
Sé que Pixar me va a manipular. Sé que tiene muy bien diseñados sus momentos para hacerme reír, para indignarme, para tener miedo o angustia, para reflexionar quién he sido y qué he hecho conmigo, para iluminarme, para recuperar la paz. Es famoso su decálogo para crear una gran historia, cuando hablas de guionismo de inmediato aparece el decálogo de Pixar, que no es sino el viaje del héroe de Joseph Campbell disneyizado, o más preciso, estivjobizado, porque si algo distingue al relativamente reciente Pixar del veterano Disney son esas consignas de pensar-fuera-de-la-caja al estilo de Steve Jobs, que hasta hace poco nos transportaba al new age tecnofilosófico dictado desde Silicon Valley: abrir y expandir la mente, apropiarnos del infinito universo de posibilidades para crear una app o un teléfono inteligente; aunque me desvío, hablaba de Pixar, de sus historias hermosas, de cómo me llevan al nirvana para que la secreción de mis glándulas aspiracionales semejen un camino espiritual.
Pasó con Woody, Jessie y Buzz. Pasó con Nemo. Pasó con Carl. Pasó con Bing Bong. Y con la abuela Coco. Me dispongo a que ocurra con los personajes de Soul también. Que además se trata —leí reseñas— del Sentido de la Vida, de lo que pasa cuando mueres y ves la luz blanca y te cae el veinte de cómo debiste haber vivido. Esta peli la dirigió Pete Docter, el filósofo de los Pixar, que ha sabido corporeizar los miedos de los niños (Monster Inc, 2001) o las emociones pubertas (Inside Out, 2015) y ahora se lanza con las almas que ya han muerto y con las que están por nacer. Y así conozco a Joe Gardner. Jazzista afrodescendiente frustrado, maestro de secu, hábil con el piano. Palomita para la visibilización y la representatividad. Pero casi desde el arranque de la historia algo me perturba. Una administrativa interrumpe la clase de Gardner para avisarle que quieren ofrecerle una plaza. Plaza laboral, con prestaciones, seguro médico, imagino que aguinaldo y vales de despensa, en una de esas hasta bonos. Y pues qué lujo, qué opulencia, qué prodigalidad. Y ocurre que Gardner lo agradece pero no está seguro de aceptarlo. Y ahí me distraigo de la historia. ¿Pero por qué no aceptas? Es que quiere la aventura, la realización absoluta de ser un músico de jazz. Y de acuerdo, entiendo, pero, ¿por qué no lo aceptó? ¿No puede dar clases en su plaza con prestaciones y tocar en el grupo de jazz también?
Porque en este ejercicio que tiene el cine de proyectarse con quien lo mira, hago el inventario de todas las prestaciones y todos los aguinaldos y todos los seguros médicos que no he tenido. Porque pocas veces he estado en oficina, porque he huido como de la roña del horario de 9 a 6 con dos horas de comida, porque he preferido la filosofía de ser un espíritu libre, porque la idea del freelance equivalía a flexibilidad, aventura, libertad, ser dueño de mí mismo, no la humillación de checar tarjeta, no los pasteles de cumpleaños de escritorio, no las intrigas susurrantes entre cubículos, mejor la apariencia romántica del incorregible misterioso que redacta a destajo, qué orgullo cuando entraba a las oficinas de la revista Escala y el editor me saludaba: «el que conoce todas las cantinas de la República Mexicana» (que no era cierto pero qué bien se sentía que te pensaran así).
Pero claro, la libertad, la ligereza, ser dueño de uno mismo también tenía su costo, que en las fiestas de fin de año no tocara ni pavo ni aguinaldo ni canasta navideña porque no eres del equipo, eres el mercenario evanescente que va por lo suyo —por su comanda, por su cheque— sin preocuparse de lo que ocurre alrededor. Y ahora, años pasados, pregunto: ¿por qué despreció Joe Gardner la plaza?
Porque para entonces ya cayó en una alcantarilla, ya se descubrió en el túnel metafísico que te lleva a la luz que ven los muertos, y ya escapó de ahí y llegó a un prado de almas nonatas administradas por unos logotipos de terapia Gestalt que todos se llaman Jerry (chiste gringo que no acabo de entender), y ya le asignaron un alma nihilista —se llama 22— que no quiere vivir. Sigue la comedia de enredos porque 22 encarna en el cuerpo de Joe Gardner y Joe Gardner encarna en un gato, y sigue lo que ya se sabe de Pixar: momento vodevil, momento arisco, momento amistoso, momento revelador, momento de introspección, que llega al cenit cuando Gardner logra tocar con la banda de jazz —pero no pierdas la plaza, carnal, la plaza es la plaza— y le decepciona que el Gran Momento en realidad no haya sido tan grande y horas después, tocando el piano en su casa, le llega la Epifanía, el meollo de la película, el momento Coco-Jessie-Bing Bong en el que debemos llorar (los guiones de Pixar seguro deben tener resaltada con marcador la frase: aquí se debe llorar).

Pero ocurre que no lloro. Entiendo lo emotivo de las escenas que Gardner evoca, y que le hace comprender qué ha sido lo valioso de la vida: la adolescencia en bicicleta en el bosque, los pies que moja el mar, la cena solitaria pero llena de ideas, escuchar un disco con papá. El tema es que eso lo he visto mil veces los últimos veinte años. Me sacudió en el discurso del bloqueador solar —Disfruta de la fuerza y belleza de tu juventud. No me hagas caso. Nunca entenderás la fuerza y belleza de tu juventud hasta que se te haya marchitado—, después se ha repetido en infografías, videos de psicología humanista, memes con océanos o amaneceres, consejos apócrifos de Borges o Jung y, por supuesto, en afiebrados ted talks de emprendimientos e incubadoras de proyectos. Toda una semántica maltrecha de ser uno mismo, vivir al máximo, disfrutar los placeres sencillos, hacer de cada día el más importante de la vida, besar a tu madre, hablarle a una planta, bailar en calzones con las manos elevándose hacia el cielo. ¿Y la plaza, Joe?
Porque también, en estos quince años se han asentado los costos de la libertad, de la fatigosa reinvención creativa (¡tu branding personal!), del desdén a la rutina. Y tras la idea romantizada del dueño-de-uno-mismo ha acechado otra que ahora nos tiene pasmados, el outsourcing que restringe derechos, la estafa festiva que simula la precariedad, sin nada seguro —¡sal de tu zona de confort!— en lo que uno se pueda apoyar. Con la secuencia emotiva de Joe Gardner sigo presintiendo a Jobs: «Si hoy fuese el último día de mi vida, ¿querría hacer lo que voy a hacer hoy?» Y pienso que Pixar —pero también he llorado con sus pelis, y además con los memes inspiradores, y con los artículos entrepreneur y los ted talks— me ha estado embaucando en la ligereza del new age superacional para no preguntarme lo que tanta comezón me dio al inicio desde la peli: «¿Y las prestaciones, y el aguinaldo? ¿Por qué no aceptas la plaza, Joe Gardner?»
Algunas críticas señalan que el error de Soul está en haberle dado a Gardner una segunda oportunidad, en vez de enfrentarlo, como el Iván Ilich de Tolstoi, a la inminencia de la muerte y la angustiosa imposibilidad de corregir. Para mí el error viene desde antes: dotar a Gardner de motivaciones acríticas, esa didáctica que hemos tenidos desde década y media de redes sociales, y que suplieron la estabilidad con la mañosa aventura que favoreció a la precariedad. La última escena ambigua de Soul con Joe Gardner saliendo de casa, no sabemos si rumbo a sus clases de secu o a un ensayo de la banda, no compensa el agotamiento del storytelling de Pixar: porque la pandemia y las desigualdades sociales derivadas de ésta piden actualizar consignas, remover contextos, reconocer lo que ha sido fuego fatuo. Prestaciones, seguro médico, salario regular y seguro, zona de confort, sí, la muy ansiada tranquilidad que te permitiría imaginar después cualquier aventura. ¿Por qué le hiciste el feo a la plaza, Joe Gardner?
