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Los barrios donde espanta la Huesera

De acuerdo con todo lo que hace importante a Huesera, ópera prima de Michelle Garza Cervera:

·      Que es una enérgica apuesta por el cine de horror y fantasía, concebida por mujeres: guión de la directora junto con la escritora Abia Castillo, además de la fotógrafa Nur Rubio Sherwell y un reparto sobre todo femenino (una mejor que la otra: Mayra Batalla, Sonia Couoh, Mercedes Hernández, Aída López, las Sabinas vaciladoras Martha Claudia Moreno, Norma Reyna, Rocío Belmont y Gina Morett, pero sobre todas la gran protagonista que es Natalia Solián).

·      Que tras la superficie del espanto —una entidad maligna a la que le truenan los huesos y que asedia a la joven embarazada Valeria—, Huesera lanza un alegato importante sobre la elección, la incertidumbre o el desasosiego de ser madre. Y que acaso remite a aquel «malestar que no tiene nombre» del que hablaba Betty Friedan hacia los años sesenta.

·      Que el cuestionamiento de la maternidad en Huesera confronta a una tradición cinematográfica nacional de madres serviciales y abnegadas, a la vez que lanza un anzuelo hacia una ascendencia «maldita»: el monólogo de Sara García al final de ¿Por qué nací mujer? (Rogelio A. González, 70), los descuidos de una madre joven en Lola (María Novaro, 89), o el tétrico filicidio de Elvira Luz Cruz reformulado en la polémica Los motivos de Luz (Felipe Cazals, 85).

·      Que el pudor del spoiler impide hablar con detalle del final, pero desde aquella consigna de que la elección de un plano es una decisión política, Michelle Garza Cervera dispara la toma y actualiza el final de Casa de muñecas, la obra de teatro de Henrik Ibsen (Nora que da el portazo en su casa y la familia queda en ascuas), con una frescura escalofriante.

·      Que es de estas película que hacen suyo (que refundan) el espíritu de su tiempo: Huesera tiene resonancias de 8M, de monumentos rayoneados, de agobios que piden gritos destemplados frente a las casas de gobierno.

Pero esto lo pueden escribir mejor las reseñistas, ensayistas y críticas de cine. Me quedo con otra arista, no menos importante, de Huesera: el ejercicio de estamentos que, desde su elección de locaciones y su dirección de arte, también van contando la historia.

Huesera tuvo locaciones en la alcaldía Benito Juárez (seguro el barrio donde viven Raúl y Valeria) pero también en Iztapalapa, por el cerro de la Estrella: quien conozca la Ciudad de México sabe que este trayecto perfila una supuesta ascención social.

Hay que ver el departamento cuco de la promisoria pareja que son Valeria y Raúl (Alfonso Dosal en esfuerzo de deconstrucción): las paredes azules, los muebles de diseño (los eligió ella), tapetes y adornos que, como en la novela Las cosas de Georges Perec, describen más a la pareja que a los individuos que la conforman.

Fundar una familia es abrir una cuenta de Instagram para debatir decoraciones y acomodos de feng shui. La pareja corona su storytelling con una hija y una cuna de autor. La creadora de la cuna es Valeria. Diseñadora, artista, Valeria tiene su taller en su departamento, que debe desmantelar para que se convierta en el cuarto de la bendición. Por ahí hay un closet que funciona como el elefante de la historia. 

En contraste con el departamento, la familia de Valeria vive en una casa, si no humilde, sí con la modestia de los barrios populares chilangos. Contra el diseño del departamento de la pareja, los padres de Valeria tienen un gusto convencional, el acumulado de muebles de décadas que van conformando un espacio sin pretensión. 

Más importantes, los espacios de Octavia, antigua amiga y también romance adolescente de Valeria. Entrenadora en un gimnasio de barrio, Octavia parece haber quedado suspendida en la ensoñación ochentera de la banda. Sus espacios hacen equivalencia con el ambiente de La diosa del asfalto (Julián Hernández, 2020), que a su vez remite a una colección de películas mexicanas ochenteras maltratadas: La banda de los Panchitos (José Arturo Velasco 1987), Perro callejero (Gilberto Gazcón, 1980), Olor a muerte: pandilleros (Ismael Rodríguez Jr, 1988). La paradoja está en que estos espacios intimidantes son los que le dan seguridad a la protagonista. La incertidumbre de la maternidad contrasta con el recuerdo de los tiempos adolescentes, rola la rola y rola la mota, el punk reventando tímpanos y haciendo bolas de estambre con el tejido social.

Habría un tercer espacio, donde se funde la brujería, la pesadilla o la ayahuasca, según se prefiera: la casa de las Sabinas que ayudan a Valeria a confrontarse consigo misma. Y en una alucinación provocada, Valeria transita por un bosque estilo Bruja de Blair, donde un baile de mujeres destrozadas la harán reformular sus prioridades.

Contada desde estos espacios, Huesera agrega al dilema de la maternidad el otro, más amplio, de la identidad. En el closet del que fue su taller y y ahora es recámara de la hija, Valeria guarda su colección de libros, fanzines, discos compactos, ilustraciones de su época punk. No cuesta trabajo entender esta otra historia, en la que una chica de la banda broza se transforma en joven casada, con un proyecto de vida que es remedo del Pinterest, y que titubea entre las encomiendas conyugales y los estribillos salvajes que la asedian en las noches y quizá buscan conciliarla consigo misma.

Más que un ente maligno de huesos crujientes, el verdadero horror —pero también el reflejo, la salvación, la confrontación honesta aun cuando traicione El Mandato, la supuesta Superación como persona— se encuentre en ese closet, en la caja de Pandora de Valeria que funciona como juicio severo sobre la pérdida de la identidad, reclamo por aquella que se ha disuelto entre el espejismo del matrimonio, de la casa chula y de la maternidad.

Los huesos que crujen nos competen porque también nos remite a nuestra propia caja relegada en el fondo de nuestro clóset. Olvidada en el día a día, vuelve a pesarnos, a quebrarnos cuando hay insomnio y recordamos la vida que interrumpimos. 

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