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Escatología y leyendas del sueldo

Siempre que regresábamos del banco, mi madre nos hacía lavarnos las manos. “Tocaron dinero, quien saben quiénes lo tocaron antes”, decía, sin atender que ella era quien había agarrado el dinero y mi hermano y yo nomás fuimos de fisgones. Pero de ahí quedó la idea: que los bancos y, en extensión, los cajeros automáticos, son lugares sucios, con la calidad de un baño público, un callejón que se ha convertido en urinario o una oficina del PAN. Ni siquiera se necesitaba tocar el dinero, con transitar por el sitio ya te contaminabas de gérmenes oscuros y simbólicos, porque a lo sucio de las monedas y los billetes se agregaba la suciedad cultural, social, histórica, moral, del puerco dinero que a todos nos corrompe, nos hace grotescos y nos obliga a experimentar las experiencias más lamentables: trabajar, la primera de ellas.

Una derivación de esta mugre del dinero deriva en los sueldos. ¿Por qué cuesta tanto trabajo hablar del dinero que ganamos con el sudor de nuestra frente? Desde mi estacología infantil, supongo: porque es como describir la calidad de tus evacuaciones: si la nómina tiene la firmeza de alguien que ha incorporado la granola en su dieta, o si el recibo de honorarios tiende a ser aguañosito y sin consistencia digna de presunción.

Como la caca con el gastroenterólogo, el sueldo sólo se lo muestras a tu pareja, a tu contador, al que quiere venderte un seguro o al fetichista de las Afores. Con el resto del mundo usas aproximados: sueldazo (los menos), una miseria (los más).

Pero justo la discrecionalidad de revelar los sueldos detiene una charla desintoxicante con nuestros semejantes de por qué, literalmente y en figurado, nos está llevando la mierda. Hablamos de nuestros sueldos con alusiones prudentes y las miradas en sesgado del otro lo calculan desde nuestra ropa, la calidad de nuestros lentes o la bebida que pedimos al mesero; suponemos las cifras según recordamos si el interlocutor llegó en metro o en Uber, la coprofilia se destapa cuando algún valiente se atreve a lanzar la cifran contundente: ¡12,000! ¡8,000! ¡10,000 menos IVA ISR y cooperación voluntaria a la ONG que merodea en la oficina!

El consuelo inicia cuando el interlocutor desazolva su intimidad y revela que apenas gana 500 más o 500 menos que tú. La liberación de las cifras, como purgante, desborda las glorias y miserias de nuestras negociaciones de los sueldos. Podría crearse toda una corriente literaria alrededor de negociaciones exitosas (las menos) o fallidas (las más) de los salarios: la intimidante oficina del patrón (líder, dicen los portalitos a los que les gusta llamarles líder), la firmeza o los titubeos para explicar que llevo muchos años en la institución y creo que mi trabajo es valioso, la sonrisa compasiva para explicarnos que son malos los tiempos, nuestra sonrisa que oculta la angustia, para replicar que uno sabe perfectamente bien cómo están los tiempos (¿quieres que te enseñe el saldo de mi tarjeta o le paramos con la letrina?) Y ahí el patrón despliega sus dotes demagógicos: el país vive uno de los momentos más desafiantes de su historia y exige de nosotros un compromiso y un sacrificio a la altura de nuestros tiempos.

Pero así como se aglomeran los lugares comunes de las negociaciones fallidas, también se cuentan historias asombrosas e improbables, de quienes sí consiguieron el cometido: un conocido de mi primo, la mejor amiga de mi mujer, dos chavos tatuados que usaban Converse y que conocí en una peda. Ellos sí supieron usar la frase punzante que convenció al patrón para el aumento. Fueron determinantes y tajantes: me llegó otra buena oferta de trabajo (aunque no sea cierto); o apostaron por el minimalismo: ese chif, rífese con el cheque gordo; y por supuesto que hay historias licenciosas, alcohólicas o con el protagonismo de los estupefacientes. Pero hayan sido arrogantes, ingeniosos, de moral ligera o argumentos audaces, todas las personas que lo consiguieron adquieren estaturas legendarias.

Imagino que ese carácter épico de quienes consiguieron el aumento de sueldo tiene que ver con una postura entre cínica y combativa de la vida. La manipulación empresarial o institucional suele tener éxito con la mayoría, debemos sentirnos halagados que el entrepeuner nos ha dado la oportunidad, que el corporativo nos ha dado una tarjetita (para checar) y una gorrita con su logo. De ahí que sugerir un ajuste parecería sacrilegio. Justo haciendo el símil religioso: ¿quién se atreve a pedirle una mejor vida a Jesucristo Nuestro Señor?

Mientras que el ateísmo del que se lanzó a discutir su aumento descoloca los cimientos mismos de la cultura laboral. Todo bien con la visión-misión-valores de tu changarro pero con esta miseria no como. Está chingón el logo de tu proyecto, pero más chingón estaría que el cajero me dé un saldo abultado. Además de la justicia laboral y de la necesidad económica, el buen salario representa un ejercicio de autoafirmación y dignidad. Que al menos en México, desde el desmantelamiento de la política laboral, parece haber perdido el sentido de lo colectivo para transformarse en la hazaña de individuos específicos que se atrevieron a confrontar (y aunque sea levemente, conmover) al sistema.

Quienes logran negociar mejor su sueldo son unos héroes, cierto, pero quizá también acá se explica la relación con la coprofilia. Que es un asunto que se trata en lo oscurito, entre susurros ajedrecísticos entre patrón y empleado, que el trato esgrimido es un ejercicio discrecional. Y que parece como esa escena de El fantasma de la libertad, en el que mientras se realizan las deposiciones en elegantes comedores, lo sustancioso de comerse el pollito se realiza en la intimidad del sanitario.

Una negociación exitosa del sueldo equivale al enfrentamiento de dos vaqueros míticos, a quien logró llegar a la cima del Everest, a los padres primerizos que consiguieron que su bendición durmiera toda la noche. Serían los más solicitados para tutoriales o cursos en línea, consejos en tik tok o charlas relajadas en los ted talks que sobreviven: estrategias para que te aumenten el salario, prácticas de índole esotérico a las que sólo acceden cuatro o cinco iniciados.

Mientras que los legos, cerveza tibia en mano, miramos pasar esas grandes historias lejos de nosotros e inventamos nuestra propia, más prudente estrategia: llegar a la oficina más temprano, aprender mejor el Excel, perder menos tiempo en el baño y más en el escritorio, frente a la pantalla, en esa otra forma escatológica de ser humano. Justo lo que el capitalismo siempre ha querido.

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El impostor y el pícaro

Llevo tiempo pensando en el síndrome del impostor, sobre todo desde que mi actual chamba me hace preguntarme a diario si estaré a la altura de las circunstancias, o si algún día se darán cuenta de que soy un merolico mareador. Cuando reconocen mi trabajo respiro aliviado y me permito cenar una hamburguesa con tocino, doble queso y papas fritas; cuando la cago y lo solapan con discretos carraspeos, corro a revisar mis moneditas de ahorro porque el Ángel del Desempleo empieza a respirarme en la nuca.

El síndrome del impostor le ocurre incluso a la gente más brillante que podrías conocer. Gente de opiniones o ingenios deslumbrantes titubean ante la nueva encomienda —El Reto, nos enseña a decir la cultura laboral— y evidencia lo que siempre sabemos pero olvidamos, que a final de cuentas somos gente que nos pedorreamos y eructamos, que disfrutamos con tik toks sangrones y que tenemos chistes familiares que nomás a nuestra familia les da risa.

Justo por ahí la impotencia del impostor: el engorro de ser solamente esa persona, con sus perros, sus gatos, sus relaciones de pareja desastrosas y sus oportunidades canceladas, contra la perfección impoluta del logo que nos contrata. ¿Cómo podemos estar a la altura de la Universidad de Oxford, Google, TechnoDevelopmentCorp o la Secretaría de Cultura del Estado de Michoacán? Porque acá la mercadotecnia juega con su intimidación amigable: apenas nos dan la bienvenida a ser parte de la familia Carso o Elektra o Movimiento de Regeneración Nacional, la inseguridad de tamaña responsabilidad nos empequeñece, desconfiamos de los años de estudio, de las experiencias en los lugares de trabajo previos, de nuestra luminosa personalidad que sólo conocen nuestras amistades cuando ya estamos muy borrachos (nosotros y las amistades). Todo lo que somos se desintegra ante la idea inmaculada del Corporativo, del Instituto, del Cargo. Y por ahí olvidamos algo más primitivo: que estamos ahí para sacar dinero (o un diploma que después intentaremos canjear por dinero). Y que además, el dinero siempre es menor del que mereceríamos.

No suena raro que el tal síndrome del impostor se hubiera identificado hacia 1978, cuando faltaban cinco minutos para que iniciara la fiesta del libre mercado, con sus misterios sacros de Excelencia, Liderazgo, Eficiencia, Competitividad. Quien quiera participar de esta algarabía debe contar con todos estos atributos. Lo que sigue lo conocemos: horarios extenuantes para mostrar que se tiene puesta la camiseta, amistosas tácticas de bulliyng laboral para dejar claro quiénes tienen el pecho plateado, bornout que se cura con la clase de yoga en la oficina, después de las ocho horas de oficina. Y a pesar de todo, nunca terminamos de ser suficientes para el cargo. El Impostor existe porque el Auténtico es un imposible. E insisto: con menos plata de la que merecería la jornada.

Cuando pienso en el síndrome del impostor de inmediato se me contrapone la figura del pícaro. Ya se sabe, clases de literatura: el Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, el Buscón de Quevedo; pero más moderno el Charlot de Chaplin, Cantinflas antes de volverse oficialista, Huckeberry Finn, el Jim Carrey de Dumb & Dumber, Jeffrey Lebowski de El Gran Lebowsky, Jordan Belfort de El lobo de Wall Street y muchas de las heist movie Ocean’s Eleven en versión Sinatra y versión Clooney, Perros de reserva de Tarantino—, Luisito Rey, incluso esa ranfla de pelafustanes que son Don Gato y su pandilla: marginales que sirve a uno o varios amos —La Iglesia, La Academia, La Aristocracia, El Gobierno— y que entre estropicios e ingenios resuelven lo que, por otra parte, ya era un sinsentido desde la misma concepción de La Autoridad.

El pícaro es más astuto que acreditado, más práctico que estratégico, más experto en parchar y remendar lonas arruinadas, que en erigir hermosas catedrales conceptuales. El pícaro tiene hambre, no puede perder tiempo en la angustia de pensar si merece estar ahí. Por cualquier razón, y quizá sobre todo por las incorrectas, es que está ahí. Lo que sigue es confiar, resolver, improvisar. Pero sobre todo, el pícaro sabe que La Autoridad, El Instituto, El Corporativo, son engaños, errores de origen (finalmente fueron creados por humanos, o por fantoches autoasumidos como genios del liderazgo) a los que hay que subirse para hacerse la vida. El logro del pícaro no está en hacer la Diferencia de Valor que pontifica el buen mercado, está en asumir su impostura, marear a quien lo emplea, resolver tan bien como se pueda y largarse lo más pronto, con los amigos, a las cervezas.

El Impostor y el Pícaro en realidad son la misma persona que sirve a un Amo: pero donde el primero va a terapia para enfrentar el Misterio Sacramental del Reto, el segundo ha aprendido a ser cínico. Y el cinismo del pícaro es el hermoso, el verdadero valor.

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