha, cada pase, cada cañonazo que volaba sobre el Gato Marín, le significaban escalofríos y presagios funestos. Importaba menos la objetividad del partido, que el juego que vivía dentro suyo. Para un hombre que siempre había vivido con sigilo, su cheque guardado en un cajón de una cantina del Centro debía parecerle una imprudencia colosal, una osadía que por alguna triangulación absurda por fin le estaba dando derecho de pertenecer a la ciudad.

El partido terminó 4-1, todavía otro gol de Muciño y el de la vergüenza de Enrique Borja para el América. Apenas se montaba el podio para entregar la compa cuando llegó el de la tienda a avisar que mi padre tenía una llamada.

—Era el de la cantina, para avisarme que al otro día podía recoger mi cheque y lo demás que gané. Tu cuna, la que está en las fotos, salió de ahí.

Para entonces ya habíamos salido del Viaducto y llegamos al departamento. Bajamos la tele, movimos la antena hasta conseguir señal, alcanzamos el final del partido, que el América ganó. Hicimos muecas de desaliento. La suya era de rutina; la mía agregaba los orgullos y las derrotas, los orígenes ocultos de las familias y otras formas empecinadas de pertenencia. Mientras bajamos las cajas de libros mi padre mentó madres contra el técnico, la directiva, los jugadores que no respetaban el linaje de la Máquina.

Desde entonces, cada que el Azul tiene una victoria memorable corro al teléfono a comentarla con él. Cuando pierde también nos buscamos, él maldice y yo le hago el chiste de que cambiemos de equipo.

No sé si piensa en sus días del Centro, en su apuesta, en las preguntas que se hizo mientras su quincena reposaba en la caja de una cantina.

—El siguiente sábado se reponen— dice al cabo de un tiempo. —Tengo confianza. Algún día, el día que haga falta, van a volver a ganar.

Historia de un matrimonio, el divorcio de diseño

historia-de-un-matrimonio-de-noah-baumbach-814892¿Por qué todo mundo está hablando de Historia de un matrimonio, la película de Noah Baumbach que están pasando por Netflix? Perogrullo resuelve el enigma: porque está diseñada para eso.

Por supuesto, lo que quisiera cualquier historia contada, escrita o filmada, es que la llevemos al café y nos dediquemos cuarenta minutos a sacarle la raíz cuadrada, pero ciertas narrativas insidiosas parecen tener diseñadas las escenas, los diálogos, los matices en las actuaciones y el suspenso en los silencios para que sintamos que ahí, y justo ahí, está la revelación que toda la vida habíamos esperado.

Historia de un matrimonio (contemos rápido la sinopsis: trata del divorcio de Charlie, arrogante director de teatro, y Nicole, actriz que acaba de darse cuenta que siempre fue la sombra del esposo, y por ahí está el hijo, y se pelean su custodia, y viajan de Nueva York a Los Angeles con una facilidad digna de toda envidia) equivale a los productos Marvel, que cumplen cuotas de género, diversidad étnica, escenas de lucimiento para Robert Downey Jr, Chris Evans o baby Spider Man; en Historias de un matrimonio están los momentos obligados para satisfacer las necesidades sentimentales de los espectadores: la revelación feminista de la esposa, el no darse cuenta que no se da cuenta del esposo, el discurso empoderado e infografiable de la abogada curtida en divorcios, las estrategias infames de los abogados carroñeros, el enfrentamiento espectacular entre Black Widow y Kylo Ren (que culmina en abrazo gélido de cuento de John Cheever), la caída de veinte de él, mañosamente resuelto con una canción destemplada para no mostrar su casa vacía o la áspera contradicción entre sentirse libre o aceptar lo importante de su vínculo con la exmujer.

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Desde esta escaleta de escenas palomeadas, Historia de un matrimonio es en realidad una película morbosa, que sitúa a los protagonistas como arquetipos de la institución matrimonial en decadencia, para regocijo de la compañía teatral del esposo, de la familia de la esposa, de los abogados de ambos y de los netflixnautas en general. Nicole y Charlie viven entre reflectores para los otros, la sociedad de la película o la sociedad que los observamos; apenas hay un momento en solitario para el respiro y la reflexión de lo que les está ocurriendo; si acaso el breve momento en el que Nicole llora aún en su cama conyugal, o en el que Charlie cura su brazo herido en el suelo de la cocina de su nueva casa, tras haber fracasado en una entrevista con una terrorífica trabajadora social

Esto no hace menos apreciables los desempeños de Scarlett Johansson y Adam Driver, que son, incluso, la apuesta medular de la película. Dos presencias reconocibles y admiradas, que bendito dios les quitaron sus trajes de látex y les hicieron recordar cuando actuaban de verdad, le otorga a Historia de un matrimonio la fascinación (de nuevo: morbosa) que difícilmente habría tenido con otro elenco.  También son espectaculares (y dignas de memes y posts empoderadores) el par de escenas de Laura Dern, el buen tempo cómico de Sandra y Cassie, madre y hermana de Nicole, o mi favorito, el viejo abogado Bert Spitz, que tras cuatro divorcios, con el fracaso y la sabiduría de la edad, acaso suelta las ideas más sensatas de la película.

Lo otro que me gustó fue la impertérrita trabajadora social, a la que le urge su propia serie de terror.

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Quizá lo más importante de Historia de un matrimonio es por qué la estamos viendo, por qué nos conmueve y hablamos de ella: tras su diseño hay una necesidad actual e incómoda: revelar cómo nos estamos situando ante nuestras potenciales parejas y los compromisos que nos piden, en un momento que el individualismo y la sublimación de lo subjetivo nos aleja de todos, incluidos aquellos con quienes compartimos mesa, cama y despensa; cómo nos tiene absortos el existencialismo pop de ser fieles a nosotros mismos, ser congruentes con nuestros imperativos, ser tenaces en nuestras soledades asertivas.

 

 

Yalitza

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Y bueno, el cuento de la Negrita sigue así:

Después de tremenda actuación en Roma, después de nominaciones y alfombras rojas, tras mucho Remi Malek y Lady Gaga y mierda racista de Sergio Goyri y Laura Zapata y demás actrices chateras de los Arieles, cuando sean menos los artículos a favor de su representatividad o insistiendo en lo insuficiente de su representatividad, acabadas las sesiones fotográficas y los outfits que sí le quedan o no le quedan o que con otro firulete le habrían quedado mejor, pasadas las entrevistas grises o cagadas o elaboradas o con buscapié, Yalitza Aparicio se sentará con su mejor amiga en una refresquería de su Heroica Ciudad de Tlaxiaco, Oaxaca y se privará de risa platicándole de la chambototota que desde hace tres años consiguió. 

Porque es eso: más allá de la fascinación del cine, del glamour festivalero y hollywoodense, de lo que ha simbolizado desde las sociologías de las inclusiones o la comentocracia de las estéticas, Yalitza mesereaba y trabajaba como recepcionista en un hotel cuando encontró una chamba insólita, que le daba temor pero también la retaba, y se lanzó a protagonizar la película de Alfonso Cuarón porque «no tenía nada mejor que hacer», según contó en la mejor semblanza que le han hecho (la de Carolina A. Miranda para Los Angeles Times). Yalitza se subió a una ola que traspasó la pantalla grande y las estrategias de promoción. Y desde ahí se mantiene serena, fascinante y sin echarse pa’trás.

Desde su arrojo, Yalitza trasciende y resignifica incluso a la Cleo que la lanzó al aluvión. La insistencia en comparar (y con frecuencia denostar) la interpretación que Yalitza hace de su personaje Cleo va más allá del ejercicio actoral. Yalitza no se parece en nada a Cleo y por supuesto que hubo una creación de otra persona con quien solamente comparten rasgos y la región de donde son originarias. Pero la diferencia también es generacional: Cleo vivió y trabajó en la casa de una familia clasemediera anterior al deterioro de la clase media mexicana (tanto así que ahora los vemos como una aristocracia imposible y hasta culpable de nuestra miseria actual); Yalitza estudió para maestra de preescolar, usa las redes sociales que no conoció Cleo y en sus fotos más antiguas de Instagram se le ve en bailes y de excursión con sus amigas; muchas veces rodeada de chiquillos bajo un solazo oaxaqueño que brilla en su pelo.

 

 

Yalitza podría ser la hija de Cleo que sí estudió y que podría tener un futuro aunque sea un poco más promisorio.  La candidez de Cleo no tiene que ver con los arrestos de Yalitza para participar del circo mediático que trajo la película. 

 

Las cosas que pudo ver, que no se parecen nada a los sueños de su niñez…Dy_fTGPVYAADxhd

Yalitza se planta en Venecia, Londres, Nueva York o Los Angeles y aun sin saber inglés interactúa con quien se le ponga enfrente. Bradley Cooper le pide que salude a su novia por celular y Gary Oldman va a su camerino a conocerla. Su presencia maravilla pero también funciona como correctómetro social: de hecho es más fácil reconocer a sus detractores por lo rupestres de los comentarios; más complicada es la gama de grises en la que estamos la mayoría, desde quienes le tienen un aprecio cordial hasta quienes la adoramos irreflexivamente. ¿Te gusta Yalitza porque está triunfando en Hollywood o te gustaría si fuera una mujer que encuentras en el metro? ¿La prefieres porque la vistió un diseñador o la destacarías con jeans y cara lavada?

El carraspeo de la corrección política se extiende a la industria del glamour que intenta hacerla suya. No es gratuito que en sus primeras sesiones, las de Vanity Fair y Vogue, la hayan dotado de una personalidad folclórica-nacionalista, grave y estoica, como si la consigna fuera que una mujer mixteca sólo puede parecer azteca de calendario de Helguera o pieza prehispánica de museo.

 

 

Publicaciones como The Wrap, Chilango, Elle Mexico o The Hollywood Reporter aciertan cuando la presentan como una joven de 25 años que usa jeans y chamarras de cuero, que podría escuchar a una banda de viento oaxaqueña pero también a un grupo de rock; es indígena y también contemporánea, vive en 2019 y sus raíces no son una responsabilidad pesada, en tal caso son riqueza y posibilidad.

 

 

Pero además, Yalitza surge como figura pública el mismo año que se estrena en las pantallas mexicanas Sueño en otro idioma (Contreras, 2017), que trata sobre una lengua indígena a punto de extinguirse, y también aparece mientras en Colombia Ciro Guerra hace películas como El abrazo de la serpiente (2015) o Pájaros de verano (2018, en colaboración con Cristina Gallegos), que ponen el acento en las comunidades indígenas y sus conflictos al relacionarse con la sociedad occidental, y menos famosas pero también presentes, películas como Café (Huatey Viveros, 2017), hablada casi totalmente en náhuatl, o Tiempo de lluvia ( Itandehui Jansen, 2018), que ocurre en comunidades mixtecas. Yalitza no es un fenómeno aislado: viene acompañada de cada vez más actores y creadores que agregan nuevas visiones a un discurso fílmico de comunidades originarios, y que se desborda de los cauces convencionales del cine.

 

Y aunque experiencia ella adquirió, nunca se pudo olvidar… 

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El ocio de especular sobre el futuro de Yalitza como actriz: se insiste en que no debe representar a más trabajadoras domésticas, la parte frívola argumenta que así no encasillará su carrera; otra, más simbólica, sugiere que su proyección exigiría la reivindicación y el empoderamiento de las mujeres y la región que representa. El ejercicio de proponer una nueva película para Yalitza fuerza a imaginar historias y personajes que trasciendan modelos convencionales. ¿Se antoja verla en una comedia romántica de migrantes con Remi Malek? ¿O agobiada en un thriller rural que la obligue a balazos y correteadas? ¿Como luchadora social que lance discursos en el minuto 85 del filme? ¿Sumarse a algún esfuerzo de cine indígena o comunitario? ¿Disparatarse hacia una superhéroe latina de poderes insospechados? La opción más divertida la ha propuesto Alberto Chimal: el mexafuturismo que se atrevería a desarrollar una región de indígenas triunfadores y poderosos, al estilo de los africanos de Wakanda en Black Panther (y con Yalitza, se adivina, como amada lideresa). 

Pero la responsabilidad de la representatividad también puede ser un lastre. Angustia imaginar que después de los Oscares, cuando Yalitza regrese al mundo real, se le critique porque salió en una foto con el político no indicado (en estos tiempos de la vida pública cualquier político es no indicado), o porque una opinión suya contravenga las tesis y consignas de quienes ahora la adoran por ser fetiche de sus causas.

Ahí se me ocurre que si algo la salva, es que a pesar de nuestro afán por convertirla en todos los talismanes y fetiches que quisieran el cine y la antropología, ella sabe que sigue siendo una maestra de preescolar, y que se sigue viendo en un salón de clase, con treinta escuincles menores de seis años. Su riqueza está ahí, es su cable a tierra, la legitimidad que le permitirá remontar. 

Desde ahí, aun la versión más modesta de Yalitza es un triunfo. Ahí el oropel mediático-simbólico se desbalaga y recupera a la Yalitza que siempre ha estado detrás de desfiles y sesiones de fotos. Y acaso, de pasada, explica nuestra verdadera conexión con ella: actriz improvisada o con futuro, moda o representante de causas y demandas trascendentes, Yalitza en el fondo es una mujer que encontró una chambototota, como la que quisiéramos todos, que supo triunfar en ella y nos provoca solidaridad su buena fortuna, su empuje para sortear la cima, la persistencia que queremos que tenga para lo que siga, sea cine, fotografías, jardín de niños, o sentarse con una amiga a tomar un refresco en Tlaxiaco, Oaxaca, a contar con risas francas y sin contenciones toda la locura que ha vivido.

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Dos tipos de cuidado, cómo se ve en Cinépolis

dos-tipos-de-cuidado-770x433A las cadenas cinematográficas les encanta esta cursilería de comparar sus salas con las salas de nuestras casas. Mal que pese, algo así pasó esta semana que vimos a Jorge y Pedrito, Dos tipos de cuidado, Ismael Rodríguez, 1952, en los cinepolis y los cinemexes.

Las exhibiciones en pantalla grande de clásicos suelen convocar a los cinéfilos, bien pertrechados de fechas y curiosidades, para reafirmar su devoción en pantallota y con sonido profesional. Más que mirar, se venera. En el rito debes acompañarte con alguien no iniciado para pontificar con esas trivias que alimentan los portales chatarra del internez. La idea es que el neófito quede tan impresionado, que después sea fácil seducirle. En el 93.75% de los casos falla. Pero de nuevo el tema religioso: no se hace por estrategia de ligue, se trata más de un acto de fe.

Con Dos tipos de cuidado fue distinto. En vez de parejas hubieron papás, mamás, tíos, tías, abuelos, abuelas. Estaba esta curiosidad compartida, y era que la mayoría no habíamos visto a Pedrito en pantalla grande. Ahora la abuelada era la de la trivia: que si en el Palacio Chino, cuando era un solo Palacio Chino, se estrenaban estas pelis, que si la vieron en el Mariscala, cuando el Eje Central se llamaba San Juan de Letrán. Algunos exageran el fasto y la algarabía en los estrenos de estas películas. El sustrato de todo lo que se cuenta contiene una añoranza: ese locus amenus que es El México Que Se Fue.

¿Cómo era el México Que Se Fue de Dos tipos de cuidado? Jorge y Pedrito ilustran. De inicio, presumen la hazaña de estar reunidos en una misma película, the most ambitious crossover event in the History. Para 1952 la carrera de Jorge Negrete iba en decadencia (moriría de cirrosis un año después), mientras que la de Pedro Infante estaba en su punto más alto. Debió ser gran reto de los guionistas, Ismael Rodríguez y Carlos Orellana, crear escenas para el lucimiento en pareja y en solitario de ambos astros. No debió ser fácil urdir una trama graciosa, de enredos y amores, que forzosamente ofreciera momentos de ver a Jorge y Pedrito: 1) siendo compas, 2) siendo enemigos, 3) jugándose ranchos en la baraja, 4) cuidándose las espaldas con las enamoradas, 6) traicionándose con las mismas enamoradas, 7) golpeándose, 8) teniendo algún atisbo homoerótico (aunque siempre le salió mejor a Pedro Infante con Luis Aguilar), 9) cantando separados, 10) cantando juntos, 11) lanzándose las coplas más importantes de todo el cine nacional, 12) llevándole serenata a las muchachas, 13) haciéndole de patiños del siempre grande Joaquín Pardavé.

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Desde este reto, Dos tipos de cuidado logra un éxito total. Es una máquina perfecta de giros de tuerca, imágenes emblemáticas y diálogos memorables. No es un paradigma del cine que recrea lenguajes y reinventa arquetipos; lo es en su eficiencia para mostrar lo que quiere: dos ídolos populares en plena gracia de sí mismos.

¿Envejece? Tanto como una película que tiene 66 años: el machismo arrogante de Jorge Negrete se antoja fastidioso por lo inflexible, y aun el bonachón de Pedro Infante queda en entredicho en su compulsión mujeriega (que aún así sigue haciendo gracia por su matiz picaresco). ¿Por qué la seguimos viendo? Porque nos la ponen cada tres meses en la tele y es de estas mejores opciones cuando ya agotamos el Netflix. ¿Por qué nos apuramos a verla en pantallota? Y ahí estaría la magia, lo que hace que un clásico sea un clásico: cuando tiene que ver más con nuestro ADN cultural que con nuestra apreciación cinéfila.

No hay que engañarnos: el país que produce estas comedias rancheras estaba lejos de ser idílico. Justo ese año de 1952 hubo elecciones presidenciales y cuando la oposición henriquista protestó ante la sospecha de fraude fue duramente reprimida; pero la maquinaria priista estaba tan bien engrasada que aún podía disfrazar su autoritarismo de unidad nacional, promesa de desarrollo y orgullo patriotero.

En este contexto Dos tipos de cuidado, junto con otras veinte películas de esta llamada época de oro del cine mexicano, simula un país candoroso que se desarrolla en aparente armonía, donde las canciones resuelven desigualdades económicas y de clase, donde la amistad de los charros conjura la competitividad empresarial, donde los desaguisados se resuelven con baraja y dichos populares, en vez de desapariciones y masacres, o selecciones de mercado que marginan a grandes mayorías.

Ahora que volvemos a ver Dos tipos de cuidado, anécdotas de los abuelos incluidas, también vemos un universo al que se antoja regresar. La sala moderna, las palomitas caras y las promociones tramposas se desvanecen ante haciendas cotorronas, enamoradas rejegas y, sobre todo, charros cantores que salen imbatibles de intrigas, percances, pero sobre todo, del paso del tiempo.

En el espejismo de la comedia ranchera se concentra un código —virilidad, candor, bonnomía— tan inoperante como la petulancia para recitar trivias cinéfilas y seducir a nuestro acompañante. Pero de nuevo: mirar este cine ya no se trata de perpetuar modelos rebasados. Ver a Jorge y Pedrito en los cinemexes y los cinépolis se traduce en un ejercicio de veneración: coplas de nostalgia y de fe.

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Pasa que Chavela Vargas es punk

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Conozco más su percha que su música. Así es el aprendizaje de las glorias del folclor: ocurre en la niñez, cuando en la escuela te hacen bailar el Jarabe Tapatío para el festival de las mamás; después cuesta trabajo agregar personajes al santoral: el abrume del rock, del pop y los ritmos snob apenas dejan espacio para el elenco que conociste en los discos de los abuelos y las tías. Y en los discos que yo escuché nunca estuvo Chavela Vargas, porque el mismo showbizz mexicano se cuidó de mantenerla en un espacio segundón.

Se entiende más si se revisa qué visión de folclor y país quería mostrarse en el México del siglo pasado: orgullo de charro a la Negrete o Pedrito; hieratismo afectado de Lola Beltrán, coquetería y buena disposición —casi hostess de Secretaría de Turismo— de cantantes bravías «portadoras orgullosas del traje de charro». En este alarde debía hacer lío una mujer que confrontaba al mural institucional. Chavela era abiertamente lesbiana, abiertamente andrógina, abiertamente borracha y si a alguien no le parecía que fuera y chingara a su madre.

Por eso, en vez de los grandes escenarios, a Chavela se le relegó a cabarets (La Taberna del Greco, en el Hotel Regis, o La Perla en Acapulco), a donde acudían artistas e intelectuales  para conocer el canto desgarbado de esta mujer acre, no recomendable para el gran público, que debía mantenerse en la ficción de las Marías Bonitas y la charrería.

Se hizo compa y la mejor intérprete de José Alfredo Jiménez, y se temían sus borracheras interminables en el Tenampa; fue favorita del jet set de Acapulco y en alguna de las bodas de Elizabeth Taylor despertó con Ava Gardner bien apergollada; fue amante de Frida Kahlo y Televisa la vetó porque le bajó la novia al dueño. Desapareció muchos años y cuando regresó a los escenarios la gente acudió sorprendida. Muchos pensaron que la había matado el tequila.

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Su segundo aire, en los noventa, fue en El hábito de Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe, cabaret que buscaba expresiones alternativas a las del monopolio televisivo. Ahí la redescubrieron los españoles y la llevaron a cantar a Europa; en Madrid y París tuvo un éxito que difícilmente logró alguna otra cantante mexicana. Lo que sigue está en YouTube y no falta quienes tuvieron la suerte de verla en vivo: de poncho y pelo corto, cano, voz rasposa que maceraron los aguardientes, el canto que se interrumpe para tramitar la agonía: interpretaciones de soledad y desamor decantadas, que en este afán mortuorio también urgen a la vida y al exceso de vida.

¿Por qué tuvo mejor suerte la Chavela Vargas tardía? Ahí cabe el cliché de que estaba adelantada a su época. Su música, su estilo, pero sobre todo su personalidad, tenía más que ver con los destapes (el español posterior a Franco, el mexicano que emergió a pesar del PRI y Televisa) que con el bravío festivo de sus congéneres. La cantante de voz agria, excesiva en anécdotas y sobria en interpretación, debía esperar una época de reivindicación de amores y pasiones no heterosexuales, de personalidades insolentes, despojadas de pudores, que invitan más al trago que a la recitación patriotera.

Chavela Vargas forma parte de esos artistas subterrános que no tuvieron sitio en el canon estético y moral del siglo XX, como los infrarrealistas que reseñó Bolaño, o las escrituras extravagantes de Ulises Carrión, o los redescubrimientos insólitos de los Saicos peruanos que inventaron el punk, o de Sixto Rodriguez, que acompañó las revoluciones sudafricanas. Se escucha y se lee a estos artistas, y se presencia una historia que relativiza los elencos idolatrados por Octavio Paz o Televisa; calles poco transitadas, zonas modestas donde se dejan escuchar otras formas de la sensibilidad y de la extrañeza de estar en el mundo.

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Chavela Vargas logra su sitio hasta nuestros tiempos porque apenas se va comprendiendo que la música bravía también puede ser punk. Y su historia puede conocerse en el documental Chavela, de Catherine Gund y Daresha Kyi, que recién se estrenó y cuenta vida, obra, tragedia y gloria de la intérprete, de origen costarricense, que se volvió medular en nuestra música. Mexicana por derecho propio, dirían los panegíricos patrioteros, «porque los mexicanos nacemos donde se nos da la rechingada gana», prefiero la explicación que ella daba.

 

 

Mirar The Vietnam War desde Mad Men

vietnam-header-smallerCuando explico mi fascinación por Mad Men uso esta analogía: imaginar a un publicista de 1960 o anterior. Modas más, modas menos, viste traje, usa sombrero de fieltro, portafolios de cuero y tiene los zapatos bien boleados. Justo como Don Draper en el 90% de la serie. Y luego imagino a un publicista de 1971 y de ahí hacia adelante. Modas más, modas menos, cambió el traje por playera estampada y mezclilla, el portafolios por mochila o morral desfachatados, usa tenis o zapatos con suela de goma, su pelo va largo, o rapado, o punk, o está tatuado, o tiene piercings, según lo que use la década. El publicista de 1960 se parece al de 1950 y al de 1940, así como el de 1970 se parece al de 1980, 1990 y de ahí hasta nuestros días. Pero el de 1960 nunca será como el de diez años después. Y de esta transformación se trata Mad Men.

De esto también se trata The Vietnam War, el documental de Ken Burns y Lynn Novick que ahora está en Netflix.

Burns y Novick han registrado varios momentos históricos esenciales de Estados Unidos. Fue un hito televisivo el estreno en 1990 de The Civil War, que habla sobre la Guerra de Secesión; también han hecho documentales de jazz, béisbol, o The War (2007), que cuenta el paso de los gringos por la Segunda Guerra Mundial.

The Vietnam War cuenta en diez episodios, de casi dos horas cada uno, esta guerra que emprendió el gobierno estadounidense contra el pequeño país del sureste asiático. Son capítulos densos, poco amables en lo que registran: soldados que caminan con una lenta tensión por la selva, vietnamitas que se asoman aterrados desde sus chozas, sonidos de helicópteros, ráfagas de metrallas, bombardeos y muecas de terror, cadáveres en el fango, en las calles, miembros cercenados… ¿Por qué lo seguimos viendo?

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Mas allá del morbo primitivo de presenciar escenas bélicas o atestiguar el horror del mundo desde la soledad aerodinámica de nuestras computadoras, hay una curiosidad malsana en querer entender cómo una potencia mundial como Estados Unidos se lanzó y dejó crecer este conflicto a niveles que comprometieron incluso su propia identidad. «Como tener un padre alcohólico en la familia», describe el marine Karl Marantes en el mero inicio de la serie.

The Vietman War ataca varios frentes: hace crónica de las batallas que se dieron en tierras vietnamitas; procura, aunque sesgado, el punto de vista del enemigo, pero me pareció más interesante su descripción de cómo manejó la Casa Blanca el conflicto y, en consecuencia, cómo lo vivió la sociedad estadounidense.

Aquí Mad Men cruza con The Vietnam War: cuando la serie de las transformaciones sutiles de las familias, los hombres y las mujeres estadounidenses en los años sesenta, se complementa con esta guerra que a fuerza de insistir en sus arrogantes argumentos —frenar el comunismo, defender el mundo libre— volvieron huecos conceptos como honor, dignidad, patriotismo o democracia. Con la llegada de las tumbas de los soldados norteamericanos, con las fotografías en los periódicos de las masacres, los asesinatos o las niñas rociadas con napalm, aquellos «valores americanos» se convirtieron en retórica siniestra, discurso anquilosado que amparó la devastación desde un muy apolillado sentido de la responsabilidad.

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De ahí que lo más interesante de la serie sean los testimonios de marines, soldados, aviadores y diplomáticos que vivieron la Guerra de Vietnam en pleno. La habilidad narrativa de Burns y Novick permite crear breves y contundentes novelas sobre algunos de sus entrevistados. Entonces se va siguiendo el designio casi divino de Cogie Crocker por participar en la guerra, y cómo tras su muerte su madre y su hermana deben lidiar con la carga de resignificar el necio honor del familiar muerto; o la transformación de John Musgrave, desde haber sido marine a haber estado al borde de la muerte y culminar como veterano de guerra que hace activismo contra ésta; o Duong Van Mai Elliot, la survietnamita indecisa entre repudiar o respetar al Vietcong; o Hal Kushner, el médico que vivió gran parte de la guerra como prisionero; o Bao Ninh, el soldado del ejército norvietnamita que se convirtió en escritor y crítico; o el reportero Neil Sheehan, de los primeros en desentrañar las contradicciones del gobierno norteamericano; o Jack Todd, quien huyó a Canadá y cambió su nacionalidad para evitar enrolarse. Cada historia merecería su propio documental, y todas, juntas, hacen un coro trágico que se resuelve en un nuevo orden de las cosas para Vietnam, Estados Unidos y acaso el resto del mundo que contempló azorado el conflicto.

Así como los publicistas de 1960 no pueden ser los mismo de los que crean las campañas de 1970, las mujeres y los hombres que vivieron la Guerra de Vietnam, desde su entusiasmo candoroso de 1955, hasta su desangelado final en 1975, sufren una transformación radical e irreversible, y eso es lo que cuenta The Vietnam War: la historia de un país que se enrola en un conflicto absurdo y sanguinario, y que desde ahí revela una imagen sombría de sí mismo. Imagen que los reflejará durante toda la década de los setenta y que, tristemente, no supo evolucionar en los noventa, cuando se lanzaron a otra funesta aventura, ahora en el Medio Oriente de Asia.

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Prefiero que le den licencia a los malos conductores

Digamos tres cosas sobre la mujer que fue a sacar una licencia sin saber manejar y la sacó en 15 minutos, sin pruebas psicométricas ni estilísticas ni nada.

Antes, el contexto: en los tamlains mexicanos apareció este tuit:

La gente de tuiters llenó de insultos a Ruth, básicamente porque:

a) se llama Ruth

b) tiene 40 años

c) a su edad no ha aprendido a conducir

d) venció la procrastinación y fue por la licencia de manejo mientras muchos lo tenemos como pendiente hasta la eternidad.

e) tenía ganas de hacer exámenes teóricos y prácticos y le dijeron que ño.

f) sacó la licencia en 15 minutos y hay quienes nos hemos pasado la mañana entera en el trámite.

g) Cree en las cosas increíbles que logran volverse legales. Algo así como Tolkien con Alli McBeall.

Los tuiteros somos gente que tomamos café tibio mientras esperamos que algo o alguien nos salve, mientras no ocurre nos entretenemos con todo aquello que nos haga olvidar que seguimos esperando ser salvados.

En esta ocasión nos pusimos a criticar o defender o cuestionar o relativizar el experimento social de Ruth.

Yo quise poner un par de chistes pero no funcionaron, ahí me di cuenta de la gravedad del asunto.

Según entiendo, el conflicto está alrededor de la facilidad con la que el gobierno de la Ciudad de México expide licencias de conducir, que se la acaban dando a gente irresponsable que conduce como el diablo. El tema es que los conductores argumentaron sobre lo lejos que les queda su trabajo, sobre la urgencia de llevar a sus hijos a la escuela, sobre Miguel Ángel Mancera que quiso ser candidato a presidente y no se le hizo, etc.

Ahora sí, tres opiniones:

  1. Los conductores que no saben conducir son adorables. Manejan con el freno y como pidiendo disculpas por tener un auto. El mayor riesgo es que dejen abolladas -besitos, se dice en el argot- a los autos de adelante y atrás cuando intentan estacionarse, o que se lleven algún cono de seguridad porque no se dieron cuenta que ahí estaba jijiji, o que tarden cuarenta minutos a meterse al flujo del Periférico porque todos van rerápido y ellos preferirían llevarse la vida tranquila. Esa torpeza candorosa los hace confiables a los peatones, porque con sus velocidades bajas y sus vacilaciones hacen fácil que uno salte sobre su auto y supere con relativa facilidad el desafío motorizado.
  2. Nadie maneja peor que los mejores conductores. Los que saben ir de primera a tercera en medio segundo. Los que le dan reversa como acrobacia circense y ostentan vueltas espectaculares en las que a veces -malditos peatones- suelen estorbarlos los malditos peatones. Los que aceleran todavía con luz roja porque les gusta soltar el arrancón en chinguiza, creyendo que quienes los ven dirán: Numa, Tás Bien Cabrón, Mereces Que Todos Los Caminos Sean Tuyos.
  3. Ahondemos en la psicología de los Mejores Conductores. Desde que suben a sus autos son Gladiadores De La Selva De Asfalto y todos los que no manejan tan bien cómo el son sus adversarios. Y los peatones se les figuran como incómodos obstáculos del primer nivel de un videojuego que traen en su cabeza, que no pueden matar porque luego salen caros en el Ministerio Público y además se pierde mucho tiempo. El conductor hábil es el rey de un pequeño imperio, el del interior de su auto, y lo que está fuera es un universo inhóspito al que hay que derrotar.
  4. Lo paradójico es que el Mejor Conductor es el que mejor pasaría las pruebas para sacar una licencia. Saben cuál es el carril de alta velocidad y no sé qué putas hace ese imbécil manejando lento y entorpeciendo todo. Conocen la ambigüedad para hacer legal la doble fila y crear una comunidad de doblefileros esperando a sus hijos salir de la escuela. Encuentran el espacio pequeñito para entrometerse con habilidad pasmosa, y cómo chingados no, los frenazos angustiados de los otros son homenajes ante su fantástica faena de esquives y rebases. El Mejor Conductor es cretino porque le gusta serlo: alguien debe ganar en la batalla vial, y si no lo es él, no tiene caso que existan las vías y las calles.

Mi conflicto con la experiencia antropológica de Ruth Tengo 40 Años es a qué horas fue a hacer el trámite de la licencia, porque la última vez que lo intenté había unas filas tremendas y mejor lo dejé para otra ocasión. Igual, no tengo auto, entonces no urge. Pero sí me dejó pensando que el encono contra ella no fue por la ética vial («la ética es respetar a quien sabe qué hacer con el volante», podría sugerir el conductor habilidoso), sino por la rapidez de un trámite que cuando lo he hecho me ha llevado mis tres que cuatro horitas.

Aunque es cierto: tampoco he hecho examen.

 

Spiderman Homecoming, el superhéroe estartupero

bg_spiderman.pngTodo bien con el Spiderman Homecoming de Jon Watts: el nuevo Peter Tom Parker Holland es un chamaco simpatiquísimo; el villano Buitre Michael Birdman Keaton sabe perfectamente quién es y cuál es su papel en el mundo; Marisa Tía Beibi May Tomei es sexy hasta cuando no tiene el propósito de serlo; los chistes de Robert Stark Tony Downey Jr siguen siendo los mismos de siempre, pero como le siguen saliendo bien, pues va y pasa.

También es emotivo el homenaje a John Hughes y la comedia de adolescentes ochenteras, aunque me faltó ver a Peter Parker en su fiesta ñoña de estudiantes bailando con Liz (bonita muchacha, Laura Harrier) mientras una banda de rock toca la pieza principal del soundtrack; una pena que los deberes del superheroísmo hayan conjurado la escena; a cambio hubo explosiones, destrucciones y corretizas que estuvieron divertidas, la vdd.

Pero no deja de incomodar que el traje de Spiderman, el icónico rojo-en-cuadritos con azul que todos hemos tenido de pijama en algún momento de nuestras vidas, ahora haya sido sponsored by Starks Industries, aunque con más juguetitos, montón de estilos de telarañas y hasta la voz de Jennifer Connelly como Waze y asesora sentimental.

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El traje de Spidey es el motivo y el principal problema de esta película. Peter Parker gestiona su traje desde Capitán América: Guerra Civil, cuando Tony Stark lo recluta para que se agarre a trancazos con el Capitán América y su equipo. Ahora, al principio de su propia historia, Parker brinca emocionado por el outfit high tech que hasta viene en maletita de acero, para darle más formalidad empresarial. Lo que sigue es cómo a cambio de tan sofisticado traje, el niño Parker vive las humillaciones obligadas de un trainee aspirante a Vengador.

Parker acepta con docilidad su calidad de becario. Manda mensajes de Whatsapp para recordar que sigue vivo y el Happy Hogan que hace la talacha de Stark apenas y lo pela; presume que se encuentra en el Internado Stark y casi podría ponerlo en su Lindekin porque así se mamonea mejor (Envía una felicitación). Claro que tiene deslices de rebeldía adolescente, le quita el rastreador a su traje y se va a hacer un desmadrito al Obelisco de Washington, intenta salvar un ferry y lo termina salvando Tony Stark, quien como mentor estricto le quita el traje («sin él no soy nada» «justo por eso no lo mereces», se interpelan en melodrama pimpinelesco) mientras no aprenda a hacer las cosas bien, que según la fórmula de la historia, sería tener paciencia, aprender de los grandes y obedecer.

¿Por qué no molesta este discurso? ¿Tan asimilada tenemos la cultura emprendedora? Peter Parker es un estartupero, locuaz pero obediente, con interés de ayudar a la gente (como buen emprendedor social) pero más de engrosar las filas de los Avengers (el Google o Telefónica de los superhéroes). Pero además se desenvuelve en un universo equivalente. En su preparatoria Midtown la Venganza de los Nerds se consumó, ya no hay porristas enamoradas de los fortachones del tochito; ahora los amiguitos de Parker se preparan para un decatlón de ciencias, y el buleador Flash es un gandallita hindú multicultural, como multiculturales son la novia afro y el amigo asiático. La transgresión adolescente la enuncia Liz, cuando prefiere la alberca en vez de repasar sus libros: «una actividad rebelde es buena para la moral», y enseguida aclara que lo escuchó en un ted talk.

el-buitre-de-michael-keaton-aparecera-en-otras-peliculas-de-marvel-main-1498152173Ahí resalta (y capaz por eso es el mejor de la cinta) la perorata del Buitre Adrian Toomes, el pepenador que se convirtió en traficante de armas porque de algo se tiene que vivir. Spidey lo enfrenta con su outfit viejo, sudaderita y pasamontañas con goggles, y el viejo criminal discurre su amargura. «¿Cómo crees que Stark pagó esa torre y sus juguetitos?», le dice. «Nosotros no les importamos: construimos sus caminos, recogemos su basura, comemos sus sobras, peleamos sus guerras». El monólogo apenas sirve para darle tiempo al Buitre de que sus alas destruyan la bodega donde se encuentran. Este monólogo también queda flotando incómodo, cuando Tony Stark hace una conferencia de prensa para presentar al Reloaded Spidey, o en la acera de enfrente, cuando la princesa Diana recibe una foto vieja de la Fundación Wayne.

El superhéroe en tiempos del neoliberalismo aspira a ser parte del corporativo que los legitima, que los premia tras haber perseguido tenazmente su sueño (y haberse madreado a algunos villanos). Seguro ya hay varios ted talks que bordan alrededor de este insight. Es un excelente ejemplo para una nueva generación.

Peter Parker resuelve (y no) el dilema, aunque contarlo va contra la ley de los spoilers.

Insisto que me gustó la película. Divertida, punk de Los Ramones, Marisa Tomei.

Sólo me dejó incómodo la tecnología, tan comprometida, del outfit de Spiderman.

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AGREGO:

Luis Reséndiz me hace notar que el traje se lo regaló Stark a Parker desde el inicio de la película, en recompensa a sus servicios al enfrentar al Capitán América. De paso le suelta este consejo ambiguo, también tan cotorro que hasta sale en los trailers: «No hagas lo que yo haría y no hagas lo que yo no haría, en medio hay una pequeña franja gris y ahí es donde trabajas». Una ambigüedad semejante le permite a Stark quitarle el traje cuando no lo cree digno de él, y devolvérselo hasta que considera que el imberbe aprendió la lección. El mentor poderoso ostenta un paternalismo que el otro acepta porque, estartupero como es, sabe que está en su momento del fucking up, «fracasar, levantarse y aprender».

En contraste, El Buitre alecciona a Peter como un igual: no sólo se enfrentan superhéroe y villano, también se reconocen dos tipos de la clase trabajadora, uno joven, idealista, el otro corrupto y desencantado. Capaz y hacerle ver a Spidey la diferencia entre ellos, precarios y desechables, y aquellos, arrogantes, con el poder de decidir el destino y las guerras del mundo, hacen al chamaco decidirse a ser un luchador de a pie, el friendly Spiderman local que se menciona en los comics y las películas anteriores.

El Buitre es el verdadero mentor de Spidey. Y capaz por eso, reconociéndose en su calidad de maestro, es que no revela la identidad del Arácnido en la escena postcréditos que va anunciando la continuación de la saga.