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Spiderman Homecoming, el superhéroe estartupero

bg_spiderman.pngTodo bien con el Spiderman Homecoming de Jon Watts: el nuevo Peter Tom Parker Holland es un chamaco simpatiquísimo; el villano Buitre Michael Birdman Keaton sabe perfectamente quién es y cuál es su papel en el mundo; Marisa Tía Beibi May Tomei es sexy hasta cuando no tiene el propósito de serlo; los chistes de Robert Stark Tony Downey Jr siguen siendo los mismos de siempre, pero como le siguen saliendo bien, pues va y pasa.

También es emotivo el homenaje a John Hughes y la comedia de adolescentes ochenteras, aunque me faltó ver a Peter Parker en su fiesta ñoña de estudiantes bailando con Liz (bonita muchacha, Laura Harrier) mientras una banda de rock toca la pieza principal del soundtrack; una pena que los deberes del superheroísmo hayan conjurado la escena; a cambio hubo explosiones, destrucciones y corretizas que estuvieron divertidas, la vdd.

Pero no deja de incomodar que el traje de Spiderman, el icónico rojo-en-cuadritos con azul que todos hemos tenido de pijama en algún momento de nuestras vidas, ahora haya sido sponsored by Starks Industries, aunque con más juguetitos, montón de estilos de telarañas y hasta la voz de Jennifer Connelly como Waze y asesora sentimental.

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El traje de Spidey es el motivo y el principal problema de esta película. Peter Parker gestiona su traje desde Capitán América: Guerra Civil, cuando Tony Stark lo recluta para que se agarre a trancazos con el Capitán América y su equipo. Ahora, al principio de su propia historia, Parker brinca emocionado por el outfit high tech que hasta viene en maletita de acero, para darle más formalidad empresarial. Lo que sigue es cómo a cambio de tan sofisticado traje, el niño Parker vive las humillaciones obligadas de un trainee aspirante a Vengador.

Parker acepta con docilidad su calidad de becario. Manda mensajes de Whatsapp para recordar que sigue vivo y el Happy Hogan que hace la talacha de Stark apenas y lo pela; presume que se encuentra en el Internado Stark y casi podría ponerlo en su Lindekin porque así se mamonea mejor (Envía una felicitación). Claro que tiene deslices de rebeldía adolescente, le quita el rastreador a su traje y se va a hacer un desmadrito al Obelisco de Washington, intenta salvar un ferry y lo termina salvando Tony Stark, quien como mentor estricto le quita el traje («sin él no soy nada» «justo por eso no lo mereces», se interpelan en melodrama pimpinelesco) mientras no aprenda a hacer las cosas bien, que según la fórmula de la historia, sería tener paciencia, aprender de los grandes y obedecer.

¿Por qué no molesta este discurso? ¿Tan asimilada tenemos la cultura emprendedora? Peter Parker es un estartupero, locuaz pero obediente, con interés de ayudar a la gente (como buen emprendedor social) pero más de engrosar las filas de los Avengers (el Google o Telefónica de los superhéroes). Pero además se desenvuelve en un universo equivalente. En su preparatoria Midtown la Venganza de los Nerds se consumó, ya no hay porristas enamoradas de los fortachones del tochito; ahora los amiguitos de Parker se preparan para un decatlón de ciencias, y el buleador Flash es un gandallita hindú multicultural, como multiculturales son la novia afro y el amigo asiático. La transgresión adolescente la enuncia Liz, cuando prefiere la alberca en vez de repasar sus libros: «una actividad rebelde es buena para la moral», y enseguida aclara que lo escuchó en un ted talk.

el-buitre-de-michael-keaton-aparecera-en-otras-peliculas-de-marvel-main-1498152173Ahí resalta (y capaz por eso es el mejor de la cinta) la perorata del Buitre Adrian Toomes, el pepenador que se convirtió en traficante de armas porque de algo se tiene que vivir. Spidey lo enfrenta con su outfit viejo, sudaderita y pasamontañas con goggles, y el viejo criminal discurre su amargura. «¿Cómo crees que Stark pagó esa torre y sus juguetitos?», le dice. «Nosotros no les importamos: construimos sus caminos, recogemos su basura, comemos sus sobras, peleamos sus guerras». El monólogo apenas sirve para darle tiempo al Buitre de que sus alas destruyan la bodega donde se encuentran. Este monólogo también queda flotando incómodo, cuando Tony Stark hace una conferencia de prensa para presentar al Reloaded Spidey, o en la acera de enfrente, cuando la princesa Diana recibe una foto vieja de la Fundación Wayne.

El superhéroe en tiempos del neoliberalismo aspira a ser parte del corporativo que los legitima, que los premia tras haber perseguido tenazmente su sueño (y haberse madreado a algunos villanos). Seguro ya hay varios ted talks que bordan alrededor de este insight. Es un excelente ejemplo para una nueva generación.

Peter Parker resuelve (y no) el dilema, aunque contarlo va contra la ley de los spoilers.

Insisto que me gustó la película. Divertida, punk de Los Ramones, Marisa Tomei.

Sólo me dejó incómodo la tecnología, tan comprometida, del outfit de Spiderman.

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AGREGO:

Luis Reséndiz me hace notar que el traje se lo regaló Stark a Parker desde el inicio de la película, en recompensa a sus servicios al enfrentar al Capitán América. De paso le suelta este consejo ambiguo, también tan cotorro que hasta sale en los trailers: «No hagas lo que yo haría y no hagas lo que yo no haría, en medio hay una pequeña franja gris y ahí es donde trabajas». Una ambigüedad semejante le permite a Stark quitarle el traje cuando no lo cree digno de él, y devolvérselo hasta que considera que el imberbe aprendió la lección. El mentor poderoso ostenta un paternalismo que el otro acepta porque, estartupero como es, sabe que está en su momento del fucking up, «fracasar, levantarse y aprender».

En contraste, El Buitre alecciona a Peter como un igual: no sólo se enfrentan superhéroe y villano, también se reconocen dos tipos de la clase trabajadora, uno joven, idealista, el otro corrupto y desencantado. Capaz y hacerle ver a Spidey la diferencia entre ellos, precarios y desechables, y aquellos, arrogantes, con el poder de decidir el destino y las guerras del mundo, hacen al chamaco decidirse a ser un luchador de a pie, el friendly Spiderman local que se menciona en los comics y las películas anteriores.

El Buitre es el verdadero mentor de Spidey. Y capaz por eso, reconociéndose en su calidad de maestro, es que no revela la identidad del Arácnido en la escena postcréditos que va anunciando la continuación de la saga.

13 razones para que Hannah Baker me haga un casete

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Esto va contra mí, Hannah Baker:

Este casete es para la corrección política. Lo que no me gustó de 13 Reasons Why antes de saber si me gustó 13 Reasons Why: su promoción desde la corrección política. Esta conscientización/sensibilización sobre el acoso escolar, la depresión, el género y el suicidio, hace de cualquier crítica de la serie un alegato insensible, misógino o cínico contra la suerte de Hannah Baker, nuevo emblema de montón de personas que han sufrido de violencia escolar, o que han intentado -o logrado- quitarse la vida, ante la imposibilidad de resolver sus conflictos. De ahí que la serie se haya vuelto en un producto que a los redsocialeros bien portados les gusta calificar como Necesaria y más que Necesaria, Impostergable, y más que Impostergable, Urgente, y más que Urgente, Necesaria. La perspectiva tiene su razón de ser: su formato consigue una interacción equiparable a ver documentales ecologistas, antropológicos, a favor o en contra de causas que entrañan dilemas morales.

Este casete es para el formato de la serie. 13 Reasons Why parte del chantaje emocional. La adolescente suicida Hannah Baker graba trece casetes donde responsabiliza a sus compañeros de prepa de su suicidio y cuela una pregunta intimidante: ¿Qué hicieron para que ella tomara su decisión? La pregunta traspasa el monitor de la computadora: ¿qué hicimos, qué dejamos de hacer los espectadores para que esto ocurriera? Y va cada quien con su examen de conciencia: los apodos que pusimos, nuestras indiferencias, patanerías, deshonestidades o alardes hirientes. Quien esté libre de pecado que cierre su cuenta de Netflix. 13 Reasons Why engancha desde esta culpa y este morbo. Es como hincarse ante el confesionario o ante el artículo feminista regañón. Según se asienta el duelo por el suicidio de Hannah y los personajes adquieren sus matices promedios, se logra descifrar el carácter verdadero de la serie:

Este casete habla del ritual del sacrificio como tema narrativo. Lo que cuenta 13 Reasons está en varios relatos gringos. Seguro también está en muchas literaturas del mundo (al vuelo pienso en la Biblia y Dostoievsky), pero por alguna razón en Estados Unidos se agrega un acento vernáculo que debe venir del protestantismo, los Padres Fundadores o los guajolotes perdonados el Día de Gracia: un personaje linchado/sacrificado que, desde la culpa colectiva, funda o da sentido a una comunidad. El ejemplo inmediato es el estigma, juicio y castigo de Hester Pryne en La letra escarlata de Hawthorne, y agrego una colección:

Este casete es para Stephen Crane. Su cuento «El hotel azul», en el que un extranjero provoca las sospechas de un pueblo, que no recupera su armonía hasta culparlo de hacer trampa en el póquer y ejecutarlo;

Este casete es para Dean Moriarty. El «idiota sagrado» de Jack Kerouac en En el camino: cuando Dean Moriarty, borracho, drogado, derrotado, enfrenta el juicio informal de sus compañeros de ruta, quienes lo ven como el causante de los excesos del grupo (cita condensada por el espíritu beat): «todos seguían sentados en círculo mirando a Dean con cara de muy pocos amigos, y él seguía encima de la alfombra, en medio de todos ellos y se reía… sólo se reía. Bailó un poco. Su vendaje cada vez estaba más sucio y empezaba a deshacerse. De repente comprendí que Dean, en virtud de su enorme serie de pecados, se estaba convirtiendo en el Idiota, el Imbécil, el Santo del grupo. (…) Eso era Dean: el IDIOTA SAGRADO. (…)  Era BEAT: estaba vencido, era la raíz y el alma de lo beatífico también»;

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Este casete es para ti, Clint Eastwood.  Y el ejemplo perturbador de Río Místico (Eastwood, 2003): A Dave, escuincle de ocho o nueve años, lo secuestra un poli frente a sus amigos Jimmy y Sea; ellos son incapaces de defenderlo y sienten culpa. Cuando se rescata a Dave y saben que fue violado y humillado, la culpa crece y se mantiene hasta la vida adulta de los tres. Entonces, un crimen en el barrio permite responsabilizar a Dave: sus antiguos amigos Jimmy y Sea deben estigmatizarlo y sacrificarlo para aliviar el remordimiento que los agobia desde la infancia.

Éste es tu casete, David Lynch. La serie Twin Peaks (1990-1991) se construye desde la pregunta: ¿Quién mató a Laura Palmer?; esta chica guarda secretos que conciernen a muchos de los habitantes del pueblo maderero. Su asesinato obliga a alianzas, intrigas y medias verdades para simular una explicación atroz. El formato de Twin Peaks es detectivesco y su solución llega hasta el siniestro del Lynch ochentero (el de la perturbadora Blue Velvet): tras la armonía de una comunidad se esconden dedos u orejas cercenados, las muestras de gentileza contienen personajes perversos, retratos hiperrealistas de una sociedad que está viviendo la cruda de la francachela ochentera.

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Un casete para el mundo de Hannah Baker. ¿Cómo se mueve 13 Reasons Why en esta colección? Aunque pertrechado de sentido de comunidad (al lado de la corrección política —ofrendas, homenajes, charlas— que rodea al suicidio de Hannah, las suspicacias en Twin Peaks parecen de cavernícolas), el lugar donde vive Hannah Baker no difiere mucho del pueblo maderero de Lynch. Sus habitantes se vigilan prudentes. Los estudiantes monologan: el atleta concentrado en su buen rendimiento; la organizadora de actividades mesura opiniones porque ya proyecta su reputación política; el fotógrafo se engolosina en su vouyerismo; al intelectual no le interesa descender de su torre reflexiva. Y los adultos: padres, maestros o consejeros, recitan sin gran convicción discursos calcados de las frases asertivas de Steve Jobs. Los tratos son cínicos desde la irreverencia, las manifestaciones afectivas se contienen porque evidencian fragilidad, o porque no es obligado, ni aconsejable, exhibir calidez. Desde esta asepsia, la degradación de Hannah apenas puede reconocerse. ¿Hizo falta su suicidio para descolocar a la comunidad de Liberty High School y darles una oportunidad para la compasión?

Un casete por el trabajo argumental chafa. 13 Reasons Why es irregular y exhibe muy fácil su carpintería: primeros dos capítulos apantallantes, en tanto proponen la dinámica narrativa (los casetes incriminadores), el tono y los personajes; los siguientes episodios con momentos meritorios pero afectados: la necesidad de enfatizar la tragedia de Hannah hace exagerados muchos conflictos, y ahí viene la trampa moral: la serie guisa un potaje tan rico para discusiones de género y juventudes, que parecen perdonar sus torpezas. Y los últimos tres capítulos, cuando se condensan las causas que llevan a Hannah al suicidio, la serie vuelve a crecer y recupera el estatus que promete su publicidad. No evita giros efectistas, como el enfrentamiento final del protagonista Clay Jensen y el villano, o las  moralejas del mismo Jensen, cuando con el consejero escolar propone un mundo distinto a aquél que mató a Hannah Baker. Pero por estas escenas chocantes, me quedo con algunos buenos momentos: sin pecar de spoiler, marco la reunión de los estudiantes en el café Monet para discutir qué harán con las denuncias de Hannah, reelaboración gélida de las charlas happy teen de The Breakfast Club (Hughes, 85), o la tensa charla entre Hannah y el consejero, ella ya con el suicidio en mente, él incapaz de reconocer las urgencias de ella. La chica que no sabe cómo pedir que la ayuden, el psicólogo es incapaz de reconocer las señales de auxilio: los traspiés de gran parte de la serie se compensan con estas radiografías de la incomunicación, en las que vamos de víctimas o victimarios sin siquiera gran conciencia de nuestros roles.

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Este casete es para otras formas de pensar el suicidio. Alguien debe estar intentando un apunte más filosófico sobre 13 Reasons Why. De botepronto pensé en el ensayo de Luis Antonio de Villena, La felicidad y el suicidio, donde habla de este acto como un ritual que impide la mediocridad que sigue a la plenitud (que tu cadáver sea hermoso). También está en la novela de Vila-Matas, Breve historia de la literatura portátil, el repudio de los shandys al suicidio. O el suicidio desde Camus: el mito de Sísifo, la conciencia del absurdo. Ahí se recuperaría a una Hannah Baker más interesante: aquella que ha cargado con la mugre de todo un pueblo y que se impone su sacrificio como una suerte de exorcismo. La idea no es muy feliz desde cómo se promueve la serie (la comunicación con los adolescentes, el escrutinio a detalle de los sentimientos, la fiscalización de los acosos y otras formas de violencia), pero acaso sea la que permita hacerla más grande: perdedores, víctimas, suicidas, de lo que ellos tengan que contarnos está hecho un mundo proclive a ser redimido.

 

Las mujeres que viajan en los vagones de los hombres

Metro CDMX

La decisión de separarnos a hombres y mujeres en los vagones del metro viene de tiempos inmemoriales, cuando la Ciudad de México se llamaba Distrito Federal y la administraba un oscuro regente al que siempre se le prometía la presidencia del país y nunca se le hacía, probablemente porque se movía demasiado en la foto. Nos apartaban por el mismo motivo que ahora, y era que los hombres se manejaban como machos indómitos cuando tenían a una mujer enfrente. Incontrolables, sudaban copiosamente, los ojos se les inyectaban de sangre y sólo pensaban en cómo manosear a la víctima. A la vejación seguían peleas épicas, bofetadas, enojos y humillaciones. La separación funcionaba como forma de controlar a esas bestias y dar seguridad a las mujeres. En fechas recientes, el separo se ha extendido al metrobús. El argumento es el mismo, si bien se le ha incorporado la cháchara antropológica —patriarcado, heteronormatividad, micromachismo, onvresfrájilesnochinguen— que reviste el asunto de cientificidad.

Que sea necesaria esta división no quiere decir que guste. Y pasa menos por el tema de compartir el vagón, que por la humillación decretada y oficial que supone el estigma, lo que hace de nuestras ciudadanías improvisados esbozos. Lo triste es que cualquier alegato tropieza con el imbécil que, ahora, en cualquier ruta del metro, intente alargar la mano hacia alguna muchacha. Y los reclamo de los hombres se topan de bruces con la realidad de la violencia sexual y los feminicidios. La idea de urgir leyes más precisas y efectivas no es suficiente para cancelar las recriminaciones. Ya ni siquiera se vale decir que no todos los hombres son barbajanes, de inmediato sigue la réplica: nitidislishimbrissinbirbijinis, como diría el meme.

Resignados, pues, ahí vamos los fulanos al apartado del corral que nos corresponde. De la lejanía nos llegan testimonios de las escenas espeluznantes que se viven en el otro separo. En esa celebración de la igualdad de derechos y las victimizaciones mujeriles, las doñas, doñitas y doncellas se dan con el chongo por conseguir lugares, marcar territorio o escanear el outfit ajeno.  Hay historias impresionantes de señoras con bolsas del mandado que jalonean inmisericordes a las secres flacuchas que intentaban enchinarse las pestañas con una cuchara; viejitas a las que les arrebata el asiento alguna embarazada de oficio; ñoras empoderadas con bolsas de Zara que se consideran dignas de la mejor atención; o guapas de corta duración, quienes no soportan que alguien les arruine la tersura de las medias. Testimonios de uñas filosas como garras, mordiscos, gritos y maldiciones de barrio bajo, que haría palidecer a la más prístina sororidad.

Women wait to board Women-Only passenger cars at a subway station in Mexico City

Por eso, algunas han estado optando por otra ruta, que les han dicho que puede causar su perdición. Y van y se meten al vagón de los hombres. Que tampoco es el paraíso, falso que los hombres seamos un bloque monolítico que sólo pensamos en futbol y cervezas, aunque sólo pensemos en futbol y cervezas; también hay juegos de poder que se solucionan desde la posibilidad de los madrazos.

Ya güevuditos, cuarentones o veteranos de la andropausia, los hombres seguimos siendo el buleador que coleccionaba puerquitos en la secundaria, el fanfarrón que le subieron el sueldo y se siente el más ligador del vecindario Tinder, pícaros garañones, torvos de ideas macabras que se expresan en monosílabos. Todos estamos listos para rifarnos el tiro, mostrar quién es el más cabrón o el más hijo de puta. Justo la posibilidad de esa violencia nos hace firmar aburridos armisticios. Nos observamos con cansancio, podríamos desafiarnos pero no hay tiempo, hay que marcar tarjeta en la oficina, o volver a casa y dormir con el primer Xolos-Necaxa que aparezca en el televisor.

Entre esta pesadez, de pronto aparece una mujer en el vagón. Ni guapa o fea, ni joven o madura, o gorda o flaca, o sonriente o malencarada; entra y las miradas cambian, la indiferencia se alerta frente a la prueba. La educación machista deja una cosa clara: seguro que alguno de nosotros intentará pasarse de cabrón. Y ya se alistan las imprecaciones, los No Te Pases De Verga, las rompederas de hocico.

No sé si la chica se da cuenta de las miradas que se cruzan, tampoco sé si le son indiferentes o le hacen sentirse distinguida, a fin de cuentas no es una privilegiada, va en el mismo ritmo apretujado de enfrenes y aceleres que los demás. Pero los ojos alertas la cuidan para cuidarse a sí mismos. No queremos que un imbécil haga una pendejada y obligue a atrasar al metro media hora, no queremos poner a prueba la capacidad de explotar la violencia que sofocamos ante el jefe imbécil o el cliente obtuso. No queremos desperezar rencores, frustraciones, decadencia, el frágil equilibrio de ser nosotros. Pero además, estamos en el momento de mostrarle a la muchacha intrépida (y con ella, a toda la sororidad que lleva alrededor) que no somos los animales incontenibles que describen, que la gran mayoría preferiríamos llevar la fiesta en paz.

Las cuatro o cinco estaciones que dura la ruta de la chica se agudiza el pacto de vigilancia y protección. Cuando ella baja, deja la fragancia desvaída de su shampoo. Y así como la presencia disparó una comunicación oscura de alerta, su abandono deja un extraño ambiente de consuelo. Capaz y ella es el inicio de una nueva forma de comunicarnos con el vagón del que se nos ha separado.

Una chica en el vagón de los hombres es la oportunidad de demostrar que no somo un hiato de imbéciles; por eso la protección y la tensión, pero también el arrobamiento de tener entre nosotros a la intrépida invitada.

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Donald Trump, presidente de México

5583a36ac461883c618b45c0Debía hacer una entrevista, redactar una lista de las 10 cosas basuras que debes hacer para tener una vida basura, sacar una cita médica… y entre tanto ajetreo era mejor tomar un taxi.

Tocó un chofer gordo, recio, tirando a calvo, de jeans sucio y camisa mal planchada. Uber nunca lo hubiera reclutado, pero gracias al clientelismo chilango puede practicar el ruleteo old school. Desde antes de abordarlo se le veía hablando solo y fue lo que me dio confianza poética. En los treinta minutos de viaje -hubo embotellamiento en Insurgentes y Mixcoac y todo se atrasó un horror- lanzó una nutrida perorata; enredadísimo consignarla toda, pero entre bufido y bufido fue opinando que:

No, el principio se me escapa. Tenía que ver con una manifestación en Reforma, le mentó la madre a los manifestantes y después se arrepintió porque pobre gente, tantas penurias que pasan en la ciudad.

Tampoco recuerdo bien cómo despotricó contra Uber y cómo le quitaban su trabajo, esa es moda de fufurufos, eso sí recuerdo que dijo, usó la palabra fufurufos, fufurufos que ni conversan por estar chinga-y-jode con su celular —entonces guardé mi celular—, «pero peor cuando lo guardan, puro mirarte desde arriba, como si esperaran su puta agüita. Yo pienso que para qué tanta diferencia si al final vamos a morirnos todos, que no chinguen, va a caer la maldita bomba y ni sus celulares los van a salvar».

Ahí presté atención. El taxista estaba convencido de que tarde o temprano Donald Trump lanzará la maldita bomba, y ya hasta había calculado: destruido Reforma, Polanco, la Roma-Condesa y, por supuesto, Los Pinos. «Nomás los jodidos vamos a salvarnos. La maldita bomba no va a tocar Iztapalapa, no va a tocar Martín Carrera, no va a tocar Tláhuac: yo se lo digo, ahí nomás se acuerda de mí».

—Pero ya, ya, ya, —golpe al volante con cada ya—, que de una vez Trump arrase con todo ya. ¿Qué se va a perder en la Condesa? Puros argentinos. ¿Qué se va a perder en la Zona Rosa? Puro puto y puro coreano. ¿Qué se va a perder en Polanco? Puro judío. Pero en Iztapalapa, le digo, ahí puro mexicano. Y los de ahí nos vamos a salvar.

Las redes sociales tienen el defecto de hacerlo a uno mesiánico e inculcador de valores, y ya iba a indignarme y a decirle que no dijera eso y que qué barbaridad, cuando llegamos al embotellamiento. El refunfuño del chofer ahora fue contra los proyectos viales de Mancera y el caos en el que tiene a la ciudad. En algún momento llegamos junto a un edificio a medio construir, en el espacio donde antes estuvo el cine Manacar.

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—Ese edificio: de puro chino. Mi única esperanza es cuando quede destruido: chingo de lana que van a perder los chinos. Y me río. Sólo quiero ver sus caras. Los van a destrozar.

Segundo motivo por el que no lo corregí: de inmediato recordé a mi padre y su cruzada privada contra los zapatos chinos. A él le disminuyó el trabajo en su taller porque ya no hay zapatos buenos para arreglar: «pura mugre china». Y me vino un recuerdo algo lejano: de cuando yo era niño, y veíamos Siempre en domingo y aparecía Camilo Sesto o Miguel Bosé. Mi padre ni dejaba escucharlos porque era puro despotricar: «estos gachupas que ni cantan. Nomás vienen a robarnos el dinero. Tendrían que poner un guardia en las aduanas. ¿Vienes a robarte nuestro dinero? No, papacito, entonces de regreso. Aquí no hay nada qué robar».

Más allá de que se volvía un suplicio mirar la tele con mi padre al lado, ahora me llegaba una idea pavorosa, que se extendía al colérico chofer: ESTABAN DICIENDO EXACTAMENTE LO MISMO QUE DIRÍA TRUMP. ¿Eso hará de mi padre un genocida? ¿Eso haría del taxista un exterminador? Como si adivinara mis temores —tres autos para cruzar Insurgentes y los de tránsito detuvieron el paso—, el taxista continuó:

—…un presidente como Trump. Eso le falta a este país: un presidente como Donald Trump. Que se deje de idioteces, que deje de robar al pueblo, que ya no nos vea la cara. Que diga: prohibida la entrada a quien venga a robarnos y a chingar. O si no lo quieren los mexicanos, que lance ya la maldita bomba. Imagine destruido esto, todo Insurgentes. Pero a los de Iztapalapa ni nos van a tocar.

¿Por qué estas personas, por otro lado no infames (no lo sé del chofer, pero puedo asegurar que mi padre es un pan de Dios) podían manifestar esta xenofobia horrible? Me contesto enseguida: por inseguridad, por miedo, porque se ofuscan ante los lucimientos de los extraños y prefieren sus espacios seguros, de personas reconocibles, que no deben hacer el esfuerzo de descifrar. Ahí está una de esas oscuras fascinaciones que pone a filósofos e historiadores a estudiar el nazismo: la idea de una sociedad que desgasta su tolerancia y su templanza para relacionarse con los otros, y que entonces muy fácil se deja llevar por un orate que gobierna a golpe de ocurrencias y terror, como en su tiempo fue Hitler, como ahora lo es Donald Trump. Capaz es mucho más difícil mantener el equilibrio -casi siempre imperfecto, injusto, hasta ladino- de las democracias, que estas tablas rasas, inclementes, de dictadores con ideas pobres pero seguras de tan esquemáticas: la bondad de los nuestros, el peligro de esas sombras fantasmales -judíos, mexicanos, coreanos, Miguel Bosé- que amenazan nuestra pírrica tranquilidad.

—¿Usted imagina lo felices que seríamos con un presidente como Trump? ¿A la chingada los que no sirvan y quedarse los que debemos quedarnos, que nos proteja Trump?

—El problema es que este Trump no va a protegerlo a usted. Y que la bomba deja radiaciones. Va a tener nietos con cara de sapos —hasta entonces me atreví a opinar.

El taxista se rió. «Pues si ya tengo cara de sapo, ¿qué va a ser peor?» A esas alturas ya íbamos llegando a mi destino. Noventa pesos porque el tráfico retrasó todo. El taxista siguió su perorata solitaria. Cara de sapos, qué puede ser peor. Ya le tocaría a otro escucharlo disertar sobre una ciudad batracia que pide la justicia de un cruel exterminador.

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Juan Gabriel antes de Juanga

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Mi Juan Gabriel favorito es el de los setenta, el que cantaban mis padres, mis primos mayores y mis tíos. El Juan Gabriel que todavía no es Juanga, un jovencito que se le miraba como el novio ideal de las chamacas, guapo, bien vestido y mejor portado, del que sólo algunos recelosos empezaban a sospechar una sexualidad polémica.

Este Juan Gabriel es icono absoluto de los setenta mexicanos, esa larga y oscura década que inició el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco y terminó con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Años de hegemonía priista, sin contrapesos políticos de importancia, sin rock, ni jóvenes, ni diversidad sexual; con un autoritarismo tieso y una sociedad cooptada por Televisa, desde los programas de Raúl Velasco y Jacobo Zabludovsky.

En estos espacios, Juan Gabriel galvaniza un estilo ramplón y sentimental, de frases pegajosas e inmediatas, pero más amplio, desde ahí reconoce y compila una educación sentimental diferente al trasnoche prostibulario de Agustín Lara o la bravuconería existencialista de José Alfredo Jiménez.

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En Juan Gabriel miran dos marginados: el muy mentado homosexual pero, igual de importante, el payo o provinciano. La condición de provinciano no sólo se trata de llegar a la capital, se agrega el pasmo ante una realidad urbana abrumadora. En los setenta, el provinciano ya no llega a la capital para las parrandas vaciladoras en los cabarets de San Juan de Letrán, como ocurría en décadas anteriores; ahora se les confina en multifamiliares y son motivo de burla por su impericia en el metro y por su forma de cruzar las avenidas, en carreritas humillantes para que el Maverick avance con señorío. La clave en cómico de Juan Gabriel sería La India María, que aparece a la par de las primeras canciones del baladista, pero mientras la María logra ser tan intrépida como los giros del guión se lo permiten, Juan Gabriel se concentra en canciones, sentencias, melodías, rimas y desde ahí desarrolla la sabiduría de la emoción.

A la ironía cosmopolita la enfrenta con honestidad emocional. «No tengo dinero ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar», dice en su primer éxito, que coincide con las tribulaciones de quienes lo escuchan: frente a las apariencias, él blande franqueza. Franqueza frágil pero por eso melodramática y conmovedora.

Versos sencillos y francos, que vienen de un código simple: el amor correspondido hace bien, se es feliz con él («Nuestro amor es el más bello del mundo, nuestro amor es lo más grande y profundo»); el amor desdeñado o desengañado provoca dolor y despecho, ante él sólo queda agonizar en el desconsuelo («Yo no nací para amar / nadie nació para mí, mis sueños nunca se volvieron realidad») o lanzar reclamos airados para compensar la humillación («que para amarte nada más / para eso a él le falta lo que yo tengo de más»).

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Aquí se agrega la condición homosexual, que Juan Gabriel no hace explícita porque los tiempos no están para reivindicar diversidades. Juan Gabriel escribe sus canciones al tiempo que el novelista Luis Zapata publica El vampiro de la colonia Roma, y cuando José Joaquín Blanco lanza aquel ensayo bisagra del movimiento homosexual mexicano, «Ojos que dan pánico soñar». En los tres casos, la homosexualidad es transgresión y decadencia, con irremediable final trágico. Pero mientras Zapata y Blanco hacen su obra con conciencia de la visibilización de una comunidad, Juan Gabriel no tiene (ni quiere tenerla) la formación ideológica que le haga entender la identidad sexual como identidad política. Por eso opta por la ambigüedad y los mensajes cifrados. En lugar de afirmaciones, alusiones; en vez de la exhibición, secreto y susurro, romance de alcoba y pasiones sin nombrarse. La franqueza de Juan Gabriel está en la emoción, no en la asunción de sí mismo. «La solución no sé cómo encontrarla / si yo trato de olvidarte y no lo sé». La maravilla (la obviedad) es que este mensaje cifrado le corresponde a cualquier romance, homo, hetero o de cualquier coloratura. Pero si la mirada romántica de Juan Gabriel llega a ser misteriosa o desgarrada, es justo por la pieza del acertijo  -la prohibición de hacer explícita la homosexualidad- que no se sitúa en la cartografía del deliquio, pero que lo barniza en cada verso, coqueteo y arranque pasional.

Hay un equivalente literario de las canciones de Juan Gabriel, es la novela de Luis Zapata En jirones (85) que escribió años después de la picaresca gay El vampiro de la colonia Roma (79). Cuenta el romance entre el narrador Sebastián y A., hijo de familia indeciso entre asumir su identidad sexual o casarse y ser un macho tapatío. La novela tiene dos partes, el diario de Sebastián y después su desvarío obsesivo. Elementos minimalistas -salvo un par de personajes y espacios, Zapata evita nombrar amigos, calles, contextos sociales o culturales- crean una textura narrativa espesa, que anuncia y valida la autodestrucción de la segunda parte. Lo curioso es que esta textura semeja mucho, las letras de Juan Gabriel: «en el amor, me digo, cuando es amor, cuando hay pasión de por medio, sólo se puede perder; no hay otra alternativa» reflexiona Sebastián en las primeras páginas. «Y sólo me queda desearte que seas feliz en el espinoso sendero de la vida que has elegido», fantochea contra la indecisión de A., páginas después, y se parece al «Que seas muy feliz» del Juan Gabriel tardío. El homenaje explícito llega hacia la mitad de la novela, cuando el enamoramiento de Sebastián empieza a convertirse en delirio: «Hoy, en este día, decido, como si la vida fuera una canción de Juan Gabriel, que voy a dejar de quererte. Aunque estoy más convencido de que la vida es una canción de Juan Gabriel que de poder dejarte de amar».

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Para los ochenta Juan Gabriel ya ha conquistado la ciudad. «Querida» permanece meses en los rankings musicales, sus discos venden millones y su concierto empieza a ser de los shows más esperados. Su figura de novio de las chamacas evoluciona al de pícaro noctámbulo de la Zona Rosa, que hace de su sexualidad esquiva una estrategia para la promoción. En esta década se acuña el mote de Juanga, que se convierte en mofa y orgullo según desde qué cantina buga o estética trasvesti se diga.

Juan Gabriel el payo conquistó la ciudad. Juan Gabriel el gay se consolida como divo en el imperio de los machos. Tras consumar su triunfo se alejará de la capital, del escándalo, gravitará entre la frontera y las comunidades mexicanas en Estados Unidos, hará canciones horrorosas para apoyar al candidato priista Francisco Labastida y estará, como se ha solido decir en los últimos diez años, «más allá del bien y el mal». Con canciones francas, como álgebra puro, para hacer ambiguos los romances, la realidad del sentimiento y de la identidad.

 

 

Creed y El despertar de la Fuerza: dos películas que buscan a papá

rufián 12Una máscara chamuscada y un calzoncillo con barras y estrellas: estas reliquias remiten a dos películas de franquicia y de éxito sobresaliente: Star Wars: el despertar de la fuerza (Abrams,15) y Creed (Coogier, 15). Ambas reliquias simbolizan la búsqueda de la imagen paterna: Darth Vader y Apollo Creed. Pero los padres no son solamente un par de personajes clásicos que ahora se perpetúan en su descendencia. Estas películas también se recrean desde el reconocimiento de sus progenies: la primera Guerra de las galaxias (Lucas, 77) y el primer Rocky (Avildsen,76).

Se ha hablado mucho de las coincidencias «tramposas» de personajes, giros de tuerca y recursos narrativos de Abrams con respecto a la película de 1977; Coogler no se queda atrás. Su historia del boxeador amateur que enfrenta un combate desigual, que se obliga a un entrenamiento arduo y a estrechar su relación con su novia recién cortejada y su couch veterano, es el argumento del Rocky de 1976 pero del Creed de 2015 también.

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La diferencia entre las originales y sus descendientes estriba en que mientras las primeras eran auténticas aventuras solitarias, riesgos creativos de Lucas, Stallone y el director John G. Avildsen, en El despertar de la fuerza y Creed ya existe un amplio bagaje al cual recurrir. Seis películas en ambos casos, unas mejores que otras, todas con una riqueza de personajes, paisajes, diálogos y escenas emblemáticas, de tal modo que verlas es conversar con casi cuatro décadas de referentes pops:  caballeros jedis, adversarios de Rocky, estrellas de la muerte, entrenadores, robots, escaleras del Museo de Arte de Filadelfia, piezas musicales emblemática de John Williams o de Bill Conti.

A esto llamaron postmodernismo en los noventa; ahora le dicen falta de ideas o apelar a la nostalgia, según a qué crítico se lea. También son apuestas seguras. Con el leve matiz: mientras la película de los jedis es un proyecto financiero-corporativo que se acompaña de una nutrida maquila de trebejos y un cronograma para secuelas y spin-offs, Creed es la terquedad de Ryan Coogler  (tan terca que al principio ni Sylvester Stallone quería participar) por recrear la mitología del boxeador de Filadelfia desde el cabo suelto de la descendencia de su rival. Mientras Abrams mata a Han Solo, su mejor personaje, para que los comedores de palomitas salgan de las salas con sus patidifusas y mercadeables caras de WTF, Coogler apuesta por el pudor: su Rocky enferma pero aún con esfuerzos logra subir las escalinatas del Museo de Arte de Filadelfia; donde Abrams devasta Coogler se contiene. Y la paradoja es: mientras el primero deja puestas las pinzas para una trama galáctica con reveses interesantes, el segundo se asienta en la seguridad de la añoranza y guarda su carta para el único posible spoiler de peso: la dolorosa muerte de Balboa en alguna próxima entrega.

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En ambas tramas es importante la paternidad y los mentores: entre otras cosas, El despertar de la fuerza trata del génesis de un villano más berrinchudo que terrible, Kylo Ren, quien reniega de su padre Han Solo en pos de un mentor mítico y despiadado, el famoso Anakin-Vader De Los Mil Memes. Mientras que Creed trata de Adonis Creed, hijo natural de Apollo Creed, quien para seguir los pasos del padre busca como mentor a su antiguo rival y amigo. Son historias de la orfandad y  la bastardía, de la asunción de la identidad desde o a pesar de la figura paterna. Pero también son películas de padres putativos que ejercen su influencia desde su leyenda. Anakin y Rocky fueron cowboys galácticos o urbanos que se forjaron a contracorriente; Kylo y Adonis cargan con un linaje al cual respetar, tienen un compromiso con las dinastías.

A esto se agregan las circunstancias históricas: Rocky y La guerra de las galaxias remiten al cine de los ochenta pero en realidad son películas de los setenta tardíos. Son, justamente, la bisagra entre el cine norteamericano crítico y trasgresor de los setenta, y el blockbuster apabullante de los ochenta; del universo de Coppola y Bogdanovich al universo de Lucas y Spielberg; de personajes noir en claroscuro como Harry el Sucio y Travis de Taxi Driver, a los fortachones brutales y eficientes como Rambo, Terminator, Robocop o John McCLane de Duro de matar.

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Lo interesante es el detalle de la bisagra: Abrams y Coogler no escarban en los momentos más rutilantes de las franquicias sino en sus arranques; Abrams huye sin reparos de las mamarrachadas de Lucas en sus precuelas, Coogler prefiere al Rocky amateur sobre el ochentero del adoctrinamiento yanqui; Abrams recupera personajes naive como Bebocho; Coogler hace suya la sinopsis fundamental de Rocky: la legitimidad de cualquier persona promedio de emprender un épica deportiva, que también es épica vital.

Se antoja estirar las interpretaciones hasta lo político; recordar que La guerra de las galaxias y Rocky ocurren en momentos de depresión económica estadounidense pero también con el triunfalismo de Ronald Reagan muy cerca, y que el momento de El despertar de la fuerza y Creed podría tener correspondencia con el crepúsculo del gobierno de Barack Obama y la proliferación de animalitos como Ted Cruz o Donald Trump. Pero los tiempos están revueltos para vaticinar nada, mucho menos para ajustar ese vaticinio a la creatividad cinematográfica. Aunque quizá el pasmo de lo político sea lo que refleja el revival de la pantalla grande: ante la incertidumbre, las taquillas, las tramas, los creadores, apuestan por la búsqueda de un padre, un origen, un punto de partida que fue eficiente y al que vale la pena recurrir para retomar el impulso.

 

Antes del anochecer —- y pinche Linklater, Jesse y Celine son compas.

And time will have its fancy, Tomorrow or today
Dylan Thomas

before-midnight-ethan-hawke-julie-delpyHacía tiempo que una película no me regresaba cabizbajo a casa. No digo con la repulsión que raya en la caricatura por los tremendismos a la Von Triers, o con la frialdad sobrecogedora que logra Haneke; mi tristeza tendía a la preocupación y a los cigarros reflexivos. Ocurre que Jesse y Céline, carajo, Jesse y Céline, más que ratones de laboratorio para las tesis del Dogma, más que criaturas proclives a la tortura austriaca; son banda, compas, amigos, buenos amigos, de esos que uno conoció hará unas dos décadas, cuando los encarnaron Ethan Hawke y Julie Deply en ese experimento indie de Richard Linklater, Before Sunrise, hacia 1995, en los días abismales del grunge. Llegaron y nos contaron una historia extraordinaria: iban en el tren, ella venía de ver a su abuela, a él lo había terminado una novia que andaba de turismo académico en España (¿dónde más?), y así era el grunge y la época anterior al coachsurfing, la gente se conocía en los caminos, como viajeros medievales, que en hostales y terminales hablaban con otras personas y al contarse iban teniendo noción del mundo.

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A Jesse y Celine les gustó mirarse a los ojos y comprenderse mañosamente, se hicieron esas confesiones compasivas que tenían los jóvenes equis de los noventa y así llegaron a Viena, y a Jesse se le ocurrió una idea piradísima -no me acuerdo si así se decía en esos tiempos-, una idea que Celine no propuso pero también pensó. Y era bajarse del tren, vagabundear por la ciudad, apelar a la generosidad del desconocido, enunciarse ambos con autenticidad y exceso porque debían separarse al otro día y en tan poco tiempo se valen las arrogancias, las opiniones definitivas y las historias, las muchas historias que determinan quiénes son los extraños que bajaron del tren. Como un Decamerón del mochilazo grungero (un recurso semejante usa Douglas Coupland en su novela Generación X), Jesse platicó de cómo veía a su abuela muerta y le hacía un arcoiris con una manguera; Celine confesó del nadador del campamento que se había afeitado el cuerpo y la ponía caliente; él reveló las barbajanadas que hizo con un amigo, cuando le negaron un dólar a un pordiosero porque dijo creer en Dios; ella contó cómo aterró a su terapeuta cuando escribió todas las formas en que quería asesinar a su exnovio. Jesse le recitó a Celine un poema de Dylan Thomas -And time will have its fancy, Tomorrow or today- y se tomaron fotos mutuas mirándose en silencio, sin saber que acaso se casaron como lo hacen los cuáqueros; prometieron verse en seis meses y el final de la película fueron los sitios vacíos donde deambuló la metacharla y la patafísica veinteañera.

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La  historia debió haber quedado ahí, en la ambigüedad del posible reencuentro y en la aventura de la noche extraña que Jesse y Celine le contaron a sus amigos desde sus teléfonos hipotéticos. Pero la trilogía es pertinente cuando toda ella cifra su andamiaje argumental en este extrañamiento de la primera jornada que Jesse y Celine viven a sus veintitantos. En las siguientes dos entregas -incluso en alguna tercera, si la hubiera-  Jesse y Celine siguen a bordo del tren: en esa burbuja en el tiempo, delimitada por los aviones o trenes que se deben tomar, que obligan a  extremar la franqueza y mostrarse al otro como no lo harían de manera cotidiana. El extrañamiento -sacar a los personajes de su contexto habitual para que destaquen sus rasgos esenciales: Jesse y Celine siempre se miran como si fuera la primera vez– es lo que permea las películas posteriores. En Before Sunset (04)  Jesse va a París a presentar la novela que escribió de la anterior historia, cuando se encuentra con Celine apenas tiene un par de horas para platicar porque debe tomar su avión, y la limitante temporal justifica el tour de force para el paseo conversado, con mejor factura técnica para contar el escepticismo, actores más depurados en los abrazos que no se dan y las risas nerviosas que no dicen lo que dicen, y quienes seguimos su historia queremos que apuren la abrazadera y el besuqueo y qué desesperantes las confesiones pudorosas porque debe costar trabajo sincerar que parte del corazón sigue viajando desde Europa del Este hacia París; el desencanto trastabilla con el coqueteo, la imposibilidad del romance opera como peripecia que atiza su consumación, el final abierto sugiere la interpretación poética: quién sabe si sinceraron las ganas sexuales, pero hicieron lo obligado: evidenciar el amor correspondido y el paseo en Viena como parte central de sus historias.

¿Hacía falta la nueva entrega, Before Midnight, dieciocho años después del viaje en tren, nueve después de que Jesse aceptó el té en el departamento de Céline?  El formato de las anteriores películas se rompe: si antes están casi el total de las cintas solos, aquí deben compartir metacharlas con el hijo de Jesse, las gemelas hijas de ambos y el grupo bohemio de amigos con quienes pasan el verano en el Peloponeso. Si la primera película tiene su interés en el regodeo del ligue, si la segunda apuesta a develar la importancia del viaje a Viena en la vida posterior de los personajes, acá el asunto tiene más de disección psicológica que de intriga amorosa: revisar si la relación madura supo trascender lo cotidiano y mantenerse a pesar de los hijos, las obligaciones, el deterioro común de las parejas. Y esto hace que la película pierda en suspenso lo que gana en amargura. Porque son Jesse y Céline, carajo, Jesse y Céline: los charladores autosuficientes de Viena, los escépticos medrosos de París, y ahora cuesta verlos erosionados, Céline lanzando pullas resentidas y Jesse aguantando vara con el desdén de quien ha domado el hartazgo con paciencia, ambos en el esfuerzo de estar juntos, soportando estoicos las evidencias del fastidio, con un sentido del humor que perdió frescura y ganó densidad, como si Linklater hubiera derivado el tópico amoroso en radiografía del desencanto. Porque entonces se encierran en el hotel, empiezan a lavar la ropa sucia, y cuánta tristeza hay en las recriminaciones puntuales, los rencores postergados, la acidez para corroer la identidad del de enfrente, del que veían, uno al otro, jóvenes y fantásticos en el tren. Pareciera que en la charla del hotel estallan los reproches que los jóvenes Jesse y Céline contuvieron por coquetería en Viena, y por miedo del reencuentro tan deseado en París. Y junto a la discusión, acaso más triste, la confesión de los miedos, la soledad, lo dicho a medias; lo que se guardan las parejas por buena voluntad hasta que les intoxica el cuerpo. Desde ahí vale esta actualización, que completa con tristeza lo que faltaba del rompecabezas: la triste dosis de realidad, la constatación de que los personajes de la comedia amorosa no podían sobrevivir al esquema del flirteo y requerían de pesimismo y encontronazos para llegar a su plenitud como entes de ficción.

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Linklater no puede traicionar el impulso de su saga, y cuando la historia amenaza por desbarrancarse en el desencuentro revira en un juego de imaginación -una carta de Céline en una máquina del tiempo- que termina siendo congruente con el total de las películas: finalmente, si la pareja surge, si insiste en mantenerse, si puede sobrevivir a la crisis, es porque está fundada en la imaginación: la de los extraños del tren que se cuentan historias y se enamoran por el regodeo de sus charlas excesivas. Las historias de los veinteañeros, las novelas y las canciones de los treintañeros, salvan, por lo menos hasta donde los poco más de cien minutos de película lo permite, la apatía de los cuarentones. Pero ahora la fantasía no es ensoñadora como en Viena, ni siquiera alcahueta como en París: es tabla de salvación, requisito obligado para remontar y volver a hacer posible a la pareja. Acaso, la esperanza está en el continuo espacio-tiempo del que se burla Céline: a pesar de los años, los personajes de Linklater siguen sentados, sonrientes e intrigados en un vagón de tren.

No sé si me dé el alma para una cuarta entrega, con Jesse y Céline cincuentones, alguno de ellos quizá enfermo, hijos adolescentes y otra ciudad europea, o un sorpresivo escenario estadounidense.  Esta tercera fue suficiente para regresar cabizbajo a casa. Correr a buscar en online -malditos doblajes gachupas- ese rostro de Boticelli de Julie Deply joven, esa cara de gandul bien intencionado de Ethan Hawke, «tan hermosos que habría que desfigurarlos», decía la vampírica Frida de El pasado de Alan Pauls.