‘Soul’ de Pixar. ¿Por qué no aceptas la plaza, Joe Gardner?

Sé que Pixar me va a manipular. Sé que tiene muy bien diseñados sus momentos para hacerme reír, para indignarme, para tener miedo o angustia, para reflexionar quién he sido y qué he hecho conmigo, para iluminarme, para recuperar la paz. Es famoso su decálogo para crear una gran historia, cuando hablas de guionismo de inmediato aparece el decálogo de Pixar, que no es sino el viaje del héroe de Joseph Campbell disneyizado, o más preciso, estivjobizado, porque si algo distingue al relativamente reciente Pixar del veterano Disney son esas consignas de pensar-fuera-de-la-caja al estilo de Steve Jobs, que hasta hace poco nos transportaba al new age tecnofilosófico dictado desde Silicon Valley: abrir y expandir la mente, apropiarnos del infinito universo de posibilidades para crear una app o un teléfono inteligente; aunque me desvío, hablaba de Pixar, de sus historias hermosas, de cómo me llevan al nirvana para que la secreción de mis glándulas aspiracionales semejen un camino espiritual.

Pasó con Woody, Jessie y Buzz. Pasó con Nemo. Pasó con Carl. Pasó con Bing Bong. Y con la abuela Coco. Me dispongo a que ocurra con los personajes de Soul también. Que además se trata —leí reseñas— del Sentido de la Vida, de lo que pasa cuando mueres y ves la luz blanca y te cae el veinte de cómo debiste haber vivido. Esta peli la dirigió Pete Docter, el filósofo de los Pixar, que ha sabido corporeizar los miedos de los niños (Monster Inc, 2001) o las emociones pubertas (Inside Out, 2015) y ahora se lanza con las almas que ya han muerto y con las que están por nacer. Y así conozco a Joe Gardner. Jazzista afrodescendiente frustrado, maestro de secu, hábil con el piano. Palomita para la visibilización y la representatividad. Pero casi desde el arranque de la historia algo me perturba. Una administrativa interrumpe la clase de Gardner para avisarle que quieren ofrecerle una plaza. Plaza laboral, con prestaciones, seguro médico, imagino que aguinaldo y vales de despensa, en una de esas hasta bonos. Y pues qué lujo, qué opulencia, qué prodigalidad. Y ocurre que Gardner lo agradece pero no está seguro de aceptarlo. Y ahí me distraigo de la historia. ¿Pero por qué no aceptas? Es que quiere la aventura, la realización absoluta de ser un músico de jazz. Y de acuerdo, entiendo, pero, ¿por qué no lo aceptó? ¿No puede dar clases en su plaza con prestaciones y tocar en el grupo de jazz también?

Porque en este ejercicio que tiene el cine de proyectarse con quien lo mira, hago el inventario de todas las prestaciones y todos los aguinaldos y todos los seguros médicos que no he tenido. Porque pocas veces he estado en oficina, porque he huido como de la roña del horario de 9 a 6 con dos horas de comida, porque he preferido la filosofía de ser un espíritu libre, porque la idea del freelance equivalía a flexibilidad, aventura, libertad, ser dueño de mí mismo, no la humillación de checar tarjeta, no los pasteles de cumpleaños de escritorio, no las intrigas susurrantes entre cubículos, mejor la apariencia romántica del incorregible misterioso que redacta a destajo, qué orgullo cuando entraba a las oficinas de la revista Escala y el editor me saludaba: «el que conoce todas las cantinas de la República Mexicana» (que no era cierto pero qué bien se sentía que te pensaran así).

Pero claro, la libertad, la ligereza, ser dueño de uno mismo también tenía su costo, que en las fiestas de fin de año no tocara ni pavo ni aguinaldo ni canasta navideña porque no eres del equipo, eres el mercenario evanescente que va por lo suyo —por su comanda, por su cheque— sin preocuparse de lo que ocurre alrededor. Y ahora, años pasados, pregunto: ¿por qué despreció Joe Gardner la plaza?

Porque para entonces ya cayó en una alcantarilla, ya se descubrió en el túnel metafísico que te lleva a la luz que ven los muertos, y ya escapó de ahí y llegó a un prado de almas nonatas administradas por unos logotipos de terapia Gestalt que todos se llaman Jerry (chiste gringo que no acabo de entender), y ya le asignaron un alma nihilista —se llama 22— que no quiere vivir. Sigue la comedia de enredos porque 22 encarna en el cuerpo de Joe Gardner y Joe Gardner encarna en un gato, y sigue lo que ya se sabe de Pixar: momento vodevil, momento arisco, momento amistoso, momento revelador, momento de introspección, que llega al cenit cuando Gardner logra tocar con la banda de jazz —pero no pierdas la plaza, carnal, la plaza es la plaza— y le decepciona que el Gran Momento en realidad no haya sido tan grande y horas después, tocando el piano en su casa, le llega la Epifanía, el meollo de la película, el momento Coco-Jessie-Bing Bong en el que debemos llorar (los guiones de Pixar seguro deben tener resaltada con marcador la frase: aquí se debe llorar).

Pero ocurre que no lloro. Entiendo lo emotivo de las escenas que Gardner evoca, y que le hace comprender qué ha sido lo valioso de la vida: la adolescencia en bicicleta en el bosque, los pies que moja el mar, la cena solitaria pero llena de ideas, escuchar un disco con papá. El tema es que eso lo he visto mil veces los últimos veinte años. Me sacudió en el discurso del bloqueador solar —Disfruta de la fuerza y belleza de tu juventud. No me hagas caso. Nunca entenderás la fuerza y belleza de tu juventud hasta que se te haya marchitado—, después se ha repetido en infografías, videos de psicología humanista, memes con océanos o amaneceres, consejos apócrifos de Borges o Jung y, por supuesto, en afiebrados ted talks de emprendimientos e incubadoras de proyectos. Toda una semántica maltrecha de ser uno mismo, vivir al máximo, disfrutar los placeres sencillos, hacer de cada día el más importante de la vida, besar a tu madre, hablarle a una planta, bailar en calzones con las manos elevándose hacia el cielo. ¿Y la plaza, Joe?

Porque también, en estos quince años se han asentado los costos de la libertad, de la fatigosa reinvención creativa (¡tu branding personal!), del desdén a la rutina. Y tras la idea romantizada del dueño-de-uno-mismo ha acechado otra que ahora nos tiene pasmados, el outsourcing que restringe derechos, la estafa festiva que simula la precariedad, sin nada seguro —¡sal de tu zona de confort!— en lo que uno se pueda apoyar. Con la secuencia emotiva de Joe Gardner sigo presintiendo a Jobs: «Si hoy fuese el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy?» Y pienso que Pixar —pero también he llorado con sus pelis, y además con los memes inspiradores, y con los artículos entrepreneur y los ted talks— me ha estado embaucando en la ligereza del new age superacional para no preguntarme lo que tanta comezón me dio al inicio desde la peli: «¿Y las prestaciones, y el aguinaldo? ¿Por qué no aceptas la plaza, Joe Gardner?»

Algunas críticas señalan que el error de Soul está en haberle dado a Gardner una segunda oportunidad, en vez de enfrentarlo, como el Iván Ilich de Tolstoi, a la inminencia de la muerte y la angustiosa imposibilidad de corregir. Para mí el error viene desde antes: dotar a Gardner de motivaciones acríticas, esa didáctica que hemos tenidos desde década y media de redes sociales, y que suplieron la estabilidad con la mañosa aventura que favoreció a la precariedad. La última escena ambigua de Soul con Joe Gardner saliendo de casa, no sabemos si rumbo a sus clases de secu o a un ensayo de la banda, no compensa el agotamiento del storytelling de Pixar: porque la pandemia y las desigualdades sociales derivadas de ésta piden actualizar consignas, remover contextos, reconocer lo que ha sido fuego fatuo. Prestaciones, seguro médico, salario regular y seguro, zona de confort, sí, la muy ansiada tranquilidad que te permitiría imaginar después cualquier aventura. ¿Por qué le hiciste el feo a la plaza, Joe Gardner?

2020 y los tiempos que estamos viviendo

En marzo

El último día de 2020 en la oficina (¿hace ocho, nueve meses?), todos revisaban sus computadoras y cargaban de información sus discos duros, listos para encerrarse durante el tiempo incierto que indicaran las políticas de Sana Distancia. Entonces apareció Zamani, quien recién terminaba su servicio social. Siempre sonríe mucho, ahora traía un entusiasmo insultante.

—¡Qué tiempos estamos viviendo! —saludó exaltada.

Y había en la oficina tantos rostros neuróticos o vacilantes, que agradecí la insolencia. Su sonrisa me emocionaba: se estaba sintiendo parte de la historia. Estaba a punto de entrar a la cuarentena como en China, España y Reino Unido; esos rasgos comunes que tenía con el resto del planeta por usar el mismo iphone o adorar al mismo Harry Styles ahora alcanzaba su cumbre mayor: estaba a punto de compartir con el mundo la intimidad del miedo, el fastidio, el reto de la resistencia en el encierro.

Por alguna razón pensaba en el inicio de la Primera Guerra Mundial. No que las tropas fueran a la guerra exultantes de alegría, pero sí había cierta ansiedad por empezar a participar de La Historia que habían aguardado durante veinte años, así ésta fuera trincheras, tanques y gas mostaza (pero aún no lo sabían). La pandemia del covid-19 podría parecerse a la Gran Guerra porque esboza el rostro del siglo, pero también porque se trata de un acontecimiento que, sin saber que vendría, todos de alguna manera la esperábamos.

George Steiner habla de este presentimiento de inicios de siglo XX que iría acumulando ansiedad social, hasta que la guerra se considerara como una consecuencia casi natural:

Alrededor del año 1900 se registró una terrible tendencia, es más aun, una intensa sed por lo que Yeats iba a llamar ‘la marea teñida de sangre’. Exteriormente brillante y serena, la belle époque estaba amenazadoramente demasiado madura. Anárquicas compulsiones estaban llegando a un punto crítico por debajo de la superficie del jardín. Nótense las proféticas imágenes de peligrosos subterráneos, de fuerzas destructoras listas para surgir de los sótanos y las cloacas, fuerzas que obsesiona la imaginación literaria desde la época de Poe y Los miserables hasta la Princess Casamassima de Henry James. La carrera armamentista y la creciente fiebre de los nacionalismos europeos fueron, según me parece, sólo síntomas exteriores de este malestar esencial. El intelecto y el sentimiento estaban literalmente fascinados por la perspectiva de un fuego purificador.

George Steiner, En el castillo de Barba Azul, 1970,

¿Por qué esta descripción semeja la pandemia de 2020? Porque así como bajo el relumbrón de la Bella Época se engendraban los horrores de la guerra, en el siglo XXI y bajo un entramado friendly de soportes tecnológicos, ted talks, redes sociales, acuñación de ideas que aspiran a filosóficas como la superación personal, el mindfullnes, las microdosis de lsd o la elevación del estatus de mascotas a progenie, se construye el individualismo, el narcisismo, la alienación, la depresión y la ansiedad crónicas, que en perspectiva parecerían requerimientos deseables para el encierro de 2020.

A muchos no les gusta la metáfora de la pandemia como guerra —la batalla contra el coronavirus, dirían los medios—, la comparación obedece más a su naturaleza de presagio: una sociedad mundial se preparó arduamente, desde el primer chat y la primera fantochada individualista, para hacer suyo el aislamiento, la aversión a los otros, la absorción de las pantallas, las islas que entrecruzan información sin terminar de comunicar algo íntimo y real (porque hasta lo íntimo y real están cifrados en una infografía estilo la película Soul).

¿Para qué no estábamos listos? Especulo: para la sobreinformación. No sólo los mensajes de productividad que van en declive, porque vamos teniendo claro que la competitividad y la excelencia son argucias de los dueños de los capitales. Pero hay más sobreinfomación: desde luego, los datos ciertos y erróneos sobre el virus, síntomas, riesgos, prevenciones, vacunas. Y sobreinformación de las acciones de los gobiernos, todas deformadas por el cochambre político de cada región y cada país. Pero también la sobreinformación de cómo sobrevivir y sobrevivirnos en tiempos aciagos. Webinars sobre verificación de datos, tutoriales de pensamiento mágico y acondicionamiento físico, newsletters con reflexiones woke, charlas de teatro, cine, literatura, antropología, historia, filosofía; infografías sobre cómo dormir, cómo despertar, cómo transitar con cierta destreza entre sueño y sueño. Entre todo eso, la información que nos compete íntimamente se difumina: ¿Cuándo volveré a abrazar a quien quiero? ¿Regresará el ocio del café sin que me preocupen los que me rodean? ¿Se acabaron los besos? ¿Las películas y las novelas y las series y los comics de los siguientes años agregarán personajes encapsulados tras sus mascarillas? ¿Qué tan cercana será la persona más cercana que se me muera? ¿Y si muero yo?

En diciembre

Busco a Zamani para saber de sus tiempos interesantes. Me comparte un diario de pandemia que hizo y que, de nuevo Primera Guerra Mundial, en algo recuerdan las cartas que los soldados enviaban a sus familias, en las que daban testimonio de los horrores de los enfrentamientos. Por supuesto que no se puede comparar la violencia de la trinchera en 1915 con un tedio rodeado de gadgets, mascotas y libros que acompañan el confinamiento actual, pero podrían ser equivalentes por el registro del presente y acaso la intuición del futuro.

Sobre la incertidumbre dice:

Me emociona como pocas veces en mi vida. Se siente como un cosquilleo novísimo en el esternón, en la parte anterior de los globos oculares, en el aire que retoza encandilado. Por primera vez todos, todos los que corrimos por las calles y vomitamos en el tiempo, todos, nos damos de airosa jeta contra la titánica e impávida incertidumbre. ¡Ja! Ahí está, magnífica, hermosa. Pero es gracioso porque siempre ha estado ahí, poblando cada rincón de nuestros minutos, puede que siendo incluso más eterna que dios. Por eso nos esforzamos tanto, tanto tiempo: hacer planes, llenarnos las manos de actividades que apaciguen, no… que enmascaren a la gran terrible. Ah, ¡y sí que íbamos con vuelo!

Y también le da vueltas a su ansiedad:

…de la nada soy precipitada al silencio que envejece frente a mis ojos y al titán del tiempo que a mi me dijeron que es relativo. Intentas bordar con los pulmones un poco de sentido en la existencia. En este punto, normalmente ya estoy tumbada en el suelo con el techo que me contempla contemplarlo desnuda durante horas (insisto, relativas). Poquitas veces, cuando pienso de más en la posibilidad, germinan remolinos entre la tirantez de mis dientes como si germinaran brotes de alfalfa. Y la ansiedad me nombra, me molesta la ropa, me molestan las puertas, me molesta mi cama. Entonces el refrigerador dice: ven, seamos amigos. Y antes yo le respondía: bésame, voy. Por suerte, ya no. Si acaso ya solo preparo algo que fumar.

Pero más me sorprendió el pequeño acto de contrición de Zamani por su entusiasmo de marzo: me cuenta que en esos tiempos se había tatuado un caballo del pintor alemán Franz Marc, quien murió justo en la Gran Guerra. Al inicio Marc estaba a favor de la contienda, pensaba que era una forma de purificar el alma enferma de Europa, “una guerra contra el enemigo interior e invisible del espíritu europeo”, escribió en una carta. Un año después, la visión de Marc cambia. En otra carta, para la esposa de su mejor amigo, quien ya ha muerto en la guerra, describe a la guerra como «la trampa más cruel en la que nos hemos abandonado los hombres».

Así también, en un audio de whatsapp, Zamani me cuenta una resignificación sobre su confinamiento, su aprendizaje del año:

Creo que lo que más he aprendido es sobre la incertidumbre, la soledad y la paciencia. Y humildad, mucha humildad, porque ahora ya no puedo decir que somos grandiosos e importantes, que qué padre que estemos viviendo un momento histórico. Los momentos históricos ocurren todo el tiempo y somos muy ciegos a veces para darnos cuenta. El momento histórico está siempre ahí. También hay humildad en el sentido que nosotros hemos causado esto, la destrucción el planeta, el consumo, destruirnos a nosotros mismos. De pronto nos creíamos todopoderosos y un bichito nos tira al suelo como humanidad. Entonces aprendes la humildad, que lo único que puedes hacer es asumir tu insignificancia y a partir de ella comenzar a tratar de ser un engranaje honesto con el resto de lo que te rodea.

Aquí seguían un par de citas de Giorgio Agamben de su ensayo «Qué es lo contemporáneo» en el que revisa esa materia ambigua, inasible, del presente y más cuando se piensa con un sentido histórico, pero ya se alarga mucho el cuento y debo ir a preparar la cena de fin de año. Sólo dejo la cita con la que Roland Barthes compendia alguna idea de Nietzche: «Lo contemporáneo es lo intempestivo».

Se acerca el intempestivo 2021. Supongo que a cada uno de nosotros nos corresponde decidir de qué forma somos contemporáneos a él.

#MomImInAcapulco y la nostalgia

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La nostalgia no vino de aquellos clichés que recrean la leyenda oxidada de Acapulco: ni de las visitas de Elizabeth Taylor o Elvis Presley, ni de la luna de miel de John y Jackie, ni de la casa de Jhonny Weissmüller o Luis Miguel, ni siquiera de las novelas en ácido de José Agustín o las aventuras alcohólicas de la chilangada que se apuraban por la autopista del Sol y terminaban frente a un océano absorbente y lastimoso.

De hecho, confieso, me parece más contemporáneo ese enchapado populachero del viejo Acapulco (programas del Chavo del Ocho y saga de La risa en vacaciones incluidos) que el spot publicitario de Materiamist que lanzó la Secretaría de Turismo y que, de tan «innovador, fresco y disruptivo», nomás ha servido para la chacota y una alta producción de memes:

 

 

Se le ha criticado lo racista y lo clasista; lo agringado del lema #MomImInAcapulco; los furries con percha indie (más Sleep Party People que retorcimiento erótico) y su insinuación, dicen, hacia el turismo sexual; la frase «un lugar sin reglas» que parecería celebrar la violencia que la bahía ha sufrido en los últimos tiempos; y hasta la voz de la locutora, que querría semejar los copys aspiracionales que venden carros o celulares pero nomás no le salió.

En realidad me dio nostalgia por un pasado recentísimo, tanto que todavía parecería estar entre nosotros, pero que el despropósito de la campaña exhibe su anquilosamiento. O más autobiográfico: hace apenas tres años, sexenio de Peña Nieto, redactaba lemas tipo #MomImInAcapulco para promover lo que entonces se llamaba pomposamente marca-país. Trabajé con un equipo encantador, teníamos la consigna de posicionar al país como una franquicia contempo-etno-trendy-posmo-fashion-fusión. Debíamos encontrar chefs oaxaqueños que triunfaran en Japón con sushi de huitlacoche, mariachis croatas (los encontramos), diseños de tenis que recuperaran el misticismo huichol o estudiantes de Cuernavaca que gracias a su perseverancia y talento participaran en las olimpiadas matemáticas de China o Finlandia.

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Por ahí hubo incluso uno de estos pedeefes por los que las consultorías ganan miles de dólares que explicaban cómo el mundo (Estados Unidos y Canadá eran el mundo) estaba harto del folclorismo mexicano y le urgía una mirada «fresca y disruptiva» que destacara su ubermodernidad. Que en la práctica quería decir: promover lo mexicano de Santa Fe o Polanco siempre y cuando tuviera certificado de provenir de Santa Fe o Polanco. Candoroso storyteller, el documento imaginaba una relación estrecha de Estados Unidos con un México sofisticado, que atraería enormes inversiones gracias a una imagen innovadora, agresiva y competitiva. Neoliberal, pues. El documento ternurita no sabía que poco tiempo después aparecería Trump y que entonces la historia sería otra.  

También vino López Obrador y su política (¿honesta? ¿estratégica?) hacia los pobres o marginados, y la exhibición de la vulgaridad del mirreynato y el fififato. Pero más allá de la grilla doméstica, en todo el mundo se han ido agregando reflexiones varias sobre racismo y clasismo, el redescubrimiento de las comunidades indígenas y la necesidad de crear nuevos términos para dialogar con ellas, la crítica a la apropiación cultural y el recelo a la fábula del melting pot. La marca-país que hicimos tan entusiastas en 2017 ahora sería impensable, o al menos pediría continencia. Aquí se agrega la emergencia sanitaria mundial del covid-19 y la odiosa obligación de la distancia social y el confinamiento: los paradigmas cambian radicalmente y la idea de un Acapulco fresco y disruptivo se convierte de inmediato en un discurso imprudente y hueco.

Pero hay algo más: aquella fiesta de las décadas pasadas de romper las reglas y crear un estilo propio, de reinventarse desde el outfit del Instagram o la crónica mochilera del youtuber patrocinado por hoteles boutiques y restaurantes fusión, está en sus últimos momentos.

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Los primeros veinte años del siglo XXI vivieron una fantasía existencial-erótica-turística que en México, por ser esquemático, le llamaría el Territorio Telcel. Más allá de la cobertura monopólica, la red telefónica proponía una aventura intensa y constante de atmósferas, montañas, comunidades pintorescas (Pueblos Mágicos, se llamó la campaña turística que con tanto éxito empujó el gobierno federal) e individualismo triunfalista, que alternaba fiestas whitexicans con una subjetividad que se precipitaba epifanía tras epifanía. Este cuento provino del road movie de los noventa y de una idea muy Generación X de preferir la movilidad contra el stablishment godín y sedentario.

Ocurre que a la fantasía del viaje se contrapuso el grillete de la disponibilidad total desde las redes sociales y los celulares, el ideal de la independencia se descarapeló hasta devenir precariedad, el impulso de la aventura está enrocado entre el coronavirus y la fragilidad de las economías, que no habían agregado a sus presupuestos una crisis sanitaria que también es social y cultural.

Lo más apolillado de #MomImInAcapulco no es la anécdota racista-yanqui-clasista que se encuentra en la superficie: es su idea tan rápidamente antigua del turismo, del viaje, del fulgor individualista, que se ha rebasado desde la evidencia de la precariedad y la exclusión social, y además en una coyuntura donde no hay éxito, sino sobrevivencia. Ahora estamos conectados no por la aventura sino por el recelo entre sanos o enfermos, y miramos paisajes, bailes y reinvenciones personales desde una utopía de la inmunidad, somos responsables hasta la desconfianza y modestos en el intento de las hazañas.    

 

 

 

Historia de un matrimonio, el divorcio de diseño

historia-de-un-matrimonio-de-noah-baumbach-814892¿Por qué todo mundo está hablando de Historia de un matrimonio, la película de Noah Baumbach que están pasando por Netflix? Perogrullo resuelve el enigma: porque está diseñada para eso.

Por supuesto, lo que quisiera cualquier historia contada, escrita o filmada, es que la llevemos al café y nos dediquemos cuarenta minutos a sacarle la raíz cuadrada, pero ciertas narrativas insidiosas parecen tener diseñadas las escenas, los diálogos, los matices en las actuaciones y el suspenso en los silencios para que sintamos que ahí, y justo ahí, está la revelación que toda la vida habíamos esperado.

Historia de un matrimonio (contemos rápido la sinopsis: trata del divorcio de Charlie, arrogante director de teatro, y Nicole, actriz que acaba de darse cuenta que siempre fue la sombra del esposo, y por ahí está el hijo, y se pelean su custodia, y viajan de Nueva York a Los Angeles con una facilidad digna de toda envidia) equivale a los productos Marvel, que cumplen cuotas de género, diversidad étnica, escenas de lucimiento para Robert Downey Jr, Chris Evans o baby Spider Man; en Historias de un matrimonio están los momentos obligados para satisfacer las necesidades sentimentales de los espectadores: la revelación feminista de la esposa, el no darse cuenta que no se da cuenta del esposo, el discurso empoderado e infografiable de la abogada curtida en divorcios, las estrategias infames de los abogados carroñeros, el enfrentamiento espectacular entre Black Widow y Kylo Ren (que culmina en abrazo gélido de cuento de John Cheever), la caída de veinte de él, mañosamente resuelto con una canción destemplada para no mostrar su casa vacía o la áspera contradicción entre sentirse libre o aceptar lo importante de su vínculo con la exmujer.

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Desde esta escaleta de escenas palomeadas, Historia de un matrimonio es en realidad una película morbosa, que sitúa a los protagonistas como arquetipos de la institución matrimonial en decadencia, para regocijo de la compañía teatral del esposo, de la familia de la esposa, de los abogados de ambos y de los netflixnautas en general. Nicole y Charlie viven entre reflectores para los otros, la sociedad de la película o la sociedad que los observamos; apenas hay un momento en solitario para el respiro y la reflexión de lo que les está ocurriendo; si acaso el breve momento en el que Nicole llora aún en su cama conyugal, o en el que Charlie cura su brazo herido en el suelo de la cocina de su nueva casa, tras haber fracasado en una entrevista con una terrorífica trabajadora social

Esto no hace menos apreciables los desempeños de Scarlett Johansson y Adam Driver, que son, incluso, la apuesta medular de la película. Dos presencias reconocibles y admiradas, que bendito dios les quitaron sus trajes de látex y les hicieron recordar cuando actuaban de verdad, le otorga a Historia de un matrimonio la fascinación (de nuevo: morbosa) que difícilmente habría tenido con otro elenco.  También son espectaculares (y dignas de memes y posts empoderadores) el par de escenas de Laura Dern, el buen tempo cómico de Sandra y Cassie, madre y hermana de Nicole, o mi favorito, el viejo abogado Bert Spitz, que tras cuatro divorcios, con el fracaso y la sabiduría de la edad, acaso suelta las ideas más sensatas de la película.

Lo otro que me gustó fue la impertérrita trabajadora social, a la que le urge su propia serie de terror.

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Quizá lo más importante de Historia de un matrimonio es por qué la estamos viendo, por qué nos conmueve y hablamos de ella: tras su diseño hay una necesidad actual e incómoda: revelar cómo nos estamos situando ante nuestras potenciales parejas y los compromisos que nos piden, en un momento que el individualismo y la sublimación de lo subjetivo nos aleja de todos, incluidos aquellos con quienes compartimos mesa, cama y despensa; cómo nos tiene absortos el existencialismo pop de ser fieles a nosotros mismos, ser congruentes con nuestros imperativos, ser tenaces en nuestras soledades asertivas.

 

 

10 razones para ser fifí

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Todos nos indignamos pero a mí me quedó la duda:

¿Y si esta playera fuera el resumen de la década?

¿Y si aquí se condensara lo que hemos aprendido de infos, lemas, memes, estudios de universidades norteamericanas de prestigio y happy news de portales tan apantallantes como súbitamente desaparecidos?

Y el tema es que todos hemos caído. Que lance el primer disco duro quien no haya guardado la pic de las Diez Formas De Ser Más Creativos, el artículo de los Cinco Pequeños Cambios Que Mejorarán Tu Vida (siempre ponen que dejes de fumar), el ted talk de Los Nueve Consejos De La Gente Exitosa, el pdf de Los Tres Secretos De La Sabiduría Tolteca.

Todos buscan crear al Súper Hombre (por supuesto, también llevamos una década de crear a la Súper Mujer) pero ya no desde los supuestos de Nietzche o las proclamas de los socialismos; la Súper Humanidad reconoce el Buen Café, la Charla Enriquecedora, la Lectura Que Aporta, los Hábitos Sanadores.  Todo semeja una configuración multidisciplinaria ultrasofisticada para superar nuestros límites físicos, cognoscitivos y espirituales. ¿Qué tanto le cabe a tu computadora? En la Plaza de la Computación siempre la puedes escalar. ¿Qué tanto le cabe a tu mente, a tu sensibilidad, a tu capacidad de asombro, a tu asertividad? Tanto como exijan los lemas que te llevan más y más allá. El pago del internet es el limite.

¿Qué tiene que ver todo esto con la ñorita fifí tan orgullosa de su playera y sus consignas de retaguardia? Se ha dicho mucho pero en clave politizada: es una forma de pensamiento egoísta, el contrapunto aberrante a la pretensión de pueblo y comunidad de los nuevos gobiernos, el cinismo privilegiado ante la precariedad de la mayoría.

¿Y no es también lo que nos hemos machacado día y noche, durante una década, desde las redes, en un intento de trascender nuestra modesta medianía?

Fotos poderosas como las del fulano que mató a Abril Pérez Sagaon, pero también como las de la CEO de Nissan, o de los analistas políticos amorosamente cincelado para opinar en los noticieros, o de los broncos influencers que con tres chistes toscos devoran y remueven toda idea que se hubiera reposado. Sin tanto relumbrón, nuestras fotos en los destinos turísticos, en los restaurantes fusión, en los festivales de cine, en las galerías de arte o en las presentaciones de libros, repiten esta fórmula de incansable perfeccionamiento. No vivimos, nos perfeccionamos. Y nos concebimos asertivos (decido trabajar), autosuficientes (satisfago mis necesidades), proactivos (soy ambicioso), impulsivos (lucho por mis metas), preventivos (me levanto temprano), hedonistas (disfruto las cosas buenas), determinantes (soy exigente), líderes (provoco los cambios), autoindulgentes (estoy orgulloso de mí mismo) y maniacodepres  aunque el término esté en desuso (soy feliz) (Cfr El Bromas).

La política, por otro lado, es bastante simple, maniquea y acartonada, y hace de la ñorita fifí de la playera un enemigo perfecto, porque está en la marcha que no debería estar y con unos lentes de diseño que no nos gusta que tenga. Pero si los lemas de su playera los tuviera un estartopero bicicletero gafapastas o una feminista piernitatuada verdimascada, sería fácil reconocernos y admirar este reto tenaz de excelencia (hasta el ritual introspectivo de las cosas simples exige sublimidad) que no permite el menor titubeo: la vida de la década 2010 se ha convertido en una ambición de mejora (talento, deconstrucción, epifanía progre o revelación ancestral) que no está muy distante de aquellas ideas polvosas (en alguna revistas de negocios aún se encuentran ) de calidad total.

Nuestra única diferencia con la ñorita fifí es por quién votó y en qué marcha eligió estar.

Una diferencia personal es que yo difícilmente usaría una playera tan blanca.

 

El complot mongol: pinche set televisivo

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La segunda escena de El complot mongol (Del Amo, 19) condensa el yerro que se verá la siguiente hora y media.

Venimos de que Filiberto García (Damián Alcazar extrañando que lo dirija Andy Baiz en Satanás) suelte un monólogo hard boiled mientras se peina, se acomoda la pistola bajo el sobaco y sale de su departamento. Corte y de inmediato aparece Xavier López ‘Chabelo’, con su cara de niño viejo y su uniforme de policía. La gente se caga de risa. Las dos veces que he visto la escena, en el estreno en Guadalajara y en una función promedio en una sala de la Ciudad de México, la gente se caga de risa. No hay motivo para reírse, es un coronel que le encomendará una misión especial al protagonista. Pero la gente se ríe porque en realidad mira al eterno niño calzonudo de los casi cincuenta años de En familia con Chabelo, y porque les causa más risa escucharlo con su voz real, grave, de adulto, y no la de pito de tantos domingos por la mañana. 

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Chabelo le dice a Alcázar (no vale la pena pensar que son personajes) que le presentará a un hombre que quiere conocerlo. Se abre la puerta de la oficina de par en par y aparece Eugenio Derbez con lentes de Armando Hoyos y bigotito de cualquiera otro de sus personajes. La gente se vuelve a cagar de risa. No mames, está Chabelo vestido de policía, hablando no como Chabelo, y aparece Eugenio Derbez con un traje de la Familia Peluche. Luego no mames, Chabelo dice un diálogo y te ríes, y luego Derbez dice otro diálogo y te ríes y luego no mames, Chabelo dice algo más y te vuelves a reír. No mames, ¿sabías que Chabelo tiene otra voz? Y luego Derbez con sus lentes, yo estaba esperando que dijera Óigame No pero no lo dijo, pero aun así se ve bien cagado.

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Y más o menos así Bárbara Mori, Roberto Sosa, Ari Brickman, Lisa Owen, Salvador Sánchez…

Los actores de El complot mongol usan como consigna de promoción el reto que les propuso Del Amo, hacer personajes diametralmente opuestos a ellos. Falso. En realidad Del Amo lleva a la estética del comic y el noir hacia el set de televisión, donde los personajes se difuminan bajo un elenco ostentoso, bien planeado para que reproduzcan los vicios de su fama y desde ahí disfracen de novedad la chambonería. Por supuesto, con un arte muy chulo y unas luces verdes y rojas formidables, pero con una imaginación en la puesta en escena (réplica y contrarréplica, las famosas cabezas parlantes) y en los diálogos, justo de barra cómica del Canal de las Estrellas. Todo muy cagado, pues.

No es la primera vez que Del Amo trampea así sus asombros. En Cantinflas (que intentó salvar Oscar Jaenada a fuerza de ser un actorazo (no lo logró)) está la escena donde se organiza el sindicato de actores y, no mames, aparecen los actores de ahora como si fueran los de la Época de Oro del Cine Mexicano, y sale Jessica Gocha como si fuera Dolores del Río y Julio Bracho como si fuera Jorge Negrete y Giovanna Zacarías como si fuera Gloria Marín y Ximena González-Rubio como si fuera María Félix. Actores disfrazados que le hacen como si fueran actores. Muy cagado todo. En El complot mongol nuestros cómicos favoritos hacen como si fueran novela negra pero con recursos de Derbez en cuando. Justo, todo El complot mongol es un sketch fallido con más producción de la que merece. Y Sebastián del Amo, de pretensiones tarantinescas, en realidad queda más cerca de Zack Snyder: un ilustrador oficioso, no mucho más.

Se me olvidó hablar de El complot mongol, la novela de Rafael Bernal de la que proviene esta película. No importa, esa novela nunca estuvo ahí.

Hugo Stiglitz está perfecto porque él está más allá del bien y el mal. No mames, Hugo Stiglitz. Él sí estuvo muy cabrón.

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Yalitza

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Y bueno, el cuento de la Negrita sigue así:

Después de tremenda actuación en Roma, después de nominaciones y alfombras rojas, tras mucho Remi Malek y Lady Gaga y mierda racista de Sergio Goyri y Laura Zapata y demás actrices chateras de los Arieles, cuando sean menos los artículos a favor de su representatividad o insistiendo en lo insuficiente de su representatividad, acabadas las sesiones fotográficas y los outfits que sí le quedan o no le quedan o que con otro firulete le habrían quedado mejor, pasadas las entrevistas grises o cagadas o elaboradas o con buscapié, Yalitza Aparicio se sentará con su mejor amiga en una refresquería de su Heroica Ciudad de Tlaxiaco, Oaxaca y se privará de risa platicándole de la chambototota que desde hace tres años consiguió. 

Porque es eso: más allá de la fascinación del cine, del glamour festivalero y hollywoodense, de lo que ha simbolizado desde las sociologías de las inclusiones o la comentocracia de las estéticas, Yalitza mesereaba y trabajaba como recepcionista en un hotel cuando encontró una chamba insólita, que le daba temor pero también la retaba, y se lanzó a protagonizar la película de Alfonso Cuarón porque «no tenía nada mejor que hacer», según contó en la mejor semblanza que le han hecho (la de Carolina A. Miranda para Los Angeles Times). Yalitza se subió a una ola que traspasó la pantalla grande y las estrategias de promoción. Y desde ahí se mantiene serena, fascinante y sin echarse pa’trás.

Desde su arrojo, Yalitza trasciende y resignifica incluso a la Cleo que la lanzó al aluvión. La insistencia en comparar (y con frecuencia denostar) la interpretación que Yalitza hace de su personaje Cleo va más allá del ejercicio actoral. Yalitza no se parece en nada a Cleo y por supuesto que hubo una creación de otra persona con quien solamente comparten rasgos y la región de donde son originarias. Pero la diferencia también es generacional: Cleo vivió y trabajó en la casa de una familia clasemediera anterior al deterioro de la clase media mexicana (tanto así que ahora los vemos como una aristocracia imposible y hasta culpable de nuestra miseria actual); Yalitza estudió para maestra de preescolar, usa las redes sociales que no conoció Cleo y en sus fotos más antiguas de Instagram se le ve en bailes y de excursión con sus amigas; muchas veces rodeada de chiquillos bajo un solazo oaxaqueño que brilla en su pelo.

 

 

Yalitza podría ser la hija de Cleo que sí estudió y que podría tener un futuro aunque sea un poco más promisorio.  La candidez de Cleo no tiene que ver con los arrestos de Yalitza para participar del circo mediático que trajo la película. 

 

Las cosas que pudo ver, que no se parecen nada a los sueños de su niñez…Dy_fTGPVYAADxhd

Yalitza se planta en Venecia, Londres, Nueva York o Los Angeles y aun sin saber inglés interactúa con quien se le ponga enfrente. Bradley Cooper le pide que salude a su novia por celular y Gary Oldman va a su camerino a conocerla. Su presencia maravilla pero también funciona como correctómetro social: de hecho es más fácil reconocer a sus detractores por lo rupestres de los comentarios; más complicada es la gama de grises en la que estamos la mayoría, desde quienes le tienen un aprecio cordial hasta quienes la adoramos irreflexivamente. ¿Te gusta Yalitza porque está triunfando en Hollywood o te gustaría si fuera una mujer que encuentras en el metro? ¿La prefieres porque la vistió un diseñador o la destacarías con jeans y cara lavada?

El carraspeo de la corrección política se extiende a la industria del glamour que intenta hacerla suya. No es gratuito que en sus primeras sesiones, las de Vanity Fair y Vogue, la hayan dotado de una personalidad folclórica-nacionalista, grave y estoica, como si la consigna fuera que una mujer mixteca sólo puede parecer azteca de calendario de Helguera o pieza prehispánica de museo.

 

 

Publicaciones como The Wrap, Chilango, Elle Mexico o The Hollywood Reporter aciertan cuando la presentan como una joven de 25 años que usa jeans y chamarras de cuero, que podría escuchar a una banda de viento oaxaqueña pero también a un grupo de rock; es indígena y también contemporánea, vive en 2019 y sus raíces no son una responsabilidad pesada, en tal caso son riqueza y posibilidad.

 

 

Pero además, Yalitza surge como figura pública el mismo año que se estrena en las pantallas mexicanas Sueño en otro idioma (Contreras, 2017), que trata sobre una lengua indígena a punto de extinguirse, y también aparece mientras en Colombia Ciro Guerra hace películas como El abrazo de la serpiente (2015) o Pájaros de verano (2018, en colaboración con Cristina Gallegos), que ponen el acento en las comunidades indígenas y sus conflictos al relacionarse con la sociedad occidental, y menos famosas pero también presentes, películas como Café (Huatey Viveros, 2017), hablada casi totalmente en náhuatl, o Tiempo de lluvia ( Itandehui Jansen, 2018), que ocurre en comunidades mixtecas. Yalitza no es un fenómeno aislado: viene acompañada de cada vez más actores y creadores que agregan nuevas visiones a un discurso fílmico de comunidades originarios, y que se desborda de los cauces convencionales del cine.

 

Y aunque experiencia ella adquirió, nunca se pudo olvidar… 

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El ocio de especular sobre el futuro de Yalitza como actriz: se insiste en que no debe representar a más trabajadoras domésticas, la parte frívola argumenta que así no encasillará su carrera; otra, más simbólica, sugiere que su proyección exigiría la reivindicación y el empoderamiento de las mujeres y la región que representa. El ejercicio de proponer una nueva película para Yalitza fuerza a imaginar historias y personajes que trasciendan modelos convencionales. ¿Se antoja verla en una comedia romántica de migrantes con Remi Malek? ¿O agobiada en un thriller rural que la obligue a balazos y correteadas? ¿Como luchadora social que lance discursos en el minuto 85 del filme? ¿Sumarse a algún esfuerzo de cine indígena o comunitario? ¿Disparatarse hacia una superhéroe latina de poderes insospechados? La opción más divertida la ha propuesto Alberto Chimal: el mexafuturismo que se atrevería a desarrollar una región de indígenas triunfadores y poderosos, al estilo de los africanos de Wakanda en Black Panther (y con Yalitza, se adivina, como amada lideresa). 

Pero la responsabilidad de la representatividad también puede ser un lastre. Angustia imaginar que después de los Oscares, cuando Yalitza regrese al mundo real, se le critique porque salió en una foto con el político no indicado (en estos tiempos de la vida pública cualquier político es no indicado), o porque una opinión suya contravenga las tesis y consignas de quienes ahora la adoran por ser fetiche de sus causas.

Ahí se me ocurre que si algo la salva, es que a pesar de nuestro afán por convertirla en todos los talismanes y fetiches que quisieran el cine y la antropología, ella sabe que sigue siendo una maestra de preescolar, y que se sigue viendo en un salón de clase, con treinta escuincles menores de seis años. Su riqueza está ahí, es su cable a tierra, la legitimidad que le permitirá remontar. 

Desde ahí, aun la versión más modesta de Yalitza es un triunfo. Ahí el oropel mediático-simbólico se desbalaga y recupera a la Yalitza que siempre ha estado detrás de desfiles y sesiones de fotos. Y acaso, de pasada, explica nuestra verdadera conexión con ella: actriz improvisada o con futuro, moda o representante de causas y demandas trascendentes, Yalitza en el fondo es una mujer que encontró una chambototota, como la que quisiéramos todos, que supo triunfar en ella y nos provoca solidaridad su buena fortuna, su empuje para sortear la cima, la persistencia que queremos que tenga para lo que siga, sea cine, fotografías, jardín de niños, o sentarse con una amiga a tomar un refresco en Tlaxiaco, Oaxaca, a contar con risas francas y sin contenciones toda la locura que ha vivido.

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Roma: las dificultades técnicas y humanas de grabar en la memoria

1140-movie-roma-esp.imgcache.rev15950b2dd73477aa99be26ff26f8d3a6.jpgVeía Roma (Cuarón, 2018) y en algún momento recordé una escena sórdida de Mariana, Mariana (Isaac, 1987), la película que adapta la novela corta de José Emilio Pacheco Las batallas en el desierto: Héctor, el hermano mayor del protagonista Carlitos, («Caballero católico, padre de once hijos, gran señor de la extrema derecha mexicana», se le describe en la novela) intenta acostarse con la empleada doméstica que vive en su casa. Pacheco cuenta:

forcejeaba con las muchachas y durante los ataques y defensas Héctor eyaculaba en sus camisones sin lograr penetrarlas: los gritos despertaban a mis padres; subían; mis hermanas y yo observábamos todo agazapados en la escalera de caracol; regañaban a Héctor, amenazaban con echarlo de la casa y a esas horas despedían a la criada, aún más culpable que «el joven» por andar provocándolo (…)

La historia de Mariana, Mariana y Las batallas en el desierto ocurre en 1948, en pleno sexenio de Miguel Alemán, cuando está en lo alto el desarrollo estabilizador postrevolucionario, el «milagro mexicano». Roma pasa 22 años después; en ese lapso el gobierno ha matado estudiantes, la apertura del metro Insurgentes puebla a la sofisticada Zona Rosa de ladinos amenazantes y las clases medias creen refinarse, desde el catolicismo recalcitrante de la mamá de Carlitos hasta cierto cosmopolitismo ingenuo que trajeron las Olimpiadas, los escritores de Casa del Lago y el Mundial México 70.

La protagonista de Roma, Cleo, no es asediada sexualmente como Clara, aunque no está exenta de humillación: cuando la familia de la casa (familia nuclear: padre médico, madre química y cuatro hijos educados para el privilegio) mira la televisión, ella los acompaña sentada en un cojín, callada y comedida: uno de los niños la abraza como a un perro. Cleo no puede prender las luces porque se enoja la Señora Sofía y tolera regaños que les sirve a los patrones para paliar sus neurosis. Pero también es querida por los hijos de la familia, la Señora Sofía la abraza cariñosa cuando la sabe embarazada y la abuela quiere comprarle una cuna para la llegada del hijo. La crudeza del tándem Pacheco/Isaac evoluciona afectuosa y cruel en la visión de Cuarón, quien ha insistido que en Roma realizó un ejercicio de memoria: en realidad problematiza la memoria y hace guiños a nuestra interpretación presente, como ocurría en muchas escenas de Mad Men (Weiner 2007-2015); alguna obvia: los publicistas mirando burlones a las mujeres que se prueban lápices labiales como si fueran cuyos.

Más que película sobre la memoria, Roma ajusta cuentas con la memoria: en el primer caso Cuarón habría contado su historia desde él o desde su madre, y hubiera agregado la presencia de una nana amorosa que lo despertaba con canciones de cuna mixtecas; el cineasta prefirió hacer incómoda la añoranza y por eso elige la mirada de Cleo —reformulación de su propia nana Liborio, «Libo»— para su elegía de una clase media y una Ciudad de México que sucumbió en esos años.

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En Roma hay dos historias a las que Cuarón trata distinto: la de Cleo es explícita y redonda, se cuentan los coqueteos con Fermín, su romance efímero, el embarazo malogrado y la conciencia brutal de no querer tener descendecia, no al menos del halcón Fermín. La historia de la Señora Sofía es sesgada y presentida: el derrumbe de su matrimonio apenas se adivina en desesperados abrazos por la espalda, discusiones en las que hay que cerrar la puerta porque la clase media trata sus asuntos con discreción y voces contenidas; una borrachera que termina de desmadrar el viejo Galaxy familiar; dibujos y cartas chantajistas de los hijos para que regrese un padre timorato, de personalidad fantasmal (Pedro Páramo con barba protohipster) incluso las pocas veces que aparece a cuadro.

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A estas historias de mujeres desamparadas las rodea la amenaza. El mundo que conocen Sofía y Cleo está en decadencia y no hay de dónde asirse: Sofía es cohibida por amigos socialité que fantochean y acosan; Cleo se intimida con aprendices de artes marciales que entrenan en baldíos polvosos de Ciudad Nezahualcóyotl; Sofía atestigua la indolencia burguesa que celebra un incendio provocado por reclamos de tierras; Cleo se pasma al descubrir al padre de su futura hija como un paramilitar adiestrado para el asesinato.

Sofía revela a sus hijos el final del matrimonio en un restaurante playero de Tuxpan, así como Tenoch y Julio reconocen su homosexualidad latente en un changarrito del mar en Y tu mamá también (Cuarón, 2001). En el mismo viaje, Cleo confiesa que no quería ser madre, tras haber rescatado a la hija de la patrona. Tras las revelaciones, las historias cierran con la complicidad de ambas mujeres, quienes saben que juntas criarán a los cuatro niños: es la fundación de una nueva familia.

Y sin embargo, apenas regresan a casa los niños le piden a Cleo que les prepare un licuado de plátano y les lleven gansitos: hubieron tomas de conciencias, manifestaciones de amor, pero se mantuvieron los estamentos. Esta penúltima escena confirma el apunte crítico de Cuarón, el guiño irónico al presente que también hace con la voz en off de Y tu mamá también.

Roma también es un ejercicio deslumbrante de diseño de producción y dirección de arte, méritos de Eugenio Caballero, Carlos Benassini y Carlos Tello. Pero de poco serviría si la película de Cuarón no hiciera esta summa de temas, interpretaciones y ambigüedades que permiten revisarla desde la historia, el feminismo, el decolonialismo, la política; todas las disciplinas que exploren el derrumbe del México autocomplaciente de las clases medias y la llegada de otro México de crisis, atomizaciones y violencia sistemática.

Se viene una larga noche para Sofía, Cleo y su familia. La primera entrará a una editorial y de esposa trofeo pasará a mujer trabajadora, que de seguro tendrá que estirar salarios para mantener un nivel de vida cada vez menos asequible. La segunda criará a los hijos de Sofía, aun a costa de cualquier proyecto de vida personal. Ahí queda bien esa conclusión chejoviana: «tenían claro que el final estaba aún muy lejos y que lo más complicado y difícil no había hecho sino empezar.»

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Museo, la apropiación sateluca

museo_pelicula_5054_650xEl Museo de Alonso Ruizpalacios (2018) tiene un pórtico y una retaguardia que enmarcan a la película en la irresponsabilidad de la ficción. El pórtico alerta: “Esta historia es una réplica del original”; mientras que el cierre funciona como moraleja cínica: «¿Para qué echar a perder una buena historia con la verdad?» Después uno va a Google y se entera que el «robo del siglo», ese en el que dos gañanes agandallaron más de un centenar de piezas arqueológicas del Museo de Antropología en la Navidad de 1985, hubo más enredo, narcotráfico e investigación burocrática que en la anécdota de la película. De hecho habría material suficiente para un documental espeso e indignado, de los que están de moda ¿Qué caso entonces de trastocar y retrucar bajo esta devaluada argucia de la ficción?

Así como Juan y Wilson se apropian de las piezas arqueológicas, Ruizpalacios se apropia de la historia; Museo una película sobre la apropiación. La más obvia: la de las joyas. Pero también se consigna la apropiación del monolito de Tláloc de Coatlinchán para convertirlo en hostess del museo. Y la apropiación que se platica en la cena navideña de la ballena Keiko, que la sacaron de los mares noruegos para que divierta a los chilanguitos en Reino Aventura. O la del padre de Juan, que se apropió de la historia falsa del incendio de su casa y así responsabiliza al hermano, menos respetable, con menos futuro, para salvar su prosperidad.

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Hay una apropiación más importante: la de la identidad sateluca. Ciudad Satélite, este monstruo urbano que en los años cincuenta se pensaba como una ciudad del futuro (no habría semáforos, los autos transitarían veloces por circuitos cuasi-ergonómicos), y que con el paso de las décadas fue evidenciando su fracaso; a la par del deterioro creó una identidad que se ha convertido en un chiste que raya en la discriminación: chilangos extraterrestres, gringos arrimados a la urbe, crédulos candorosos de que el mundo inicia y termina en Mundo E.

Juan describe al sateluco como alguien que siempre está dando vueltas:

«una persona que llega bien cansado del trabajo, que se pone a ver la tele en vez de estar con su familia y lo que ve en la tele lo cansa entonces se va a dormir más cansado, el sueño lo cansa, al día siguiente despierta hecho mierda, bien cansado y así, hasta que un día muere del cansancio.»

El robo del museo tiene el propósito de hacer algo distinto, «de que algo pase», le dice Juan a Wilson. El delito parece menor ante la aventura de la apropiación sateluca de la historia: apropiarse significa pertenecer. Cuando consuman el robo, los personajes lo celebran meando las torres de Satélite — marcando territorio— mientras se autodenominan Los Tlatoanis de Naucalpan.

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Justo quien vive en la periferia tiene más ansias de la apropiación. El disco que con más ansiedad se apropió de ritmos, historias y motivos chilangos, es el Re, de Café Tacvuba, una banda sateluca. Como ellos, Juan y Wilson de apropian de las joyas arqueológicas, del mismo modo que los austriacos se apropiaron del penacho de Moctezuma, como los europeos se apropiaron de los tesoros del resto del mundo.

Y sin embargo, el cinismo del traficante de joyas prehispánicas Frank Graves relativiza la apropiación y la patriotería: cuenta cómo los gringos hallaron un galeón español, cargado de oro peruano. ¿Quién tenía derecho sobre ese botín? ¿Los peruanos, a quienes les robaron su oro? ¿Los españoles, dueños de la nave? ¿Los gringos, que invirtieron tecnología y experiencia para encontrar el tesoro? «No hay preservación sin saqueo», sentencia Graves antes de rechazar las joyas que le ofrecen los satelucos. La paradoja es que esa mercancía tan importante, pero también tan caliente, no se puede vender: en consecuencia carece de valor.

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La apropiación sateluca extiende su transgresión hacia lo místico, lo cabaretero, las piezas se usan como tarros para el jaibol, como juguetes playeros o para refinar líneas de coca. La apropiación sateluca deja estantes vacíos que se vuelven más atractivos al marcar las ausencias de los tesoros. Y esta apropiación sateluca se extiende a la apropiación que ansiamos todos los objetos, los símbolos, los vínculos que designan nuestra pertenencia.  ¿A quién le pertenece la máscara de Pakal? ¿Al misterioso rey maya? ¿Al artesano que la construyó? ¿A ese fulgor abstracto (permiso, me apropio de José Emilio) que es la Patria? Y la pregunta se extiende: ¿A quién le pertenece el disco Re, la Ciudad de México, la película Museo? ¿A quienes los crearon? ¿A las industrias culturales y de entretenimiento que lucran con ellos? ¿A los eruditos que se desvelan por sacarles la raíz cuadrada? ¿A quienes las leen y ven y escuchan desde su marginalidad?

Ruizpalacios convierte el robo del siglo en una exploración de la apropiación como forma de pertenencia. Desde ahí, la aventura de Juan y Wilson no es muy distinta a la de Sombra, Santos y Tomás, los personajes de Güeros, al ir haciendo suya una Ciudad de México desde la ociosa apropiación de un cantautor de rock olvidado. Al final de robos, búsquedas y desvaríos, quedan las historias: las apropiadas, las resignificadas, que siempre serán mejores que la verdad.

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“¿Para qué echar a perder una buena historia con la verdad?”.

Halloween 2018, las razones de la víctima

JLCH1.jpgMiren a Jamie Lee Curtis como Laurie Strode, con jeans y playera sin mangas (musculosa le llaman los argentinos), quemando cartucho de su escopeta, el cuerpo maduro pero aún con la presencia de cuando le dio clases de aerobics a John Travolta o le hizo un streap tease a Arnold Schwarzenegger. Paranoica, escéptica, el carácter fuerte pero también las emociones crispadas.

El Halloween que propone David Gordon Green en 2018, que se salta una gran colección de secuelas y hace línea directa con el clásico de John Carpenter de 1978, está más cerca de la gladiadora Imperator Furiosa (Charlize Theron en Mad Max Fury Road), la desquiciada Annie Graham (Toni Colette en Hereditary) y aun la justiciera Mildred Hayes (Frances McDormand en Three Billboards Outside Ebbing, Missouri): historias de mujeres maduras que deben enfrentar desafíos en apariencia superados por sus comunidades. Y el desafío va por dos partes: vencer los monstruos que las asedian, pero además convencer a los suyos de la pertinencia de su misión.

El subgénero del slasher por lo general se trata de un asesino serial de maldad insondable (Michael Myers, Jason, Freddy Krueger, Patrick Bateman) que elige como víctimas a las mujeres que cometen el pecado de explorar su sexualidad, y que por eso merecerían como castigo una muerte horrorosa. Por lo común también, quien vence al monstruo es la chica de moralidad más cauta, que antepone la razón y el recato sobre el placer carnal. Alguna sociología de las tramas cinematográficas sugeriría cierta repugnancia conservadora contra la liberalidad sexual, y encontrarían descanso, incluso gozo (se lo merecen) con cada asesinato. El slasher no está lejos de la advertencia machista: «te violaron por usar minifalda», «¿a qué chica se le ocurre salir sola en la noche?», «esto le pasó por puta».

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Además, el slasher hace énfasis en explicar-reconocer-glorificar el enigma de la maldad del asesino. Las secuelas de las slasher más importantes suelen sondear en las razones del monstruo: los traumas infantiles, el desdén adolescente que ensombreció su vida, frustraciones hiperbólicas que justificarían su vocación homicida.

La novedad en Halloween 2018 es que parecería atender los reclamos que critican la fascinación hacia el asesino contra la visibilización de su víctima, al poner el acento en la segunda. En vez de reforzar el carisma siniestro de Myers, elige como centro la personalidad atormentada de Laurie Strode, la niñera que en 1978 derrotó al asesino, y que cuatro décadas después aún vive los estragos de la noche en que se enfrentaron. Divorciada, neurótica, alienada, escéptica, vive como ermitaña en una cabaña con sistemas de seguridad vintage, con sótano de protección como si fuera la Guerra Fría. Los mass media querrían confrontarla contra su victimario por el puro placer del raiting. La hija sufrió de una disciplina férrea para enfrentar a Myers, no exenta de traumas y rencores hacia la madre. La nieta vive entre la ambigüedad y la fascinación hacia la abuela legendaria: es un vestigio que sirve para presumir con los compañeros del high school pero apenas condiciona su vida adolescente.

El Michael Myers de 2018 es más determinante en sus asesinatos; hay montajes con gusto a clásico, como su encuentro con los periodistas en los baños de la gasolinera. Pero lo importante es esta postergada cita de Myers y Strode, que parecería descuidar el resto de la trama. Apenas se esboza lo que el nuevo Halloween hubiera querido ser: el estrés postraumático que afectó a una familia, la presencia ominosa del asesino serial que ha condicionado la vida del pueblo de Haddonfield, la reelaboración del mal como un elemento heteropatriarcal, que de alguna manera se alinea con el #MeToo gringo y sus equivalencias en el mundo.

Más que en la ejecución, en el Halloween de 2018 importa su gesto: la hipnótica relación entre Michael Myers y Laurie Strode trasciende el maniqueo bien y mal y sugiere el ajuste de cuentas de una víctima mujer en espera perpetua de revancha y justicia, desde ahí reivindica un heroísmo feminista más astringente que glamoroso. Por eso las referencias de Laurie Strode con Imperator Furiosa, Annie Graham o Mildred Hayes,

Pero Laurie Strode participa de otra legión más, igual de sugerente: las heroínas que en esos años setenta y ochenta enfrentaron el mal en forma de monstruos, máscaras o capuchas. Se antojaría averiguar sobre las misiones asumidas por Sara O’Connors, Ellen Ripley o la princesa Leia para liberarnos de las atrocidades (Terminator, Alien, Darth Vader) de aquellas décadas, y por qué van tomando sentido cuatro décadas después, cuando estas heroínas, ahora veteranas de guerra, enfrentan de nuevo el desafío: son mujeres confrontando los terrores de sus pasados, que encuentran en sus nuevas batallas alguna reivindicación postergada, aguardada desde muchos años atrás.

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